Por Esteban Ierardo
El sol no está lejos. Quizá por eso no puedo escapar de las llamas. Y digo: no congelaré lo que queda de calor en mis hombros. Quiero la altura difícil. Siento el viento y las aguas profundas.
Y deambulo por las calles, entre los edificios y la indiferencia.
La magia del amanecer siempre está lejos. Las estrellas no hablan aquí; no es aquí la espuma del mar, ni los leopardos o la pasión veloz de los cometas.
Pero en la ciudad ardo. Y en una noche de bruma, me siento junto a una avenida y un tigre, un felino inventado por pinceles de la imaginación. Poso mis manos sobre sus rayas. Y recuerdo.
Extraño el galopar en las llanuras, o respirar el viento de los acantilados, que susurran una poesía secreta; extraño la mirada que perciba una hoja, el mar o la belleza de la mujer desnuda entre la luz y la niebla.
¿Por qué hemos perdido incluso la angustia por tanta pérdida?
En otros tiempos, no era tan grande lo perdido. Aun se veneraba el sol nuevo en el ocaso, la lluvia sobre los árboles y las raíces. Y me digo que la banalidad y la estupidez terminan con la muerte. Pero lo enigmático siempre sigue, y cubrirá las tumbas con nuevo follaje de la tierra.
Y junto al tigre puedo avanzar y escuchar lo perdido: el enigma, la belleza, lo inmenso.
Y traspaso los edificios de tecnologías sofisticadas, las paredes con muchos ornamentos y pantallas, las residencias de mucha apariencia y vacío. Allí, los adinerados aúllan y ostentan, pero gimen en secreto al recordar la muerte y el cansancio por tanto acumular.
Y traspaso las reuniones de las familias y las amistades. Aquí, se debe sonreír y fingir buenos deseos. Y, antes de salir por una ventana hacia algún bosque, veo a alguien abrumado por tanto fingir, mientras acomoda la máscara de su sonrisa. Anhela un cuerpo liberado de toda costumbre impuesta. No quiere sonreír. Quiere los caballos salvajes en las praderas
Si todo aquel que pierde su autenticidad arrojará azufre y oscuridad, el planeta sería la noche sin fin.
Y en los atardeceres, traspaso los cementerios, y corro y atravieso bibliotecas abandonadas, estatuas no veneradas de héroes y santos, las agencias donde se crean las publicidades mendaces.
Y concluyo la carrera. Aquí, en la ciudad, se olvida el espacio, misterioso, y no se lamenta esa pérdida.
Pero aun en las ciudades del chip, la IA y el robot, no desaparece el viejo aire, la materia sembrada de dioses, el hechizo del agua inexplicable, y aun dentro de la civilización dormida brota el abismo. El abismo, lo muy hondo, que también es un puente.
Y es preciso habitar ese puente. Se lo habita al saltar. Y en ese puente, el tigre avanza.
De nuevo.

