Por Nacho Valdés

La Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1568), de Bernal Díaz del Castillo, ofrece una vasta crónica de la apropiación hispana del imperio azteca. La llamada conquista de la Nueva España, el actual México, suele ser mitigada en su violencia bajo la excusa de que se trató de una «empresa civilizatoria». Muy lejos de eso, «la misión de aventurarse en México de la mano de Hernán Cortés no tenía otro objetivo que el oro, el tráfico de personas y la consecución de territorio para la corona, pues esta, después de recibir el quinto correspondiente, dejaba al albur de los conquistadores, así se reconocían a sí mismos, el resto del botín».
Bernal Diaz del Castillo, además de cronista fue el regidor de Santiago de Guatemala. Este texto fue publicado originalmente en Masticadores, página nacida en Cataluña, dirigida por J r Crivello, y con numerosos colaboradores en el mundo.
Sobre la Historia verdadera de la conquista de LA Nueva España (hoy México), por Nacho Valdés
Acerca de los primeros contactos entre españoles y americanos existe una nutrida bibliografía que trata este asunto desde ángulos diversos. Por supuesto, se ofrecen rigurosos estudios bibliográficos explicativos de este periodo de profunda aceleración histórica que vendría a transformar el mundo tal y como se conocía en el siglo XVI. También es posible la consulta de crónicas de testigos del acontecimiento, en este caso la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Terminada la lectura, debo admitir que gozosa, sobre todo por su inocencia y espontaneidad, de la obra de Bernal Díaz del Castillo se me han abierto perspectivas novedosas ajenas a la historia oficial, pues este acontecimiento ha sido manipulado desde innumerables posicionamientos para asumir un patrimonio dividido entre víctimas y victimarios. Como en todo, todos los relatos esconden algo de realidad, pero el hecho de contar con un testimonio de primera mano siempre aporta cierta credibilidad, aunque esta se funde en la memoria individual; sujeta, como bien se sabe, a un punto de vista propio obviamente en contraste con otros posicionamientos. Para muestra un botón: esta obra nace como respuesta a la crónica de del eclesiástico Francisco López de Gómara, en opinión de Díaz del Castillo ajeno a los verdaderos acontecimientos. Con todo, y a pesar de las exageraciones detectables incluso para el profano, este texto ofrece algunos elementos interesantes para comprender cómo resultó el proceso. Ahora bien, el texto responde al estilo arcaico propio del momento y del diletante autor lanzado a la escritura.
Para empezar, y contra la versión extendida por el nacionalismo tradicionalista español, no se trató de una empresa civilizatoria. Lejos de este cometido, la pretensión era evidentemente pecuniaria, pues la inmensa mayoría de soldados embarcados en esta misión, en esto debemos incluir al escritor, carecían de cualquier patrimonio. Se encontraban, por tanto, encerrados en una tierra nueva, aunque cuajada de oportunidades. Al menos desde su prisma. La misión de aventurarse en México de la mano de Hernán Cortés no tenía otro objetivo que el oro, el tráfico de personas y la consecución de territorio para la corona, pues esta, después de recibir el quinto correspondiente, dejaba al albur de los conquistadores, así se reconocían a sí mismos, el resto del botín. Es más, los primeros capítulos se dedican a detallar cómo se logró el caudal imprescindible para armar a la tropa, poner a punto las embarcaciones y lograr los víveres imprescindibles para comenzar el periplo. En este punto, cabe recalcar que el destacamento vendía lo poco que tenía para adquirir sus propios pertrechos y que la mayor parte del capital inicial venía de notables que habían invertido en la idea de Cortés. Es decir, si todo se venía abajo, además del peligro para las vidas de todos los involucrados, también se cernía la posibilidad de la bancarrota. Debían, por tanto, devolver los préstamos asumidos. El volumen enumera de manera detallada los territorios adquiridos, los minerales preciosos atesorados, los tejidos finos saqueados y las personas puestas a su disposición. Todo esto calculado de manera superficial al cambio con la monera española. En otras palabras, se perseguía el botín y la riqueza. Si bien, bajo la retórica marcial de los relatos de caballería de la época dado que todo se salpimentaba con conceptos como el honor, el valor, el arrojo y la fiereza.
La superioridad militar resultaba incontestable y la población local poco podía hacer frente a la tecnología europea que contaba, entre otras cosas, con ballestas, armas de fuego y caballería, este último detalle no es baladí, pues los mexicanos no habían visto con anterioridad caballos y en un primer momento generaban un terror primitivo y visceral entre los locales. No obstante, no se trataba de una empresa carente de peligros dado que los pobladores de la Nueva España resultaban más numerosos que los escasos quinientos soldados que comenzaron la andadura. Poco a poco, los españoles iban cayendo, aunque llevándose por delante innumerables vidas, pues el avance se producía bajo continuas refriegas y contratiempos. Al tiempo, y comprobando su inferioridad, comenzaron a labrarse una fama adornada por el folclore local que aprovecharon para entregarse a los pactos antes que el combate debido a la imposibilidad de recibir refuerzos y ayuda externa.
Se ha venido acicalando esta historia con la fábula civilizatoria de la expansión de la cristiandad. Sí es cierto que obligaban a las poblaciones locales a dejar atrás sus antiguos ritos, ídolos y costumbres. Era obligada la asunción del cristianismo y el vasallaje a Carlos V, pero esta presión sobre la cultura local se debía más que nada a la fuerza de la costumbre. En el cosmos español del siglo XVI, en constante pugna con otras confesiones, e incluso escisiones cristianas, no se entendía el mundo desde otra perspectiva. No cabía otra posibilidad y, aunque el propio Bernal Díaz del Castillo mostraba su repudio ante hechos como los sacrificios humanos o la sodomía que denuncia, entendía que un simple bautismo y la abjuración de las antiguas creencias era suficiente para la redención de estos pueblos. Se limitaban a encalar los lugares de culto, plantar una cruz y explicar a su manera la doctrina católica. Esto, por supuesto, bajo amenaza de muerte para aquellos que no cumpliesen con este rigorismo religioso. Para establecer un contraste crítico cabría recordar la frase de Erasmo de Rotterdam: non placet Hispania. Con la que ponía de manifiesto, a pesar de haber viajado por toda Europa, su escasa intención de visitar España después del célebre auto de fe sevillano en el que se quemaron a varios erasmistas. O lo que viene a ser equivalente, solo cabe el sacrificio humano bajo el prisma de la verdadera fe que creían defender los recién llegados al Nuevo Mundo. Cabe añadir que la hoguera también hizo acto de presencia en esta campaña en la Nueva España.
El secuestro de Moctezuma y la llegada de los españoles a Tenochtitlán son hechos que tampoco carecen de controversia. Los recién llegados fueron recibidos con honores, disfrutaron de las mejores dádivas y se maravillaron con el desarrollo y cultura de una urbe viva e impresionante. Pese a todo, y dada su condición de inferioridad, decidieron dar rienda suelta a sus miedos y tomar la delantera ante una posible agresión. Podría decirse, en definitiva, que lejos de la magnificencia que supuestamente emana de este periodo, hay grandes dosis de vulgaridad, traición y violencia. Por no mencionar las luchas fratricidas entre los propios españoles ávidos de botín. Algo, por supuesto, común a todos los imperios de la historia. Al fin y al cabo, no es más que otra historia humana cargada por la vulgaridad que finalmente suele envolver las supuestas gestas nacionalistas.

