Durante mucho tiempo no fue pensado qué hay dentro del cuerpo. Primero era el mundo silencioso y escondido de las arterias, la sangre, los músculos, los órganos, los huesos; lo que se desnuda al ojo curioso, por ejemplo, en las audaces autopsias de Leonardo da Vinci, entre sus manos sanguinolentas, el temblor de las velas y las penumbras.

Luego Vesalio, en el siglo XVI, en su célebre De humani corporis fabrica, compila dibujos de los esqueletos secretos; la pintura La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, de 1632, de Rembrant, con su maestro médico que, con su escalpelo, enseña a sus discípulos los tejidos abiertos; y el cine de David Cronenberg, con su terror corporal que se patentiza en gesto horroroso.

  El adentro del cuerpo no es solo revelación orgánica, mirada médica, anatómica, científica, visible, medible, o el motivo de alguna expresión artística. El cuerpo es también lo que «carga», «padece», «arrastra» el propio mundo íntimo de sufrimiento, pensamientos, miedos, deseos, futuros, sueños; vida desesperadamente inmensa y silenciosa; esa vida que no percibes en las personas en sus cuerpos cuando pasan junto a ti en las olas de las calles, las costas de las veredas, los acantilados de los edificios, las bahías de plazas y campos deportivos, los desiertos de los aeropuertos, o las cavernas modernas de los metros.

Cuando pasa cada cuerpo de humano a tu lado en la ciudad, quizá, debieras presentir el dolor que perfora la sonrisa; el fuego y el miedo que no dan paz; los laberintos de soledad en las venas y la mente, ese fantasma o misterio en nosotros.

Y

cuando pasas,

te veo y sospecho

tus deseos imposibles, la niebla en tus ojos;

veo y sospecho, lo mismo que en mí,

el cielo que nunca nos bendecirá,

el peligro dentro de nuestro cuerpo, de no ser,

de no recordar la sal y la vida salvaje,

de no percibir, nunca,

nuestros mundos a cuestas.

Esteban Ierardo