Mito, ciencia y razón. Un acercamiento a la teología de Langdon Gilkey

Por Sergio Fuster

Aquí Sergio Fuster recrea el pensamiento del teólogo norteamericano Langdon Brown Gilkey (1919-2004) en relación a las categorías del mito y su contraste con la ciencia y la filosofía, y la proyección de esta temática en el horizonte contemporáneo.

Gilkey, autor prolífico de 15 libros y más de 100 artículos en su haber, fue popularmente conocido por sus escritos sobre ciencia y religión. Se alejó de los ataques fundamentalistas cristianos a la ciencia, y, como era esperable, tampoco avaló los cuestionamientos secularistas a la religión.

Estudió en la Universidad de Harvard, y fue compañero de clase del futuro presidente John F. Kennedy. Fue discípulo de Reinhold Niebuhr y Paul Tillich. En los años 1970 y 1980, Gilkey observó la expansión del budismo y el sijismo. En ese contexto escribió que «La cuestión para nuestra época bien puede ser que no sea si la religión sobrevivirá, sino si sobreviviremos nosotros y con qué tipo de religión, una creativa o una demoníaca». 

En su ensayo, desde la posición de Gilkey, Fuster extiende relaciones a múltiples aspectos de la interconexión, mito, ciencia, religión y filosofía, lo que supone aludir a numerosos mitos y, más allá del cristianismo, a diversos devenires religiosos.

E.I

Mito, ciencia y razón. Un acercamiento a la teología de Langdon Gilkey, por Sergio Fuster

La intención de este ensayo es reseñar críticamente un aspecto del pensamiento del teólogo norteamericano Langdon Gilkey –el cual fuera discípulo de Reinhold Niebuhr y Paul Tillich- quien se ocupara de pensar el mito y el lugar que este ocupa bajo los paradigmas de la ciencia y la filosofía, así como radiografiar la crisis y las contingencias que en nuestro tiempo estos saberes enfrentan.  

     Si intentamos una definición de teología podríamos probar diciendo que es una “asistente” que acompaña al lenguaje mítico de manera reflexiva. Por tal necesita a menudo del acompañamiento de la filosofía y de la ciencia para pensar el alcance del discurso religioso y para que este tenga solidez para el hombre actual. Así ha sido durante la primera etapa del cristianismo y durante el auge de la modernidad. Esto es una paradoja ya que la ciencia y la filosofía, si bien han sido y son imprescindibles para la alocución teológica, también a partir del siglo XIX la han sumido en un aislamiento del cual le resulta sumamente dificultoso remontar. Hoy las cosas no han cambiado mucho y la teología del siglo XXI se sigue enfrentando cada vez con más fuerza a esta contradicción que amenaza su existencia y utilidad. Creo que la obra del mencionado autor es esencial para transitar nuevos senderos aun por descubrir, donde posiciona la situación teológica en nuestro mundo moldeado por las diversas tecnologías digitales, sumado a los descubrimientos de las ciencias en varios de sus campos.

El mito frente a la ciencia

Según Gilkey nada ha sido más destructivo para la teología cristiana que el avance de la ciencia. Lo que dejó a dicha disciplina en estado comatoso. La crisis que la ciencia y la técnica le generaron a la teología amenazó con destronarla para siempre, y sin duda, al menos hasta ahora en buena medida lo ha logrado. No eliminarla, por supuesto, sino apartarla de eje central que tuvo en la historia de Occidente. Dejándola fuertemente aislada. Pero, también, hay que decirlo, esto ha abierto nuevas oportunidades, ya que dicha crisis, que podemos compararla con el mito de la Pasión de Cristo, propició un golpe casi mortal que permitió su resurrección en un tipo de saber ingeniosamente nuevo, tan errátil por fuera y tan seguro discursivamente en su interior. Indiscutiblemente la teología se ha enfrentado con su desconstrucción y con su propia postverdad. Dicha “crucifixión” se dio lentamente en los siglos de la modernidad europea y se aceleró progresivamente con la velocidad de una metástasis hasta que decantó en su caía y posterior reelaboración en algo bien distinto. Caída que, por otra parte, era previsible. Dueña de su propia singularidad se abre ahora a una situación que le debería permitir reinventarse y ampliar sus posibilidades.  

   Conforme nos aclara Gilkey -que está lejos de oponerse a la ciencia, más sí la piensa para abrir nuevas perspectivas teológicas-, una de las causas del problemático binomio “fe y ciencia” es que la teología se entiende a sí misma como examinadora de la verdad divinamente revelada y la ciencia, en cambio, viene a cuestionarlo todo a partir de la experimentación terrena. Durante la Ilustración, el lenguaje de la religión, que, enfocado

sistemáticamente dio lugar a la teología, ahora se intuía amenazada. Esta misma perdió ahí su capacidad de respuesta. La teología, siempre dentro de su sistema, pretende, a través del lenguaje polisémico de los símbolos, de los mitos y de los ritos de cada estructura cultual mostrar cómo lo sobrenatural se expresa tanto en objetos finitos, como en personas o acontecimientos. Esto le otorgó al mito un caris de concreción, y devino así como “positivo”.  

   El ámbito judeocristiano presenta la particularidad que muchos mitos aparecen en lenguaje histórico. No ocurre igual en las teologías orientales como en el vedanta o la madhyamaka. Es lo que Mircea Eliade llamó “tiempo mítico”. Así, en la narratología religiosa frecuentemente imaginerías y hechos se entremezclan, esconden sus fronteras y dan una sensación de continuidad. Es complejo poder determinar justo el suceso de “corte” entre mito e historia. Dios crea a Adán, presuntamente es el comienzo de la “historia”, inicia el tiempo y el espacio, pero, de algún modo lo trasciende al hablar de la “creación” de un ser humano por manos sobrenaturales, mezclando así el punto misterioso fundacional.  

Mircea Eliade

   Esto nos muestra que los mitos narran relatos. (Distinto ocurre en extremo Oriente, como adelantamos, ya que, por ejemplo el Bhagavad-Gita sitúa la batalla final de Kurushetra en un tiempo que puede ser interpretado como “suceso” antiguo o más bien como esquema psicológico y vivencial). Frecuentemente, las estructuras medio orientales nos plantean espacios incognoscibles, como los ambientes amnióticos creacionales, pero seguidamente se insertan en el tiempo y espacio conocidos. En Mesopotamia la lucha de titanes termina con la edificación de la ciudad de Babilonia y la instauración de sus reyes. En estas listas regias se mezclan desde seres legendarios hasta monarcas corroborados por los datos. El Éxodo mosaico, por poner otro caso, nos da lugares geográficos reales, toponimias de ciudades y situaciones temporales del Egipto faraónico, aunque sin muchos detalles trazables y, sobre dichas epopeyas legendarias, superpone la intervención de lo divino decantando seguidamente en la historia del Cercano Oriente ratificados por los hallazgos arqueológicos. Tanto el creyente como el ateo tienen base argumental para creer o para negar lo religioso.

    La narrativa cristiana heredó el lenguaje paleotestamentario e incluye ambas temporalidades: lo sobrenatural incrustándose en atmósferas cotidianas. Como los relatos de la vida de Jesús y el aroma de aquella Judea romana. La teología moderna cristiana siguió incluyendo ambas superficies: tanto lo concreto como lo trascendente. Lo que Oscar Cullmann llamó la transparencia hacia una “suprahistoria”. Wright expresó: “La teología cristiana, en esencia, no son solo relatos, sino que, al oponer el mito antiguo a su tiempo mítico la narración cristiana se convierte en un relato de los acontecimientos de la historia concreta del pasado” (Wright, G & Fuller, R.: The Book of the Acts of God, Nueva York, 1957). El cristianismo aprendió a revelar su fe en la secuencia histórica. Esto ha creado algunos problemas paradojales, como los que tuvo que asumir Karl Rahner al tratar de justificar el pecado y la salvación, alegando que la humanidad debe descender de un solo hombre y de una sola pareja como única manera de hablar del mal (Rahner, K.: Investigaciones teológicas, Vol.1, Londres, 1961). En esto Rahner entró en un campo anacrónico, cayendo en la pre-modernidad o en la Teología pre-crítica. La propuesta del relato ambiguo que corre paralelo en ambas dimensiones es una tentación a la que todo teólogo bíblico en algún momento se tiene que enfrentar encontrándose lejos de poder resolver.

   Es aquí que Gilkey para arrojar luz sobre la cuestión pasa a presentar dos estados del mito: A) Un elemento trascendente: donde rescata la dimensión de lo sagrado del mito sostenido por la teología y por elementos filosóficos. B) Un elemento concreto: utiliza el lenguaje fáctico para describir acontecimientos comunes, tanto naturales como históricos. Por consiguiente, la utilización de ambos prospectos: religión y teología dentro del lenguaje profano de la filosofía crea la complicación presente. Por otra parte, intenta establecer que la ciencia ha eliminado el punto (A) para abrir al punto (B) a su hegemonía. Lo concreto sobre lo trascendente. Esto es coyuntural. Ha pasado poco más de un siglo desde que nos enfrentamos a este entramado.  

    En la Ilustración los teólogos nunca sospecharon de la facticidad del mito (de los que narra la Biblia, por supuesto, no así el de las otras religiones que los consideraron errores. Comparemos el caso de Hegel y sus cursos sobre Filosofía de la religión, Madrid, 2018). Desde el siglo XVII en adelante no se dudaba de la historicidad del relato de Adán y Eva. Hasta los geógrafos buscaba las fuentes del Edén y especulaban acerca de la ubicación de los cuatro ríos perdidos. Tampoco desconfiaban de que en el pasado remoto haya ocurrido un diluvio sobre la tierra de proporciones globales. Por ejemplo, en 1814 el clérigo y miembro activo de la Sociedad Geológica Werneriana Charles Gillispie, se dedicaba a estudiar científicamente la zoología bíblica. El cosmos era entendido pues tanto según el Pentateuco sin prescindir de los experimentos de Galileo, así como de la mecánica de Newton.  

    Si bien muchos cuestionaban los milagros dentro de la historia bíblica, como el caso temprano de Spinoza (según nota John Toland en El cristianismo no es misterioso, que por otra parte no interpretó bien a Spinoza), aun dentro de dicho deísmo ilustrado (llamamos aquí “deísmo” al reconocimiento de Dios como autor de la naturaleza pero sin llegar a admitir la revelación. Cf.: Huxley, J.: Religión sin revelación, Buenos Aires, 1967) nunca dudaron de las obras de Dios como el acto de la creación original y del advenimiento del juicio final escatológico. Tanto el origen como la disolución de todo a manos divinas estaban de pie, el asunto en litigio eran los sucesos medios. Ni Kant ni Hegel, por ejemplo, cuestionaron las certezas originarias y finalistas de la religión, en todo caso se preocuparon por la “masa” de los hechos políticos y sociales de su tiempo y quisieron intervenir en ellos. Las afirmaciones científicas comenzaron a apartarse de los relatos teológicos, pero no se dudó ni del principio creador ni destructor de la Historia de la Salvación testamentaria. La imagen bíblica del cosmos fue aceptada hasta el siglo XIX. Kant, Hegel, y especialmente Schleiermacher, vieron en la ciencia ilustrada un desafío para el lenguaje de la religión.  

   Pronto asistimos a otro golpe: la geología descubre que la tierra tuvo que tener infinitamente más antigüedad que lo narra el Génesis. ¿Estaba en un error la Biblia? La arqueología naciente y la historia se podían adaptar, pero la geología no. Cuestionaba las raíces mismas de la infalibilidad del relato de Moisés. La deidad estaba siendo herida en el entramado científico positivista y entraba en una etapa de agonía. Los defensores del relato bíblico argumentaban que el diluvio del día de Noé fue un “catastrofismo”, que irrumpió inesperadamente y alteró todas las demás mediciones sobre las rocas y los fósiles. Hasta que surgió el “uniformismo” que descubrió que “el presente es la clave del pasado”. No hubo ni hay intervenciones catastróficas divinas sino que, a partir de la evolución geológica actual, se explicaban los cambios del pasado remoto. Pero aun así Adán siguió siendo su último bastión, hasta que la teoría darwiniana lo terminó de derrumbar. La teología y la ciencia quedaron totalmente distanciadas.  

   En este contexto surge la Teología liberal. Los estudios críticos sobre la Biblia, la búsqueda del Jesús histórico y el análisis del Éxodo mosaico a través de la arqueología y la naciente egiptología dominaron el ambiente positivista de la teología en la segunda mitad del siglo XIX. Esto lastimó profundamente a la teología, al punto que se hablaba de “mito roto”, llevando a interrogar qué significan realmente dichos fenómenos. ¿De qué nos habla realmente la Biblia? La fe no podía seguir manteniéndose a través de la confianza pre-crítica de las Escrituras (aunque hubo movimientos fundamentalistas conservadores de corte milenarista, especialmente en América del Norte y en menor medida en Europa en lo que se llamó el “Segundo Gran Despertar” 1790-1870 –Mormones, Adventistas y Testigos de Jehová-, seguido por el “Tercer Gran Despertar” 1870-1950 –Teosofía, Ciencia Cristiana, Espiritismo, Movimiento del Evangelio Social, etc.-que mantuvieron la visión teológica pre-crítica restauracionista y apocalíptica, no pocos de ellos electicos con ideas orientales y esotéricas- hasta nuestros días que tuvieron que reformular a la ciencia en una para-ciencia alternativa que justifique sus afirmaciones ante un público no formado) y por eso Kant con la idea “moral” y Schleiermacher con su inclusión del “sentimiento de dependencia” en la experiencia interna religiosa cooptaron el ambiente. Las ideas de Feuerbach respecto a la proyección antropológica sobre las concepciones acerca de Dios y sobre la naturaleza también tuvieron mucha influencia, especialmente en la izquierda hegeliana, podemos verlo en las clases dictadas en 1848 La esencia de la religión.  

    Pero la figura de divina, aún en su agonía, tiene indudablemente carácter de permanencia. Aunque en el siglo XX dicha figura salió de la historia y adoptó vida autónoma en las entrañas de grupos de fe y sectas de las cuales no hay espacio para hablar aquí. Este fue y aún sigue siendo el desafío de la golpeada teología contemporánea. Empero, hay quienes afirman que, aun con el vaciamiento existencial del siglo XX concomitantemente y de modo lento, se está ingresando, superado el mecanicismo newtoniano, en otro paradigma cosmológico, como el de Einstein y Planck, entre otros, comprendido por “redes” para integrar fe, filosofía y ciencia de modo poco crítico (volveré sobre esto).

    La teología, tema esencial que preocupa a Gilkey, mantuvo la fe en la revelación en aislamiento de la evolución científica actual. Nace así, como contra reacción a la Teología liberal, la Teología neo-ortodoxa. Los principales exponentes de este nuevo giro fueron Karl Barth y Emil Brunner. El centro de su exposición estuvo en que no se puede estudiar la revelación de Dios a través de ninguna ciencia humana o filosófica, así se eliminan los conflictos y no interceden terceros elementos. La teología debe basar su fe en la revelación limpia, pura. Esto, de algún modo libera al cristiano de la dependencia de la ciencia y de la cosmovisión general que, para el creyente, no debe ser un obstáculo, sino algo totalmente ajeno que no intervenga en el sentido espiritual que le otorga al mundo.  En otras palabras, a los neo-ortodoxos no les interesa la ciencia para sostener sus argumentos sobre la revelación divina. Contrariamente sí están abiertos a la sociología, las psicoterapias y la historia dándoles carácter de auxiliares y no de ciencias.  

    Este no fue el único aporte que ha hecho la Teología neo-ortodoxa, sino también abrir el espectro a la existencia humana, al ser como pregunta por aquello que lo trasciende. Barth habló de “existencia teológica” y llega a su máximo exponente en Rudolf Bultmann al enunciar un existencialismo dentro de la teología y, al igual que Tillich, proponen un discurso teológico para la era actual. Los neo-ortodoxos no dudan de la ciencia ni la critican, simplemente la dejan fuera, tal como la ciencia ha dejado fuera a la religión. Recién teólogos como Oscar Cullmann, Jürgen Moltmann y Wolfhart Pannenberg intentaron regresar a la soteriología histórica, a la cristología y a la escatología y colocar a la teología otra vez como “ciencia”, no físico-matemática, sino como saber humano y del espíritu. La Teología neo-ortodoxa no contiene información fáctica, carece de afirmaciones y acontecimientos espacio temporales. Pero interroga inconscientemente en el ámbito de su hermenéutica por los hallazgos de la ciencia. Gilkey agrega: “Dios ha obrado, pero ya no lo hace sobre una superficie observable de la naturaleza o la historia. Su actividad es una ‘incógnita’, una acción vinculada sin duda de cierta manera a los acontecimientos visibles de tiempo y espacio, pero vista como actividad de Dios únicamente por los ojos de la fe” (El futuro de la ciencia, Buenos Aires, 1979). La Teología neo-ortodoxa supera, en buena medida, los hechos científicos, la Historia de la salvación no es contemplable para la ciencia.  

     Por ello este fue un proceso teológico principalmente protestante, del que las corrientes católicas no pudieron sustraerse, especialmente desde la Escuela de Le Saulchoir encabezada por el domínico Marie-Dominique Chenu. No obstante es propio hacer el siguiente resumen: las teologías pre-críticas o escriturales podemos situarlas desde el Renacimiento con la Reforma hasta nuestros días sobreviviendo en grupos como los que surgieron durante el Segundo y Tercer Gran Despertar. Seguido por las teologías liberales, basadas en la crítica bíblica, cercanas al relativismo, para continuar en el surgimiento de las teologías neo-ortodoxas como las de Karl Barth, Emil Brunner y Rudolf Bultmann sostenidas en la búsqueda subjetiva, de una experiencia personal, existencial, no dependiente de las ciencias y, dentro del siglo XX la construcción de teologías objetivitas como aquellas que propiciaron el retorno a la Historia de la Salvación. En el campo católico desde la Escuela de Le Saulchoir desembocan en el Concilio Vaticano II y sus derivados como las teologías socialistas y de izquierda como la Teología de la liberación y sus bastardas: la Teología del pueblo, la Teología negra, feminista, homosexual, misionera, indígena, etc. En el presente la Teología de las religiones o ecuménica está ganado mucho terreno. Rahner concluye diciendo: “Todas las declaraciones humanas, incluso aquellas en las que la fe expresa verdades salvíficas de Dios son infinitas (…). Nunca aclaran en su totalidad” (Ib).

Karl Barth

   El lenguaje teológico en la actualidad, en rasgos generales, se sitúa centrado en la fe en la actividad divina completamente alejado de la ciencia. Es decir, hoy la teología intenta, a través del lenguaje filosófico como sostén, dar cierta verosimilitud al lenguaje del mito. Por tal, toda teología por el momento cae presa de sus paradojas, anda a tientas y es humana (“demasiado humana”), relativa y falible. La teología actual se enfrenta al problema de que la Biblia ya no es la autoridad final en cuanto a los presupuestos científicos del mundo, sí en cuanto fe y solo dentro de orbe cristiano. Es su reino la subjetividad, confesando serios inconvenientes para construir un lenguaje objetivo. Otra vez Dios y el cálculo humano se encuentran disociados. Los nuevos paradigmas cosmológicos la han puesto en nuevos carriles de especulación no encontrando en ellos todavía un lugar de comodidad. Pero a pesar de esto, puede que todavía la teología en los albores del nuevo milenio tenga algunas chances por jugar.  

La necesidad de reapropiarse del mito

Luego de exponer el dilema sobre la ciencia, Landon Gilkey intenta buscar ahora una correcta definición de mito. Dice textualmente: “En tal sentido, para nosotros no son los mitos precisamente fábulas antiguas y por ello, falsas; antes bien, implican una determinada y perenne modalidad de lenguaje cuyos elementos son símbolos multivalentes, cuya referencia es, de manera extraña, la trascendencia o la sacralidad, y cuyos significados se refieren a las cuestiones últimas o existenciales de la vida real y las que apuntan al destino humano e histórico” (Ib. Pág. 101). Paul Ricœur nos alumbra aún más: “El mito ha de considerarse ahora lo que la historia de las religiones descubra en él: no una falsa explicación por medio de imágenes y fábulas, sino un relato tradicional que se relaciona con eventos que ocurrieron al principio del tiempo y que tiene el propósito de ofrecer bases para las acciones rituales de los hombres de hoy y, de manera general, establecer todas las formas de acción y pensamiento por las cuales el hombre se autocomprende en este mundo. Sin embargo, al perder sus pretensiones explicativas el mito revela su importancia explorativa y su contribución al entendimiento que más tarde llamaremos su función simbólica – es decir, su poder de descubrir y revelar el vínculo entre el hombre y aquello que considera sagrado. Por paradójico que pueda parecer, el mito, cuando se lo desmitologiza de este modo por el contacto con la historia científica y se lo rebaja de la dignidad del símbolo, se convierte en una dimensión de pensamiento moderno”. (La simbólica del mal, Nueva York, 1967).

   Aquí tenemos una clave no menor: su función simbólica. El símbolo es plurivalente, polisémico, lo que implica que el mito nunca se refiere a un solo objeto (cielo; tierra; árbol; piedra; animal; etc.), sino que dentro de su plástica abre su dimensión a la trascendencia, a lo inobjetivable, a lo sagrado y misterioso que se manifiesta por medio de ese objeto concreto: lo que Eliade llamó hierofanía. Asimismo en el mito hay varias dimensiones como por relación y por identificación. Dos objetos finitos se conectan en paradigmas de opuestos relacionales analógicos, por ejemplo: “cielo” y “tierra”; “sol” y “luna”; “orden” y “caos”, etc. Y a su vez, dentro de los paradigmas se identifican agógicamente, es decir, por sintagmas, veamos: “cielo” con “sol”, este con “orden”, etc. O “tierra” con “luna”; “luna” con “caos”, etc. Es en la profundidad identificadora que se manifiesta la transparencia en medio de la relación encadenada de simbolizaciones que revelan algo por identificación. En objetos finitos se manifiesta lo sagrado. Esto mal entendido ha sido fuente de conflictos entre el pensamiento religioso y el científico e histórico. La razón estriba en que los mitos son cosmogónicos y teleológicos. Explican el mundo hoy pero por vía originaria y apocalíptica. El mito escapa así de la relación paradigmática. Se sitúa fuera del tiempo contingente, fuera de la anarquía sucesiva del presente. En el presente hay disolución, finitud, existencia para la muerte -diría Heidegger-. En cambio, tanto el origen como el final cósmico, escapan del caos lineal y restauran el orden original, divino. Por ello, en cualquier secuencia de repetición que se manifieste en la comprensión cíclica del cosmos, ahí se halla la renovación y la liberación redentora, el hombre se salva del caos mediante los ritos  que acompañan a la regresión circadiana de la naturaleza. Dicha naturaleza se transfigura ahora en una función mística y los hombre, allí donde los Dioses colocan repeticiones hallan puntos de fuga supranaturales para escapar de la finitud.  

   Ahora bien, el mito en la era científica se ha exorcizado. Caímos en un proceso de secularización que ha sido vaciante. Alguien que expuso muy bien la era secular expulsora del mito ha sido el teólogo Dietrich Bonhoeffer. Piensa que el hombre se dirige hacia una era totalmente no religiosa. El Dios que explica lo inexplicable ya no existe. El individuo actual ya no lo necesita, prescinde de él. Ante semejante circunstancia, esta concepción, que encaja con la “Teología de la muerte de Dios”, buscaba construir un lenguaje religioso cristiano a un hombre actual ya no creyente, el hombre “ha llegado a su mayoría de edad” y requiere ahora un nuevo cristianismo también “no religioso”.

Dietrich Bonhoeffer

   Siendo las citadas las características y sentidos de los mitos, en contraposición con la mente secular, vemos que esta última comprende los sucesos únicamente según sus causas y sus nexos afines dentro de aquellos que las producen. Alrededor de esta lógica interna, la ciencia es capaz –o se espera que así sea- de explicar todo lo que existe dentro de nexos causales, físicos e históricos. Empero, insertar en medio de esto una explicación a partir de lo trascendente trasplantada en medio de la finitud lineal y ordinaria resulta desconocida, cuando menos irreal para la mente moderna, cuando no patológica. Entonces: todo lo real, efectivo e instrumental, se refiere a factores contingentes y relativos que se suceden, no hay ningún misterio más allá del lenguaje común. Todo aquello que traspase estas fronteras de lo “legal” se convierte en superstición, en algo pre-científico, en pensamiento mágico y, por supuesto, merecedor de una sentencia de “error”. De descalificación. David Hume nos dice que “la única explicación legítima a los acontecimientos finitos, naturales o históricos es de aquella de las que proceden o rodean”. Mientras Whitehead agrega: “La única explicación son las entidades reales que ofrecen legitimas razones para las cosas”. En ambos autores la palabra “legitima” está asociada al pensamiento moderno. Este entramado explica entonces la cuestión central de la teología contemporánea, la mentalidad judeocristiana depositó siempre su confianza en el mito adherido lo concreto, fue demasiado reticente a simbolizar, por ello fue presa fácil ante la ciencia positiva que a menudo la ha demostrado equivocada.  

    La sacralidad se esfumó del ámbito humano, hubo una separación espiritual desde un cosmos absoluto a un sujeto relativo que sigue su propio camino en libertad.  Los mitos hoy han extraviado su esencia, solo se entienden como proyecciones, como lo planteaba Feuerbach, solo en sentido freudiano o junguiano el sujeto actual les encuentra utilidad. En parte las tradiciones bíblicas fueron responsables de esta condición. Ya se erradicó a los Dioses politeístas del Antiguo Testamento en función de un solo y verdadero Dios. El profeta Isaías explicaba a las otras entidades que no fueran Yahvé como inertes, sin vida, de piedra y palo (Isaías 43: 9-19). El cristianismo hizo lo suyo al haber sido poroso con respecto al lenguaje filosófico desde sus orígenes (lenguaje que, por otra parte, le fue necesario para sobrevivir), hasta Galileo que destronó el pensamiento teológico medieval y esta disciplina tuvo recientemente que reinventarse. Sumado a la creciente urbanización y al mecanicismo que apartó al hombre cada vez más de la naturaleza. Las sociedades apiñadas tuvieron que industrializarse por la técnica surgiendo la lumpenización en los márgenes de los burgos y el hombre fue extirpando a Dios poco a poco. La libertad ahora sería por revoluciones humanas no por intervenciones divinas. Los ideales emancipatorios son modernos así como el concepto de “progreso”, siempre hacia adelante. Los orígenes cósmicos ya no explicaban nada. Lo pre se hizo innecesario en función de lo trans. Según Löwith lo moderno comienza cuando el hombre pierde su consciencia sustancial: pierde la esencia en función de un examen existencial. Ahora se siente libre para forjar su existir. Sartre, dentro de su ateísmo, explicaba que el ser no tiene esencia per se, sino que se iba construyendo dentro de su libertad, hacia adelante.  

   La Teología neo-ortodoxa se tuvo que adaptar al tiempo progresivo, de ahí que la Teología escatológica sea una valoración de una preparación para el futuro. “Dios ha muerto”, la sentencia de Nietzsche fue todo un grito de autarquía. Esto abonó la Teología de la muerte de Dios predicada principalmente por Thomas Altizer. El hombre ha partido su comprensión del mundo, el mito y la ciencia son dos canales separados, aunque en función de su duelo sigue reemplazando esos mitos con otros modernos. El marxismo es una teoría “liberal” en el fondo de progreso. Es un nuevo mito material. Es una utopía moderna, como el Reino de Dios lo fue en su momento. Asimismo el neoliberalismo. La sociedad híper capitalista es una sociedad que mira al frente. Por ello la irrupción de los fundamentalismos islámicos en el siglo XXI le ha propiciado una crisis de representación del progreso temporal. Han creado una sensación de la detención de la historia. Vivimos sobre una “modernidad fantasma” y en medio de esto la teología sigue escudriñando su lugar. La globalización y las redes comunicacionales buscan una totalidad holística que patologíza a los pueblos. Mitos nuevos han surgido: como el transhumanismo, o los alcances de la Inteligencia Artificial. “¡La ciencia médica salvará al mundo!”: se alega. Alargará la vida y curará cada vez más enfermedades. El sentido espiritual que proporcionaba la antigua epopeya de Gilgamés donde los Dioses daban la inmortalidad, hoy se ha convertido en el “Proyecto Gilgamés”, un sueño de la ciencia de eternizar la vida humana financiada por Silicon Valley. Ya no hay olímpicos que nos salven. El hombre se ha erigido en un reemplazo del Ser supremo, hasta puede crear genéticamente un individuo sin necesidad de lo sobrenatural, asimismo puede traer el Armagedón a través de su armas nucleares. De allí lo coyuntural de recuperar la dimensión simbólica de lo religioso.

El mito en diálogo con la filosofía

El mito es un prototipo que, sistematizado a partir del lenguaje de la metafísica, da nacimiento a la teología. No sabemos cuál fue el origen de la religión, es posible que fuera la consciencia de la muerte, pero sea como sea, sucedió en los hondos recovecos del pensamiento prerreflexivo que se valió de ritos para subyugar, cuando no protegerse de las fuerzas sagradas que conviven con las necesidades esenciales y existenciales. El agradecimiento y el sometimiento a esas fuerzas, así como su intento de manipulación mágica, dieron lugar al culto (símbolos, mitos y ritos) y, por supuesto, a un modelo de comportamiento ético. Ricœur dice que “los mitos son el primer intento de hermenéutica de los símbolos religiosos primarios que le confieren una interpretación temática como relatos y llevan a la gnosis” (Op. Cit.). Los mitos organizan al sujeto dándole las primeras maneras de cavilación. Sin embargo, la reflexión, entendida como una filosofía primera tiende a reemplazar y a desmitificar: habla de los mismos temas pero de manera comprensiva donándoles un realismo sobre los datos fenoménicos. ¿Qué consecuencias tiene la filosofía sobre la mitología? ¿No es su conjunción lo que habitualmente conocemos con el nombre de “teología”? Y si así fuese, ¿puede la teología asumirse como una filosofía y esta, a su vez, ser la causa de su posible derrota?

     La filosofía dentro de la cosmovisión cristiana fue tan necesaria como ambigua. El cristianismo primitivo unió tanto el lenguaje de la religión hebrea tardía (el pensamiento de Filón de Alejandría, por ejemplo) como el de la filosofía griega (estoicismo, neoplatonismo, aristotelismo). Pero tampoco fue que el cristianismo se presentase como religión filosófica, la utilización de los parámetros de especulación fue tan solo una relación contingente y, en cierta medida, inevitable. Deriva así, del lenguaje del mito y de la religión en medio de una cultura que utilizaba los alcances de dichas propuestas un tipo de “sistemática”; en otros términos, plantea introspectivamente el sentido discursivo de la mitología. Expuesto de otro modo, surge un tipo de consciencia de intercambio económico de pensar los mitos con un aditivo racional.  

El cristianismo en sus orígenes: La crucifixión de San Pedro (1601) de Caravaggio. Según la tradición cristiana, el apóstol Pedro fue ajusticiado en Roma durante la persecución de Nerón y, también según la tradición, fue crucificado cabeza abajo

    Si la filosofía expropió el lenguaje de mito, el mito, a su vez, se legitima apropiándose de dicha reflexión filosófica para su tradición religiosa creando así la teología. Ambos se emplean uno al otro: la filosofía descansa en el relato mítico para trascender sus universales inmanentes, ya que el mito proporciona un tipo de decir de la cual la filosofía carece, y el mito se sostiene en la filosofía para asegurarse un  discurso de verdad para el común de los mortales.  Solo a partir de que el hombre medita en sus creencias religiosas, las cuestiona o las defiende, analiza cierto grado de unidad entre sus distintas realidades que se presentan ante su experiencia.  

   Regresamos a lo que expusimos antes: el mito posee una paradoja  que interjuega entre lo concreto y lo trascendente. Lo concreto (por ejemplo, creer en la historicidad de Adán y Eva o en el diluvio universal o en los milagros fácticos relatados en la liberación de los hebreos en Egipto) son andamios demasiado débiles, por ello las ciencias actuales (arqueología, biología, geología física, etc.) los han probado “falsos” como acontecimientos de la realidad.  Ergo, lo trascendente del mito le otorga el plus de la plasticidad y la polisemia que es intrínseca del símbolo, lo cual lo hace vigente y necesario revelando una verdad profundamente espiritual que no dependa de ninguna prueba externa: en esta dimensión el mito es verdad.  

    Ahora bien, lo trascendente del mito puede ser insertado en la ontología filosófica concreta, más precisamente metafísica (la filosofía se define como aquello que se ocupa del conocimiento de los entes en cuanto entes, es decir, del ser, y de sus propiedades, de sus universales. Su sustancia y sus atributos. La filosofía en definitiva busca la totalidad, pero siempre dentro de campo de los posibles), donde el mito le concede a la razón los universales supranaturales que esta necesita dentro de fenómenos que se intercalan en la realidad espacio temporal y, a su vez, la ontología le otorga a la tradición religiosa el estatus de veracidad a dicha mitología dándole argumentos para-lógicos y colectivos. Por consiguiente, por esta dialéctica entre mito y razón un tipo de reflexión llamada “teología” aparece en la escena.  

    Estos universales que dona la filosofía se traducen en los mitos cultuales como “ideas”, “demiurgos”, “Logos”, “Tiamat”; el “nun”, “Indra”, “Zeus”, “Purusha”, etc. Y, a la vez, la filosofía, queriendo liberarse del mito presenta, como en el caso de los presocráticos, el “agua” o el “fuego” o el “aire”, etc. Los primeros sabios de la India prebudista se enfrentaron al mismo proceso. Los orientales más que hablar de los orígenes les importaba los fundamentos unitivos o las realidades últimas. Sea el “agua”, el “infinito”, el “aire” o el “fuego solar” pero estos elemento físicos eran indisociables de su carácter sagrado. La realidad del cosmos con el tiempo se convirtió dentro de los Upanisads en Brahman y la realidad última del ser se le conoció como atman. Doctrinas supervivientes en el budismo como la vacuidad o el nirvana.  

    Con este giro hacia el interior los orientales exploraron un aspecto que al cristianismo le fue ajeno (a no ser por algunos grupos gnósticos evidentemente con contactos con el Punyab mediante Babilonia), hablo de su cosmovisión no solo cósmica sino psicológica y existencial donde no parece haber disociación entre lo concreto y lo trascendente. La filo-teología india siempre buscó un paradigma de totalidad para sostener sus afirmaciones que, por otra parte, fueron en buena medida un tipo de búsqueda similar a la física teórica que hoy conocemos (relatividad, cuántica, o cuerdas). Esta legitimación casi experimental de los pensadores indios lo era principalmente para justificar creencias espirituales como el karma y el samsara. Leyes de inercia, atracción, expansión y de paradojas de tiempo ondulante. O con respecto al Sol. Era una deidad, pero a su vez era un cuerpo que tenía sus causas. O preguntas sobre la sustancia con la cual está formado el universo con sus cuerpos. Ese cosmos era una proyección de la conciencia de Brahman y el movimiento y sus causas eran las ondulaciones que se bamboleaban como si fuese la misma función del pensamiento errante de Dios. Las teorías sobre el origen del universo bien pueden ilustrase con los mitos del nacimiento del ente creador en su huevo  de oro. A pesar de esta diferencia no menor ente la manera de entender los mitos de Oriente y Occidente, ambos espectros legaron religiones cuyas teologías no solo traslaparon las fronteras, sino que permanecen en el tiempo hasta el día de hoy.

   Dicho esto, todas las religiones explican sus mitos a través de sistemas metafísicos y cosmológicos-cosmogónicos, sean cuales sean, así como finalistas catastróficos: esta manera de exposición es teológica. Por lo cual todas las religiones tienen teologías. La diferencia está en el urdido de la totalidad o la universalidad que les permiten extenderse en el curso de la historia. No todas las teologías han logrado traspasar los límites del tiempo y del espacio haciéndose religiones milenarias vivas. Muchas han desaparecido con sus adoradores como la religión babilónica, egipcia, griega, romana, maya, inca o azteca, etc. Sus símbolos arquetípicos han persistido, es cierto, aunque enmascarados. Otras han continuado hasta nuestros días como el cristianismo que, arrastró al judaísmo y, en menor medida al Islam, o las religiones de la India y del orbe del budismo. La razón no es que tuvieron mejor aplicación de la metafísica que otras, sino que las que han perdurado a lo largo del tiempo y han llegado hasta nuestros días son aquellas que se han valido de los “universales” y, en menor medida, han sido proselitistas. Pero al expandirse, al ser imperiales (aquí entraría en juego el arquetipo de la unión de la religión con la política, como el caso de Constantino en Grande, el rey Asoka, Mahoma o los gobernantes celestes de China o Japón), tuvieron la necesidad de expresar su fe, es decir, sus mitos, en términos metafísicos de totalidad. Por ello quizás varias de ellas han triunfado sobre el cruel paso temporal.  

    La diferencia entre la especulación india y la del cristianismo es que los orientales tenían muy poco apego por la temporalidad profana y por probar, más allá de la mente, sus doctrinas como auténticas. No así el judeocristianismo que sobre su armado metafísico, sea platónico o aristotélico, tuvo una lógica apologética y siguió manteniendo la idea de la historia lineal de salvación y el acontecimiento de la cruz con su convalidación de suceso fáctico real. Este fue su punto débil y en parte la razón de la crisis espiritual de la modernidad. El cristianismo en sus bases, tuvo a modo de un Caballo de Troya, su propia deconstrucción. Pero tengamos en cuenta que en Europa a partir del siglo XVII se enfrentó a acontecimientos liberales que no pasaron por ejemplo en la India, como la Revolución industrial, la mentalidad científica y su debilitamiento espiritual. En India, al no suceder lo antedicho mantuvo una continuidad filo-teológica perdida en Occidente.  

    Las estructuras universales reflexivas sobre el mito pueden decantar en una crítica violenta, como fue el caso de Jenófanes o de Nietzsche. Pero también exacerbado por las ciencias positivas. De ahí el discurso de Schopenhauer, del romanticismo así como el surgimiento para esa época de sectas orientales importadas y “sofías” de todo tipo y que continuaran hasta el día de hoy tratando de oxigenar el ahogo espiritual y de llenar el vacío que dejó la rotura que la ciencia le hizo al cristianismo. Varios se valen de los cambios de paradigmas cosmológicos de la Relatividad de Einstein o la teoría Cuántica de Pauli, Planck, Born, por citar algunos, para justificar ideas nuevaeristas a-cósmicas, vedantinas y budistas en consonancia con las teorías actuales. Carl Jung en su visión de la sincronicidad o Teilhard de Chardin y entelequia del “punto omega”. Recientemente Ken Wilber actualizando a la física teórica y las psicologías en boga con las ideas de Nagarjuna. Edgar Morin y Fritjof Capra y otros han sostenido esta interrelación “docetista” donde superponen unidades entre lo físico y espiritual, o entre lo natural y lo sobrenatural.  

   Es un buen intento, sin duda, que todavía hay que mirar con atención. Pero también parecieran regresar a esa teología precrítica que mezclaba lo concreto con lo trascendente y que en esta posible resurrección del pathos teológico es posible que tenga en el futuro el mismo destino que tuvo la teología posmoderna. La ciencia que decía legitimarla terminó por desgastarla y no está libre el paradigma holístico actual que en un próximo futuro le ocurra lo mismo.  Herida que ya difícilmente se cerrará. La New Age parece ser una consecuencia directa de lo antedicho que permanece bajo nuevas máscaras para-científicas. Una de ellas puede observarse en las teologías ecológicas, donde integra concepciones chamánicas originarias americanas y sostiene la idea de “los pobres de la tierra”, como buen heredero de la Teología de la liberación, Leonardo Boff es un cultor de dicha corriente actual.  

Leonardo Boff

    El lenguaje del mito habla de seres superiores que actúan en el mundo, por ello recurre a la filosofía; la metafísica busca los principios universales en todos los seres, pero de modo inmanente, por ello recurre a la trascendencia mítica. El mito así se transforma cuando se encuentra con la metafísica. La filosofía fue necesaria para el cristianismo, porque el discurso de Dios en este caso es de tipo universal. Primero Yahvé (el Ser) se convirtió en el único dentro del movimiento profético paleotestamentario, luego, después del exilio se convierte en un Deus otiosus que actuaba mediante ángeles, aunque sobrenaturales, sin estatus divino. Ahora bien, cuando ese Dios se hace hombre en la persona de Cristo, pasa a ser además de un Ser (categoría metafísica) una persona (categoría teológica), una sustancia “Una” con atributos particulares (Padre, Hijo y Espíritu santo). Esos atributos le permitieron leer a ese Dios Uno o Ser con diversas funciones, como por ejemplo, un Dios intemporal, que se encarna, es decir, se hace hombre y muere, un “Dios eterno” ahora en el tiempo. El Padre a su vez es Hijo. Tal paradoja no es racional, sino simbólica y tiene su relato en el mito del Dios que se engendra a sí mismo y renace en otra hipóstasis.  

   Pero para presentar esto al mundo debía tomarse el lenguaje de la filosofía, al menos para la población culta del mundo grecorromano, mientras que para la población inculta apegada a los mitos y los ritos de la fertilidad de la tierra, las figura de la madre virgen que da a luz y a través de esa sexualidad sagrada se permite el crecimiento de las cosechas, y por tal la vida, les fue funcional. Ba’al, en la para-lógica del mito cananeo engendraba hijos con doncellas humanas y estos (fruto, en realidad, de los ritos orgiásticos del equinoccio de primavera) eran dados en sacrificio redentor regresándolos al Dios. Esta ley de retorno estaba presente en los mitos osiríacos egipcios y en los persas en los cultos romanos a Mitra y el sacrifico del toro. La figura de Jesús, hijo de Dios, crucificado como un “cordero” que resucita para la Pascua (14 de Nisan o equinoccio estival) se acopló muy bien a la mentalidad sagrada.  

   En Filón “Dios es inmutable”, no es una nada sino un ser. Es bien. Junto a Dios hay otros seres que contribuyen a su esencia como la bondad y el poder. Con esto intuimos un tipo de trinidad. De Dios solo podemos saber que “es” perfecto y magnífico. Solo se presenta existente por necesidad y podemos así acceder a él por medio de la inteligencia humana. Por ello Filón propone la doctrina del Logos. Dios habla por el verbo, la palabra, medio creativo en el Génesis que le da un toque de racionalidad sobre la cosmogonía. En la teología menfita egipcia el Dios Ptha crea por su lengua. En suma: el Logos, el bien y la potencia forman un triángulo hipostático que corresponde a un solo Dios y alcanzar la sustancia como esencia definitiva del cosmos, esto es algo que se realiza por un ejercicio intelectual. La hipóstasis es la individuación de esa esencia de carácter divino. Dios es la “Idea” del universo antes de que este fuese creado y es el plan divino por la inteligencia del Logos (¿Demiurgo platónico?). Esa inteligencia humana para llegar a Dios lo hace por medio de la ataraxia o estado místico como ausencia de perturbación, similar al samadhi indio que dice llegar el que práctica yoga. Según el mismo Filón expone: “El alma ha sido colmada por la gracia, se llena inmediatamente de alegría, ríe y exulta; se halla presa de furor báquico, de tal manera que a muchos no iniciados puede parecer ebria, enloquecida y fuera de sí. En los poseídos de Dios no solo se excita y enfurece el alma, sino también se enrojece su cuerpo y se inflama, irrumpiendo hacia el exterior el sentimiento de alegría que los apasiona internamente, por lo cual, muchos insensatos, engañados, suponen ebrios a los hombres sabios”.  

     Vemos en este ejemplo sobre el pensamiento de Filón la necesidad de mantener el monoteísmo hebreo y, a su vez, de explicarlo en términos filosóficos, envuelto no solo en un campo teórico, sino además de praxis y donación mística, cosa que es muy abundante en el ideario del gnosticismo (lamentablemente el judaísmo medieval no desarrolló un pensamiento elaborado con categorías filosóficas a no ser el caso tardío de Maimónides, Moisés ben Ezrah y algún otro, pero con un gran blanco en el medio. El tratamiento del Talmud quedó siempre dentro del abordaje disquisitorio metafórico-concreto y la Cábala ha producido escasas obras que se puedan tachar de metafísicas). Asimismo en el neopitagorismo y neoplatonismo. Ideas como lo “Uno”, “movimiento”, “emanación”, “intelecto” y “causa”, entre otras cosas fue el intento de buscar una lenguaje metafísico para explicar el mito en su reflexión universal. Lo encontramos calcado en San Agustín y en el desarrollo de su fe y razón, en el escolasticismo de Juan Escoto Eriúgena, en San Anselmo, en Juan Duns Escoto, en San Buenaventura y llegando a su clímax máximo en Santo Tomas de Aquino. El Islam no estuvo ajeno en su temprana ilustración prontamente perdida con el pensamiento de Avicena, Al Farabi o Averroes, entre otros.  

Retrato de Santo Tomás de Aquilino realizado por el artista italiano Carlo Crivelli en 1476. National Gallery, Londres.

   Sin el recurso filosófico el cristianismo hubiese sido un culto más bien local y nunca se hubiese universalizado, hubiese sido un fenómeno antiguo hoy perdido, curiosidad de historiadores de la religión, pero nunca hubiera tenido la impronta abarcativa que tuvo ni su supervivencia hasta nuestros días. La crisis que la ciencia le causó a la teología fue tal que esta, al tener que reinventarse en los albores del siglo XX, sin la metafísica no hubiese logrado sobrevivir, adoptando nuevos elementos de la fenomenología, del existencialismo y de la sociología. Exponentes como Barth, Bultmann, Tillich, Chenu, De Lubac y Rahner, Gutiérrez o Alves entre muchos otros no hubiesen sido posibles. La teología cristiana, al igual que la figura mítico-histórica que se empeñó en defender, padecieron su Gólgota, su pathos, su crucifixión, su muerte aparente y su difícil resurrección.  

   La teología en la actualidad busca su identidad, debe intentar mantenerse en pie en la era digital, en medio de un siglo desacralizado donde la historia está en entredicho, donde el sujeto se volvió una incógnita y la filosofía metafísica ha quedado relegada a cerrados círculos académicos en la que solo los elegidos pueden acceder fugándose de los problemas complejos del mundo. La teología ha sido puesta en tela de juicio, sus acusadores han sido las ciencias, la filosofía y la mala comprensión de la mitología. Los nuevos paradigmas holísticos que unen acríticamente nuevamente ciencia y fe caen en el mismo error epistémico que llevó a la teología cristiana a su Calvario. Hay mucho trabajo por hacer para devolverle al mundo su encanto y ni aun así estaremos seguros que sirva de algo. Esto lo rescata notablemente el trabajo del teólogo Langdon Gilkey, del cual este ensayo está inspirado, al que siempre, me parece, sería bueno regresar.  

Bibliografía sugerida

Barua, B.: Historia de la filosofía india prebudista, Barcelona, 1981.

Eliade, M.: El mito del eterno retorno, Madrid, 2000.

Farre, L.: Filosofía de la religión, Buenos Aires, 1969.

Gilkey, L.: El futuro de la ciencia, Buenos Aires, 1979.

Gilson, E.: El espíritu de la filosofía medieval, Buenos Aires, 1952.


Huxley, J.: Religión sin revelación, Buenos Aires, 1967.

Pool, J.: La teología de Langdon Gilekey, USA, 2012.

Pikaza, X.: Dios y el tiempo, Madrid, 2014.

Rahner, K.: Investigaciones teológicas, Vol.1, Londres, 1961.

Ricœur, P.: La simbólica del mal, Nueva York, 1967.

Sevilla, H.: Espiritualidad filosófica, Barcelona, 2018.

Tillich, P.: Teología sistemática, Vol 1, Barcelona, 1072.

Wright, G & Fuller, R.: The Book of the Acts of God, Nueva York, 1957.

Langdon Brown Gilkey (Wikimedia)

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