Por Sergio Fuster
El legado que ha dejado Oriente es indiscutible. Desde la imprenta hasta la pólvora. Desde producir grandes obras de la literatura que vivifican el alma, hasta perfeccionar la maquinaria para la muerte. Desde las masacres de las gestas épicas, hasta un personaje como Mohandas Gandhi que liberó a la India del poder británico sin un solo disparo. Sin embargo, el Este, a pesar de sus muchas contradicciones no deja de enamorar. Es muy curioso que la “Biblia” de este pacifista haya sido precisamente una apología de la guerra.
El Bhagavad-Gita o El canto del Señor es un texto que pugna entre la violencia de Dios y la libertad humana. Sería injusto de mi parte si no mencionara también que da además una idea de la divinidad, del hombre y de la salvación en vidas futuras, así como los medios ascéticos para alcanzarlas. Gandhi llegó a mencionarlo en su “Autobiografía” donde escribió: “Por ese tiempo yo ya tenía fe en el ‘Gita’, que me fascinaba. Comprendí la necesidad de ahondar más en él. (…) Qué efecto causó en mis amigos la lectura del ‘Gita’ es algo que ignoro, pero por lo que respecta a mí se convirtió en una inefable norma de conducta”.
El “Bhagavad-Gita” es parte de la epopeya del “Mahabharata”, siendo hoy un clásico de la espiritualidad universal. Frecuentemente ha sido aclamado por los románticos que ven en la sabiduría oriental una solución a todos los males del materialismo de Occidente. Sentimiento que compartieran Arthur Schopenhauer, Ralph Emerson y Albert Einstein, entre otros. Bien que pese, el “Gita” es un libro donde se induce a matar. A la obediencia ciega. Una hegemonía sagrada donde todo ejercicio de la libertad terrena es improcedente.
El texto nos transporta a un tiempo mítico, en medio de un campo de batalla donde tendría lugar un conflicto familiar. Arjuna, ante la tropa enemiga, duda de ir a luchar contra sus seres queridos que estaban en el bando contrario. En medio de esto surge un diálogo entre el guerrero y su auriga quien le señala que aun así los debe exterminar. Pero la incertidumbre continúa. Por lo cual el auriga, revelando su verdadera identidad se transforma en el dios Krishna, y a partir de su terrorífico aspecto logra ahora coaccionarlo.
El “Gita” XI: 12, 13 describe la escena de la siguiente manera: “Como un relámpago de mil soles que aparecieran de improviso en el cielo, tal es el resplandor que emana de la Persona Suprema. En esos momentos, Arjuna pudo ver (…), situadas en un solo lugar, las expansiones ilimitadas del universo…”. Allá por el año 1945, durante el ensayo de la primera bomba atómica, el físico teórico Robert Oppenheimer, parte del “Proyecto Manhattan”, al presenciar semejante explosión seguida de la nube de hongo murmuró precisamente este mismo pasaje.
La violencia está implícita en el mito. Cuando los dioses crean el cosmos luchan contra el caos transformando la energía en materia. Hoy esa potencia es patrimonio del hombre, pues ha logrado revertir el proceso y convertir la materia en energía. Al igual que sucedió en Hiroshima y Nagasaki cuando se le mostró al mundo el poder de destrucción que poseía Occidente, la “epifanía” de Krishna fue para convencerle a Arjuna de asesinar a los suyos, ya que ese era su deber, ese era su “dharma”.
La argumentación radicaba, en este caso, en que solo aniquilando a sus amigos lograría salvar sus “existencias futuras”. Torturar el cuerpo para resguardar el alma fue la lógica de la Inquisición cristiana. Convertir por la palabra o por la espada. Producir un holocausto atómico en Japón para evitar en el futuro una “Tercera Guerra Mundial” de proporciones bíblicas, fue una de las razones que esgrimieron los aliados para acallar sus consciencias. La esclavitud de la fe ante la libertad de la razón. Esa era, según la filosofía del “Gita”, la condición insoslayable del hombre. Pero, ¿será acaso tan así?
Lo antedicho hace que la interrogación por Dios adopte un carácter fundamental. De ello dependía que Arjuna haya sido un héroe o un genocida. No es igual que el cosmos tenga una finalidad o no. ¿Estamos predeterminados a un sentido último o todo el universo vino a existir por mero azar?
Según Mauricio Blondel no hay ninguna salida a la “dictadura divina”, ya que al ser “meras creaciones”, estamos indefectiblemente “condenados a la salvación”. No obstante, Jean-Paul Sartre pensaba todo lo contrario, que ante la ausencia de cualquier propósito estamos arrojados a la libertad más absoluta y aterradora. No hay ningún significado intrínseco en el mundo. Construirlo es nuestra responsabilidad.
En su obra de teatro “Las manos sucias” cuenta que un militante recibió la orden de su superior para ejecutar a un prisionero, mientras este iba a cumplir con la imposición, a mitad de camino expresó, “la orden me abandonó y me encontré entonces solo, frente al mundo, y ya no tenía la orden que hacía de mi un inocente. Tenía que decidir por mí mismo”.
Si el universo tiene un causante y una razón de ser, o si estamos absolutamente solos ante la nada más angustiante, es una cuestión que nosotros nunca podremos establecer: a no ser por los presupuestos de la fe. En ese caso la categoría de verdad será a través de la creencia, por lo cual, cualquier respuesta que se imponga terminará por ser un acto de soberbia.
Sea lo que sea, hay un alto precio que pagar, aunque lo que no podemos soslayar es nuestra responsabilidad de elegir. Si suponemos que el creador le otorgó al hombre el “libre albedrio”, con ello lo dotó de un poder tal que precipita a Dios a la agonía. La gran contradicción es que el “todopoderoso” no puede hacer nada ante la duda humana. Viéndolo así, la libertad puede ser tanto un don como un castigo. ¿Hay una lucha metafísica entre el bien y el mal? ¿O debemos asumir el sinsentido y preferir la realización ética terrena? ¿Para eso “habremos matado a Dios”, solo para descubrir que somos nosotros los responsables de la guerra o de la paz? No lo sé. Tal vez las respuestas finales ni siquiera existan.
El “Bhagavad-Gita”, como todo texto sagrado, le pone voz al silencio de Dios. Eso supone que las razones religiosas o políticas para el conflicto armado no sean tan distintas. Será quizá porque así somos los hombres cuando inventamos a un Dios a nuestra medida. Será porque nos aterroriza la libertad de pensar por nosotros mismos. O será quizás porque no queremos admitir que estamos absolutamente solos girando sobre una roca en medio de un espacio vacío.

(*) Este texto de Sergio Fuster fue publicado previamente en “La Gaceta Mercantil”, en febrero de 2021.
