Textos y fotos de Matías Wiszniewer

Una atractiva crónica sobre los famosos yacimientos arqueológicos en Atapuerca, localidad en la provincia de Burgos, en la comunidad autónoma de Castilla y León (España). Allí, arqueólogos y paleontólogos buscan «desentrañar las raíces del ser humano». Entre otros grandes descubrimientos, en Atapuerca se hallaron huesos de homínidos de más de un millón de años.
Luego, una visita a la ciudad de Burgos y a su importante Museo de la Evolución Humana. Todo esto nos propone Matías Wiszniewer, escritor, viajero e investigador, autor de la novela Invierno sueco sobre la vida de René Descartes.
– ¿Qué se proponen los arqueólogos y paleontólogos de Atapuerca? – Desentrañar las raíces del ser humano. Así se pregunta y se responde el narrador al comienzo de un documental que presenta las aventuras de los expertos que, cada verano, se sumergen en los laberintos sedimentarios de la Sierra, para dedicar luego, el resto del año, al análisis de los materiales encontrados en las excavaciones.
Al pasado más remoto
“El esplendor de Atapuerca será dentro de cien años”, me dijo el joven arqueólogo al terminar su introducción a la visita. Entendí entonces que los notables hallazgos que habían convertido a la Sierra de Atapuerca en uno de los sitios arqueológicos más importantes del mundo, no significaban más que un primer paso. Cuando llegué -algo retrasado- a la cita en el CAREX (Centro de Interpretación del sitio), el arqueólogo-anfitrión ya estaba “fabricando” una herramienta bifaz de sílex, para de inmediato pasar a reproducir la técnica de los primeros artistas de la humanidad: vertió cierto líquido terroso en una pequeña vasija, sumergió allí una cánula, y con una segunda cánula sopló sobre el confín superior de la que estaba en el líquido. Entonces, el aire lanzado sobre el borde del primer conducto generó un efecto de vacío en ese extremo, haciendo que el colorido brebaje emergiera, impulsado por el soplido del guía, rumbo a la mano que él mismo había apoyado en una pared de la cueva-facsímil en la que se hacía la demostración. Los asistentes pudimos así contemplar, en vivo y en directo, la creación de una “mano rupestre”. Visitamos después impecables reconstrucciones de lugares de culto y de enterramiento, practicamos lanzamiento de flechas y arrojamiento de lanzas, y nos cobijamos en una prehistórica choza, donde el arqueólogo procedió a generar fuego mediante fricción entre un listón de madera y una base lítica, y tuvimos así ante nuestros ojos el acontecimiento primordial de la historia de la cultura: fue hace unos 400.000 años que los hombres aprendieron a domesticar el fuego, a trazar mediante ese acto crucial la frontera –exclusivamente humana- entre lo crudo y lo cocido, a obtener luz en las tinieblas de la noche, y a reunirse alrededor de una hoguera para contarse historias, como aquellas que nos contaba ahora el arqueólogo a nosotros, como esta que yo cuento, a interlocutores (lectores) que ya no me rodean, y a la mayoría de los cuales quizás nunca llegaré a conocer.

El Complejo y sus yacimientos
Luego de la experiencia del fuego, un confortable autobús nos llevó desde el CAREX hasta “lo que se puede ver” de los yacimientos mismos. Un segundo arqueólogo-guía nos contó allí, apenas llegados, que los sitios a recorrer habían quedado a la vista a fines del siglo XIX, cuando una compañía inglesa decidió cercenar la Sierra de Atapuerca para instalar medio kilómetro de vías de un ferrocarril que transportaría carbón hacia el Cantábrico. En los paredones de 18 metros de altura que las obras dejaron expuestos, se revelaron vetas que habían estado ocultas durante cientos de miles de años. Pude observar las complejas estructuras de andamios y herramientas (que permitieron a los científicos realizar importantísimos hallazgos durante las últimas décadas), y cómo esos muros arcillosos fueron divididos en capas o niveles, donde cuanto más profundo es un estrato, mayor antigüedad tiene el hallazgo allí encontrado. En los albores de este siglo, en el yacimiento llamado “Sima del Elefante” (“sima” es una trinchera o gran pozo excavado), se descubrió algo que cambió para siempre la historia de la prehistoria europea: huesos de homínidos de más de un millón de años, mostraron que los primeros europeos habían llegado al continente muchísimo antes de lo que se creía hasta entonces.

Destino Burgos
“ESPAÑA SE CUECE EN UN HORNO DE TEMPERATURA CRECIENTE”. Así tituló el diario El País de Madrid aquella mañana de junio de 2017, en una de las primaveras más calurosas de los últimos cien años, cuando a bordo de un auto alquilado en el aeropuerto de Barajas, abandonaba yo semejante infierno rumbo a la España septentrional. Me había convocado la primera capital de Castilla con la historia que palpita en sus calles, y la posibilidad de adentrarme en aquellos misterios arqueológicos. Mientras atravesaba los ondulados verdes y los escarpados ocres del paisaje castellano, el calor sofocante de Madrid iba amainando. En unas pocas horas alcancé el hotel burgalés, enclavado en la piedra de una iglesia del siglo XV. Oscureció de golpe y comenzó un tronar apocalíptico. La tormenta que sobrevino cubrió la superficie de la ciudad, fundada en el año 884 como castillo cuando los ejércitos cristianos descendían desde las montañosas regiones septentrionales expulsando al invasor islámico. Eché mano a mi equipo anti agua y salí del hotel. La temperatura había bajado no menos de quince grados en pocos minutos. Crucé el río Arlanzón -que entre espléndidos jardines corta la ciudad en dos mitades-, mientras turistas y locales se refugiaban de la tempestad debajo del Arco de Santa María (puerta del 1200, cuando Burgos era ya un próspero centro de comerciantes de lana, punto clave del Camino de Santiago) y de cuanto techo encontraran a su paso, dejando las calles desiertas.
Hacia el callejón del Libro
La angosta Travesía del Mercado no era visible ni en los mapas impresos ni en Google Maps. Desde el mostrador de una farmacia que daba a la Plaza Mayor, una solidaria burgalesa me ayudó a encontrar el pasadizo. Llegué finalmente al anhelado Museo del Libro “Fabrique de Basilea”, y recorrí en sus tres plantas la fascinante historia de esos objetos que, con el nombre de “libro”, guardan la memoria de la civilización: desde tablillas sumerias de arcilla hasta “e-books”, pasando por papiros egipcios, manuscritos de
monjes medievales abarrotados de bellísimas figuras, rollos de la Torá y
del Corán, y varios productos de la imprenta inventada por Gutenberg.

Y a la mañana siguiente...
… volví a cruzar el Arlanzón, ahora bajo un sol tibio, hasta la Catedral del siglo XIII. Después alcancé el viejo puente de San Pablo y me topé con la imponente estatua del Cid Campeador (homenaje de Burgos al hijo predilecto, que en el crucial siglo XI, combatió tanto para reyes obedientes al papa como para visires enemigos). Dejé al Cid y crucé el río una vez más, regresando al sur de la ciudad. En el palacete renacentista que alberga al Museo de Burgos, pude contemplar los antecedentes prehistóricos, celtas, romanos, visigodos y medievales del bastión castellano. Y luego, a pocas cuadras, ingresé al enorme cubo vidriado.
El Museo de la Evolución Humana…
…(MEH por sus siglas), interactivo y multimedial, invita a viajar por los más diversos recodos de la prehistoria: con su profusión de explicaciones, maquetas, videos y gráficos sobre los descubrimientos de la cercana Sierra de Atapuerca, fue una preparación ineludible para la visita arqueológica, que haría esa misma tarde.
En el MEH supe que los primeros mamíferos surgieron en el Triásico, hace unos 200 millones de años, y que toda la zona de Atapuerca es, desde tiempos remotísimos, un gran reservorio de recursos acuíferos, animales, vegetales y líticos imprescindibles para la evolución humana. En el Cretácico, hace unos 90 millones de años, se depositaron allí las primeras calizas, y en el Terciario, iniciado hace 65 millones de años, choques de placas geológicas generaron las serranías que surcan la región. Pero fue en el Pleistoceno Inferior, desde hace unos 2 millones de años, cuando los ríos excavaron valles y se formaron las galerías en que se encuentran los yacimientos, y desde hace 1,3 millones que empezaron a llegar los primeros homínidos, provenientes de largas migraciones desde el norte de África y Medio Oriente, hasta al extremo occidental europeo. Hubo neandertales que vivieron en Atapuerca desde hace unos 130.000 años hasta hace unos 11.000 años, cuando sus últimas generaciones convivieron con las primeras colonias de una nueva especie: los homo sapiens. Los arqueólogos llaman Holoceno, finalmente, al período que se inicia, precisamente, hace unos 11.000 años, con el Neolítico y la domesticación de plantas y animales. Ya desde el siglo X de nuestra era se conocía la existencia de cuevas en Atapuerca, pero la ciencia de la “prehistoria” empieza en el XIX, y es allí, y a partir de la mencionada fractura debida a la traza de un ferrocarril, que se inician las investigaciones.

Cierre en la Sierra
Uno de los filones de la Sierra, la llamada “Sima de los Huesos”, es considerado actualmente el mayor yacimiento de fósiles humanos del mundo. Contiene unas tres decenas de esqueletos completos de ambos sexos y diferentes edades de muerte, que tienen unos 530.000 años de antigüedad y pertenecen a la especie Homo heidelbergensis, antepasada de los neandertales. Los arqueólogos creen que se trata de la primera acumulación intencional de cadáveres de la historia. En otra de las canteras, la “Cueva del Mirador”, se encontraron huesos de homo sapiens de entre 13.500 y 7.500 años atrás, y rastros de complejos sepulcrales de hace 5.000 años que indican casos de canibalismo: varios de los cadáveres presentan signos de descuartizamiento, y de haber sido hervidos y consumidos, y muchos cráneos aparecen cortados formando lo que en la jerga se ha dado en llamar “cráneos copa”. Finalmente, en la “Galería del Sílex” , descubierta en 1972, se halló una suerte de “santuario prehistórico” utilizado por seres del Neolítico y de la Edad del Bronce, con presencia de paneles de arte rupestre, deposición de restos humanos, objetos que indican la realización de diversos tipos de rituales y una distribución estratégica de hogueras y antorchas. En algunas profundidades de la Sierra, se ha detectado que caían y morían animales cuyos restos carecían de extremidades, las cuales aparecieron en otras cuevas. Esto llevó a los expertos a pensar que, debido al riesgo de toparse con depredadores mucho más fuertes, los homínidos nunca comían la carroña en el lugar donde la encontraban, sino que se llevaban el alimento a un sitio más seguro.
Lo que me pregunté en Atapuerca es lo que me pregunto cada vez que me enfrento a rastros de tan pretéritos antepasados: qué de sus sueños, temores y conflictos habitan en lo que somos hoy, y qué de todo aquello se perdió para siempre. Inmerso en tales cuestiones seguí hacia el Cantábrico, hacia ese último reducto norteño de los cristianos que resistieron la conquista del Islam, angosta franja de tierra que –junto a otras herencias- fue germen de la España que hoy conocemos; y hacia otra Cueva, la de Altamira, donde antiquísimos pintores nos legaron una de las primeras obras maestras de la humanidad.