El molino y la cruz

La pintura reinventada por el cine.

Por Esteban Ierardo

Camino al Calvario (1564) es un óleo sobre panel del artista holandés del Renacimiento Pieter Bruegel el Viejo (h.1526/1530-1569), en el Museo de Historia del Arte de Viena. En esta pintura se inspiró Lech Majewski en su película El molino y la cruz  (2012).

I

A veces el cine es encuentro de muchas artes. El molino y la cruz es ejemplo de una coincidencia artística múltiple: pintura, historia, teatro, cine. Pero sin duda, la conexión pintura y narración cinematográfica es central en este particular film.

 Un artista polaco, Lech Majewski (n.1953 ), hace que una pintura del Renacimiento flamenco se abra a su reinvención inesperada en su película El molino y la cruz.

El molino y la cruz no es una historia, sino un proceso interno de construcción de una pintura. El cuadro inspirador es Camino del calvario de Pieter Brueghel el Viejo, de 1564 (1). La pintura no es solo lo que se ve, lo desplegado sobre un lienzo para impactar en la retina. Es mucho más: El molino y la cruz contiene una tesis subterránea sobre la naturaleza de la imagen. Lo que el ojo captura de una vez en el lienzo pictórico como el de Brueghel o de cualquier otro (incluso en una pintura abstracta o monocroma) es efecto de un lento proceso de relaciones y determinaciones, mediaciones, condiciones de posibilidad. Detrás de El molino y la cruz se agazapa, a nuestro entender, Hegel, el pensador que afirmó que nada es de forma aislada ni de una existencia inmediata.

Por eso, Majewski explora el proceso de la mirada de Brueghel el Viejo dentro de la pintura Camino al Calvario , coronado con un molino, fantástico y simbólico a la vez, cuyas inmensas aspas semejan un cruz girando sobre una montaña. Brueghel el Viejo pinta una convivencia multitudinaria de personas, figuras y símbolos. Y Lech Majewski filma ese proceso múltiple en una sola pintura: la presencia simultánea de los soldados feroces renovando la dominación española en Flandes, los ritmos de la vida campesina atravesados por la violencia política de España, pero también religiosa, como el terror sobre los herejes, el apoyo del poder al cristianismo triunfante, la recreación de la historia bíblica y sagrada de María y el calvario de Cristo.

 Pero mientras que en Hegel, pensador de los procesos y las mediaciones dialécticas, la filosofía es la que comprende y explica la coexistencia de lo diverso en una sola realidad, en la dinámica de la pintura-cine de Brueghel-Majewski la conciencia que comprende es la del artista. El artista es el que observa el proceso en cuyo devenir los distintos tipos humanos se unen en la realidad común del cuadro.

 El artista, el propio Brueghel el Viejo (interpretado por Rutger Hauer), es quien se introduce dentro de la tridimensionalidad del cuadro para recrear lo que pinta no solo desde lo que ve el ojo, sino desde una compresión filosófica paralela. En su actitud inquisitiva y curiosa, al artista lo acompaña y estimula su mecenas, el coleccionista de arte Nicholas Jonghelinck (protagonizado por Michael York). Todo lo que Brueghel pinta en el cuadro está unido en un instante inmóvil, pero esto es posible por un previo proceso en el tiempo, por los distintos hilos de una telaraña que se irradia desde un centro que mantiene todo unido.

 En el centro desde el que todo se despliega y une está el artista que observa y comprende. Pero esa es una centralidad primera, inicial, porque el centro superior y definitivo es el molino sobre la montaña que, desde su altura, domina toda la pintura reabierta por el film.

 Y ese centro es la expresión simbólica de dios.

 Un dios molinero.

II.

  La presencia campesina en la obra de Brueghel es la valorización del pueblo llano. Lo rural como brújula hacia un sentimiento religioso de la vida. La cultura campesina como manifestación de una cosmovisión, en este caso cristiana, que une el cosmos, la tierra y la existencia humana con una rotunda necesidad de redención.

 El protagonismo campesino es un aspecto crucial de la obra de Brueghel. Mucho antes que El ángelus, o Las espigadoras de Millet, en los lienzos de Brueghel el campesino llena sus pulmones con aire noble. Grandeza inédita del humilde. En la pintura medieval no únicamente el campesino, sino el hombre sin más, solo es decorado o margen en la iconografía religiosa. Lo importante es la devoción de lo sagrado cristiano, expresado por la vida de los santos, la Virgen y el itinerario místico de Cristo. El hombre caído es sombra y ausencia. En lo medieval, la luz del cielo y sus mensajeros bíblicos gobiernan el espacio pictórico. Solo con Jan van Eyck, antecedente flamenco de Brueghel, en el siglo XV, gradualmente el hombre adquiere presencia en la imagen religiosa, en un insólito plano de igualdad respecto a la Madre de Dios, como en La Virgen del canciller Rolin (1435). Ya antes, Giotto hizo que las huellas amorosas de Francisco de Asís y sus discípulos se acerquen al primer plano (como en la representación de la vida de San Francisco en la Abadía de Asís (1296)).

 Con Brueghel el hombre pleno se encarna en el campesino. Su grandeza rústica hipnotiza al pintor. La vida campesina es la naturaleza humana que, emergiendo de la edad media violenta, empieza a rasgar las puertas del Renacimiento. Brueghel se viste de campesino, comparte su vida, observa sus fiestas y desvelos. Una suerte de pintor antropólogo de la vida rural que, como los románticos del siglo XIX, no es ajeno a la cultura fuera de las grandes ciudades. De hecho, pertenece a la elite cultural y urbana de su tiempo.

 Es muy poco lo que se sabe a ciencia cierta de la biografía de Brueghel el Viejo. Él fue el fundador de una dinastía artística, como la de los Bach o los Scarlatti.

 Se cree que nació cerca de Breda, Brabante, en el sur de los Países Bajos, entre 1525 y 1530. En el comienzo de su aventura artística es muy gravitante la pintura delirante y variopinta de Hieronymous Bosch, o El Bosco (1450-1516). De esa admiración de las pinturas embrujadas por multitudes de seres, principalmente fantásticos, como en El juicio final del Bosco, nace quizá el afecto de Brueghel por la representación de muchedumbres, como en El camino del calvario. Pero Brueghel trascendió en mucho sus límites geográficos de nacimiento. No permaneció toda su vida en su lugar natal como el Bosco, sino que viajó a Roma en 1550, en la que ya el manierismo comenzaba a dominar el gusto.  

 Vasari, el gran biógrafo de los pintores, y él mismo pintor, puso su atención en él y lo llamó el “piccolo e nuovo Michelangelo”. Escudriñó con ojo asombrado y meticuloso los Alpes en el norte italiano. Allí empezó su amor por el nuevo género del paisaje. Fue uno de los iniciadores de este tipo de pintura en el albor de la modernidad.

A su vuelta se radicó en Amberes. Pintó temas religiosos, pero trasladados a la naturaleza campestre. Del antes mencionado Bosch, además del gusto por la profusión de formas representadas, heredó el pathos por las atmósferas trágicas, ebrias de una misteriosa poesía (como por ejemplo Cazadores en la nieve (1565)). Algo del espíritu profético y apocalíptico de su tiempo (el de los grabados del Apocalipsis Durero) impregna su pincel. Pero la influencia de sus antecesores y su medio histórico se resuelven siempre en la originalidad de su pintura, casi tan difícil de clasificar como la del genio del Bosco.

III

  El Camino al calvario de Brueghel es la obligada concesión a la iconográfica cristiana.

 En la edad antigua y medieval la mente del artista se auto-percibe como artífice, como recreador de un corpus previo de imágenes estandarizadas para la glorificación del Señor. La representación de la creación del mundo, la belleza celestial o la tragedia de la caída solo podían expresarse a través de un lenguaje previo de símbolos. Pero el corpus visual en el siglo XVI se amplío. El retorno del paganismo polinizó nuevas flores por el arte del desnudo, la armonía y la perspectiva. Sin embargo, el siglo XVI, o el barroco siglo XVII, siguieron bebiendo del cáliz figurativo del mundo cristiano por real devoción en algunas casos; o por encargo de los contratantes en otros; o por imposición paradigmática de la época.

 Por eso, en la elección del tema para la pintura que sorprende a Majewski, no hay novedad. La originalidad está en el modus operandi de la representación. La imagen religiosa degastada en los países mediterráneos se vitaliza en los Países Bajos (como luego lo hará Caravaggio en Italia). En lugar de la clásica composición de unas pocas personas acompañando el Vía Crucis,  Brueghel, fiel a su pasión bosquiana por las multitudes, le adicionó alrededor de 500 figuras -campesinos, mercaderes, soldados-, partícipes directos o indirectos del camino al Gólgota. Como en el Bosco, la saturación figurativa en lo pequeño hace que la naturaleza no sea solo escenario secundario que contiene la vida, sino realidad numinosa, fecundidad simbólica, presencia intensa (2). Eso que expresa, por ejemplo, Los proverbios flamencos (1559), La boda campesina (1569), o más especialmente Caída de los ángeles (1562), o El triunfo de la muerte (1562).

 En el Camino del calvario, Brueghel renueva la representación tradicional del Vía Crucis por la multitud que lo acompaña, pero inmersas en sus actividades cotidianas, no como partícipes de la procesión. La Virgen María (representada por Charlotte Rampling) introduce el dolor del reiterado sufrimiento del Hijo de Dios hacia la crucifixión.

 Y además la iconografía tradicional del calvario se enriquece en Brueghel por la creación simbólica, por la introducción del molino, con sus astas que semejan una cruz. El molino que domina la flagelación de un dios humano.

IV


 Brueghel el Viejo fue contemporáneo de la dominación española de la monarquía de los Habsburgo, en lo que se llamó los Países Bajos Españoles (o también Países Bajos de los Habsburgo), integrados por los territorios de los actuales países de los Países Bajos, Luxemburgo y ante todo Bélgica (Flandes), directamente regida por un gobernador nombrado por el monarca español.

 En 1529, el emperador Carlos V convino la Paz de Cambrai con el rey de Francia Francisco I. El monarca galo renunció a la soberanía sobre los condados de Flandes y Artois. En 1549 por una Pragmática Sanción real los territorios de los Países Bajos constituyeron una entidad territorial indivisible, las Diecisiete Provincias, bajo la férula del monarca Habsburgo como Señor de los Países Bajos: Heer der Nederlanden. Pero la dominación española efectiva de estas provincias suele situarse en 1555, cuando el emperador Carlos V, en tanto duque de Borgoña, cedió los Países Bajos a su hijo Felipe, el futuro Felipe II luego de recibir la corona tras la abdicación de su padre en 1556.

 En 1568 comenzó la rebelión en los Países Bajos, que daría lugar a la Guerra de los Ochenta años. En 1581 los Países Bajos declararían su independencia. Las causas de la insubordinación fueron múltiples: aumento de los precios de los alimentos y de los impuestos, prohibición de la libertad de culto, implantación de la Inquisición… Los Países Bajos aspiraban a un gran desarrollo económico por el comercio marítimo, por su importante flota mercantil y su armada. La necesidad de la libertad de comercio colisionó bruscamente con el monopolio económico de la monarquía española.

  Además, el culto protestante calvinista tenía una difusión cada vez mayor. Y esto preocupaba a Felipe II, monarca católico. De ahí las persecuciones intensificadas contra los herejes seguidores de Calvino. El famoso Concilio de Trento en el siglo XVI, órgano de la Contrarreforma católica, reforzó el celo inquisitorial por la ortodoxia.

 Las causas políticas, económicas y religiosas se unieron finalmente en un dispositivo incendiario. Las primeras batallas entre las fuerzas rebeldes y las españolas derivaron en estrepitosos fracasos para las primeras. Los tercios españoles, célebres por su espíritu combativo y gran experiencia, explicaban suficientemente esas derrotas. Y los tercios también generaron otra causa de la rebelión por sus saqueos criminales de pueblos y ciudades al cobrarse por sí mismos la paga que las quiebras de la Real Hacienda Real no podía darles.  

 La rebelión se dio en llamar la Guerra de los ochenta años, y concluyó tras numerosos acontecimientos de armas y horrores sociales el 30 de enero de 1648, por el Tratado de Munster. España reconoció la total independencia de la República de las Provincias Unidas. A partir de entonces, los que fueron los Países Bajos españoles se aliaron con su antiguo dueño para frenar la política expansionista del rey de Francia Luis XIV.

 Brueghel el Viejo atravesó ese periodo de convulsiones e intolerancia religiosa. Época del cielo salpicado por la furia del rey español y la cruz.  

 Esa realidad histórica explica que en Camino del calvario, la multitud campesina sea envuelta y atravesada por los jinetes rojos, mercenarios que imponen brutalmente la autoridad del Rey y del Dios que es uno y tres. La ausencia de libertad religiosa  desencadena la persecución de una joven pareja campesina calvinista. El joven es amarrado a una rueda emplazada luego en lo alto de un poste. Los cuervos tendrán después su festín con el cadáver. Luego, en medio del horror y la persecución, una mujer es enterrada viva.

 El arte flamenco del Renacimiento buscó celebrar al hombre y la naturaleza. Pero lo hizo en un clima social en el que la violencia medieval continuaba con su desquicio furibundo. Al poder del rey y la cruz católica se apelaba como excusas para clavar una supuesta única verdad en los corazones.

V

 Es famoso el dicho de Marx en El dieciocho brumario en cuanto a que en la historia primero es la tragedia y luego su repetición como comedia. En el devenir del cine habría que invertir los términos: primero es la traducción bufonesca, la comedia del tiempo de la lucha flamenca contra los españoles; y luego llegaría la versión trágica de Brueghel y Majewski. En el primer término, la interpretación burlesca es la de La kermesse heroica, la comedia francesa del director belga Jacques Feyder de 1935, que satiriza la guerra, el valor y el honor en el Flandes del siglo XVI.

 Un sereno pueblo flamenco, Boom, es ocupado por los tercios españoles en el tiempo de la hegemonía hispánica. Los hombres del pueblo se acobardan, y las mujeres optan por contener el peligro español con la cordialidad, con un gran agasajo de los ejércitos católicos y de su jefe.

La kermesse (del neerlandés kerkmis) es el nombre de fiestas, barriales o de vecindario, que integran juegos infantiles y de destreza, números artísticos y abundancia de comida y bebida. La Kermesse heroica busca suavizar a las violentas huestes españolas no a través de la lucha bélica, sino por las cargas de infantería del placer de la comida y el vino. Una forma de vencer una resistencia por lo lúdico y hedónico como, desde otra situación de tensión y angustia, ocurre en La fiesta de Babette. Por el buen trato, el primor femenino, la delectación de manjares, las mujeres consiguen someter a una fuerza hostil. Una forma distinta de la guerra, que nunca pierde su entramado hilarante, su infiltración en los cuerpos por la risa y la alegría.

  La alegría festiva, la distención de la danza es también significativa en El molino y la cruz, porque su última escena es una danza campesina, que se funde con otras escenas en la panorámica del cuadro.

 Es, en definitiva, la respuesta campesina al sentimiento trágico de la vida. Luego de tanto sufrimiento, la reafirmación por la sonrisa, no por el pedido de penitencia en el confesionario. Luego de la rueda gigante de la opresión y la vejación aplastando los campos, el círculo de la danza para invocar, de nuevo, los círculos de las estaciones y los giros de la luna y sol. 

VI

 En El molino y la Cruz, la pintura se une dialécticamente con el cine. El séptimo arte se convierte en medio para la comprensión de la gestación de la pintura misma y sus símbolos. Lo cinematográfico despliega en el tiempo lo que la pintura plasma en la estática de la imagen.

  La interacción dialéctica o la fusión pintura y cine en El molino y la cruz de hecho crea una terceridad: de un cuadro y un film surge una tercera y nueva obra que contiene y supera la separación de lo pictórico y lo fílmico.

 En este proceso, el ojo del cine juega a entrar dentro de la pintura. Y lo pintado se abre, no en cuanto a una mejor percepción ocular, sino en cuanto abrir y ver la superficie pictórica al interior de su mundo. Ese efecto lo consigue por ejemplo el gran cineasta ruso Sukorov, admirador de Tarkovski, en Elegía de un viaje. Una voz de un ingrávido e invisible mensajero vuela desde el sur de Rusia hasta un museo en Holanda para encontrarse con una pintura, para introducirse dentro de ella, para, en ese proceso, evocar calles, transeúntes, iglesias y edificios, nubes y cielo (3).

  Por el ver dentro lo pintado, el cine devine en El molino y la cruz recreación visual de los procesos genéticos, del cómo cada figura pintada aparece y llega a coexistir con las otras en el espacio único de la pintura. O el cine muestra la lenta captación de la luz y la forma y su plasmación en el lienzo como en El sol de membrillo, de Víctor Erice (4).

El artista se introduce dentro de lo pintado; Brueghel ve la emergencia y despliegue de las cosas y los seres al interior del cuadro como si fuera un work in progress, para luego darle su lugar de eternidad dentro de la pintura.

 O el cine, a veces, mediante planos que ellos mismos pretenden valer como pinturas, indaga también lo no visible o representable de los sentimientos, como en Madre e hijo, también de Sokurov, film sobre la despedida de un hijo de su madre en el atardecer de su vida (5); o la filmación de la biografía ficcional de un pintor ruso medieval de íconos permite que el cine recupere la potencia de esas imágenes en el final. El caso de Andréi Rublev, de Andréi Tarkovski.

 El director de cine en su juego de filmar dentro de la pintura tiene otros antecedentes, y que directamente preceden a El molino y la cruz de Majeweski. El caso de Pasion (1982) de Jan Luc Godard, película en la que el adalid de la nouvelle vague sumerge la lente en la recreación del mundo interior de pinturas de Goya y Rubens, por la pose, por la expresividad de los rostros y los gestos en un set de filmación. A su vez, una pintura puede alojar un secreto, algo perdido para la historia convencional, algo a descubrir por la narración cinematográfica. Tal lo que ocurre en La ronda nocturna de Peter Greenaway en la que se pretende descubrir un secreto en la pintura homónima de Rembrant.

 El cine libera entonces la vida secreta de la pintura. O eso, al menos, a veces, pretende, como en El molino y la cruz.

VII

 Pero más allá de la historia del cine dentro de la pintura, una tradición previa explica el juego de simular las figuras de un cuadro en el mundo corriente, o en un plano de filmación. Se trata del Tableau vivant (pintura viviente), la expresión francesa para aludir a un grupo de actores o modelos que mediante la pose y la simulación imitan una obra pictórica determinada ya existente.

El tableau vivant nació en el siglo XIX, para entretener mediante la recreación por los trajes y las poses de una pintura. En Viridiana, de Luis Buñuel, por ejemplo, un grupo de mendigos imita los gestos y poses de Jesús y los apóstoles en La ultima Cena de Leonardo da Vinci. En el film La hipótesis del cuadro robado de Raúl Ruiz, también construido sobre un misterio a develar, la incógnita a resolver se plasma por una serie de tableaux vivants.

 Pero el tableaux vivant es en sí mismo un recurso, un juego de teatralización estático de la pintura. Sus significados más plenos se abren en cada apelación a este recurso en los ejemplos de integración de cine y pintura. Y en el caso de El Molino y la cruz la producción de significación mayor de la obra discurre desde la corriente de los símbolos.

 El artista, Brueghel, que comprende los procesos que pinta dentro de su propia pintura, se detiene frente a una tela de araña. Lo arácnido es fuerza de producción de hilos de telaraña que remiten a los caminos-hilos de las vidas, los destinos. Cada vida individual, cada campesino, mercader, soldado, cada forma natural, se mueve en el tiempo, deja su surco en una historia propia; pero lo propio, el hilo de la red de cada uno, siempre vibra junto a los otros hilos de la telaraña. Todo es unidad, red extensa, tejido cohesionado. El destino de un hilo junto a los otros hilos de la telaraña universal. 

 El pintor dentro de la pintura, y dentro de la película de Majewski; Brueghel como personaje cinematográfico, presta mucha atención a una telaraña. Su actitud de comprensión de los procesos que componen el cuadro mediante su atención de la araña. Como este insecto, el pintor quiere comprender el tejido de los orígenes de los seres y las cosas, y sus relaciones. La multiplicidad de las 500 figuras de Camino del calvario pertenece a una sola red, está bajo un orden-telaraña. Y la araña como símbolo universal no ordena los hilos desde una mirada de altura, desde arriba, como el típico dios cristiano. No. Ordena mejor en el mismo momento de proyectar y unir los hilos; da orden dentro de la red que teje, no fuera de ella. Esta comprensión guía al artista dentro de la pintura en creación.

 El artista pensador que proyecta Majewiski, al principio comprende lo visto y pintado entonces desde un símbolo pre-cristiano: desde una simbólica pagana, anterior a los trompetazos triunfantes del cristianismo. El arte de Brueghel comprende y pinta por símbolos. Su actitud de ver todo como un contemplador, pero dentro de lo contemplado.

 Pero en la simbólica propia del cuadro original de Brueghel, el símbolo que unifica la diversidad es sin duda el molino. El molino: la máquina para moler utilizando la fuerza del viento o del agua. Típico artefacto del paisaje agrícola neerlandés. Ingenio meramente utilitario de la vida rural, pero que la imaginación del pintor de Breda reinventa como importante presencia simbólica…

 La máquina para la molienda es ahora el molino del dios cristiano de la cruz. Pero no es el dios puro de los teólogos, el dios de la lejanía, el dios que crea al hombre y el mundo para luego hacerse oculto y remoto. No. Es un dios molinero; un dios inoculado de paganismo campesino. Una forma de “paganismo cristiano”, plenamente activo en el Renacimiento, que Mircea Eliade llamara “cristianismo cósmico” o rural (6). Variante del cristianismo encarnada en los ciclos estacionales de la naturaleza, en la tierra labrada y su fecundidad; en la procesión del hambre y el alimento; en el látigo del español; en la repetición del Vía Crucis; en la muerte y el renacimiento; el renacer como la flor reaparecida por la lujuria primaveral.

 Dios es el gran molinero.

 Regenera la vida no por la única repetición litúrgica del calvario, y sus promesas de nueva salvación y resurrección. El dios de la  molienda hace del trigo alimento. Por la acción de moler sostiene y renueva la vida. Es el dios que por la mediación de la tierra y su fruto molido refunda la alianza con el hombre. Por eso, quizá, las astas de su molino son una cruz. Ya no la cruz de la muerte dolorosa  y la resurrección a la diestra del Padre. Es mejor el dios del molino de las aspas-cruz que gira junto a los ciclos naturales de la vida. El dios que en su moler crea el fruto, el alimento, el pan. Otra versión del pan como parte del cuerpo de Cristo.

 Quizá por eso Lech Majewski elige la danza, y no la escena del calvario, dentro de la multitud humana del cuadro para convertirlo en punto de atracción final de la mirada. En el segundo plano, a lo lejos, a la derecha, se distingue débilmente una ronda de campesinos  en fervor danzante. El dolor de María por el calvario repetido se aloja en el primer plano, nítido, ostensible, visceral.  Pero el cineasta elige el triunfo de la danza. Los campesinos danzantes, confiados, saltando bajo nubes indiferentes hacia un secreto sol vivo.

Y el movimiento circular de la cruz-asta del molino repite el nacer, el morir y renacer. El movimiento circular del dios del molino se proyecta en el círculo de la danza campesina de la fiesta. La alegría del cuerpo que, sobre la tierra fatigada por el mal, repite el deseo de renacer.

 Citas:

(1) Camino del calvario, obra de Pieter Brueghel de 1564, se encuentra en el Kunsthistorisches Museum, es un óleo sobre tabla, de 124 × 170 cm.

(2) Ver Esteban Ierardo, “Borges y el Bosco”, en El agua y el trueno. Ensayos sobre, arte naturaleza y filosofía, ed. Prometeo.

(3) En Elegía de un viaje (2001), de Alexander Sokurov, al final del viaje la cámara se adentra dentro de un cuadro de Pietersz Saenredam (1597–1665), especialista en interior de iglesias. Pero el cuadro en el que la imagen fílmica se adentra es Un ayuntamiento en Amsterdam (1657), en el Rijk Museum de la capital holandesa.

(4) En El sol de membrillo (1992) Erice filma el meticuloso proceso de traducción de la luz y la forma, en la plasmación pictórica de un árbol de membrillo por parte del pintor realista español Antonio López.

(5) En Madre e hijo (1997), de Sokurov, hay un conciente deseo de fusión entre el plano fílmico y la composición pictórica de la imagen. De hecho muchos de los planos pretenden asemejarse a la pintura de la naturaleza y la presencia humana, inspirados en el gran pintor romántico de paisajes alemán del siglo XIX Gaspar David Friedrich.

(6) Mircea Eliade, el gran historiador de las religiones rumano, desarrolla el tema del “cristianismo cósmico”, en Mito y realidad, Barcelona, ed. Labor, entre otros lugares de su amplia y rica obra. Sobre este tema también puede verse David Le Breton, Antropología del cuerpo y modernidad, Buenos Aires, ed. Nueva Visión, y Mijail Bajtin, La cultura popular en la edad media y el Renacimiento, Madrid, ed Alianza.

El molino y la cruz, película completa subtitulado español

Elegía de un viaje (2002), de Alexander Sokurov, mencionado en análisis del film:

El artista, Brueghel el Viejo (interpretado por Rutger Hauer), es quien en el film se introduce dentro de la tridimensionalidad del cuadro para recrear lo que pinta no solo desde lo que ve el ojo, sino desde una compresión filosófica paralela.

Deja un comentario