
La desnudez es el primer estado de la naturaleza. Por fuerza el homo sapiens se viste para protegerse. Ciertos animales se camuflan para pasar desapercibidos; buscan ocultarse, no mostrarse. Por el contrario, mediante sus uniformes, el humano se muestra, se exhibe.
Se puede estar solo uniformado, o ser uniformado; es decir solo adquirir conciencia de sí, darse valor e identidad, por el portar el uniforme. El militar que presume de sus galones y eventuales condecoraciones; los sacerdotes de las distintas religiones que, por su institucional atuendo, se ligan con la autoridad espiritual que rebosan sus iglesias; el ejecutivo o el político con su traje de corte por encargo, y rolex o no, y su irradiar importancia; el médico y su impoluto delantal blanco, y su prestancia como «dios» o «diosa» dadora y dueña de la salud. Sin sus uniformes no son. Solo se «es» cuando se porta el uniforme.
Por su parte, el solo estar uniformado es una circunstancia de imposición: el empleado al que le exigen anunciar su trabajo mediante la «camiseta » de una empresa pública o privada; el deportista profesional que porta los colores de un club, con el que solo muy ocasionalmente se identifica.
El uniforme funge también como segundo cuerpo de hierro en el caballero medieval, la armadura como declaración de magnitud social, fuerza militar de conquista, combate e intimidación, superación de la débil apariencia humana, devenir ser mítico, divino, que aterra, como le ocurrió a los indios ante los conquistadores que les embestían con sus espadas y sus relumbrantes piezas de metal.
El ser por el uniforme no es solo manifestación de un tipo de poder o condición individual. La bandera es también un uniforme más allá de lo personal que, en su simbolización propia, uniforma y da sentido colectivo e histórico a un país. La bandera-uniforme como insignia nacional se degenera cuando más que expresar amor por una tierra, se convierte en signo de un nacionalismo que farfulla la fábula del supuesto destino mesiánico y superior de una nación.
Y lo más espurio del ser uniformado no es solo exhibir un signo de poder económico, social o de alcurnia, sino ocultar la ausencia de ser personal. Lo que no se es por cuenta propia se lo «es» acomodando la anatomía en un uniforme que hace sentir una relevancia o identidad de las que, por sí mismo, se carece.
El uniformarse confiere sentido y envergadura en todas las culturas y épocas. Y en este tiempo de la tecno-exhibición multiplicada en pantallas viralizadas, el cuerpo se prepara en gimnasios, no por salud, sino para modelarse como «uniforme musculoso», que se muestra para remediar y escapar de la propia insignificancia.
Vestirse es distinto de ponerse un uniforme. La vestimenta, sin simbolismo, protege, abriga, remedia la desnudez del humano frágil. El vestido sobre la piel es solo un primer vestirse; un segundo vestirse que trasciende la propia piel es la ciudad, sus construcciones, su abigarramiento, como anillo protector con el cual cubrirse ante la fuerza primaria de los elementos. La tela y lo urbano nos visten.
Solo se empieza a ser por sí mismo cuando se supera el ser por el uniforme.
El ser propio es ser desnudo, no por un des-vestirse, sino por el no necesitar un atuendo que atribuya notabilidad y sensación de ser.
No ser por el uniforme es, claro, también, no ser por la identificación con ninguna institución. Ser desnudo es ser lo que se es, solo y único, y soportar, y valorar, esa desnudez.
La desnudez del ser es menos perceptible que la desnudez del cuerpo. El mero estar desnudo del animal humano habla de la indefensión en un mundo hostil.
Y el cuerpo desnudo cobija muchos significados en distintos tiempos. Por ejemplo, lo desnudo pagano de la escultura griega es vehículo de expresión de los dioses con apariencia humana del politeísmo grecorromano; la piel descubierta es señal degradante del pecado y la caída en la urdimbre católica medieval; lo desnudo es efusión religiosa de éxtasis en el tantrismo oriental, en el que la mujer encarna a la diosa que, finalmente, tras larga espera, en su desnudarse hace presente un radiante misterio divino; por su parte, hoy, la desnudez sin demora ni rito de lo internáutico pornográfico se reduce a puesta en escena de la excitación industrializada del placer, que rápido se consume en leve exhalación.
Lo desnudo es también humildad ante la realidad superior y misteriosa de la naturaleza, antes llena de dioses para los antiguos. Así, Hölderlin, el poeta alemán que, en el siglo XIX, lamentó la huida de los dioses en el desencantado día moderno, manifestó: «A nosotros, poetas, corresponde resistir la tormenta de Dios, desnuda la cabeza…».
Sin que sea necesario trepar a ningún podio de poeta, se puede imaginar la «tormenta de Dios» como abismo bajo los pies, o escaleras hacia el sentir algo más vivo. Y el saberse «cabeza desnuda» es aceptar la propia fragilidad y fugacidad entre los rayos constantes de lo más salvajemente real; el saberse nacido en la desnudez que ningún uniforme tapará. Memento morí.
Entre abismo y escaleras sudamos la soledad clavada en los huesos. Se nace desnudo, y la piel se cubrirá luego, muchas veces, con los atuendos que van más allá del mero vestirse. Pero nunca nada cubrirá el abismo por todas partes, y nuestro pobre y único ser, desnudo y real.
Esteban Ierardo