La necesidad del misterio 

Por Esteban Ierardo

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¿Por qué el misterio atrae, inquieta, fascina, e incita el deseo de que lo oculto se revele? Y misterio no es su reducción al mero concepto o a la cultura del entretenimiento.


 Lo misterioso es proceso plural, con muchas aristas capaces de atraer, de hechizar y llevar a la perplejidad, o solo un momento de distracción.
  Lo misterioso puede manifestarse como enigma de ultratumba, lo que nos espera en el momento de la muerte; o los «misterios criminales», la fascinación por saber quién es el criminal cuando éste sigue en las sombras (la existencia de un canal en cable dedicado solo a los crímenes es un ejemplo); o el crimen como misterio histórico (¿quiénes mataron a Kennedy?); o los misterios fundidos con el mito (¿existió la Atlántida?); o los misterios arqueológicos (¿Qué sentido tienen las líneas de Nazca, o cómo se construyeron las Pirámides?.  
  O los misterios de las cosas del cielo, el misterio ufológico: ¿realmente existen los objetos voladores no identificados, y la vida extraterrestre?, cuestión que, desde lo psicológico, interesó mucho a Jung, quien elaboró una investigación con un gran archivo al respecto (1); o, ¿Qué hay detrás de la supuesta mente extrasensorial, ajena a las neurociencias, de la parapsicología, la telepatía, la clarividencia, la videncia o precognición; y ¿es verdad o pura ilusión folklórica la de los supuestos aparecidos, fantasmas, demonios, vampiros? ¿Y las psicofonías y las voces casi inaudibles de los muertos? 
   Todos estos aspectos de una fenomenología de lo misterioso hablan del atractivo de lo no manifiesto, lo escondido, secreto, lo invisible. En su manifestación, el misterio puede excitar, elevar el ánimo, alimentar el deseo de descubrir lo oculto, o puede dar lugar solo al entretenimiento fugaz, o incluso al fraude.

Y la experiencia de lo misterioso siempre late en un horizonte histórico. La necesidad de lo misterioso se agiganta en los tiempos de la cultura moderna del desencantamiento del mundo, según la famosa expresión del sociólogo alemán Max Weber. Para la modernidad racional e instrumental, la realidad no tiene misterio, magia, poesía, hadas, duendes o demonios evadidos de algún infierno subterráneo. La realidad, de nuevo, debe ser trasparente, y lo que tiene de oscuro u oculto será tarde o temprano iluminado por la racionalidad científica e inquisitiva. 
  La realidad como la rutina administrada, previsible, sin asombro, de color desteñido; lo gris sin misterio. Lo rutinario como golpe de alienación, aburrimiento, hastío. La primera reacción compensatoria ante el tedio es el consumo de entretenimiento en la sociedad del espectáculo que, en una de sus variantes, estimula la avidez por lo misterioso.
 Frente al aburrimiento y la angustia en lo cotidiano, una forma seductora de evasión es refugiarse en lo misterioso y extraño. 
 Ya en la modernidad del siglo XVIII y XIX, este proceso se había activado ante el avance de la industrialización, de la ciencia materialista y la secularización. Desde entonces, muchos añoran las épocas en las que la fantasía y el misterio embrujaban la vida. El romanticismo se embelesaba con lo gótico medieval recuperado por una literatura de aparecidos y sonidos misteriosos en fríos castillos en noches tormentosas. Edgar Allan Poe concibió su casa Usher, rebosante de sutiles resonancias espirituales; o imaginó a Lady Ligeia que regresaba de los muertos; o Lovecraft veneró su universo de fuerzas míticas, susurros de criptas o los poderes de los Antiguos, los Primordiales, ahora retirados en el interior de la tierra o el fondo del mar y que, al liberarse, “el mundo entero ardería en un holocausto de libertad y éxtasis (2).  
 Pero en la lenta construcción de la sociedad de consumo y de los medios de comunicación a comienzos del siglo XX, el deseo de lo misterioso abrió un nuevo mercado. En un panorama en el que aún eran muy activas las sociedades de investigaciones psíquicas, la teosofía, y el espiritismo que seguía los pasos de Alan Kardec, se le agregó el Libro de los condenados (1919) del investigador de fenómenos inexplicables Charles Fort. Lo “forteano” recogía los hechos desechados por la ciencia ortodoxa. Fort recopiló 25000 fenómenos anómalos que oscilaban desde la lluvia de sapos, pasando por nieve negra y bolas de fuego, hasta ruedas de luz moviéndose en el mar, soles verdes o aguaceros de sangre. 
   Cuando llegaron los platillos volantes, la Guerra Fría y el temor a la destrucción nuclear, se buscó una salida en las estrellas. Apareció entonces George Adamski que aseguró, como otros, haber conseguido fotos de naves de otros mundos y de haber recibido mensajes de sus ocupantes, no pequeños y feos en este caso, sino imponentes alienígenas nórdicos. Con ellos, aseguró, voló a la Luna y numerosos planetas.  
  Y por su lado, el matrimonio Warren, otro exponente de la manipulación fraudulenta del misterio dentro de la cultura popular, alimentó la fascinación por las casas embrujadas que sirvió de atractivo negocio a Hollywood.
 Así, la seducción de lo misterioso puede derivar en escapismo, ilusión, fraude, y un tipo particular de negocio y mercado. 
  Pero verlo solo así sería desatender a la necesidad que palpita en el ser humano por romantizar su entorno, por espiritualizarlo por la imaginación, por darle a la vida una pátina de magia y misterio.

Y bajando a cuevas hondas, el fundamento de la psicología del misterio, la necesidad de encantamiento del mundo, brota, quizás, de una intuición arcaica, primaria, enterrada bajo un largo aprendizaje de pragmatismo y racionalismo. La intuición de que lo misterioso está desparramado en lo común, no en lo excepcional. En la presencia misma de las cosas.  En el generalizado misterio de la vida.  
  La vida es misterio, pero no como esta proposición «la vida es misterio», sino como fascinación y emoción ante este modo de ser de la realidad. En su mayor desnudez y profundidad, la experiencia del misterio es la del místico, por su modo de sentir, y no por impostura.

La intuición del misterio estaba menos corrompida en la época antigua y medieval. Pero a través de todos los tiempos, la sensibilidad mística, de un Meister Eckhardt en el Medioevo occidental por ejemplo, o de un Rumi en la Persia el siglo XIII, fue la apertura al misterio profundo de la existencia. Sin embargo, aun hoy, en la era digital y algorítmica, muchos experimentan, por lo general inconscientemente, la intuición del misterio que siempre arde aunque sea obliterada por un olvido cultural estructural. Obstrucción del común enigma de la vida de muchas caras; rostro que gesticula la pregunta filosófica de por qué es el ser y no la nada; o lo indecible e incompresible del mal; o el no saber sobre el destino del universo (¿todo terminará en la entropía, o todo se repetirá en un eterno retorno?). 
  La psicología del misterio no es solo mero antídoto ante el aburrimiento, o manipulación comercial del deseo de lo excepcional y misterioso. Para muchas sensibilidades, el misterio es una necesitad para percibir de forma reencantada las cosas, con una vehemencia romántica que se resiste a desaparecer.

Y el sustento de esta psicología es también la atracción de los puntos ciegos.  
 Los puntos ciegos son los que traen algo del recuerdo perdido del misterio común de las cosas. Por ejemplo: el origen de la materia, de nuestro cuerpo, de las energías físicas, del universo y los agujeros negros, de la materia oscura, e incluso del lenguaje; o la relación entre la mente y el cerebro. Todos estos son solo algunos ejemplos de puntos ciegos.  
 Y de instante a instante, lo menos percibido como misterio común es el tiempo. Tiempo que, para Borges, siguiendo a Bergson, se insinúa como la máxima perplejidad de la metafísica; ese tiempo que en la evocación inevitable de San Agustín, todos sabemos cómo se manifiesta en el reloj, en la sucesión de los días y las noches, en los años y las estaciones, por ejemplo; pero que cuando intentamos definir la esencia misma del tiempo no sabemos qué es.  
 Si la vida y el tiempo son expresión de un misterio común, lo misterioso no está reducido, entonces, solo a ciertos tópicos que sostiene el mercado del entretenimiento, sino que se desparrama en todo el espacio, en cada instante. El asombro poético es una forma de encuentro con ese misterio común que está presente en todo, pero que se manifiesta con especial intensidad o evidencia en lugares, colores, rasgos humanos o momentos del arte.  
  Borges así lo testimonia cuando escribe:  

 “No hay una sola cosa en el mundo que no sea misteriosa, pero ese misterio es más evidente en determinadas cosas que en otras. En el mar, en el color amarillo, en los ojos de los ancianos y en la música” (3). 

  Y lo seguro es que el misterio se pierde cuando es engullido por la cultura del entreteniendo, o cuando es reducido a puro concepto ajeno a la sensibilidad que experimenta la fuerza de todo lo escondido.
  
Citas 
(1) Ver su obra: Un mito moderno De cosas que se ven el cielo. Y dentro de los 77 millones de documentados clasificados como secretos por el gobierno de Estados Unidos, ¿realmente existe información clasificada que no se quiere compartir con otros países sobre naves de otros mundos y que se intenta replicar mediante tecnología inversa?.
(2) Ver H. P. Lovecraft, «El llamado de Cthulhu». Y también ensayo editado en esta página: El caos y el regreso. Lo arcaico y la desestabilización del sujeto en H. L. Lovecraft 
(3) J.L. Borges, “El templo de Poseidón” en Atlas, J. L. Borges, Obras completas, volumen 3, Emecé.

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