Recorrido por las selvas patagónicas neuquinas

Vista en altura de la laguna verde, Neuquén, Argentina (foto Andrés Manrique)

Una travesía entre los lagos de Neuquén, en la Patagonia argentina.

En el recorrido por la zona de los lagos neuquinos, la geografía se interna en el viajero, desplazándolo del centro y devolviéndolo al lugar que le toca entre la vida natural. Ese entorno natural desborda, la geografía avanza sobre el viajero como si se convirtiera en parte del territorio. Trescientos kilómetros de estepa separan a la ciudad de Neuquén del pie de la cordillera. Allí, entre la variedad vegetal y animal destacan las araucarias o pehuenes, son árboles cuya inmensa presencia se percibe a la distancia, acariciando el cielo. El mismo en que vuelan aguiluchos, águilas y cóndores en busca de presas menores al puma, el felino que también vive en esta zona. Al pie de las montañas, a orillas de ríos de agua transparente y lagos de líquidos y azulados espejos, la ciudad pasa a formar el fragmento borroneado de un mal sueño.

Aquí el relato de Andrés Manrique a través de esas geografías.

Recorridos por las selvas patagónicas neuquinas

Texto y fotos Andrés Manrique

En lo profundo de un silencio vamos

mullidos pasos verdes nos alientan

¿qué misterio nos trajo?

¿qué viento o qué azares?

¿Quién nos abrió la puerta de este sitio?

¿Cómo fue que llegamos a esta orilla 

sonámbula y perdida

aquí 

donde los árboles caminan?

De: Aquí donde los árboles caminan

Silvia Guiard

Después de catorce horas de colectivo, a unos 1147 kilómetros de Buenos Aires, llegamos a Neuquén. El mediodía devuelve a los neuquinos al calor de sus hogares; a las dos de la tarde la ciudad se vacía. La quietud y el silencio sólo son alterados por los latigazos del viento. Después de andar la ciudad, unos bancos que descansan bajo la glorieta en el boulevard de la calle central nos invitan a descansar hasta la hora de partida.

El atardecer de desplega por la ruta 22. Juan, amigo y compañero de viaje, duerme a mi lado. Yo miro la estepa cubierta de arbustos enanos que brillan como borbotones de algodón bajo la luz del sol suave. Estamos altos, pero el sol parece más piadoso. Pasamos Zapala y tomamos la ruta 46. A pocos kilómetros, sobre nuestra derecha, el chofer señala el Parque Nacional Laguna Blanca, y cuenta que las 11.250 hectáreas protegidas albergan el área de nidificación más importante de la Patagonia. Que hay más de cien especies de aves y que vive una de las mayores poblaciones de cisnes de cuello negro del país.

La camioneta nos deja en el parador Rahue, a 16 kilómetros de Aluminé y a 30 del lago Quillén. Aunque recién entramos al verano, la noche es helada. Entramos a la única construcción de la zona, una cabaña donde un guía turístico nos convida unos mates revitalizantes mientras nos recomienda el mejor lugar para la carpa. La armamos rápido, ya lo hemos hecho muchas veces, durante años en otros lugares. Nos metemos en las bolsas que el cuerpo llena enseguida de calor, y dormimos a rienda suelta.

El Quillén a la vista. 

Desayunamos con el guía mientras nos da información sobre los senderos ocultos de la zona. Remontamos a pie el ripio de la ruta 46, paralelo al río Quillén, que conduce al lago del mismo nombre. Luego de una hora, a paso cargado por el peso de las mochilas llenas de provisiones, una sombra golpeala tierra. El sol y los veinte kilos en la espalda nos aplastan. “Ey, eh, ¿eso no es…? ¡Un cóndor!”, grita Juan. El ave está posada sobre una rama alta, pero podemos escuchar el golpe en el viento que da al remontar los más de dos metros que tiene entre una y otra ala. Después del primer golpe en el aire, el sonido del aleteo es parecido al que producen los cascos de un caballo en cámara lenta. Su aparición nos alienta.

Dos horas más tarde, el primero y único vehículo que nos pasa (una “Volkswagen Saveiro”) frena unos metros delante nuestro, respondiendo al dedo positivamente, y tras cuarenta minutos de zigzagueos, subidas, bajadas y traqueteo sobre un terreno poco fértil, nos deja a dos kilómetros del lago.

Los 24 kilómetros cuadrados de agua parecen abrazar como un anillo de cristal el centro azul marino del lago. Recorremos la playa que es de canto rodado, degustando el último bocado de la cena. Después, de nuevo, a descansar.

Al día siguiente, desarmamos el campamento bajo un sol radiante y caminamos cinco kilómetros hasta el camping Pudú-Pudú (nombre de un ciervo muy pequeño, nativo de la región). El camping no es tan turístico como el anterior, y lo agradecemos. Con Juan viajamos hace años de mochileros por la Patagonia, siempre en busca de lugares deshabitados. Creo que el que los busca soy yo más que él, pero sé que la soledad y el silencio a él también lo atrae. El camping también queda a orillas del lago Quillén, y una vez que rearmamos el campamento, nos sentamos a observar la tímida caída del sol, mientras el agua se platea y parece contagiar al pico del volcán Lanín con tonos que van del anaranjado al rojo. La ladera va cambiando el color con el caer de la tarde; se da un intenso contraste con la abundante vegetación del valle.

Casi inmóviles, cautivos de la inmensidad, Juan metido en un silencio que cada tanto interrumpe con el chispear del encendedor y yo llenando líneas para que algo de todo esto que va pasando quede en algún recoveco que no dependa de la memoria solamente; con la intención de poner en palabras la simultaneidad que ocurre entre el canto de las aves y el siseo del viento superpuestos al color que va transformándolo todo sobre el movimiento suave del agua, sin las más mínima noción del paso del tiempo, se hace la noche.

Hacia el lago Hui Hui.

Dejamos todo armado el camping. Salimos con una vianda y la cámara de fotos en la espalda. Son pasadas las diez de la mañana cuando tomamos un sendero liviano que, en tan solo 6 kilómetros pasa de la estepa a bosques en galería, y del bosque a la selva valdiviana. Las cañas colihue generan una sombra donde crecen helechos, y la humedad del sotobosque promueve la reproducción de hongos entre variedades de plantas e insectos.

Espesas nubes oscurecen el camino. La garúa se convierte en lluvia que deviene en chaparrón. Empapados, seguimos camino. Andando podemos soportar el frío. La lluvia deja un barniz que vuelve fosforescente la infinita gama del verde. La lluvia pasa y los pájaros no tardan en salir a gritarle al sol que entibia nuestro cuerpo aterido.

Las rocas peladas del valle también destellan. Los altos están nevados. Algunos están cubiertos de pinos; otros, descampados por los incendios que dejaron su rastro en centenares de troncos retorcidos, en parte carbonizados.

Llegamos a un mirador que balconea sobre el lago Hui Hui, cuya isla en el centro pareciera surgir de sus entrañas casi como un monstruo mitológico. Después del almuerzo, hace calor. Esta región parece cumplir con el dicho popular que dice que es la región de los cuatro climas en una sola jornada. Huyendo del sol nos sumergimos en el vientre del lago. Bajo el agua, la luz se descompone en una miríada de haces luminosos que, como estambres, rozan las rocas adormecidas en la profundidad.

Cuando se hace de tarde y el sol se va escondiendo, regresamos al campamento. El pico del Lanín está completamente blanco: dos finas estrías de roca negra lo estilizan. Lo que había sido agua en el valle, fue nieve en la altura de los picos. Después de un guiso de lentejas, el sueño completó otro día en el que nos zambullimos en la luz, en la lluvia y en el lago, como si fuéramos bienvenidos huéspedes. 

Al día siguiente, con todo ya de nuevo en la espalda, desandamos el camino hasta el camping Quillén. Desde ahí, podíamos llegar al lago Rucachoroi (del mapuche: “casa de loros”) por dos caminos. El más sencillo y aburrido, a mi parecer, era volver por el ripio hasta Aluminé y, desde ahí recorrer 24 kilómetros más hasta el lago. El otro, que parecía más interesante para no volver por donde habíamos llegado, era recorrer a pie las diez horas de sendero que escala el cordón entre los lagos Quillén y Rucachoroi.

Flor Amancay (foto Andrés Manrique)

Buscamos asesoramiento con el Guardaparque, que describió el terreno e hizo todo lo que pudo para disuadirnos: “1200 metros de desnivel, senda mal señalizada, pumas sueltos, tábanos y picadas por toda la ladera de los animales sueltos que vuelven invisible y confunden el sendero humano.” La opción de alquilar caballos para hacerlo con algún baqueano no era posible, ni contacto ni dinero teníamos. Para mí no había otra opción que la de hacerlo a pie. Sólo podía ver que por delante teníamos una jornada subidos a medios de transportes o una jornada, más esforzada, pero a pie por el medio del bosque. Para Juan a pie no era una opción, y decidió irse en camioneta.

Ascender a tracción propia

Debí haberme sentido intimidado por el permiso que tuve la obligación de firmar en la seccional del Guardaparque esa mañana antes de aventurarme. Decía: “La Administración de Parques Nacionales no se responsabilizará por percances, contingencias o fallecimientos que pudieran ocurrir…” y seguía con una lista en la que no hacía falta una imaginación prolífica ni morbosa para pensar cosas horribles. Pero yo ya no podía dar marcha atrás, no sé qué se me jugaba, en qué espejo me miro a veces ni hasta dónde soy capaz de sostener las cosas a pesar de que haya tanto en contra. Y tampoco quise imaginar lo que podía pasar, tan ocupado en defenderme de lo que me advertían, y cuando todo era una negativa. La idea del puma no me intimidaba, si estaba lleno de animales más grandes y tentadores que yo.  

Recorrí tres kilómetros por una huella clara que desembocaba en una estancia mapuche, al pie del cerro que debía cruzar. Las primeras horas de caminata corrieron entre liebres y conejos salvajes de color marrón, gris, blanco y veteado que animaban el terreno con sus saltos, trotes y fugas repentinas. Al acercarme a la estancia, los primeros en salir a mi encuentro fueron los perros. Tras los ladridos, desde el fondo de la casa, un hombre de rasgos aindiados farfulló un dialecto incomprensible mientras señalaba no sé qué con el dedo. Después, salió otro hombre, que me habló en castellano, se subió a un caballo y me pidió que lo siguiera. Seiscientos metros más adelante, me señaló un sendero que se hundía en la espesura, me saludó y partió al galope. Comencé el ascenso, indicado con marcas amarillas. A medida que avanzaba, las marcas se iban distanciando, y cada vez eran menos. El bosque fue quedando atrás y las plantas se fueron poniendo cada vez más petisas y xerófilas.

Ser lo que aterra

Tres horas después entré a un cañaveral y me desorienté. La senda estaba cruzada por decenas de picadas, abiertas por el ganado que se componía de cabras y ovejas. Los caminos eran innumerables. Dentro del cañaveral me sentí por primera vez perdido. Todos los caminos se cerraban y no tenía forma de ganar altura para reorientarme. Los ruidos de pisadas pesadas me ponían nervioso y no tenía con qué defenderme. Si me abría paso entre las cañas por la fuerza, me iba a lastimar. Si me salía sangre podría ser olida desde lejos. Después de muchos intentos, entiendo que debo haber estado más de una hora tratando de encontrar la salida. Saturado, entre el zumbido de los tábanos y sus mordidas que no me dejaban en paz, me puse en cuatro patas y avancé a ciegas por un túnel formado entre las cañas. Lo habían abierto cuadrúpedos, y yo avancé con dificultad porque se me trababa la mochila. El miedo era del tamaño de mi cuerpo. Podía estar dirigiéndome hacia el cubil de pumas que el guardaparques se había encargado de mencionarme.

Temblaba. El sudor me corría por la cara y pensé que las gotas de mi transpiración podrían estar dejando un delicioso rastro. Me dolían las palmas de las manos y las rodillas donde se me incrustaban los rizomas de las cañas que cubrían el suelo. El sol me acarició el lomo en un breve claro. Las cañas se convirtieron en agujas de luz. Sentí un alivio generalizado. Mis movimientos se habían vuelto de golpe aerodinámicos, el aire ya no chocaba contra mí. La fuerza de gravedad había perdido gravedad y yo me había quedado con toda la fuerza. Mi cuerpo ya no tenía peso. Anduve entre las cosas con una liviandad sin precedentes. Dejé de sentir las cañas en las palmas de las manos y en las rodillas. El miedo desapareció completamente. Mis ojos no eran ya mis ojos, ahora capturaban de otra manera el entorno. Podía mirar hacia un lado y otro sin mover la cabeza: me protegían a ambos flancos y con cada paso mi cuello apenas se torcía captando lo que había adelante. Los ruidos sonaron de otra forma en mi cabeza. Se habían vuelto precisos. El viento fluía por arriba de las cañas, era la respiración del planeta. Mis movimientos eran lo justo. Cada paso, acolchonado. Me pareció sentir el parpadeo de una lagartija, que huyó de mi zarpazo. Su movimiento dejó en el aire, unos segundos suspendido, un olor indescriptible. Una multitud de olores me guiaron. No sé cuánto estuve así ni tengo más testigos que el bosque y la montaña, pero en algún momento salí del cañaveral. Cuando me quise erguir, me mareé, tropecé y caí: había olvidado el equilibrio de las dos piernas. Me quedé en el suelo, con una especie de nostalgia por haber perdido acaso una condición más plena que la que ahora me volvía a dar manos y piernas, conciencia e inconciencia. Mientras volvía a mi desnudez homínida mis ojos se posaron sobre una pequeña chapa amarilla, entre las ramas: el sendero seguía por ahí. Un poco más tranquilo, mis piernas volvieron a responder.

Lago Ñorquinco (foto Andrés Manrique)

La cara roja

Sentí una sed de fuego. Era el mediodía y sólo me quedaban unas gotas de agua en la cantimplora. Desde la roca descubierta vi enrojecida otra de las caras del Lanín. Desde ese lugar, la vista panorámica era impresionante. Los músculos de mis piernas temblaban por el esfuerzo del ascenso. En un momento miré el suelo y tuve que ponerme en marcha. Si me quedaba quieto, miles de hormigas se trepaban a mis borceguíes a una velocidad tal que enseguida alcanzarían mi piel. Entonces, me propuse una meta, si para las dos de la tarde no llegaba a la cima para ver el lago Rucachoroi, que era el lago al que me dirigía, tendría que volver. Me asustaba la noche a solas en la montaña, sobre todo por el frío.

Se hicieron las tres y, luego de andar una hora entre las rocas sueltas más altas del cordón por el que caminaba, asediado por la sed y el cansancio, asomé del otro lado. Esperaba el vergel, el húmedo valle, la vista del lago, el camping, algún humito tranquilizador de una fogata. Pero sólo había más roca y más soledad de montaña. ¿Si lo trasponía, suponiendo que me daban las fuerza, vendría el lago o había errado por completo el camino? ¿En lugar de estar yendo hacia el norte me estaba metiendo en la cordillera?

En ese momento, empezó a llover de nuevo. Y de nuevo me perdí. Decidí volver. Desde ahí podía ver el humo de una cabaña que no era la que había cruzado seis horas antes. No me importó, ahí podría pedir indicaciones. En el descenso, al llegar al llano, me crucé con un río y tuve que ponerme sobre la cabeza la mochila de la cámara para vadearlo sin que se mojara el equipo. Había hecho ya muchos senderos de montaña; los Parques Nacionales de Patagonia los conocía casi todos, pero siempre me había orientado por marcas de color en los troncos, por chapitas clavadas en árboles y plantas, por marcas de pircas y piedras pintadas. La orientación es algo que nunca llegué a desarrollar. Para colmo, un cambio en las condiciones de la luz hace que el lugar que crucé a la mañana, al mediodía sea otro para mí. Los patrones de reconocimiento que otras personas enlazan, permanecen ocultos o completamente disfrazados por una mezcla entre la luz y mi estado de ánimo. Una misma esquina, una misma calle, puede ser muchas. No es un don, no es un efecto poético: es un defecto, incluso una falla. Hay veces que llego a pensar que es una disfunción cognitiva. Y, en medio del bosque, agotado, no tenía por qué funcionar de otra manera. Mi experiencia se reducía a la de un renacuajo suelto en medio del océano.

Con plomo en los pies, la ropa mojada y la estupidez mirándome a la cara, regresé a las ocho de la noche al puesto de Guardaparque después de trece horas de caminata. Ahora todo lo que me preocupaba era Juan, que debía estar comiéndose los codos del otro lado. Y por él seguí adelante. Al Guardaparques le pregunté si había alguna manera de avisar en la seccional de Rucachoroi, para que lo pusieran al tanto de mi situación, pero del otro lado el guardaparques estaba en tareas y nadie podía avisarle. Corría enero de 1998 y los celulares eran todavía una herramienta grande y pesada, sólo útil en las grandes ciudades.

El laberinto de vuelta

Las vueltas que di para llegar al lago fueron muchas. Durante el verano en la Patagonia la luz se extiende hasta las diez de la noche. Y tuve que hacer varios trasbordos: primero, hice dedo y el conductor me dejó en una seccional de Gendarmería donde me dijo que de noche siempre alguien regresaba al pueblo. Los gendarmes se mostraron de lo más serviciales, aunque debo reconocer que me daba miedo estar metido en un cuartel. Me ofrecieron ducha y cama, pero aunque el cansancio me pegaba al piso, si no llegaba a volver sabía que Juan no pegaría un ojo en toda la noche. Entonces, cuando se cumplió el cambio de guardia, me invitaron a subir a un Renault 12 que me dejó en la casa de la mujer de otro gendarme, que hacía remises durante el verano para llegar a fin de mes. La mujer estaba con tres criaturas, y como trabajaba con el remise todo el día, eran las once de la noche y todavía no habían comido, pero ya tenía encargada la cena. Me habló de la Ciudad de Buenos Aires y de lo mucho que le gustaba viajar en subte en horarios pico para dejarse arrastrar por la gente. Le comenté que los habitantes de la ciudad esa situación la intentábamos evitar, que no nos causaba mucha gracia, pero ella me dijo que le encantaba. Llegaron las empanadas y me ofreció sentarme a la mesa a comer con ellos, pero me pareció mal sacarle la comida. Al final me puso dos empanadas en un plato adelante y las devoré con un hambre infinito. Terminada la cena, nos subimos a un Fiat Duna, tomamos la ruta 18, y cuarenta minutos más tarde me estaba bajando en el camping donde habíamos quedado con Juan, sobre el Rucachoroi.

Eran las tres de la mañana cuando iluminamos la carpa con los faros del auto. Al bajar la mochila del baúl del auto, Juan ya estaba de pie, vestido y abrigado como si nunca se hubiera sacado la ropa. Me miró como si fuera un fantasma, después me abrazó, me insultó y se le escaparon unas lágrimas. Pagué el viaje, despedí a la señora, y Juan me contó la película que se había hecho. En un momento, me dormí profundamente.

Al día siguiente, salió el sol y nos levantamos al amparo de enormes araucarias o pehuenes, árboles que para los antiguos pobladores nativos eran generosas fuentes alimenticias. En sus copas sostienen frutos parecidos a ananás gigantes que contienen decenas de piñones. Los piñones tienen la forma de un diente de ajo más grande: es una fruta seca deliciosa, rica en aceites. Tostados, constituyeron el sustento nutritivo de los mapuches durante profundos inviernos.

Bosque de araucarias (foto Andrés Manrique)

Mirando el viento

Las ramas de las Araucarias trizan el sol en pedacitos afilados como esquirlas de vidrio. El viento silva agudo cuando pasa entre estos gigantes jurásicos. Caminamos por un camino que bordea el lago Rucachoroi hasta la Laguna Verde, a unos siete kilómetros del campamento, sobre una de las colinas del valle. El quejido del viento entre las araucarias fue quedando atrás y, a medio camino, nos detenemos sacar fotos. El silencio vuelve dominar el ambiente. Unos pasos más adelante escuchamos el campanilleo de las pequeñas hojas plateadas de un álamo que reverbera con otra voz. La paz es total. Seguimos por la margen izquierda del lago hasta un descampado al que llega repiqueteando el arroyo Calfiquitra, que baja encajonado por una de las laderas: de ahí sale la senda de ascenso, tan bien señalizada como empinada. Sin embargo, entre la promiscua vegetación, de tanto en tanto, un tronco milenario, de entre dos y más metros de diámetro, nos alcanza y sobra para recuperar el aliento. Sin darnos cuenta, llegamos a la laguna después de pasar un bosque de cipreses, alerces y robles. Es de altura y realmente le hace honor al nombre: es de un color verde, un verde de ver. Está protegida del viento por delgadas araucarias que convierten la superficie acuosa en espejo de lo que la rodea. A la vuelta, la vista se amplía desde distintos puntos panorámicos que muestran al lago Rucachoroi en su esplendor, con el dibujo que el arroyo Calfiquitra traza al bajar por una de las laderas.

Laguna verde (foto Andrés Manrique)

Cerca de la zona, se encuentra una de las últimas reservas de Mapuches. No tienen la menor simpatía con nosotros, y pasean con sus yuntas de bueyes para trasladar leña. Aportan al lugar, su tierra, un halo más de misterio. En compañía de manadas de caballos, cabras de lo más graciosas, majadas de ovejas y chivos, deambulamos inmersos en un ambiente agreste.

El camino de las cascadas

Volvimos a dedo a Aluminé. De ahí hacia el norte por el ripio de la 23 que desemboca en el camino al Ñorquinco. En total son 55 kilómetros recomendables para hacer de día, bien provistos de una bolsa de caramelos para ir repartiendo a los mapuchitos que van al colegio por el costado de la ruta terrosa con sus guardapolvos blancos. Hacemos dedo hasta Eco camping, que tiene una casita de té y recepción construida toda artesanalmente en madera. ¡Duchita templada! Pizza casera en ambiente tibio, alfajor recién horneado y descanso.

Cascada Coloco (foto Andrés Manrique)

Al día siguiente, el dueño del camping nos marcó, carta mediante, los senderos más interesantes de la zona. Muchos pasan por estancias privadas y se los puede recorrer con permiso del dueño. Pasamos una vieja casona luego de una hora y media de caminata y seguimos, a campo traviesa, hasta una meseta cortada a cuchillo; una roca en forma de trapecio que, en su interior, como un volcán en miniatura ampara a una laguna. Otro día pasa, y nosotros caminamos hacia otro camping. Está menos poblado que el anterior, y a la vera del río Pulmarí. El guardaparque nos indica una caminata ineludible. Como quien dice en el patio de su casa tiene una cascada de 10 metros de caída que forma una cueva con la roca. Por un costado, se pasa a su interior sin salpicaduras. A través de la melena de agua se llega a ver el lago Ñorquinco recortado por la vegetación.

Bordeando la senda llegamos a un frambuesal silvestre. Pequeños rubíes de jugo y dulzor. Dos horas más adelante, el camino concluye en un puesto de gendarmería. Ahí, el guardia nos rumbea hacia la siguiente cascada. En minutos, llegamos a la trenza de agua que, corriendo entre las rocas del otro lado del valle, cae desde lo alto. La pendiente es empinada para descender y preferimos gozar de lejos su espumosa caída sobre el río Coloco.

Los últimos días de viaje los pasamos en una playa de mullido pasto sobre una de las innumerables vueltas del Pulmarí. Es un lugar especial para nadar. El lecho del río dormita bajo cinco metros de una corriente calma. El sol y el clima cálido nos sumerge en el origen de la vida, el agua. Y así, un poco como recién nacidos, nos despedimos de la selva patagónica, de sus valles, riscos y alturas, para volver a la ciudad de cemento sin memoria.

Camino a Quillén (foto Andrés Manrique)

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