El poeta Cavafis

A pesar de su reconocimiento post mortem, el poeta Constantino Cavafis (1863-1933) sigue siendo una voz casi silenciosa, que resuena con delicadeza en las líneas del tiempo.

Faro en las costas de la lengua griega moderna, nació y vivió en Alejandría, Egipto, hijo de una numerosa familia griega procedente de Constantinopla (hoy Estambul). La prosperidad económica de su padre, exportador de algodón egipcio, le permitió la tranquilidad de un vida no estrujada por las urgencias de la supervivencia, a la par que trabajó también como funcionario, y hasta conoció las prácticas de los operadores de bolsa.

La poesía de Cavafis combina la entonación atemporal con el gusto sosegado por el pasado clásico grecorromano, el Oriente helénico, la evocación de Roma, Bizancio, el aliento de lo cristiano y lo pagano. Su verbo sereno, preciso, reflexivo e irónico, cobra alas con la épica del viaje en Ítaca. Su poema Esperando a los bárbaros inspiró la novela homónima de John Maxwell Coetzee, el escritor sudafricano premio Nobel.
En vida, como Kafka, como Pessoa, no lo desveló la publicación de su obra.

Hemos elegido algunas de sus poesías, alternando las obligadas, Ítaca, La ciudad, Esperando a los bárbaros, El Dios abandona a Antonio, con otras que también cantan la travesía del poeta, como Los enemigos, Termópilas, o Timolao de Siracusa.

La traducción es del filólogo y traductor español Pedro Bádenas de la Peña, especializado en la literatura clásica, de Bizancio y neogriega.

E.I

Poesías de Cavafis (traducción Pedro Bádenas de la Peña)

Ítaca (1911)
Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni al colérico Posidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Posidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Pide que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas de verano
en que llegues —¡con qué placer y alegría!—
a puertos antes nunca vistos.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes voluptuosos,
cuantos más abundantes perfumes voluptuosos puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.
Ten siempre a Ítaca en tu pensamiento.
Tu llegada allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguardar a que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.

La ciudad (1910)
Dijiste: «Iré a otra tierra, iré a otro mar.
Otra ciudad ha de haber mejor que ésta.
Cada esfuerzo mío es una condena dictada;
y mi corazón está —como un muerto— enterrado.
¿Hasta cuando estará mi alma en este marasmo?
Adonde vuelva mis ojos, adonde quiera que mire
veo aquí las negras ruinas de mi vida,
donde pase tantos años que arruine y perdí.»
No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas
calles. Y en los mismos barrios te harás viejo;
y entre las mismas paredes irás encaneciendo.
Siempre llegarás a esta ciudad. Para otra tierra —no lo esperes

no tienes barco, no hay camino.
Como arruinaste aquí tu vida,
en este pequeño rincón, así
en toda la tierra la echaste a perder.

Esperando a los bárbaros (1904)
—¿Qué esperamos congregados en el foro?
Es a los bárbaros que hoy llegan.
—¿Por qué esta inacción en el Senado?
¿Por qué están ahí sentados sin legislar los Senadores?
Porque hoy llegarán los bárbaros.
¿Qué leyes van a hacer los Senadores?
Ya legislarán, cuando lleguen, los bárbaros.
—¿Por qué nuestro emperador madrugó tanto
y en su trono, a la puerta mayor de la ciudad,
está sentado, solemne y ciñendo corona?
Porque hoy llegarán los bárbaros.
Y el emperador espera para dar
a su jefe la acogida. Incluso preparó,
para entregárselo, un pergamino. En él
muchos títulos y dignidades hay escritos.
—¿Por qué nuestros dos cónsules y pretores salieron
hoy con rojas togas bordadas;
por qué llevan brazaletes con tantas amatistas
y anillos engastados y esmeraldas rutilantes;
por qué empuñan hoy preciosos báculos
en plata y oro magníficamente cincelados?
Porque hoy llegaran los bárbaros;
y espectáculos así deslumbran a los bárbaros.
—¿Por qué no acuden, como siempre, los ilustres oradores
a echar sus discursos y decir sus cosas?
Porque hoy llegarán los bárbaros
y les fastidian la elocuencia y los discursos.
—¿Por qué empieza de pronto este desconcierto
y confusión? (¡Qué graves se han vuelto los rostros!)
¿Por qué calles y plazas aprisa se vacían
y todos vuelven a casa compungidos?
Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron.
Algunos han venido de las fronteras
y contado que los bárbaros no existen.
¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?
Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.

El Dios abandona a Antonio (1911)
Cuando de pronto, a media noche, se oiga
pasar invisible un báquico cortejo
con músicas maravillosas, con vocerío—
tu fortuna flaqueante, tus obras
fallidas, los sueños de tu vida
que salieron todos vanos, no los llores inútilmente.
Como dispuesto desde hace tiempo, como un valiente,
despide, despide a Alejandría que se aleja.
Sobre todo, no te engañes, no digas que fue
un sueño, que tu oído te engaño;
no te acojas a tan vanas esperanzas.
Como dispuesto desde hace tiempo, como un valiente,
como te cabe a ti, que de una ciudad tal mereciste el honor,
acércate resuelto a la ventana
y escucha conmovido, mas sin
súplicas ni lamentos de cobarde,
como goce postrero los sones,
los maravillosos instrumentos del místico, báquico cortejo
y despide, despide a la Alejandría que tú pierdes.

Los enemigos (1900)
Fueron a saludar al Cónsul tres sofistas.
El Cónsul les invitó a sentarse a su lado.
Les habló con cortesía. Y luego, en broma,
les dijo para meditar: «La fama engendra
envidias. Los rivales escriben. Tenéis enemigos.»
Uno de los tres con graves palabras respondió:
«Nuestros actuales enemigos no nos perjudican.
Nuestros enemigos vendrán luego, los nuevos sofistas.
Cuando nosotros, decrépitos, inspiremos compasión
y algunos hayan bajado al Hades. Nuestras
palabras y obras de hoy parecerán extrañas
(y hasta cómicas tal vez), porque habrán cambiado
los enemigos el estilo y orientación de la sofística.
Igual me pasó a mí y a los que tanto transformamos el pasado.
Cuanto de hermoso y de justo nosotros representamos,
los enemigos demostrarán insensato e inútil,
repitiendo lo mismo de otra forma (sin tomarse esfuerzo).
Como también nosotros dijimos las viejas palabras de otra
forma.

Vulnerant omnes vltima necat (1893)


La ciudad de Brujas, que en otro tiempo construyera
y pródigamente enriqueciera un poderoso duque flamenco,
tiene un reloj con un pórtico de plata
que desde hace muchos siglos marca el tiempo.
Dijo el Reloj: «Mi vida es fría, aburrida y dura.
Para mí todos los días son iguales.
Viernes y Sábado, Domingo, Lunes,
en nada se diferencian. Vivo —sin esperanza.
El único entretenimiento, la única diversión
en mi destino, en mi amarga monotonía,
es la destrucción del mundo.
Cuando muevo mis manillas lenta, lánguidamente,
se me descubre el engaño de todo lo terrenal.
Por doquier, fin y caída. Estrépitos de una lucha incesante.
En torno mío zumban lamentos —y concluyo que
cada una de mis horas hiere, la última mata.»
Oyó el arzobispo este discurso atrevido
y dijo: «Reloj, tu lengua desmerece
de tu elevado y eclesiástico rango.
¿De dónde le llegó a tu alma
tan perverso pensamiento? ¡Loca idea herética!
Con su niebla espesa,
el hastío de tantos años habrá envuelto tu alma.
Es otra la misión
que del Señor ha recibido el coro de las horas.
Cada una hace revivir, la última hace nacer.»

Termópilas (1903)
Honor a aquéllos que en su vida
fijaron y defendieron unas Termópilas.
Sin jamás apartarse del deber;
justos y rectos en todos sus actos,
pero además clementes y con buenas entrañas;
generosos cuando son ricos, y, cuando pobres,
igualmente generosos en lo poco,
fautores igualmente en lo que pueden;
diciendo siempre la verdad,
sin por eso odiar a los mendaces.
Más honor aún se les debe
cuando prevén (y muchos son los que prevén)
que al fin llegará Efialtes
y los medos por fin pasarán.

Timolao de Siracusa (1894)
Timolao es el primer músico
de la primera ciudad de Sicilia.
Los griegos de nuestra Grecia Occidental,
de Nápoles y Massalia,
de Tarento, Panormo y Acragante,
y de todas las demás ciudades, cuantas las riberas
de Hesperia se adornan de helenismo,
se congregan presurosos en Siracusa
para oír a tan glorioso músico.
El más diestro con la lira y la cítara,
conoce también el delicado hemiopo,
dulce instrumento entre los más dulces.
Arranca del pífano la melodía más nostálgica.
Y cuando toma en sus manos
el arpa, sus cuerdas emiten
la cálida poesía de Asia —iniciación
a la voluptuosidad y dulce ensueño,
fragancia de Nínive y Ecbatana.
Mas, rodeado de elogios abundantes,
rodeado de preciosísimos dones,
muy triste se halla el hermoso Timolao.
El noble vino de Samos no le alegra,
y en silencio atiende al banquete.
Una tristeza imprecisa lo embarga,
la tristeza de su gran debilidad.
Siente vacío su organismo,
mientras su alma rebosa de inspiración.
Por verter sus notas secretas,
pugna en vano con dolor y constancia;
los acordes postreros de su armonía quedan
mudos y ahogados dentro de sí.
La multitud entusiasta admira
cuanto él censura y desdeña.
El estrépito de los aplausos lo turba,
y rodeado de dones preciosísimos
ausente permanece el músico.

Traducción todos los poemas: Pedro Bádenas de la Peña, en Poesía completa, Alianza, Madrid.

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