Dos metálogos de Gregory Bateson: ¿Por qué se desordenan las cosas?, y ¿Cuánto es lo que sabes?

Gregory and Nora Bateson with pet gibbon, Hawaii, 1970. Photo courtesy the Bateson Idea Group

Gregory Bateson cultivó los metálogos para comunicar a su hija sus ideas sobre cuestiones que, cuando la pensamos, advertimos que no son tan evidentes, como por qué las cosas se desordenan, o si se puede medir el conocimiento.

Gregory Bateson (1904-1980) fue un raro personaje de una intelectualidad creadora y pensamiento transversal. Lo común es el especialista, el que habita, complacido, en un solo nicho de saber, toda la vida; otros, pocos, hacen una música de ideas mediante el juego de las muchas relaciones y saberes. Bateson fue biólogo, antropólogo, lingüista, científico social y cibernético, y un pensar de una mente ecológica, extendida, inmanente en la naturaleza. Ese vuelo late en su obra Pasos hacia una ecología de la mente (1972). También su agudeza lateral vibra en Espíritu y naturaleza (1979), El temor de los ángeles: epistemología de lo sagrado (1987, escrito en con autoría con su hija Mary Carherine Bateson. Y justamente a su hija están dedicados sus metálogos, que son parte de la mencionada Pasos de un ecología… Los metálogos fueron iniciados por Miguel de Unamuno en Niebla (1914), o Prólogo por Victor Goti. El metálogo es un diálogo no solo sobre un tema, sino sobre el propio diálogo y cómo nos comunicamos. La retórica y la didáctica se combinan para explorar una temática más allá de lo dado de antemano.

En el primer metálogo batesiano que incluimos aquí, «¿Por qué se desordenan las cosas?», el camino de preguntas y respuestas arriba al descubrimiento de que: «… hay infinitamente muchas maneras desordenadas- y por eso las cosas siempre se encaminarán hacia el revoltijo y la mixtura». Si las cosas se desordenan es porque esto nos recuerda que el orden no es lo estático y fijo sino un ordenado proceso hacia otras formas de un nuevo orden, que para la mirada apresurada configuran un desorden.

Y en el otro metálogo «¿Cuántas cosas sabes?», Bateson persuade a su hija de que el conocimiento no se lo puede medir, dividir, sumar, multiplicar, solo combinar: «No se pueden mezclar los pensa­mientos; sólo se los puede combinar. Y en definitiva signi­fica que no los puedes contar. Porque contar es, en reali­dad, sólo sumar cosas».

Las preguntas y las respuestas, algo que también hace recordar al diálogo platónico, como vehículo para, por el solo razonamiento, comprender desde una nueva perspectiva lo que antes no se comprendía.

E.I


METÁLOGO 1: ¿POR QUÉ SE DESORDENAN LAS COSAS? (*)

Gregory Bateson


Hija: Papá ¿ Por qué se desordenan las cosas?.
Padre: ¿Qué quieres decir? ¿Cosas? ¿Desordenarse?.
Hija: Bueno, la gente gasta mucho tiempo ordenando cosas, pero nunca se la ve
gastar tiempo revolviéndolas. Las cosas parecen desordenarse por sí mismas. Y
entonces la gente tiene que ordenarlas otra vez.
Padre: ¿Pero tus cosas también se desordenan si no las tocas?
Hija: No, si nadie me las toca. Pero si tú me las tocas –o si alguna otra persona las
toca- se desordenan, y el revoltijo si no soy yo la que las toca.
Padre: Si, por eso no te dejo tocar las cosas de mi escritorio. Porque el revoltijo de
mis cosas es peor si las toca alguien que no soy yo.
Hija: ¿Entonces la gente siempre desordena las cosas de otros? ¿Por qué lo
hacen papá?.
Padre: Bueno, espera un poco. No es tan sencillo. Ante todo, ¿a qué llamas
revoltijo?.
Hija: Cuando… cuando no puedo encontrar las cosas y todo parece revuelto. Lo
que sucede cuando nada está en su lugar…
Padre: Bueno, pero ¿estás segura de que llamas revoltijo a lo mismo que
cualquiera otra persona llamaría así?.
Hija: Pero papá, estoy segura… porque no soy una persona muy ordenada y si yo
digo que las cosas están revueltas, estoy segura de que cualquiera otra persona
estará de acuerdo conmigo.
Padre: Muy bien, ¿pero estás segura de que llamas “ordenado” a lo que otras
personas llamarían así?. Cuando tu mamá ordena tus cosas, ¿sabes dónde
encontrarlas?
Hija: A veces, porque, sabes, yo sé dónde pone ella las cosas cuando ordena.
Padre: Es cierto: yo también trato de evitar que arregle mi escritorio. Estoy seguro
de que ella y yo no entendemos lo mismo por “ordenado”.
Hija: Papá, ¿te parece que yo y tú entendemos lo mismo por “ordenado”?
Padre: Lo dudo, querida, lo dudo.
Hija: Pero papá, ¿no es raro que todos quieran decir lo mismo cuando dicen
“desordenado” y cada uno quiere algo diferente cuando dice “ordenado”?. Porque
“ordenado” es lo opuesto que “desordenado”, ¿no?.
Padre: Estamos entrando a preguntas más difíciles. Comencemos de nuevo desde
el principio. Tu dijiste: “¿Por qué siempre se desordenan las cosas?”. Ahora
hemos dado uno o dos pasos más… y cambiemos la pregunta en: “¿Por que las
cosas se ponen en un estado que Caty llama de desordenadas?”. ¿Te das cuenta
por qué quiero hacer el cambio?.
Hija: … Me parece que sí… porque si yo le doy significado especial a “ordenado”,
entonces el “orden” de otras personas me parecerán revoltijos a mí, aunque
estemos de acuerdo en la mayor parte de lo que llamamos “revoltijos”…
Padre: Efectivamente. Veamos ahora qué es lo que tú llamas “ordenado”. Cuando
tu caja de pinturas está colocada en un lugar ordenado, ¿dónde está?.
Hija: Aquí, en la punta de este estante.
Padre: De acuerdo. ¿Y si estuviera en algún otro lado?.
Hija: No, entonces no estaría ordenada.
Padre: ¿Y si la ponemos en la otra punta del estante, aquí?.
Hija: No, ése no es el lugar que le corresponde, y además tendría que estar
derecha, no toda torcida, como la pones tú.
Padre: ¡Ah!… en el lugar acertado y derecha.
Hija: Sí.
Padre: Bueno, eso quiere decir que sólo existen muy pocos lugares que son
“ordenados” para tu caja de pintura…
Hija. Un lugar solamente.
Padre: No, muy pocos lugares, porque si la corro un poquito, por ejemplo, así,
sigue ordenada.
Hija: Bueno… pero pocos, muy pocos lugares.
Padre: De acuerdo, muy pocos lugares. ¿Y qué pasa con tu osito de felpa y tu
muñeca y el Mago de Oz y tu suéter y tus zapatos?. ¿No pasa lo mismo con todas
las cosas, que cada una tiene sólo muy, muy pocos lugares que son “ordenados”
para ella?.
Hija: Sí, Papá, pero el Mago de Oz puede ir en cualquier lugar del estante. ¿Sabes
una cosa?. Me molesta mucho, pero mucho, cuando mis libros se mezclan con tus
libros y los libros de mami.
Padre: Sí, ya lo sé. (Pausa).
Hija: Papá, no terminastes lo que estabas diciendo. ¿Por qué mis cosas se ponen
de la manera que yo digo que no es ordenada?.
Padre: Pero sí que terminé… precisamente porque hay más maneras que tú
llamas “desordenadas” que las que llamas “ordenadas”.
Hija: Pero esa no es una razón para…
Padre: Te equivocas, lo es. Y es la verdadera y única y muy importante razón.
Hija: ¡Ufa, papá, basta con eso!.
Padre: No, no bromeo. Esa es la razón y toda la ciencia ensamblada mediante
esta razón. Tomemos otro ejemplo. Si pongo un poco de arena en el fondo de esta
taza y encima de ella pongo un poco de azúcar y lo revuelvo con una cucharilla, la
arena y el azúcar se mezclarán, ¿no es cierto?.
Hija: Sí, pero papá, ¿te parece bien pasar a hablar de “mezclado” cuando
comenzamos hablando de “desordenado”?.
Padre: Es que… bueno… me parece que sí… Sí, porque supongamos que
encontramos a alguien que piensa que es más ordenado colocar toda la arena
debajo de todo el azúcar. Y, si quieres, no tengo inconveniente en decir que yo
pienso de esa manera…
Hija ¿Si…?.
Padre: Está bien, tomemos otro ejemplo. Algunas veces, en el cine, tú ves un
montón de letras del alfabeto, desparramadas por todas partes en la pantalla,
hechas un revoltijo y algunas hasta patas arriba. Y entonces alguien sacude la
mesa donde están las letras y éstas comienzan a moverse y luego, a medida que
las siguen sacudiendo, las letras se reúnen y forman el título de la película.
Hija: Sí, las vi… lo que formaban era DONALD.
Padre: No tiene importancia lo que formaban. El asunto es que tu viste que algo
era sacudido y batido, y en vez de quedar más mezclado que antes, las letras se
reunieron en un orden, todas de pie y formaron una palabra… formaron algo que la
mayoría de las personas estará de acuerdo en que tiene sentido.
Hija: Sí, papá, pero sabes que…
Padre: No, no lo sé; lo que trataba de decir es que en el mundo real de las cosas
nunca suceden de esa manera. Eso pasa sólo en las películas.
Hija: Pero, papá…
Padre: Te digo que solo en las películas se pueden sacudir cosas y éstas parecen
adquirir más orden y sentido del que tenían antes…
Hija: Pero, papá…
Padre: Esta vez déjame terminar… Y en el cine, para que las cosas parezcan así,
lo que hacen es filmar todo al revés. Ponen todas las letras en orden para que se
lea DONALD, las filman y luego comienzan a sacudir la mesa.
Hija: ¡ Pero si ya lo sé, papá! Y eso era lo que quería decirte. Y cuando proyectan
la película la pasan hacia atrás, y parece como si todo hubiera pasado hacia
adelante, pero en realidad sacudieron las letras después de ordenarlas. Y las
tienen que fotografiar patas arriba… ¿Por qué lo hacen?.
Padre: ¡Santo cielo!.
Hija: ¿Por qué tienen que poner la cámara cabeza abajo, papá?
Padre: No te voy a responder ahora esa pregunta porque estamos en el medio de
la pregunta sobre los revoltijos.
Hija:¡Ah, es verdad! Pero no te olvides, papito, que otro día me tienes que
responder la pregunta sobre la cámara boca abajo. ¡No te olvides!. ¿Verdad que
no te vas a olvidar, papá?. Porque a lo mejor yo me olvido. Sé buenito, papá.
Padre: Bueno, sí, pero otro día. ¿En qué estábamos? Ah, sí en que las cosas
nunca suceden hacia atrás. Y trataba de explicarte por qué hay una razón de que
las cosas sucedan de cierta manera si podemos mostrar que esa manera tiene
más maneras de suceder que alguna otra manera.
Hija: Papá, no empieces a decir tonterías.
Padre: No estoy diciendo tonterías. Empecemos de nuevo. Hay una sola manera
de escribir DONALD. ¿Estas de acuerdo?.
Hija: Sí.
Padre: Magnífico. Y hay millones y millones y millones de manera de esparcir seis
letras sobre una mesa. ¿De acuerdo?.
Hija: Sí. Me parece que sí. ¿Y algunas de esas pueden ser patas arriba?.
Padre: Sí. Exactamente como en ese revoltijo en que estaban en la película. Pero
pueden haber millones de revoltijos como ése, ¿no es verdad?. ¿Y uno solo de
ellos forma la palabra DONALD?.
Hija: De acuerdo, sí. Pero, papito, las mismas letras podrán formar OLD DAN.
Padre: No te preocupes. Los que hacen las películas no quieren que las letras
formen OLD DAN sino DONALD.
Hija: ¿Y por qué?.
Padre: ¡Deja tranquilos a los que hacen las películas!.
Hija: Pero fuiste tú el que habló de ellos, papá.
Padre: Sí, bueno, pero era para tratar de decirte por qué las cosas suceden de
aquella manera en las que hay mayor número posible de maneras de que suceda.
Y ya es hora de irse a la cama.
Hija: ¡Pero, papá, si no terminaste de decirme por qué las cosas suceden de esa
manera, de la manera que tiene más maneras!
Padre: Está bien. Pero no pongas más motores en funcionamiento… con uno
basta y sobra. Además, estoy cansado de DONALD. Busquemos otro ejemplo.
Hablemos de tirar monedas a cara o sello.
Hija: Papá, ¿estás hablando de la misma pregunta por la que comenzamos, la de
“por qué se desordenan las cosas”?.
Padre: Sí.
Hija: ¿Entonces, papá, lo que tratas de decirme sirve para las monedas, para
DONALD, para el azúcar y la arena y para mi caja de pinturas y para las
monedas?.
Padre: Sí, efectivamente.
Hija: ¡Ah, bueno, es que me lo estaba preguntando!.
Padre: Bueno, a ver si esta vez logro acabar de decirlo. Volvamos a la arena y el
azúcar y supongamos que alguien dice que poner la arena en el fondo de la taza
es “arreglado” u “ordenado”.
Hija: ¿Hace falta que alguien diga algo así para que puedas seguir hablando de
cómo se mezclarán las cosas cuando las revuelvas?.
Padre: Sí… Ahí está precisamente el punto. Dicen lo que esperan que suceda y
luego yo les digo que no sucederá porque hay tal cantidad de otras cosas que
podrían suceder. Y yo sé que es más probable que suceda una de las muchas
cosas y no de las pocas.
Hija: Papá, tú no eres más que un viejo que hace libros, que apuesta a todos los
caballos menos al único al que quiero apostar yo.
Padre: Es cierto, querida. Yo les hago apostar según lo que llaman la manera
“ordenada” –sé que hay infinitamente muchas maneras desordenadas- y por eso
las cosas siempre se encaminarán hacia el revoltijo y la mixtura.
Hija: ¿Pero por qué no lo dijiste al comienzo, papá? Yo lo hubiera podido entender
perfectamente.
Padre: Supongo que sí. De todas maneras, es hora de irse a la cama.
Hija: Papá ¿por qué los grandes hacen la guerra, en vez de sólo pelear, como
hacen los chicos?
Padre: Nada: a dormir. Ya terminé contigo. Hablaremos de la guerra otro día

Bateson, 1963 (foto National Portrait Gallery, Smithsonian Institution)

METÁLOGO 2: ¿CUÁNTO ES LO QUE SABES?

Hija: Papá, ¿cuánto es lo que sabes?

Padre: ¿Yo? Humm… tengo una libra de conocimiento.

H.: No seas tonto. ¿Es una libra esterlina o una libra de pe­so? Te pregunto cuánto sabes realmente.

P.: Bueno, mi cerebro pesa alrededor de dos libras y supongo que utilizo más o menos una cuarta parte… o que lo uso con un cuarto de eficacia más o menos. Digamos, enton­ces, media libra.

H.: ¿Pero sabes más que el papá de Juanito? ¿Sabes más que yo?

P.: Humm. Una vez conocí un niñito en Inglaterra que pre­guntó a su padre: «¿Los padres saben siempre más que los hijos?» y el padre dijo: «Sí». La pregunta siguiente fue: «Papá, ¿quién inventó la máquina de vapor?», y el padre dijo: «James Watt», y entonces el hijo replicó: «¿Pero por qué no la inventó el papá de James Watt?»

* * *

H.: Yo sí. Yo sé más que ese chico porque sé por qué no la in­ventó el padre de James Watt. Fue porque alguna otra per­sona tenía que pensar alguna otra cosa antes de que alguien pudiera hacer una máquina de vapor. Quiero decir algo así —no lo sé—, pero había alguien que tenía que descubrir pri­mero el aceite antes de que alguien pudiera hacer una má­quina.

P.: Sí… eso es distinto. Quiero decir, que el conocimiento es algo que está como tejido o tramado, como una tela, y que cada pedacito de conocimiento sólo tiene sentido o utilidad gracias a los otros pedacitos, y…

H.: ¿Crees que tendríamos que medirlo con un metro?

P.: No, no lo creo.

H.: Pero eso es lo que hacemos cuando compramos tela.

P.: Sí, pero no quise decir que fuera una tela. Sólo parecido, y ciertamente no sería plano como la tela, sino de tres dimensiones… quizá de cuatro.

H.: ¿Qué quieres decir, papá?

P.: Realmente no lo sé, querida. Sólo trataba de pensar.

P.: Me parece que esta mañana no estamos funcionando bien. ¿Qué te parece si tomamos otra pista? Lo que tenemos que pensar es cómo están tramados los trozos de conocimiento unos con otros. Cómo se ayudan unos a otros.

H.: ¿Y cómo lo hacen?

P.: Bueno… es como si algunas veces dos conocimientos se sumaran, y entonces tienes solamente dos hechos. Pero otras veces, en vez de sumarse se multiplican… y tienes cuatro hechos.

H.: No se puede multiplicar uno por uno y obtener cuatro. Sabes que no se puede.

P.: ¡Oh!

* * *

P.: Y sin embargo, se puede. Si lo que hay que multiplicar son pedacitos de conocimiento o hechos o algo semejante. Por­que cada uno de ellos es una especie de doble de algo.

H.: No entiendo.

P.: Bueno, por lo menos algo doble.

H.: ¡Papá!

P.: Sí. Piensa en el juego de las Veinte Preguntas. Tú piensas algo. Digamos que piensas en «mañana». Bueno. Ahora yo te pregunto: «¿Es algo abstracto?» y tú dices: «Sí». Aho­ra, a partir de ese «sí», yo obtuve dos pedacitos (bits) de información. Sé que es abstracto y sé que no es concreto. O digámoslo de otra manera. Gracias a tu «sí», yo puedo dividir por la mitad el número de posibilidades de lo que puede ser esa cosa. Y eso es multiplicar por un quebrado de uno sobre dos.

H.: ¿No es una división?

P.: Sí, es la misma cosa. Quiero decir… bueno… es una mul­tiplicación por 5. Lo importante es que no se trata de una adición ni de una substracción.

H.: ¿Y cómo sabes que no lo es?

P.: ¿Cómo lo sé?… Bueno, supongamos que hago otra pre­gunta que divida las posibilidades entre las abstracciones, y luego otra. Con ello habré reducido las posibilidades to­tales a un octavo de lo que eran al comienzo. Y dos veces dos veces dos es ocho.

H.: Y dos y dos y dos es sólo seis.

P.: Así es.

H.: Pero, papá, no veo qué tiene que ver con las Veinte Pre­guntas.

P.: Lo importante es que si elijo acertadamente mis pregun­tas, puedo decidir entre dos veces dos veces dos veces dos veces veinte veces sobre las cosas 220. Esto significa más de un millón de cosas en las que podrías haber pensado. Una pregunta basta para decidir entre dos cosas y dos pre­guntas decidirán entre cuatro cosas, y así sucesivamente.

H.: No me gusta la aritmética, papá.

P.: Sí, ya lo sé. El trabajo de la aritmética es aburrido, pero algunas de las ideas son divertidas. De todas maneras, lo que tú querías era saber cómo se mide el conocimiento, y si te pones a medir cosas, siempre terminas en la aritmética.

H.: Todavía no medimos ningún conocimiento.

P.: No. Ya lo sé. Pero hemos dado un paso o dos hacia el sa­ber cómo lo mediríamos si quisiéramos hacerlo. Y eso signi­fica que estamos un poco más cerca de saber qué es el co­nocimiento.

H.: Sería un conocimiento gracioso, papá. Quiero decir, cono­cer algo sobre el conocimiento. ¿Y a esa forma de conoci­miento la mediríamos de la misma manera?

P.: Espera un momento —no lo sé— esa es realmente la Pregun­ta de $ 64 sobre ese tema. Porque, bueno, volvamos al jue­go de las Veinte Preguntas. Lo que nunca mencionamos es que estas preguntas tienen que hacerse en cierto orden. En primer término las preguntas generales de mayor exten­sión y luego las preguntas pormenorizadas. Y sólo a par­tir de las respuestas a las preguntas de mayor extensión es como sé qué preguntas pormenorizadas hacer. Pero nos­otros las hemos contado todas de la misma manera. No lo sé. Pero ahora me preguntas si el conocer acerca del cono­cimiento tiene que medirse de la misma manera que otro conocimiento. Y la respuesta ciertamente tiene que ser: no. Verás: si las primeras preguntas del juego me señalan qué preguntas hacer después, entonces tienen que ser en par­te preguntas sobre el conocimiento. Indagan sobre el nego­cio del conocer.

H.: Papá, ¿hubo alguna vez alguien que midiera lo que sabía alguien?

P.: ¡Oh, sí! Muchas veces. Pero no conozco demasiado bien qué significa la respuesta. Lo hacen mediante exámenes y tests y pruebas escritas, pero es como tratar de descubrir el tamaño de un papel arrojándole piedras.

H.: ¿Qué quieres decir?

P.: Quiero decir que si tiras piedras a dos trozos de papel des­de una misma distancia y compruebas que aciertas en uno de los papeles con mayor frecuencia que en el otro, enton­ces es probable que aquél en el cual aciertas con más fre­cuencia sea mayor que el otro. De la misma manera, en un examen arrojas un montón de preguntas hacia los alum­nos, y si compruebas que aciertas en mayor cantidad de tro­zos de conocimiento en un alumno que en los otros, en­tonces piensas que ese estudiante tiene que saber más. Ese es el fundamento.

H.: ¿Pero se puede medir así un trozo de conocimiento?

P.: Seguramente que sí. Y hasta puede ser una buena mane­ra de hacerlo. De hecho, medimos de esa manera gran can­tidad de cosas. Por ejemplo, juzgamos si está fuerte o no una taza de café mirando cómo está de negro, es decir, miramos qué cantidad de luz absorbe. En lugar de piedras, le arrojamos ondas de luz. El principio es el mismo.

H.: ¡Oh!

* * *

H.: ¿Pero por qué, entonces, no medimos el conocimiento de la misma manera?

P.: ¿Y cómo? ¿Con comprobaciones mediante cuestionarios? No… ¡no lo quiera Dios! Lo que tienen de malo estas comprobaciones es que no toman en cuenta lo que tú dijis­te, que existen distintas clases de conocimiento… y que existe un conocer sobre el conocimiento. ¿Habrá que darles notas más altas al estudiante que puede contestar las pre­guntas de mayor amplitud? ¿O tendría que haber distin­tas clases de notas para cada tipo diferente de pregunta?

H.: Bueno, de acuerdo. Hagamos así, y luego sumemos todas las notas y luego…

P.: No… no podemos sumarlas. Podríamos multiplicarlas o dividir una clase de nota por otra, pero no podemos su­marlas.

H.: ¿Y por qué no, papá?

P.: Porque… porque no podríamos. No me extraña que no te guste la aritmética si no te enseñan estas cosas en la escue­la… ¿Qué demonios te enseñan entonces? Me pregunto para qué creerán los maestros que sirve la aritmética.

H.: ¿Y para qué sirve, papá?

P.: No. No nos salgamos de la pregunta de cómo medir el co­nocimiento. La aritmética es un conjunto de trucos para pensar con claridad, y la única gracia que tiene es la claridad. Y lo primero que hay que hacer para ser claro es no mezclar ideas que son realmente diferentes unas de otras. La idea de dos naranjas es realmente diferente de la idea de dos kilómetros. Porque si las sumas, lo único que obten­drás es una bruma en tu cabeza.

H.: Pero, papá, yo no puedo mantener separadas las ideas. ¿De­bería hacerlo?

P.: No. no. Por supuesto que no. Combínalas. Pero no las su­mes. Eso es todo. Quiero decir… si las ideas son números y quieres combinar dos clases diferentes, lo que hay que hacer es multiplicarlas. O dividirlas una por otra. Y enton­ces obtienes un nuevo tipo de ideas, una clase nueva de cantidad. Si en tu cabeza tienes kilómetros, y si tienes ho­ras en tu cabeza y divides los kilómetros por las horas, tendrás «kilómetros por hora», es decir, una velocidad.

H.: Sí, papá. ¿Y qué tendría si las multiplicara?

P.: Este… bue… supongo que tendrías kilómetros hora. Sí. Ya sé en qué consiste eso. Quiero decir, qué es un kilóme­tro hora. Es lo que pagas al conductor de un taxímetro. Su metro mide kilómetros y tiene un reloj que mide las ho­ras, y el metro y el reloj trabajan combinados y luego mul­tiplican los kilómetros hora por alguna otra cosa que trans­forma los kilómetros hora en dinero.

H.: Una vez hice un experimento. Quería averiguar si podía­mos pensar dos pensamientos al mismo tiempo. Entonces pensé: «Es verano» y pensé: «Es invierno». Y luego traté de pensar juntos los dos pensamientos.

P.: ¿Y…?

H.: Pero descubrí que no estaba teniendo dos pensamientos. Sólo tenía un pensamiento sobre tener dos pensamientos.

P.: Efectivamente. Así es. No se pueden mezclar los pensa­mientos; sólo se los puede combinar. Y en definitiva signi­fica que no los puedes contar. Porque contar es, en reali­dad, sólo sumar cosas. Y la mayoría de las veces no se pue­de hacer.

H.: Entonces, lo que realmente sucede es que tenemos sólo un gran pensamiento con muchísimas ramificaciones, cientos y cientos de ramificaciones.

P.: Sí. Me parece que es así. No lo sé. De todas maneras, pien­so que es la manera más clara de expresarlo. Quiero decir, creo que es más claro que esa charla sobre los pedacitos de conocimiento y cómo contarlos.

* * *

H.: Papá, ¿por qué no usas las otras tres cuartas partes de tu cerebro?

P.: ¡Ah, sí! El problema es que también yo tuve maestros en la escuela. Y ellos llenaron de bruma casi una cuarta parte de mi cerebro. Y luego leí los diarios y escuché lo que de­cían otras personas, y eso llenó de bruma otra cuarta parte.

H.: ¿Y el otro cuarto, papá?

P.: Oh, esa bruma la hice yo mismo cuando trataba de pensar.

(*) Fuente: Gregory Bateson, Pasos para una ecología de la mente, ed. Lohlé-Lumen

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