
Hace unos años, leí el famoso discurso del jefe Seattle en El poder del mito, un libro de entrevistas a Joseph Campbell, el notable mitólogo, el autor de El héroe de las mil caras. El discurso transmite la sabiduría indígena, y denuncia la ceguera de la civilización blanca respecto a la naturaleza. Luego descubrí que ese discurso tiene, en realidad, dos versiones…

El discurso más conocido es una imitación realizada por un escritor norteamericano, Ted Perry, escrito en 1970 para la película Home (1972).
Las verdaderas palabras del jefe Seattle fueron pronunciadas en 1854. En ese entonces, el presidente de Estados Unidos era Franklin Pierce, quien favoreció la esclavitud de los Estados del sur, y los intereses expansionistas de la Confederación sureña hacia Centroamérica vía el aventuro William Walker. En la expansión hacia el Oeste, el ejército federal gradualmente fue derrotando a los numerosos pueblos indígenas, y confinándolos en reservaciones. En Seattle, Estado de Washington, arribó su gobernador nombrado, Isaac Stevens. Ante este personaje, el jefe Seattle (1786 -1866), líder de las etnias Suquamish y Duwamish, pronunció su verdadero discurso, que no fue así una carta enviada al Presidente de los Estados Unidos, como habitualmente se lo presenta. La alocución fue escuchada, y luego transcrita mediante numerosos apuntes, por el médico y escritor Henry A. Smith (1830-1915), y publicada después en el periódico de Seattle Sunday Star, en 1887. Mucho tiempo después, inspirado en el discurso conservado por Smith, Perry elaboró la versión que hoy circula en internet.
Los pormenores de la diferenciación entre el verdadero discurso del jefe Seattle y su imitación, merecieron una muy meritoria investigación de Liko Hilje, profesor emérito del Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), Turrialba, Costa Rica (ver ¿Cuán veraz es la célebre alocución conservacionista del Jefe Seattle?)
Las dos versiones del discurso del jefe Seattle, lejos de invalidarse, se potencian. Y como el propio Luko Hilje destaca: «lo importante y esencial es que el mensaje conservacionista derivado de la primigenia relación entre el hombre y la tierra ahí manifiesto, propio de la cosmovisión indígena, nos sirva como inspiración y guía para las luchas por la protección de los preciados y tan amenazados recursos naturales que hacen posible la vida en nuestro planeta».
De esa manera la palabra verdadera del jefe Seattle, y su versión ulterior, revive la sabiduría indígena como veneración de las fuerzas mayores de la vida, que fluyen entre los humanos, los animales, y las montañas, lagos, bosques y praderas. Y que recuerda que, al fin de cuentas, y a pesar de nuestra negación, los humanos, los animales y la Naturaleza, somos parte de un mismo viento.
E.I
La versión verdadera del Jefe Seattle (*)

Puede ser que cambie el cielo de allá arriba que, por incontables siglos, ha llorado lágrimas de compasión sobre nuestros padres, y que nos parece inmutable y eterno. Hoy está despejado: mañana, cubierto de nubes. Mis palabras son como las estrellas que nunca se ponen. El gran jefe Washington puede fiarse de lo que dice Seattle, con la misma seguridad con que nuestros hermanos cara pálida confían en el retorno de las estaciones. [En esos días tempranos, los indios pensaban que George Washington todavía estaba vivo. Sabían que era el nombre de un presidente, y cuando oían del presidente “de” Washington, confundían el nombre de la ciudad con el nombre del jefe reinante. También, pensaban que el rey Jorge todavía era el monarca de Inglaterra, porque los comerciantes de la Bahía de Hudson se referían a sí mismos como “hombres del rey Jorge”. La Compañía era lo suficientemente astuta como para no aclarar este engaño inocente, porque los indios les tenían más respeto del que les habrían tenido si hubieran sabido que Inglaterra estaba regida por una mujer. Algunos de nosotros ya estamos más al tanto].
El hijo del jefe blanco dice que su padre nos envía saludos amistosos y de buena voluntad, lo cual es muy amable: sabemos que, en cambio, tiene poca necesidad de nuestra amistad, porque es mucha su gente. Son como el pasto que cubre las vastas praderas, mientras que mi gente es poca y más bien evoca los árboles dispersos de un llano recién barrido por la tormenta.
El gran, y supongo que también buen, jefe blanco, nos manda a decir que desea comprar nuestras tierras y que está dispuesto a dejarnos suficientes como para que vivamos confortablemente. Esto parece realmente generoso, pues el hombre rojo ya no tiene derechos que él necesite respetar, y la oferta también puede ser sabia, porque ya nosotros no necesitamos un gran país.
Hubo un tiempo en que nuestra gente ocupaba todas las tierras, de la misma manera en que las olas de un mar encrespado por el viento cubren el suelo pavimentado de conchas. Pero ese tiempo se extinguió hace mucho y la grandeza de las tribus está ya casi sumida en el olvido. No voy a lamentarme por nuestra decadencia prematura, ni les voy a reprochar a mis hermanos cara pálida el haberla acelerado, pues a nosotros también nos puede corresponder algo de culpa.
Cuando nuestros jóvenes se enojan por un agravio, real o imaginario, y se desfiguran la cara con pintura negra, sus corazones también se desfiguran y se vuelven negros, y su crueldad es implacable, sin límites, y nuestros ancianos no los pueden contener.
Esperemos, sin embargo, que las hostilidades entre el hombre rojo y sus hermanos cara pálida no retornen nunca. Tendríamos todas las de perder, y ninguna ganancia.
Es cierto que nuestros jóvenes consideran que en sí la venganza ya es ganancia, incluyendo el costo de las propias vidas, pero los ancianos, quienes se quedan en la casa en tiempo de guerra, y las ancianas, quienes tienen hijos que perder, tienen mejor idea que ellos.
Nuestro gran padre en Washington, porque presumo que ahora es nuestro padre tanto como el de ustedes, ya que Jorge corrió al norte sus fronteras, nuestro gran y buen padre, digo, nos manda a decir con su hijo, de quien no dudo que también es un gran jefe entre su gente, que nos va a proteger si hacemos lo que desea. Sus bravos ejércitos van a constituir una barrera fortísima también para nosotros, y sus magníficos barcos de guerra van a llenar nuestros puertos, de modo que nuestros enemigos de siempre, los tsimshian y los haida, lejos hacia el norte donde habitan, ya no podrán asustar a nuestras mujeres ni a nuestros ancianos. Él será entonces nuestro padre y nosotros seremos sus hijos.
¿Será posible que esto suceda alguna vez? El dios de ustedes ama a su gente y odia a la mía, abraza con amor al hombre blanco y lo conduce amorosamente como un padre al hijo infante, pero desampara a sus hijos rojos; cada día vuelve más fuerte a la gente de ustedes, de manera que pronto llenará la tierra, mientras que mi gente mengua como marea que rápidamente se retira y no vuelve nunca más. El dios del hombre blanco no puede amar a sus hijos rojos pues, si lo hiciera, también los protegería. Pero parecen huérfanos que no pueden buscar ayuda en ninguna parte. ¿Cómo, entonces, podemos convertirnos en hermanos? ¿Cómo puede su padre convertirse en el nuestro y traernos prosperidad, y despertar en nosotros los sueños de una grandeza que retorna?
Nos parece que el dios de ustedes es parcial. Llegó aquí con el hombre blanco. Nunca lo habíamos visto, ni siquiera habíamos oído nunca su voz; le dio leyes al hombre blanco, pero no tuvo ni una sola palabra para sus hijos rojos, cuyos abundantes millones llenaban este vasto continente como las estrellas el firmamento. No: somos dos razas diferentes y así debemos permanecer para siempre. Tenemos muy poco en común: las cenizas de nuestros antepasados son sagradas y el suelo donde descansan es sagrado, mientras que ustedes se alejan de las tumbas de sus padres sin ningún pesar aparente. Para que no la olviden, la religión de ustedes fue escrita en tablas de piedra por el dedo de hierro de un dios iracundo. El hombre rojo nunca ha podido ni recordarla, ni entenderla.
Nuestra religión está compuesta por las tradiciones de nuestros antepasados, por los sueños que el gran Espíritu les otorga a nuestros viejos, y por las visiones de los líderes de nuestras tribus, y está escrita en los corazones del pueblo.
En cuanto pasan el portal de la tumba, los muertos de ustedes los dejan de amar, a ustedes tanto como a los hogares en que nacieron. Y se van muy lejos, más allá de las estrellas, por lo que pronto son olvidados y no retornan nunca. Nuestros muertos nunca olvidan el hermoso mundo que les otorgó el ser. Siguen amando los ríos serpenteantes, las montañas majestuosas y los valles escondidos, y añoran siempre todo con el más tierno afecto, inclinados sobre los que viven con el corazón solitario, y vuelven a menudo a visitarlos y a reconfortarlos.
El día y la noche no pueden coexistir. El hombre rojo siempre ha huido cuando se aproxima el hombre blanco, de la misma forma en que, en las laderas, los rocíos cambiantes huyen del sol ardiente de la mañana.
Sin embargo, su propuesta parece justa, y pienso que mi pueblo la va a aceptar y se va a retirar a la reserva que usted les ofrece, y vamos a habitarla aparte y en paz, ya que las palabras del gran jefe blanco parecen ser la voz de la naturaleza, hablándole a mi gente desde una oscuridad espesa que se acumula rápidamente a su alrededor, como la niebla densa que flota tierra adentro desde el mar de medianoche.
Apenas si importa dónde pasemos lo que queda de nuestros días.
No nos quedan muchos. Y la noche de los indios promete ser oscura. No hay ninguna estrella luminosa que se cierna sobre el horizonte. Los vientos de voz triste se lamentan en la distancia. Una severa némesis de nuestra raza le sigue el rastro al hombre rojo y, doquiera que vaya, oirá acercarse los pasos inexorables de la destructora, y deberá prepararse para su amargo destino, como la cierva herida que oye acercarse los pasos del cazador. Unas cuantas lunas más, unos cuantos inviernos, y ni uno solo de los integrantes de las muchedumbres poderosas que una vez llenaron esta ancha tierra y que hoy recorren estas vastas soledades en bandas fragmentadas, ni uno solo quedará para llorar sobre las tumbas de esta gente que alguna vez fue tan poderosa y albergó tantas esperanzas como la de ustedes.
Pero, ¿para qué afligirnos?, ¿por qué murmurar por el destino de mi gente? Las tribus no son mejores que los individuos que las componen. Los hombres vienen y van como las olas del mar. Una lágrima, un tamanamus [ceremonia religiosa], un lamento fúnebre, y desaparecen para siempre de nuestros ojos anhelantes. Ni el hombre blanco, cuyo dios caminó y conversó con él como de amigo a amigo, está excluido de este destino común. Puede ser que al fin y al cabo sí seamos hermanos. Ya veremos.
Consideraremos la propuesta que nos hace, y le avisaremos cuando hayamos decidido. Si la aceptamos, aquí y ahora pongo una primera condición: que no nos sea negado el privilegio de visitar cuando queramos las tumbas de nuestros antepasados y de nuestros amigos. Cada parte de esta tierra es sagrada para mi gente. Cada ladera, cada valle, cada llanura y cada arboleda están santificadas, sea por un recuerdo afectuoso o por alguna experiencia triste de la tribu.
Hasta las rocas a lo largo de la costa silenciosa, que, en su grandeza solemne, parecen yacer sin pensamiento mientras se cocinan al sol, hasta las rocas se estremecen por los recuerdos que guardan de acontecimientos relacionados con el destino de mi gente, y el mismo polvo bajo los pies responde con más amor a los pasos de nosotros que a los de ustedes, porque contiene las cenizas de nuestros ancestros: nuestros pies descalzos están conscientes de ese contacto amable, porque es suelo enriquecido por la vida de nuestros semejantes.
Los bravos de ébano y las madres orgullosas, las muchachas de corazón alegre y los niños que aquí vivieron tan contentos, y aquellos cuyos nombres ya han sido olvidados, todos seguimos amando estas soledades, pero nuestra profunda fortaleza a la hora en que muere el día se va tornando sombría, por la presencia de los espíritus del crepúsculo. Y cuando haya muerto el último hombre rojo de la tierra y su memoria no parezca sino un mito del hombre blanco, los hijos de los hijos de ustedes no van a estar nunca solos, aunque piensen que lo están, no van a estar solos ni en los campos, ni en la tienda o el almacén, ni en la carretera o en el silencio de las florestas, pues estas orillas van a seguir repletas de los muertos invisibles de mi tribu. No hay en toda la tierra un solo espacio solitario. En la noche, cuando las calles de las ciudades y los pueblos estén en silencio, y ustedes piensen que están desiertas, seguirán repletas de las legiones que una vez llenaron esta bella tierra y la siguen amando. El hombre blanco tampoco va a estar solo nunca. También por eso debe ser justo y tratar bien a mi gente, pues los muertos no son completamente impotentes.

2.El texto de Perry, la llamada Carta al presidente de Estados Unidos del Jefe Seattle (**)

El Gran Jefe de Washington manda a decir que desea comprar esta tierra.
El Gran Jefe nos manda, asimismo, palabras de amistad y de buena voluntad. Es amable, puesto que sabemos que necesita poco nuestra amistad. Y consideraremos su oferta, porque sabemos que, si no vendemos la tierra, el hombre blanco puede venir con armas de fuego y tomarla.
Pero, ¿cómo comprar o vender el cielo y la calidez de la tierra? Esa noción nos es ajena.
Si no somos dueños de la frescura del aire y de los destellos del agua, ¿cómo puede comprárnoslos?
Decidiremos cuando llegue el momento.
El Gran Jefe de Washington puede confiar en lo que le dice el Jefe Seattle, como confían nuestros hermanos blancos en el cambio de las estaciones. Mis palabras son como las estrellas. No se ponen.
Mi gente considera sagrada cada parte de esta tierra: cada una de las agujas brillantes de los pinos, cada una de las playas arenosas, las nieblas y los claros de los bosques umbríos y también los insectos que zumban, son sagrados en la memoria y en la experiencia de mi gente. La savia que corre por los árboles lleva los recuerdos del hombre rojo.
Cuando los muertos del hombre blanco se van a caminar por entre las estrellas, se olvidan de la tierra en que nacieron. Nuestros muertos nunca se olvidan de esta hermosa tierra, pues es la madre del hombre rojo.
Somos parte de la tierra y la tierra es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el venado, el caballo, la gran águila, nuestros hermanos. Las sierras rocosas, la fuerza con que crecen las praderas, el calor del cuerpo de los ponis y también el hombre, todos formamos parte de la misma familia.
Por eso, cuando el Gran Jefe de Washington nos manda a decir que desea comprar nuestra tierra, nos está pidiendo mucho.
El Gran Jefe nos manda a decir que va a reservar un lugar para que podamos vivir cómodamente. Él será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos.
Pero eso, ¿será posible alguna vez? Dios, que ama a la gente del Gran Jefe, abandonó a sus hijos rojos, y envía máquinas que le ayudan al hombre blanco en su trabajo y le construye pueblos excelentes. Lo hace cada día más fuerte. Pronto invadirá la tierra de la misma forma en que bajan los ríos en estampida por los cañones tras las lluvias repentinas. Mi gente es la marea que se va: no volveremos nunca.
No. Somos razas aparte: nuestros hijos no juegan juntos y nuestros ancianos no narran las mismas historias. A ustedes Dios los favorece: nosotros somos huérfanos.
Consideraremos, pues, su oferta de comprarnos la tierra. Pero no va a ser sencillo, porque para nosotros estas tierras son sagradas. Disfrutamos de las florestas. No sé: nuestra forma de ser es diferente de la de ustedes.
Esta agua que destella cuando se mueve por los torrentes y los ríos no es solo agua, sino también la sangre de nuestros antepasados. Si le vendemos la tierra, debe recordar que es sagrada y que cada reflejo del agua clara de los lagos narra sucesos y contiene las memorias de mi gente. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.
Los ríos son hermanos nuestros; nos aplacan la sed. Los ríos transportan nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si le vendemos la tierra, debe recordar y enseñarles a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos, así como también los de ustedes: en adelante deberán mostrarles la consideración que se le tiene a un hermano.
El hombre rojo siempre se ha replegado ante el avance del hombre blanco, como se disipa el rocío de las montañas ante el sol de la mañana. Las cenizas de nuestros antepasados son sagradas; las sepulturas son tierra sagrada: por eso estas colinas nos han sido consagradas, y también estos árboles, y esta porción de tierra. Sabemos que el hombre blanco no entiende nuestra forma de ser. Piensa que todo pedazo de tierra es igual al que le sigue, porque es como un extraño que llega de noche y se lleva de la tierra solo lo que necesita en ese instante. La tierra no es su hermana, sino su enemiga y, cuando la ha conquistado, sigue su camino. Deja atrás las sepulturas de sus padres: no le importa. Secuestra la tierra de los hijos de la tierra. No le importa. Olvida las sepulturas de sus padres y el patrimonio de sus hijos. Trata a su madre la tierra y a su hermano el cielo como objetos que compra, saquea y vende, como ovejas o cuentas de colores. Terminará devorando la tierra y atrás dejará solo desierto.
No sé, nuestra forma de ser es diferente de la de ustedes. Al hombre rojo se le lastiman los ojos cuando ve las ciudades de ustedes, pero tal vez, se deba a que el hombre rojo es salvaje y no entiende.
No hay un solo lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco. No hay dónde oír cómo se despliegan las hojas en la primavera o el batir de alas de los insectos. Tal vez se deba a que soy un salvaje y no entiendo, pero ese estrépito solo molesta mis oídos. ¿Qué valor tiene la vida si el hombre no puede oír ni el gemido solitario del cuyeo, ni las discusiones nocturnas de las ranas alrededor del estanque? Soy un hombre rojo y no entiendo. El indio prefiere el sonido suave del viento cuando se dispara como un dardo por la faz del estanque, así como el olor del viento mismo, limpio por la lluvia de mediodía o perfumado por las bellotas de los pinos.
El aire le es precioso al hombre rojo, porque todas las cosas, la bestia, el árbol, el hombre, todos comparten el mismo aliento. El hombre blanco parece no darse cuenta del aire que respira, lo mismo que es insensible al hedor del hombre que dura muchos días agonizando. Pero si le vendemos la tierra, tiene que recordar que el aire es precioso para nosotros, porque el aire comparte el espíritu con toda la vida que mantiene. El viento que le dio el primer hálito a nuestro abuelo también recibe su último suspiro. Y el viento también le debe dar a nuestros hijos el espíritu de la vida. Y si nosotros le vendemos la tierra, debe considerarla aparte y sagrada, como un lugar donde hasta el hombre blanco puede ir a disfrutar del viento, endulzado por las flores de las praderas.
Consideraremos, pues, su oferta de comprarnos la tierra. Si decidimos aceptarla, le pongo una condición: el hombre blanco debe tratar a las bestias de esta tierra como trata a sus hermanos. Soy un salvaje y no conozco ninguna otra forma de comportarme: he visto mil búfalos descomponiéndose en la pradera, abandonados por el hombre blanco, quien los mata desde un tren que pasa. Soy un salvaje y no entiendo cómo el caballo de hierro puede ser más importante que el búfalo que matamos solo para mantenernos vivos.
¿Qué es el hombre sin las bestias? Si desaparecieran todas las bestias, el hombre se moriría de una gran soledad de espíritu. Porque lo que les ocurra a las bestias, poco después le sucede también al hombre. Todas las cosas están relacionadas unas con otras. Lo que le suceda a la tierra, les sucede a los hijos de la tierra.
Deben enseñarles a sus hijos que el suelo que tienen bajo los pies está compuesto por las cenizas de nuestros abuelos. Para que respeten la tierra, díganles a sus hijos que la tierra está enriquecida por las vidas de nuestros familiares. Enséñenles a sus hijos lo que les enseñamos a los nuestros: que la tierra es nuestra madre. Lo que le sucede a la tierra, les sucede a los hijos de la tierra. Si la gente escupe el suelo, se está escupiendo a sí misma.
Sabemos esto: la tierra no le pertenece al hombre, sino que el hombre le pertenece a la tierra. Sabemos esto: todas las cosas están conectadas entre sí, como une la sangre a una familia. Todas las cosas están interrelacionadas.
Lo que le sucede a la tierra, les sucede a los hijos de la tierra. El ser humano no teje la vida, sino que es uno de los hilos. Lo que le haga al tejido, se lo hace a sí mismo.
No: el día y la noche no pueden coexistir.
Nuestros muertos viven en los ríos dulces de la tierra, vuelven con los pasos silenciosos de la primavera, y es su espíritu el que corre con el viento y encrespa la superficie de los estanques.
Vamos a analizar por qué desea el hombre blanco comprar esta tierra. Mi gente me pregunta qué es lo que desea comprar el hombre blanco. La idea nos es ajena. ¿Cómo se pueden comprar o vender el cielo, la calidez de la tierra, la levedad del antílope? ¿Cómo es posible que podamos venderles esas cosas, y cómo es posible que las compren ustedes? ¿Es de ustedes la tierra para que ustedes hagan con ella lo que les parezca, solo porque el hombre rojo firma un pedazo de papel y se lo entrega a la gente blanca? Si no somos dueños de la frescura del aire y del destello del agua, ¿cómo nos los pueden comprar? ¿Pueden comprar el búfalo, para que vuelva una vez que haya caído el último? Pero consideraremos su oferta, porque sabemos que, de no vender la tierra, el hombre blanco puede venir con fusiles y tomarla. Pero somos primitivos y, en el momento pasajero de su fuerza, el hombre blanco piensa que es un dios y dueño de la tierra. ¿Cómo puede un hombre ser dueño de su madre?
Pero vamos a considerar su oferta de comprarnos la tierra. El día y la noche no pueden coexistir. Consideraremos la oferta de ir a la reserva que dispuso usted para mi gente, viviremos aparte, y en paz. Poco importa dónde pasemos el resto de nuestros días. Nuestros hijos han visto a sus padres humillados en la derrota. Nuestros guerreros sienten vergüenza y, tras la derrota, pasan ociosos los días y se contaminan el cuerpo con dulces y bebidas fuertes. Poco importa dónde pasemos el resto de nuestros días. No serán muchos. Unas cuantas horas más, unos cuantos inviernos más, y ninguno de los hijos de las grandes tribus que un día habitaron esta tierra y deambulan ahora como bandoleros por los bosques, ninguno quedará para llevar luto por las tumbas de esta gente que una vez fue tan poderosa y tuvo tanta esperanza como la gente de ustedes.
¿Por qué voy a llevar luto por la desaparición de mi gente? Las tribus están compuestas de hombres, nada más. Los hombres vienen y se van, como las olas del mar.
Ni el hombre blanco, cuyo Dios camina y habla con él como un amigo con otro, ni la gente blanca, están exentos del destino común. Después de todo, puede que resultemos hermanos: ya se verá. Pero sí sabemos una cosa que tal vez el hombre blanco descubra algún día: nuestro Dios es el mismo.
Usted puede pensar que posee a Dios como desea poseer nuestra tierra, pero no es así. Es el Dios de todos los hombres y su compasión es la misma, tanto para el hombre rojo como para el blanco. Para él, esta tierra es preciosa, y dañarla es acumular desprecio sobre el Creador. También los blancos pasarán, a lo mejor hasta más rápido que todas las otras tribus. Si continúan contaminando su cama, una noche se sofocarán en sus propios desechos.
Cuando perezca, el hombre blanco brillará intensamente, fulgurante por la fuerza del Dios que lo trajo a esta tierra y quien, por algún designio especial, le dio dominio sobre ella y sobre el hombre rojo. Para nosotros, ese destino es un misterio, porque no entendemos cómo va a ser cuando todos los búfalos estén muertos, domesticados los caballos salvajes, los rincones secretos de las florestas cargados del olor de muchos hombres, y la vista a las colinas obnubilada por los alambres parlantes del telégrafo.
¿Adónde se fue la espesura? ¿Qué se hizo el águila? Y, ¿cómo es despedirse del leve poni y de la caza? Será el final de la vida y el inicio de la mera supervivencia.
Por algún designio especial, Dios les dio a ustedes dominio sobre las bestias, las florestas y la gente roja, pero ese destino le resulta un misterio para el hombre rojo.
Tal vez podríamos entender si supiéramos qué sueña el hombre blanco, de qué esperanzas les habla a sus hijos en las largas noches de invierno, qué visiones les graba a fuego en la mente para que las deseen al día siguiente. Pero nosotros somos salvajes, no podemos ver los sueños del hombre blanco. Y, porque no los podemos ver, seguimos nuestra propia senda. Porque, por sobre todo lo demás, tenemos en mucho el derecho que tiene cada hombre de vivir como desea, por más lejos que esté de lo que desean sus hermanos. Hay muy poco en común entre nosotros.
Así es que vamos a considerar la oferta que usted nos hace, de comprarnos la tierra. Si aceptamos, será para asegurarnos la reserva que nos ha prometido. Allí tal vez podamos vivir como queramos los breves días que nos restan. Cuando el último hombre rojo haya desaparecido de la tierra, y su memoria no sea sino la sombra de una nube que pasa a través de la pradera, estas costas y estas florestas todavía contendrán los espíritus de mi gente. Porque amamos esta tierra como el recién nacido ama los latidos del corazón de su madre.
Si les vendemos la tierra, ámenla como la hemos amado nosotros. Cuídenla como la hemos cuidado nosotros. Mantengan la memoria de esta tierra tal y como era cuando la tomaron.
Y, con toda su fuerza, con toda su mente, con todo su corazón, presérvenla para sus hijos, y ámenla, como nos ama Dios a todos.
Sabemos una cosa: nuestro Dios es el mismo Dios. Para él, esta tierra es preciosa. Ni siquiera el hombre blanco está exento del destino común. Después de todo, puede que sí seamos hermanos. Ya veremos.
(**) Ambas versiones en Revista de Ciencias ambientales Universidad Nacional, Campu, investigación de Luko Hilje, profesor emérito, Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), Turrialba, Costa Rica
Me lo ha pasado el articulo la editora de Brasil. Lo publicaré proximamente. Un abrazo Juan
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Hola Juan, bueno, sí, discursos muy valiosas. Ojalá les interese. Te mando mucho saludos Juan!
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Hola Esteban te paso link, lo he partido en dos artícols o dos Días. Un abrazo Juan
https://masticadores.com/2023/10/30/los-discursos-del-jefe-seattle-la-sabiduria-indigena-y-la-naturaleza-by-estaben-ierardo-01/
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Ok, muchas gracias Juan, hasta próxima comunicación y muchos saludos
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