La filosofía como dilema

Por Avelino Muleiro

Pitagóricos celebrando la salida del sol (1869), Fyodor Bronnikov, en Galería Tretyakov, Moscú. Pitágoras, creador de la palabra filosofía, en la contemplación de la naturaleza, por amor a la sabiduría, junto a sus discípulos.

Aquí, se propone filosofar sobre la propia filosofía, su sentido, su dilema, su derrotero entre las ideas, y su desinterés por la vida del puro pragmatismo.

Y por «Pitágoras y Platón descubrimos que la filosofía no es sabiduría ni ignorancia, sino que está a medio camino entre ambas», nos dice el autor que busca diferenciar la flechas de la filosofía del espacio de la ciencia. Encabalgada en su propio dilema, también según propone Muleiro «… la filosofía resulta tanto más necesaria precisamente cuanto más inútil parezca y que allí donde ella falta florece con más seguridad la superstición en sus varios ropajes».

Este texto fue publicado originalmente en Masticadores, página nacida en Cataluña, dirigida por J r Crivello, y con numerosos colaboradores en el mundo.

La filosofía como dilema, por Avelino Muleiro

Emulando la obra de Alan Chalmers ¿Qué es esa cosa llamada ciencia?, podemos hacernos también esta otra pregunta: ¿Qué es esa cosa llamada filosofía? Chalmers, en lugar de definir la ciencia, detalla su finalidad y critica su modus operandi. La finalidad de la ciencia consiste en establecer teorías y leyes generales aplicables al mundo. Si establecemos estas teorías y leyes de la manera más exigente posible sabremos en qué medida son aplicables al mundo y, por lo tanto, la medida en que son útiles. La finalidad de la ciencia se evalúa según los distintos intereses. Es justamente en éstos donde Chalmers desenmascara la ciencia y la censura al hacerla responsable de deshumanizar por no tratar como es debido a las personas y a la naturaleza.

Y si buscamos la respuesta a esa cosa llamada filosofía, ¿qué? Pues en principio podemos decir, entre otras muchas cosas que se pueden afirmar de ella, que se presenta bajo la forma lógica de un dilema. Recordemos que un dilema es un argumento utilizado en la lógica tradicional que tiene forma de silogismo y cuya conclusión se compone de una proposición disyuntiva cuyos dos miembros son igualmente afirmados, por cuya razón se le conoce como sillogismus cornutus (con dos cuernos). En la práctica, el dilema se presenta como un problema que puede resolverse mediante dos soluciones, de las cuales ninguna es completamente aceptable.

Naturaleza de la filosofía

¿Se parece la filosofía a la ciencia? ¿Qué intereses o utilidad busca la filosofía? Si analizamos la definición formulada por Pitágoras, creador de la palabra “filosofía”, comprobamos que la filosofía carece de intereses. Se cuenta que Pitágoras al regresar a Grecia –después de conocer a muchos sabios en Egipto, Persia e India– fue interrogado por Leonte, tirano de Fliunte, quien se hallaba admirado por la elocuencia y el ingenio del sabio jónico: “-Oh, sabio Pitágoras, ¿a qué te dedicas? ¿Cuál es tu sabiduría particular?

-No soy maestro en ningún arte, Leonte, y tampoco soy un sabio (sophos), más bien soy un filósofo (philos-sophos): alguien que ama y aspira a la sabiduría (sophia); es decir, me dedico a la filosofía”.

Leonte quedó maravillado por esta nueva palabra y quiso saber más sobre ella y sobre lo que distingue a los filósofos de los demás seres humanos. “La vida -le explicó Pitágoras- es como los Juegos Olímpicos, a donde acuden tres tipos de personas distintas: los atletas, que compiten por la gloria de algún premio; los comerciantes, que van con la intención de comprar y vender; y los espectadores, que solo asisten para ver los juegos, siendo indiferentes a los aplausos y al lucro. Así es el mundo; unos buscan la fama y otros el dinero, pero un tercer grupo se dedica a la contemplación de la naturaleza, por amor a la sabiduría. Este último es el de los filósofos”.

Platón, aproximadamente dos siglos, más joven que Pitágoras, entra en la esencia misma de la filosofía para explicar en qué consiste propiamente esa contemplación y ese amor a la sabiduría a la que se refería el gran matemático de Samos. En el Banquete, Platón establece la diferencia entre ciencia (epistemesofía) y filosofía. Y lo hace a través de Sócrates, el portavoz de sus diálogos, quien relata a sus amigos el discurso sobre el amor (Eros) que escuchó cierto día “de boca de Diotima, una mujer de Mantineia, que era muy versada en estas cosas como en otras muchas”. Ese discurso sobre la naturaleza del amor no es más que el pretexto para esclarecer la esencia de la filosofía.

Eros –le contó Diotima a Sócrates– no es un dios, sino un demonio, pues ocupa un lugar intermedio entre los inmortales y los hombres. El día que nació Afrodita hubo entre los dioses un gran festín en el que se encontraba entre otros Poros (la Abundancia), hijo de Metis (la Prudencia). Después de la comida, Penia (la Pobreza) se puso a la puerta para mendigar algunos desperdicios; en ese momento, Poros embriagado con el néctar salió de la sala y entró en el jardín de Zeus donde quedó dormido. Entonces, Penia se propuso tener un hijo de Poros; fue acostarse con él y se hizo madre de Eros. Ahora bien, al ser hijo de Poros y Penia, Eros es pobre, desaseado y sin domicilio. Su lecho es la tierra, duerme junto a las puertas y ventanas y anda buscando siempre la belleza, lo bueno y varonil. Es atrevido, perseverante, ansioso de saber, hábil, de fácil aprendizaje, encantador y mágico. Jamás está ni en la indigencia ni en la opulencia. E igualmente se halla a medio camino entre el saber y la ignorancia. Entre los dioses, no hay ninguno que se ocupe de filosofar ni que esté ávido de adquirir el saber, puesto que ya lo posee (en general, cuando se es sabio no se filosofa). Pero, por otra parte, los ignorantes tampoco filosofan ni desean llegar a sabios, pues la verdadera desgracia de la ignorancia consiste en que, a pesar de carecer de belleza, de bondad y de conocimientos, cree estar, por el contrario, suficientemente proveídos de todo. Y, claro, cuando no se cree carecer de una cosa no se la desea. ¿Quiénes son entonces, Diotima, los que filosofan –le pregunta Sócrates–, si no son los sabios ni los ignorantes? -Un niño adivinaría que son los que están entre unos y otros -me respondió. Y el amor pertenece a ellos, y es preciso que sean filósofos y, por eso, que ocupen el lugar intermedio entre el sabio y el ignorante.

La filosofía no es ciencia

Queda claro, pues, desde los inicios de la filosofía que ésta no es ciencia. Pero decir que la filosofía no es ciencia no es decir demasiado, puesto que la lógica invalida las definiciones negativas. Con todo, esa trasgresión lógica nos ayuda a avanzar un poco más en la naturaleza de la filosofía y del filosofar. Pretender lograr una única definición de filosofía resulta imposible. No existe una definición de la filosofía en la que todos los filósofos estén de acuerdo; cada sistema -en ocasiones, cada pensador- propone una definición distinta y, por lo menos aparentemente, no es posible integrarla en un concepto armónico superador de toda discrepancia. Es cierto que cada una de las definiciones que se dieron de la filosofía aspira a ser considerada como la única exclusivamente válida, de la misma manera que cada sistema filosófico pretende excluir a todos los demás. Creo, no obstante, que la filosofía nunca puede quedar íntegramente satisfecha con sus resultados, y toda definición que la limite a ellos va contra su propio espíritu. Definir la filosofía por sus realizaciones o logros parciales es colocar el todo bajo la parte. Definirla por cualquier otra cosa que no sea la misma referencia a la sabiduría es desconocer su carácter de conocimiento humano supremo.

Por Pitágoras y Platón descubrimos que la filosofía no es sabiduría ni ignorancia, sino que está a medio camino entre ambas. Tampoco es ciencia, porque la ciencia se caracteriza por ser “conocimiento racional, sistemático, exacto, verificable y por consiguiente falible” (Bunge: La ciencia. Su método y su filosofía). Las teorías filosóficas no se ajustan al método hipotético deductivo, propio de la ciencia, y por eso no pueden ser verificadas ni falsadas. Consecuentemente, la filosofía no es predictiva como la ciencia. La predicción es una manera eficaz de poner a prueba las hipótesis, pero también es la clave del control y aún de la modificación del curso de los acontecimientos.

La predicción científica se caracteriza por su perfectibilidad antes que por su certeza. Más aún, las predicciones que se hacen con la ayuda de reglas empíricas son a veces más exactas que las predicciones penosamente elaboradas con herramientas científicas (leyes, informaciones específicas y deducciones); tal es el caso, con frecuencia, de los pronósticos meteorológicos, de la prognosis médica y de la profecía política. Desde Platón se intentó encontrar un criterio para distinguir la ciencia de otros tipos de saber. Él utilizó el término episteme (ἐπιστήμη) para referirse a un conocimiento verdadero y fiable, en contraposición al término doxa (δόξα), como opinión y conocimiento inseguro. Kant siguió en esta misma línea y marcó las diferencias entre las ciencias naturales y la metafísica, que es lo mismo que decir la filosofía. Este problema se conoce actualmente como el “criterio de demarcación”. Varios epistemólogos se dedicaron a la tarea de establecer un criterio de demarcación que diferencie por una parte las hipótesis científicas y por la otra las hipótesis metafísicas. Posiblemente, el criterio más famoso para distinguir lo que es ciencia de lo que no lo es, sea el criterio de demarcación popperiano. Simplificando, se podría decir que si una teoría es falsable, entonces es científica; si no es falsable, en ese caso no es ciencia. Como las teorías de la filosofía no son falsables se deduce que no puede ser ciencia.

Wittgenstein escribía en el Tractatus que “la filosofía no es una de las ciencias naturales. La palabra “filosofía” debe significar algo que esté sobre o bajo, pero no junto a las ciencias naturales” (4.111). “La filosofía debe esclarecer y delimitar con precisión los pensamientos que de otro modo serían, por así decirlo, opacos y confusos” (4.112). “La filosofía debe delimitar lo pensable y con ello lo impensable. Debe delimitar lo impensable desde dentro de lo pensable” (4.114). Como vemos, Wittgenstein rechaza la filosofía como ciencia, pero avanza un poco más en su naturaleza al avalar la propuesta de que la filosofía debe tener como finalidad esclarecer los pensamientos.

No siempre la nitidez y la transparencia acompañaron a todos los filósofos y sistemas filosóficos de la historia, pero la claridad es condición necesaria de la filosofía auténtica, porque sin ella no se sabe de qué se está hablando ni qué razones hay para afirmar o rechazar una tesis. Fue Ortega y Gasset quien decía que el filósofo deberá extremar su propio rigor sistemático al investigar y perseguir lo que va a formar parte de sus verdades, pero que al emitir dichas verdades deberá huir de los tecnicismos y palabras de difícil comprensión. La filosofía no debe ser opaca, enrevesada y engorrosa. Hay quien piensa que cuanto más impenetrable, ambiguo e incoherente se exprese un pensamiento, más profundo es; no obstante, eso es una creencia totalmente errónea.

Algunos detalles más sobre la filosofía

“Cuando preguntamos: ¿Qué es eso de filosofía?, en ese momento hablamos sobre la filosofía. En tanto preguntamos de un modo tal, quedamos evidentemente en un lugar colocado por encima, esto es, fuera de la filosofía. Pero el objetivo de nuestra pregunta es entrar en la filosofía, detenernos en ella, comportarnos según su modo, es decir, “filosofar”. El camino de nuestra conversación, por lo tanto, no solo debe tener una clara dirección, sino que además esta dirección debe ofrecernos al mismo tiempo la seguridad de que nos movemos dentro de la filosofía y no que, fuera de ella, damos vueltas a su alrededor”. (Heidegger: ¿Qué es eso de Filosofía?). Si entramos en las entrañas de la filosofía comprobamos que el filosofar es una actividad esencialmente especulativa y que poco tiene que ver con la realidad empírica. Aristóteles escribió en su Metafísica que, en efecto, conocer por los sentidos es una facultad común a todos, pero un conocimiento que se adquiere sin esfuerzos no tiene nada de filosófico. Quien tiene las nociones más rigurosas de las causas y quien mejor enseña estas nociones, es más filósofo que todos los demás en todas las ciencias. Por eso la filosofía es el ansia de saber, un saber que se busca por sí mismo y no por sus resultados. Aristóteles consideraba a la metafísica (filosofía primera) como “un saber libre”, pues versa sobre algo que persigue el hombre, no por razón de las necesidades o conveniencias de la vida práctica, para las cuales es realmente inútil, sino como un saber que es en sí mismo la causa de su apetibilidad. Desde esta perspectiva es clara la “inutilidad” de la filosofía para la vida puramente pragmática. Esa misma inutilidad de la filosofía la revela Heidegger en su libro La pregunta por la cosa, al afirmar que “la filosofía es aquel pensar con el cual esencialmente no se puede hacer nada”.

San Agustín, sin embargo, afirmaba que la razón del filosofar está precisamente en la felicidad (nulla est homini causa philosophandi, nisi ut beatus sit). Eso mismo defiende Boecio en su libro De la consolación de la Filosofía. Según Boecio la filosofía es el alimento de todos los seres humanos, lo que nos protege de todo. El filósofo debe luchar contra la ignorancia y reírse de todos los ignorantes que intentan apoderarse de cosas que no tienen valor alguno y no reconocen la importancia, satisfacción y consolación de la filosofía. Esta relación entre filosofía y felicidad estuvo muy presente también en Aristóteles. Decía el estagirita que la felicidad es la que corresponde a la vida teorética o del conocimiento. La vida contemplativa sería la vida ideal, el único modo de vida para el cual la persona es autosuficiente. Por eso el ser humano más feliz es el filósofo, y lo es cuando su razón se dirige al conocimiento de la realidad más perfecta. Será Tomás de Aquino quien siguiendo la filosofía aristotélica identifique la realidad más perfecta en Dios.

El dilema de la filosofía

La filosofía es la reflexión radical acerca de la vida; ella pregunta siempre, busca las razones últimas, no se conforma con lo obvio, cuestiona, sospecha. Es incómoda porque interroga, porque no acepta dogmas, porque solicita razones, porque sabe decir que no de un modo crítico. Lo que en un principio movió a los seres humanos a hacer las primeras indagaciones filosóficas fue, como lo es hoy, la admiración, había dicho Aristóteles. Esa admiración resulta cada vez mayor en nuestros días porque el mundo físico, político, antropológico y cultural que nos rodea se amplía inmensa y vertiginosamente. Pero la admiración es resultado de la ignorancia, pues de lo que sabemos, ciertamente no nos admiramos. Con todo, el filósofo no es un ignorante absoluto, como explicó Diotima, ya que si fuese así nunca podría superar esa ignorancia. Por tal motivo la filosofía se encuentra con el dilema de superar la ignorancia, pero sin alcanzar nunca la sabiduría. Ortega y Gasset, en su libro ¿Qué es filosofía?, explicó cómo a ésta, hoy en día, no la entendemos igual que hace años, y eso se debe, principalmente, a su situación. “Hoy en día se encuentra en el espíritu colectivo, a diferencia de hace años. En la actualidad se consumen más libros de filosofía, que no llegan solamente a los propiamente considerados filósofos, sino también a aquellas personas interesadas por la filosofía. La razón por la que en la actualidad hay un mayor interés por la filosofía radica en el hecho de que la gente siente necesidad de conocer ideas y a la vez experimenta en éstas cierta voluptuosidad. Esa voluptuosidad es la cara de la felicidad, y puesto que todos queremos llegar a ser felices, la gente compra más esta clase de libros para hallar una ayuda en su búsqueda de la felicidad. Por lo tanto, todos buscamos nuestro destino, ese destino constituye lo que a nosotros en verdad nos gusta y lo que queremos que se cumpla. De ahí que en nuestro tiempo queramos y nos complazca filosofar” (Ortega y Gasset: ¿Qué es filosofía?

Pero ¿no hemos quedado en que la filosofía carece de intereses y que con el pensar filosófico no podemos hacer nada? Tal vez ese dilema nos haga comprender que la filosofía resulta tanto más necesaria precisamente cuanto más inútil parezca y que allí donde ella falta florece con más seguridad la superstición en sus varios ropajes; o simplemente, la banalidad más roma y tediosa, como resuena en la mayor parte de nuestras conversaciones. Mientras la filosofía nos inculca llegar a ser excelentes, la consigna universal manda hacernos normales. Estamos, por tanto, plenamente atrapados en un pertinaz dilema dentro de la filosofía. Queremos saber qué es y decimos que es una actividad humana, noble y valiosa, pero que carece de pragmatismo, es decir, que no sirve para obtener beneficios contables en nuestro haber. Pero, al mismo tiempo, señalamos que la finalidad de la filosofía es alcanzar la sabiduría y la felicidad. ¿Y cómo nos puede garantizar felicidad la filosofía si queda al margen de todo interés? La felicidad es algo que nos interesa, y mucho. Como individuos y como sociedad.

A pesar de todo, la felicidad de la sociedad depende fundamentalmente de la política, por eso tanto Platón como Aristóteles incluían las formas de gobierno en la ética, que es la responsable de hallar las causas de la felicidad. Y la política debía ser ejercida por filósofos, decía Platón, o en todo caso que quien la ejerciese fuera filósofo. En el Renacimiento, Tomás Moro recordaba en su Utopía esta tesis platónica y pronosticaba la presencia de la felicidad en el futuro en caso de gobernantes filósofos. “Ya sabéis –dice Tomás Moro- lo que dijo vuestro admirado Platón, que solo serán perfectamente felices en el futuro las repúblicas si los filósofos son reyes o los reyes se entregan al estudio de la filosofía” (T. Moro: Utopía). ¿Realmente merecen el título de filósofos los gobernantes actuales de esta aldea global en que vivimos? ¿Afectarán los dilemas intrínsecos de la filosofía a nuestra felicidad y al diseño racional de nuestros proyectos?

No hay duda de que el deseo de los seres humanos lleva en sí mismo su finalidad, que no es otra que la conquista de la felicidad, aunque cuando ésta falte exista una elegante habilidad innata para convertir la ilusión en realidad y la ficción en verdad. Tal vez la filosofía sea clave para entender todo esto, o quizás “a la filosofía le basta lo que quiere ser -como escribió Adorno- y no galopa puerilmente detrás de la historia y de lo real”. En todo caso, el dilema sigue abierto, para políticos y ciudadanos.

La muerte de Sócrates (1787), por Jacques-Louis David, en el MoMa, New York.

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