Comentario de la novela de Fabián Soberón
Aquí, primero, comentario sobre la novela de Fabián Soberón, Mamá. Y luego tres momentos de dicha obra.
Mamá y la atracción de la infancia.
Por Esteban Ierardo
La infancia, el mundo familiar, el padre, la madre, pueden ser, muchas veces no, los primeros faros en el camino. Una tonalidad luminosa envuelve a la figura maternal en Mamá, de Fabián Soberón, escritor de libros de cuentos, novelas, y cinéfilo y practicante del cine documental que se nutre de personajes relevantes de la cultura de la provincia argentina de Tucumán.
Mamá fue reeditada en 2022, por la Fundación Federalismo y Libertad, en una edición bilingüe, luego de 10 años de una primera publicación de la obra que, en su última versión, cuenta con la traducción al inglés de David William Forster, importante hispanista norteamericano, destacado difusor de la literatura latinoamericana, y en particular de la Argentina, en universidades estadounidenses. Forster fue profesor en el área de Español y Estudios de Mujeres y Género en la Universidad de Arizona. Gran conocedor de la cultura argentina, partió en 2020.
Soberón asume el desafío de Richard Ford, escritor norteamericano del Misisipi, nacido en 1944, y autor de Mi madre (My mother, in Memory,1988). La escritura como frágil puente hacia el estanque de los recuerdos de infancia, sustancia de la memoria irrecuperable, o solo rescatable parcialmente, desde ecos, reflejos, huellas de lo que no regresará. De ahí la inquietud del autor: “¿Cómo contar la vida mi madre? Esta pregunta puede parecer impropia e insignificante. Pero no lo es. La pregunta asalta como un disparo estrepitoso aunque la historia que quiero contar tenga un dibujo imborrable y claro en mi memoria”.
Los recuerdos pueden ser imborrables pero manan de la infancia evocada en constante alejamiento y difuminación. La infancia se repliega en las canteras lejanas de lo irrepresentable; es decir de lo que no puede hacerse presente de nuevo. Por eso, la inteligencia del escritor sabe que la red que anhela volver a pescar la vida compartida con la madre no podrá trascender un límite irrebasable: “Esto no es una biografía. Es apenas, un conjunto incompleto y débil de recuerdos, recuerdos de recuerdos…”.
La conciencia de lo perdido: “Nadie puede regresar a la infancia. La infancia es la utopía perdida, el paraíso perdido”.
Mamá evoca la vida compartida del escritor con su madre, Soledad Rodríguez, nacida en San Miguel de Tucumán, en 1945. Año del fin de la segunda guerra mundial y de la filmación de Roma, ciudad abierta, de Fellini. Por eso “la guerra, mi madre e Italia, están unidas”.
La escritura de la evocación gira en derredor de la madre, dadora de vida. Pero también el padre es sendero hacia lo pasado fuertemente vivido, y a lo que es poéticamente recreado. El padre y una característica real de su personaje en el mundo: era “utopista, un socialista utópico, uno de esos que se quedaron el siglo XIX…imbuido del sueño de “la necesidad de la anarquía» ”.
El padre, como la madre, no es motivo de remembranza biográfica, sino de proceso simbólico. El padre encarna lo utópico que, en su propio concepto, suda lo imposible, lo irrealizable. El padre con la utopía en las manos contribuye al modelado de la arcilla de un mundo que quiere estallar hacia lo mejor, y que despierta la ensoñación y la nostalgia romántica por un tiempo pasado que no renacerá como las hojas tocadas por la alegría primaveral
El autor recuerda que Camus afirma que el suicidio es el verdadero problema filosófico. Entonces, “si esto es cierto, en mi familia no hay problemas filosóficos”, dado que “en la familia de mi madre no hubo suicidas”. La aparente ausencia de inquietudes filosóficas en torno al faro maternal, no inhibe el filosofar agazapado en la propia novela. Que no solo evoca, también trae a colación a pensadores, como puntadas filosóficas dispersas pero enérgicas.
Remisión a los filósofos como parte del propio tallado literario de los recuerdos.
Por ejemplo, una jornada de estudio dedicada a los cínicos antiguos acerca al autor a la nobleza de una austeridad abrazada con pasión, y eso despierta el pensamiento sobre “…la vida bella y harapienta de Diógenes el cínico”. Y la memoria sobre “la recargada devoción religiosa” de la madre, libera como respuesta, una voluntaria duda sobre la existencia de Dios.
Epicuro, uno de los pensadores de la filosofía helenística de la Grecia posclásica, intentó razonar para apaciguar la angustia y dolor ante el hecho indestructible de la muerte. Epicuro afirmaba que “cuando nosotros estamos, la muerte no está y cuando la muerte está, nosotros no estamos”. Pero esos bálsamos del razonamiento se revelan torpes, artificiales, cuando llega la noticia de la muerte de una tía.
En una ocasión, la madre es agasajada con un viaje a San Francisco, Estado Unidos. Ante lo monumental del famoso puente que se alza sobre una ancha bahía, al pasear en sus cercanías, la madre “sintió la experiencia de lo sublime. Kant hubiera estado de acuerdo”. El Kant juvenil, romántico, que encontraba en lo sublime una experiencia emocional superlativa provocada por lo inmenso y lo majestuoso, lo que rompe los límites de la pequeñez o la medianía.
Y el regreso a la infancia precedida por la madre, supone ya la aludida regresión a la arena siempre dispersada por un fuerte viento; pero también es la aceptación, en algún momento, de la finitud, de la muerte que, con paso inevitable, llegará con sus dagas para alcanzar a la madre, al hijo, a todo ser vivo. Ante esto, la memoria filosófica brota de nuevo, en este caso desde la evocación de Unamuno:
“Recuerdo las palabras de Miguel de Unamuno, la inmortalidad está en el recuerdo de los otros. Ser inmortal es permanecer en el recuerdo de los otros”.
El deseo de lo inmortal, más allá de la estrategia literaria, es gemido desesperado. La inmortalidad es consternación o quimera. El filósofo Emil Cioran, por su lado, solo se lamentaba de no haber vivido en el pasado romano, se recuerda en Mamá. Por su parte, el autor reclama otro bien. Se conformaría con “que al menos una línea de mis cuentos y novelas no sea olvidada del todo. Mi escritura es, de alguna forma, una lucha empecinada y vana contra el olvido”.
Ese quizá sea el secreto deseo de toda literatura. La letra en Mamá, y en toda agitación literaria y en todo esfuerzo del pensamiento escrito, es parte de ese silencioso combate con el olvido.
Pero lo que no es motivo de fricción, sino de placer, es la magia literaria en Mamá que resucita algo de lo perdido; la letra escrita que devuelve al presente algo del anillo que se ajustaba en algún dedo del ayer, cuando se respiraba todo con la primera energía de la infancia.
Tres momentos de la novela Mamá

1
La calle estaba desierta. Eran las seis de la mañana. Llovía intermitentemente. Mi abuelo se levantó ese día más temprano que de costumbre. Tenía una cita pendiente. Lo esperaban, ansiosos y eufóricos, los empleados del ferrocarril. Se encontraron en una calle del centro de Güemes, en Salta.
Caminaron todos juntos. Arrancaron las ramas secas de los naranjos y ensuciaron las calles con panfletos inflados de letras insultantes. Pintaron las consignas que repetían desde hacía meses en contra del gobierno y juntaron firmas entre los que caminaban hacia sus trabajos.
A las ocho improvisaron un palco con unas tablas que habían traído de la estación de ferrocarril. Mi abuelo se paró en las maderas resbalosas. Tenía en sus manos blancas y rosadas –porque mi abuelo era un gringo, decían los empleados del ferrocarril– un papel con unas cuantas palabras improvisadas.
En la escuelita del pueblo salteño, los niños cruzaban, en silencio, el patio. Con las chuletas y los aritos de siempre, mi mamá iba entre las niñas de la escuelita. Por la radio habían anunciado que había fallecido la jefa espiritual de la nación. Mi mamá no entendía nada.
Mi abuelo ya había salido para la cita con los empleados del ferrocarril. Las maestras se acercaron a las niñas y les colocaron una cinta negra en el brazo derecho. Una maestra rubia, con el rodete fijo, a la moda oficial, se acercó a mi mamá y le colocó la angosta cinta negra en el brazo.
Mi abuelo era el delegado del gremio del ferrocarril. Los empleados lo habían elegido por unanimidad. Había sido perseguido por los peronistas y había gritado, en vano, en muchas otras oportunidades frente a los que no lo escuchaban.
Se paró en las maderas resbalosas y húmedas. Tragó saliva. Dijo algunas frases y recibió el aplauso caluroso de sus compañeros.
Mi abuelo era un hombre de pocas palabras. Generalmente escuchaba. Cada vez que hablaba lo hacía para acabar con el contrincante. Mientras el otro improvisaba los clichés del discurso oficial, su cara, que ya era blanca y rosada, se iba poniendo de un color rosado oscuro, casi violáceo, hasta llegar al rojo. Los ojos le brillaban como dos linternas en la noche negra y al final, después de que la saliva se dispersaba a través de los labios enemigos, su boca lanzaba ese conjunto de sílabas que parecían un proyectil preparado durante años.
El grito estridente de una trompeta inundó el patio ajedrezado de la escuelita. La directora pidió un minuto de silencio. Sólo el canto de un pájaro interrumpió el gesto obediente de todas las escuelas del país. Algunas risas inocentes revolotearon en el aire. Una de esas risas era la de mi mamá. Ella le pellizcó la cara a la compañera y ésta le hizo cosquillas en el brazo. Mi mamá se rió y se tapó la boca. Pero no fue suficiente. El sonido agudo de la risa sobrepasó la mano que había puesto mi mamá y se dispersó en el patio lúgubre de la mañana. La maestra con el rodete rubio se acercó a mi mamá y le dio un coscorrón.
Mientras mi abuelo decía su discurso, un hombre se subió al palco mojado y le dijo unas sordas palabras en el oído. Sorpresivamente, mi abuelo interrumpió lo que estaba diciendo, miró a todos los asistentes y gritó con todas las ganas del mundo: ¡ha muerto Evita! Inmediatamente, todos los obreros festejaron. Mi abuelo tiró el papel con las escasas palabras, bajó el brazo, entresacó el revólver guardado en el pantalón e hizo un tiro que se estremeció en el vacío. Luego dijo:
-Viva la patria.
La niña que era mi mamá lanzó, en el patio ajedrezado, un grito de dolor. Aunque el coscorrón no había sido para tanto, su voz atravesó los oídos de las maestras. Guiada menos por el dolor que por el capricho, gritó como si el pellizco hubiera sido un corte en la oreja.
El tiro en el palco se perdió en el cielo nuboso. Nadie sospechó ese día que el tiro de mi abuelo coincidió, en el instante preciso, con el grito de mi mamá en el patio de la escuelita del pueblo de Salta.
2
¿Cómo contar la vida de mi madre? Esta pregunta puede parecer impropia o insignificante. Pero no lo es. La pregunta asalta como un disparo estrepitoso aunque la historia que quiero contar tenga un dibujo imborrable y claro en mi memoria.
¿Hay un inicio? Si lo hay está ubicado en la calle Güemes, de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Y Güemes, el héroe de Salta y de la película La guerra gaucha, no sólo fue una calle de Tucumán sino también un pueblo importante para mí ya que mi madre vivió allí –en Salta– una parte de su infancia. Mi madre vivió sus primeros días en la calle Güemes y luego vivió unos años en el pueblo de Salta cuando mi abuelo fue trasladado a las oficinas de ese pueblo, perseguido por los peronistas y las amenazas inútiles.
Mi madre se llama Soledad Rodríguez y nació en San Miguel de Tucumán en 1945. Ese año es el fin de la segunda guerra y es también el año de filmación de Roma ciudad abierta. La guerra, mi madre e Italia están unidas. Creo que mi madre tuvo una madre que podría ser el personaje de la película de Roberto Rosellini. Estoy seguro de que mi abuela no vio la película italiana. Es curioso que mi madre tampoco la haya visto. Es curioso que la vida de una persona se parezca tanto a algo que no conoce y que no conocerá.
Yo no conocí a mi abuela. Ella murió antes de que yo naciera. Mi abuela materna nació en Tucumán y era de un origen muy humilde. Antes de conocer a mi abuelo Juan, se casó muy joven y se separó muy joven, también. Siempre fue un hecho humillante que mi abuelo se casara con una mujer que ya había tenido un marido. No sé qué habrá pensado mi abuelo sobre esto. Nunca se lo pregunté. Pero estoy convencido de que por esos años no era frecuente que un hombre aceptara una mujer con ese extraño antecedente.
Mi abuelo nació en una cuna cuidada y refinada que decidió abandonar al poco tiempo: nació en el seno de una familia aristocrática y desde muy temprano se enfrentó a ese origen ideológico e intelectual. El padre de mi abuelo era un señor orondo que fue corresponsal del diario La Nación. Yo aún conservo un libro enorme y pesado con los ejemplares que contienen notas o colaboraciones de mi bisabuelo. Siempre pensé que mi tímido destino de escritor se esconde en alguna carta de mi bisabuelo para La Nación. Aún hoy creo que mi bisabuelo es el secreto y lejano antecedente de mi obtuso deseo de dejar en el papel unas cuantas palabras que aspiren a escapar al olvido. ¿Hay otra búsqueda que tenga la literatura?
Mi abuelo Juan Rodríguez fue un hombre duro y responsable, un vanguardista culto, un autodidacta inclasificable. Nació en el seno de una familia aristocrática y socialista, una especie de débil paradoja que me enorgullece. ¿Cómo hizo mi abuelo para casarse con una mujer sencilla, rosada y casi analfabeta? ¿Qué lo cautivó de mi desconocida abuela? No puedo responder a estas preguntas así como no puedo responder a los dilemas metafísicos propuestos por Kant.
De ese matrimonio mixto y paradojal nació mi madre. Y ella fue la única hija que tuvieron. Quizás por eso fue una niña caprichosa y mimada. Estudió en una escuela estatal, cerca de su casa, llamada Liceo Nacional de Señoritas. Mi mamá se subía a una bicicleta Brodensen para llegar al establecimiento y paseaba entre los lapachos del parque Avellaneda cuando salía. Escuchaba el sonido de los tacos de los caballos en los recientes adoquines y miraba cómo las flores dibujaban nubes de hojas en el polvo de la plaza. ¿Cuántas veces habrá subido en la bicicleta negra? ¿Qué imágenes conserva mi madre de esos viajes repetidos? Siempre he pensado que hay intervalos de la vida que están destinados al olvido. Y las causas de esa situación son imposibles de evaluar. ¿Por qué a veces guardamos ciertos episodios nimios y entregamos recuerdos insoslayables a la máquina imparable del olvido? ¿Por qué la caja traicionera de la memoria recupera unos y no otros?
3
Qué es la infancia, me pregunto sentado frente a los árboles helados y raquíticos del jardín de la madurez. ¿Dónde se va cuando uno es grande?
Mi mamá adora Salta. No sé qué imagen tiene de esa ciudad. Sólo ella lo sabe. Seguro que recuerda sus calles, las veredas amarillas, la iglesia barroca, la plaza llena de gente.
La veo sentada, de niña, en un banco pintado de recuerdos junto a su madre, incognoscible, ida en el pasado. Mi mamá tiene el rostro limpio, la alegría irrecuperable, la tristeza pequeña y tremenda. Empuja un carrito y le tira maíz a las palomas inquietas y voraces.
Mi mamá adora Salta porque ahí, en algún lugar indefinido, está su infancia. En algún rincón perdido, irrecuperable, está la infancia.
Nadie puede regresar a la infancia. La infancia es la utopía perdida, el paraíso perdido.
La infancia se parece a una calle por la que pasé y que ahora no está, a una vereda en la que me detuve y que ahora está borrada, a un árbol que me dio cobijo y que ahora es una sombra de ramas, a una cara que alguna vez miré y que ahora no encuentro.