
La literatura es una fuerza con muchos destinos. Uno de ellos es recibir la realidad y hacer fluir los reflejos de un espejo en la búsqueda de alguna magia, que abra ventanas hacia un tiempo paralelo y secreto, en el que todo se ramifica y encauza por la imaginación.
Esa alquimia que, por la letra, transforma la realidad, la desplaza y emplaza en otro devenir, es lo que emerge en Plan para la máquina de espejos (Alción, 2022), de Gustavo Di Pace, escritor ya consumado en su obra de varios pliegues, como Los patios interiores (2003), Mi yo multiplicado (2011), El chico del ataúd (2014); la novela Tuya es la sangre (2016), el libro de ensayo La escritura del Grito Primitivo (2018); y el autor también es asentado conductor de talleres literarios como El respiradero (*).
Lucio Pietrángelo es un coleccionista de espejos. A sus escasos veinte años, ya no confía en el mundo en el que aspira el aire de su cotidiano existir. Su pasión coleccionista es parte de una rebelión a escondidas.
La arista degradada del coleccionismo es el mero acumular; su cariz más luminoso es preservar objetos para escapar de la mecanización de la experiencia que solo sabe del objeto reducido a cosa poseída, útil o indiferente. En la mística del coleccionista, que Benjamin supo entrever, el objeto coleccionado, los espejos en el deseo de Pietrángelo, es lo singular, lo distinto. Y la singularidad es parte de una magia de redención de lo anquilosado y congelado, de lo que muestra otro modo de ser en el instante en el que la cadena que se parte quiebra también la cotidianeidad enjaulada en su propia repetición. El coleccionar así no solo preserva un objeto sino otro modo ser, el alzar la mirada hacia otro mundo. El espejo coleccionado es lo que permite al personaje buscador “la contemplación del otro mundo, experimentaba lo que algunos llaman epifanías o iluminación”. Al contemplar un “otro lado”: “…el vajillero del reflejo no es el mismo vajillero”.
Una máquina de espejos es parte entonces de una transformación general de la experiencia, el acceso a otro mundo, que advierte que lo propio de cada cosa es convertirse en otra cosa. Lo maquínico aquí no es ya el mero compuesto de partes, mecanismos o engranajes para la producción de algo, o para la precisión de una medición, sino la recuperación de la espiritualización de las selvas del mundo, lo diferente de la mecanización cotidiana.
Así, Pietrángelo “como un poseso, se refirió a las virtudes de la máquina. La exposición contempló conceptos como “torrente extraviado del espíritu”, “tempestad sistémica” y “metaquimica del ser” (una sustancia que, según él, conectaron el alma y la carne”.
Pietrángelo aspira a la máquina de espejos para escabullirse de lo real mecanizado, pero en esa acción puede crear no solo un artefacto para la mutación de la realidad sino también las condiciones en las que el personaje explorador de las diferencias se multiplica, bifurca. Entonces, la narración se abre a muchos modos de ser y fluir, lo que deriva en muchas historias en la posibilidad de lectura de un ramillete de cuentos dentro de una estructura narrativa mayor. Así se suceden un capítulo que fluye sin puntos, en un torrente de imágenes ágilmente trenzadas en una misma corriente de impresiones a la manera de un joyceano flujo de conciencia (“La casa de la lucarna”); la acción regulada según los movimientos de un trompo (“El trompo de haya”); un relato dedicado a Ray Bradbury con su consiguiente tempo de ciencia ficción (“ Efecto Eckels); la historia del escritor Francisco Atienza (“Lo que hace que el mundo gire”), o los estados y momentos de acaso la subterránea voz narradora (“Notas para mi vecina del 8B”). Las distintas historias en apariencia unitarias, pero que bien podrían ser la realidad multiplicada por los muchos reflejos del espejo que permite llegar a otro sitio, “más primordial”, el reverso, lo escondido de la existencia corriente, el otro mundo más radiante, ramificado y fluyente en el que Pietrángelo ingresa, para después volver a este lado del espejo, enriquecido con muchas historias, personajes, impresiones y modos de decir; pero también con un costo a pagar, lo que le cabe a todos lo que se atreven a ver más allá.
Esteban Ierardo

(*) Taller El respiradero coordinado por Gustavo Di Pace