
El francés Le Bon cultiva la psicología de masas; el argentino Ramos Mejía en Las multitudes argentinas entiende a las fuerzas multitudinarías y anónimas como verdadero motor de la historia.
Aquí brevemente intentaremos un percibir lateral de los individuos difuminados en el fluir multitudinario de las urbes. No atenderemos así, en esta ocasión, a muchos otros posibles rostros de la multitud, en su múltiple espectro, desde su conversión en inquietante turba enajenada, como muchas veces lo ha sido en la historia; o como entidad política fagocitada por la manipulación electoral; o entidad económica, la de las fuerzas productivas de los muchos trabajadores, pero también la de los seres adiestrados en el exceso consumista en el tiempo digital; o la multitud como la colmena existencial-filosófica de los individuos solitarios no percibidos en su singularidad en los grandes conjuntos. Deficiencia que intenta corregir Poe en su cuento El hombre de la multitud. Aquí, el narrador, sentado en un bar, contempla el paso de la gente, y del torrente multitudinario sonsaca diferencias por vestimentas, tipos de fisonomías y modos de andar.
En contraste con la narración de Poe, solemos movernos entre las multitudes de las ciudades enfundados en la pura indiferencia: pasamos ante las personas, o ellas pasan ante nosotros, como fugaces cuerpos fantasmales. Transitamos ante la multitud urbana sin ninguna resonancia imaginativa ante las muchas presencias.
En disonancia con el transitar indiferente ante las personas, un caminar perceptivo anima dos sensaciones que damos en llamar «sorpresa vertiginosa» y «regresión a lo indescifrado».
La sorpresa es la acción de estar alertas ante algo diferente. Cada persona que pasa ante nosotros al andar por las veredas es un mundo diferente, insondable, lejano, con sus recuerdos de dicha y sus espirales de sufrimientos secretos. Todos esos mundos pasan a nuestro lado desapercibidos; cada persona que pasa delante de nosotros es quizá la primera y última vez que la veremos, y entonces podríamos (o deberíamos) sorprendernos frente a la presencia de su mundo propio, único. Y advertir que el número de la multitud podría (o debería) producirnos una sensación de asombrado vértigo ante las inauditas cantidades de los miles de millones de los seres humanos y animales que desconocemos.
Los rostros de las multitudes se nos muestran por todas partes: en las calles y parques urbanos, en los paneos del público de los recitales o los espectáculos deportivos, o en Facebook, Instagram, Tick Tock; o en los libros de fotos antiguas de congregaciones de inmigrantes, ejércitos, prisioneros, peatones, los distintos grupos captados en pose o espontáneamente ante las lentes de la memoria fotográfica.
Desde esa «sorpresa vertiginosa», luego, la imaginación ante las personas puede abismarse en una «regresión a lo indescifrado»: cada mujer, cada hombre, cada niño, cada anciano arrastran invisibles líneas genealógicas a las que pertenecen sus padres y madres, y los padres y madres de estos, y así hasta el origen indescifrado de la primera pareja, génesis de la especie sapiens. Dicho origen es lo absolutamente irresuelto, aunque el asunto quiera resolvérselo aludiendo a un conjunto de huesos muy antiguos en alguna parte de África o Asia.
Casi nadie así percibe, aunque sea por unos instantes, a los otros, a la otredad (de la que tanto meditaron, a su manera, Levinas, Gabriel Marcel, o Martin Buber, entre otros). Esta rara manera de percibir, fuera de lo común, que en cada ser ve la dignidad acumulada de los incontables seres anteriores y olvidados necesitaría de otra humanidad que no existe hoy, y que quizá nunca existirá entre los algoritmos y las computadoras cuánticas futuras. Pero, sí, al menos, es una posible gimnasia de percepción distinta y lateral ante el irrumpir incesante, inacabable, de las personas desconocidas en las multitudes callejeras.
La imaginación de la regresión a lo indescifrado ante cada persona podría extendérsela al asombro ante cada animal. Pero al jugar este juego solo ante lo humano, cada persona es punto de partida de su línea genealógica invisible hacia el pasado que la une a todos sus antepasados. Con delicadeza imperceptible, en cada persona anidan todos las que le precedieron (y esa línea también se extiende a los seres del mañana, cuestión que no abordaremos aquí).
Entre todos los que precedieron a cada persona no percibida en la multitud, en la línea genealógica de cada uno, en cualquiera de las tierras, bien pueden haber existido, entre muchas otras formas de lo humano: santos o criminales; seres comunes o extraordinarios; valientes y egoístas; amantes de un amor encarnado u odiadores de los placeres; eruditos o simples; incansables buscadores de oro o magos; o extenuadas caras desde el nacimiento hasta el último atardecer.
Si nuestra percepción se fortaleciera lo suficiente, en cada persona que pasa delante de nosotros por la calle, advertiríamos una línea que se hunde «hacia atrás», hacia el pasado, que conduce a miles de personas, los muertos de hoy los vivos olvidados del ayer. La línea de cada persona lleva a su antecesor, y al antecesor de éste, y así hasta el comienzo nebuloso y perdido de la vida humana.
Y las líneas genealógicas de cada persona, todas ellas, a través de los que antes vivieron, regresan a un mismo punto de un origen olvidado, irrecuperable, desaforadamente indescifrable.
Y la invisible línea genealógicas de todos los antecesores de cada persona única, irremplazable en la multitud, se unen en una sola red que comienza en lo no sabido.
Así, lo contrario de la indiferencia al paso es la sorpresa vertiginosa ante cada individuo; lo contrario de la multitud genérica y fríamente anónima es la imaginación que ve en cada persona su imperceptible línea genealógica que se extiende y atraviesa todas las generaciones anteriores hasta la primera pareja humana, en lo infatigablemente desconocido.
Esteban Ierardo
