La envidia

Por Jorge Zenteno

La envidia, por Julliet Ramirez Hernandez

Aunque el intelecto trepe a cimas más sofisticas, ciertas pasiones mantienen al sapiens en la regresión y la no evolución, en una forma de vínculo contaminado por la animadversión como ocurre, y como este artículo destaca, con la envidia, esa «tristeza o pesar del bien ajeno», según definición del Diccionario de la Real Academia Española; lo contrario de la generosidad. Por la toma de conciencia quizá, a veces, el agua estancada de lo envidioso puede modificar su estado, y revertirse en alegría por el desarrollo ajeno y propio.

La envidia, un pasatiempo nacional (pero no se lo digas a nadie), por Jorge Zenteno (*)

Vivimos en tiempos curiosos: nadie es envidioso, pero todos están ocupadísimos destruyendo reputaciones ajenas. Nadie lo admite, claro. La envidia, ese pecado tan antiguo como Caín, se ha reciclado y ahora desfila disfrazada de crítica ética, justicia moral o indignación digital. Como quien dice: ya no se quema en la hoguera, se cancela por Twitter.

En esta tragicomedia del siglo XXI, la envidia se ha vuelto elegante, se viste de progresismo o de moral superior, y se cuela en todos los rincones como humedad en pared mal revocada. Ya no se confiesa la envidia; se justifica. Ya no se dice “lo odio porque es mejor que yo”, sino “hay que reflexionar críticamente sobre su discurso”. Traducción: me come el alma que tenga más talento, más aplausos o más seguidores que yo.

Sor Juana Inés de la Cruz lo supo antes que todos nosotros. Envidiada por pensar, escribir y brillar más que sus contemporáneas, terminó silenciada por monjas con crucifijo en una mano y puñal en la otra. Hoy la historia se repite, solo que las sotanas fueron reemplazadas por perfiles anónimos y moralistas de pantufla. La inquisición actual no necesita tribunal: tiene Wi-Fi.

Y aquí entra la joya de nuestra era: la cultura de la cancelación. Qué nombre tan pulcro para lo que no es más que una lapidación pública, pero con hashtags y emojis. Se cancela a alguien como quien lanza piedras desde la comodidad del sofá, con el dedo manchado de papas fritas y la conciencia limpia. No hay que demostrar nada, basta con oler un poco de éxito ajeno para encender la hoguera digital.

Porque seamos honestos: si alguien destaca, si su obra resuena, si su nombre circula con aplausos, es inminente que le caiga encima el enjambre. Como mosquitos en una tarde calurosa, los envidiosos zumban, pican y desaparecen. Critican su trabajo, su cara, sus ideas, sus palabras, su sombra. Y si pudieran, le extirparían el talento con cuchara de postre.

Claro que nadie dice “lo envidio”. Qué va. Eso suena infantil. Suena primitivo. Lo que se dice es “me preocupa su influencia”, “su discurso es problemático”, “es necesario deconstruir esa narrativa”. Y uno asiente, claro, porque el cinismo hoy viste de reflexión crítica.

Pero no nos engañemos. La envidia no necesita confesión para ser visible. Se le nota en la piel, en los dientes apretados, en los ojos torcidos. Es tan obvia como un rico fingiendo pobreza o un burro disfrazado de filósofo. Porque por más maquillaje que le pongan, la envidia sigue oliendo a frustración con perfume barato.

Y así vamos, censurándonos unos a otros con una moral de plastilina y una dignidad de saldo. Pero tranquilos: lo importante es no parecer envidioso. Solo eso. Que nadie lo note. Aunque se nos salga por los poros.

(*) Fuente: Texto republicado desde Masticadores, página nacida en Cataluña, que Jr Crivello dirige y con numerosos colaboradores en el mundo .

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