
Dos momentos del libro Del ser al tener (1976), de Erich Fromm, cuyo estilo siempre se caracteriza por la precisión y la claridad.
Erich Fromm (1900-1980), el conocido pensador, psicoanalista, psicólogo social y filósofo humanista de origen judío alemán. El éxito de muchos de sus libros, la claridad de sus escritos predispuso, quizá, a ciertas líneas más embelesadas por la letra encriptada, a desvalorizar su obra. Mirada que exagera la andadura de la forma respecto a la legitimidad del contenido. Fromm situó sus investigaciones entusiastas en los puntos de cruce del marxismo, el psicoanálisis, la historia social, el socialismo democrático, la primacía de una vehemencia siempre humanista.
Durante un tiempo, perteneció a la famosa Escuela de Frankfurt, se enroló fuertemente en su actividad en su primera etapa, pero luego se desvinculó por sus diferencias respecto al abordaje de la obra freudiana. Entre sus grandes libros se encuentran El miedo a la libertad (1941); El arte de amar (1956); Ética y psicoanálisis (1947); El lenguaje olvidado (1951); Marx y su concepto del hombre (1959); La misión de Sigmund Freud: su personalidad e influencia (1959); Budismo zen y psicoanálisis (1960), escrito en colaboración con D. Suzuki; El dogma de Cristo (1963).
Del tener al ser (1976) es otro de sus más significativos aportes. Aquí dos momentos de esta obra, que estimula la reflexión respecto a lo que llama «la gran mentira», en relación, por ejemplo, a la mercantilización de la vida, las deformaciones que sufre la espiritualidad oriental ancestral en Occidente; y la charla trivial, como uno de los grandes «obstáculos para aprender el arte del ser».
E.I
La gran mentira (*)
«Quizás el obstáculo más difícil para aprender el arte de vivir sea lo que llamaré «la gran mentira». No se limita al terreno de la información humana: al contrario, ésta no es más que una manifestación de la gran mentira que penetra todas las esferas de nuestra sociedad. Esos productos que se fabrican para durar poco, sobrevalorados, o realmente inútiles, si no perjudiciales, para el comprador; esa publicidad que mezcla un poco de verdad con mucha falsedad, y otros muchos fenómenos sociales forman parte de esa gran estafa que la ley persigue sólo en sus manifestaciones más burdas. El valor real de una mercancía se encubre con el que indican la publicidad y el nombre e importancia del productor. ¿Cómo podría ser de otra manera en un sistema cuyo principio básico es que la producción se base en el máximo lucro, no en la máxima utilidad para el hombre? En la esfera política, la gran mentira se ha dejado ver no hace mucho tiempo en los casos del Watergate y de la guerra del Vietnam, a través de las falsedades que se decían sobre una «victoria próxima» y el engaño deliberado, como las falsas informaciones sobre ataques aéreos. Sin embargo, sólo se ha descubierto la punta del iceberg de la mentira política. En pintura y literatura, la mentira tampoco tiene freno. […] El público, e incluso las personas cultas, han perdido la capacidad de distinguir entre lo genuino y lo fingido. Es un defecto que tiene varias causas; en primer lugar, la orientación puramente cerebral de la mayoría. Atienden sólo a palabras y conceptos intelectuales, sin aplicar el «sexto sentido» para probar la autenticidad del autor. Por poner un ejemplo: hay escritores sobre budismo zen, como Daisetz T. Suzuki, cuya autenticidad está fuera de toda duda. Habla de lo que ha experimentado él mismo. El mero hecho de esta autenticidad hace que sus libros, a menudo, sean difíciles de leer, porque es esencial para el zen no dar respuestas racionalmente satisfactorias. Otros autores parecen describir apropiadamente las ideas del zen, pero son meros intelectuales, con muy poca experiencia. Sus libros son más fáciles de entender, pero no transmiten la cualidad esencial del zen. Sin embargo, según creo, la mayoría de quienes aseguran tener un interés serio por el zen no se han dado cuenta de la decisiva diferencia cualitativa entre estas categorías.»
«El otro motivo para la dificultad de distinguir entre lo auténtico y lo falso es la fascinación del poder y la fama. Si la habilidad publicitaria hace famosos el nombre de una persona o el título de un libro, el hombre medio se inclina a creer la propaganda. Hay otro factor que contribuye a esto en gran manera. En una sociedad totalmente comercializada, en la que la venalidad y el máximo beneficio constituyen los valores centrales de todas las cosas, cada uno se ve a sí mismo como un capital que debe invertir en el mercado con la finalidad de obtener el máximo beneficio (éxito), y su valor de uso no es superior al de una pasta dentífrica o un medicamento. Poco importa que sea amable, inteligente, creativo y animoso si estas cualidades no le han servido para conseguir el éxito. En cambio, si no pasa de mediocre como persona, escritor, artista o lo que sea, pero tiene un ansia narcisista, resuelta, obsesiva y descarada por salir en los periódicos, con un poco de talento fácilmente se convertirá en uno de los «grandes artistas o escritores» del día. Claro que él no es el único que interviene: los marchantes, los agentes literarios, los «relaciones públicas», los editores…, todos están interesados económicamente en su éxito. Son ellos quienes lo han «hecho». Y una vez que ha llegado a ser un escritor, pintor o cantante anunciado en todo el país; una vez que ha llegado a ser una «celebridad», es ya un gran hombre, lo mismo que el mejor detergente es el más anunciado, y el que la gente más recuerda si ve la televisión. El fraude y el engaño no son nuevos: han existido siempre. Pero no ha habido otra época en que tuviese tanta importancia mantenerse en el candelero. Con estos ejemplos, nos estamos refiriendo a la parte de la gran mentira que es más importante en el contexto de este libro: la mentira en el terreno de la salvación del hombre, de su bienestar, desarrollo y felicidad. Debo confesar ahora que he vacilado mucho antes de escribir este capítulo, e incluso me ha tentado el omitirlo después de haberlo escrito; porque en este terreno casi no quedan palabras que no hayan sido comercializadas, corrompidas ni maltratadas de alguna manera. Varios escritores y asociaciones han rebajado, y hasta utilizado con fines publicitarios, expresiones como «desarrollo humano», «potencial de desarrollo», «realización de sí mismo», «sentir contra pensar», «el aquí y ahora» y otras muchas. […] Piense el lector que las palabras no tienen realidad en sí mismas, sino en el contexto en que se emplean y en las intenciones y carácter de quien las emplea. Si se interpretan parcialmente, sin perspectiva de fondo, no comunican, sino que ocultan las ideas. Debo advertir también que, al hablar de la mentira, no quiero decir que los líderes y defensores de estos movimientos sean conscientemente insinceros ni pretendan engañar al público. Algunos sí, pero creo que muchos de ellos quieren hacer el bien y tienen fe en la utilidad de sus mercancías espirituales. Sin embargo, el engaño no sólo es consciente y deliberado: el engaño en el que creen sus propios autores es el más peligroso para la sociedad, trátese de preparar una guerra o de enseñar el camino a la felicidad. En realidad, ciertas cosas hay que decirlas, aun a riesgo de que se tomen como ataques personales a gente bienintencionada. Y no hay demasiado motivo para los ataques personales, pues estos mercaderes de la salvación no hacen sino responder a una gran demanda. ¿Cómo podría ser de otro modo? La gente está confusa e insegura, busca respuestas que te proporcionen la alegría, la tranquilidad, el autoconocimiento y la salvación, pero quiere además que sean fáciles de aprender, que exijan poco esfuerzo o ninguno y que den rápidos resultados. En los años veinte y treinta surgió un movimiento nuevo, nacido del genuino interés de unas cuantas personas por unas ideas hasta entonces impopulares y por otras nuevas, ordenadas en torno a dos cuestiones: la liberación del cuerpo y la liberación de la mente de las cadenas con que la vida tradicional los había atado y desvirtuado. La primera tendencia tuvo dos orígenes: uno, psicoanalítico. Georg Groddek fue el primero que empleó el masaje para relajar el cuerpo y ayudar al paciente a librarse de sus tensiones y represiones. Wilhelm Reich siguió el mismo método más sistemáticamente y con más conciencia teórica de lo que estaba haciendo: romper la resistencia que defiende lo reprimido quebrando la postura rígida y deformada que funciona como una coraza defensiva de la represión. El segundo origen consistió en varios métodos de conciencia física, empezando por la labor de Elsa Gindler en los años veinte. La segunda tendencia, de liberación de la mente, se centró sobre todo en ideas orientales, particularmente en ciertas formas de yoga, budismo zen y meditación budista. Todas estas ideas y métodos, por los que sólo se interesaban unas cuantas personas, son genuinos e importantes y han ayudado en gran manera a muchos que ya no esperaban encontrar un fácil atajo hacia la salvación.»
Durante los años cincuenta y sesenta, fueron muchísimos más los que buscaban nuevos caminos de felicidad. Y empezó a formarse un mercado a gran escala. California, en particular, fue tierra fecunda para la mezcla de métodos legítimos, como algunos de los citados, con otros de pacotilla, que en breves cursos, en una especie de buffet libre espiritual, prometían sensibilidad, gozo, penetración, conocimiento de sí mismo, aumento de la afectividad, relajación… Hoy no falta nada en este programa: ofrecen adiestramiento sensorial, terapia de grupo, zen, T’ai Chi Ch’uan, esto y aquello, en un ambiente agradable, acompañado de otros que tienen la misma preocupación: la falta de relaciones y sentimientos verdaderos. Desde estudiantes universitarios hasta directivos de empresa, todo el mundo encuentra lo que quiere, sin que se le pida mucho esfuerzo. Hay platos de este buffet, como la «conciencia sensorial», de Charlotte Selver (véase C. V. W. Brooks, 1974), que no albergan nada nocivo en su enseñanza. Sólo me desagrada la atmósfera en que se enseñan. En otros planes, la mentira reside en la superficialidad de la doctrina, en especial cuando pretende basarse en el pensamiento de los grandes maestros; pero, casi siempre, en prometer —franca o tácitamente— una transformación profunda de la personalidad, cuando lo que se da es una mejora transitoria de los síntomas o, a lo sumo, una estimulación de la energía y un poco de relajación. En lo esencial, estos métodos sirven para sentirse mejor sin tener que variar mucho el carácter, al mismo tiempo que uno se va adaptando a la sociedad. Sin embargo, este movimiento californiano es insignificante en comparación con la gran fabricación en serie de mercancías espirituales que han emprendido por ahí ciertos «gurús» hindúes. El éxito más sorprendente ha sido el del movimiento llamado «Meditación Trascendental», dirigido por el hindú Maharishi Mahesh Yogi. Este gurú echó mano a una idea hindú muy antigua: la meditación sobre un mantra. Un mantra es una palabra de los textos sagrados hindúes que adquiere un significado especial mediante la concentración (como el OM de los Upanishad). Esta concentración produce relajación, alivio de la tensión y la correspondiente sensación de bienestar. Este método puede practicarse empleando palabras del idioma propio, como «tranquilo», «amor», «uno», «paz», o cualesquiera otras que resulten indicadas. Parece ser que, practicado regularmente todos los días en postura de descanso, con los ojos cerrados, durante unos veinte minutos, tiene un señalado efecto de calma, relajación y aumento de la energía. (Yo aún no lo he practicado, de modo que sólo me baso en comunicaciones bastante fiables). Maharishi no inventó este método, pero sí la manera de empaquetarlo y venderlo. Primero, vende el mantra asegurando que se escoge siempre el más adecuado para la personalidad del cliente. (Aunque existiese esta relación entre individuo y mantra, seria difícil que cualquiera de los miles de maestros que introducen en el secreto a los novicios conociese lo suficiente la personalidad del nuevo cliente como para escoger bien). El cuento del mantra fabricado a la medida permite vendérselo al novato por una bonita suma. «Se tienen en cuenta los deseos personales del individuo, y el maestro confirma la posibilidad de que se cumplan». (Véase Transzend. ¡Vaya promesa! ¡Cualquier deseo puede cumplirse, con tal de practicar la Meditación Trascendental! Después de asistir a dos clases introductorias, el novicio mantiene una entrevista con el maestro; entonces se celebra una pequeña ceremonia en la que recibe su mantra personal y se le da instrucciones de no pronunciarlo nunca en voz alta, ni para sí mismo ni para nadie, y se le da a firmar una declaración de que no enseñará el método a nadie (naturalmente, para mantener intacto el monopolio). El nuevo adicto tiene derecho a que su introductor le haga un examen anual de sus progresos; pero, por lo que tengo entendido, suele tratarse de un breve procedimiento rutinario. Este movimiento cuenta ya con centenares de miles de adictos practicantes, sobre todo en los Estados Unidos, aunque también van aumentando en los países europeos. Además del cumplimiento de cualquier deseo personal, la Meditación Trascendental promete que su práctica no exigirá ningún esfuerzo y, sin embargo, sentará las bases para conducirse adecuadamente y tener éxito. Coinciden el éxito y el desarrollo personal, se reconcilian Dios y el César; cuanto mayor sea nuestra edificación espiritual, tanto más éxito tendremos en los negocios. En realidad, el mismo movimiento, con su publicidad, su lenguaje vago y con frecuencia absurdo, su alusión a ideas respetables y su culto a un líder sonriente, ha adquirido todas las características de una gran industria. La existencia y popularidad de este movimiento no debe sorprender más que la de ciertos medicamentos. Lo sorprendente es que, entre sus adictos y defensores, como sé por experiencia, haya personas de integridad incuestionable, gran inteligencia y enorme penetración psicológica. Debo admitir que me desconcierta. Su reacción positiva se debe, desde luego, a la relajación y energía que proporcionan los ejercicios de meditación. Pero lo desconcertante es que no les repelan la confusión de su lenguaje, su tosco espíritu de Relaciones Públicas, la exageración de las promesas, o el mercado que se forma alrededor del negocio de la salvación, y por qué mantienen su relación con la Meditación Trascendental en vez de escoger otro método menos engañoso entre los antes citados. ¿Se habrán extendido ya tanto el espíritu de la gran industria y sus métodos de venta que incluso se aceptan en el terreno del propio desarrollo espiritual? En mi opinión, la meditación mantra, a pesar de su buen efecto, perjudica a sus practicantes. Para estimar este perjuicio, no debemos quedamos en el acto aislado de la meditación, sino considerar todo el edificio del que forma parte. Se defiende una idolatría, con lo que se reduce la propia independencia; se defiende el carácter deshumanizador de nuestra cultura, la comercialización de todos los valores, el espíritu de la falsedad publicitaria, el deseo de conseguirlo todo sin esfuerzo y la corrupción de los valores tradicionales, como el conocimiento de sí mismo, el gozo y el bienestar, todo muy bien envuelto. La consecuencia es que la mente se confunde y se inunda con más engaños aún de los que tenía y trataba de expulsar. Otro peligro de los movimientos como la Meditación Trascendental es que, por su retórica, atraen a muchas personas auténticamente deseosas de lograr una transformación interior y de encontrar un nuevo sentido a su vida. Pero, en el mejor de los casos, no son más que métodos de relajación, comparables al hatha yoga, o al respetable «entrenamiento autógeno» de I. H. Schultz, que en muchas personas ha producido estados de relajación renovadora y activadora. Tal relajación, aun siendo conveniente, no tiene nada que ver con el paso del egocentrismo a la libertad interior, que resulta fundamental para el ser humano. Es tan útil para una persona vana y egocéntrica como para la que haya abandonado gran parte de su orientación al tener. Por pretender ofrecer algo más que una relajación momentánea, la Meditación Trascendental cierra el camino a muchos que, de no haber creído en ella, habrían buscado una verdadera senda de liberación. Últimamente, este movimiento trata también de atraer a quienes no se interesan sólo por sí mismos, sino también por la humanidad. El 8 de enero de 1972, el Maharishi anunció en Mallorca, a dos mil nuevos maestros de la «ciencia de la inteligencia creativa», después de siete días de silencio, un «plan mundial». Habría de cumplirse construyendo 3500 «centros del plan mundial», uno por cada millón de personas. Cada centro instruiría a mil maestros de la ciencia de la inteligencia creativa, de modo que, al final, cada mil personas de todas las partes del mundo contarían con un maestro. El plan mundial tenía siete objetivos, entre ellos «perfeccionar las realizaciones gubernamentales» y «eliminar los viejos problemas de la delincuencia y de todos los comportamientos que provocan infortunio». Para alcanzar los siete objetivos, habría siete cursos. Resumiendo sus propósitos, declaraba el Maharishi: «No deberemos considerar que hemos tenido éxito hasta que hayan disminuido en gran medida, y se hayan eliminado finalmente, los problemas del mundo de hoy y sean capaces las autoridades de todos los países de educar ciudadanos plenamente desarrollados». ¿Hará falta algún comentario para demostrar que estos planes de salvación del mundo no encierran más ideas que la de una vulgar estrategia de venta? El éxito de la Meditación Trascendental dio origen a empresas parecidas, de la última de las cuales informaba el semanario Newsweek en su número del 17 de febrero de 1975: un tal Jack Rosenberg, que se hace llamar Werner Erhard (de Wemherr von Braun y el ex canciller alemán Ludwig Erhard), fundó el Erhard Seminar Uraining, en el que embutió su «experiencia» de yoga, zen, entrenamiento sensorial y terapia de grupo en un nuevo paquete, que se vende a 250 dólares en dos sesiones de fin de semana. Según el reportaje, el año pasado había tratado ya a seis mil buscadores de la salvación, con grandes beneficios para el negocio. Es poco, comparado con la Meditación Trascendental, pero muestra que ahora no sólo los hindúes pueden entrar en esta industria, sino también un antiguo especialista en motivación personal, vecino de Filadelfia. He dedicado tanto espacio a estos movimientos porque creo que nos enseñan una lección importante: el principio de todo camino hacia la propia transformación es reconocer cada vez más la realidad y descubrir los engaños que corrompen, hasta hacerla venenosa, aun la doctrina más excelsa. No me refiero a los posibles errores de la doctrina. La enseñanza de Buda no está viciada para quien no crea en la transmigración, ni está viciada la Biblia porque se enfrente al saber, más realista, de la historia de la Tierra y de la evolución del hombre. Pero sí hay falsedades y engaños intrínsecos que corrompen la doctrina, como anunciar que pueden lograrse magníficos resultados sin esfuerzo, o que el ansia de fama puede correr paralela al desinterés, o que los métodos de sugestión de masas son compatibles con la independencia. Ser ingenuos y fáciles de engañar es hoy más inadmisible que nunca, puesto que el predominio de la falsedad puede llevarnos a una catástrofe, porque cierra los ojos a los verdaderos peligros y a las posibilidades verdaderas. Los «realistas» dicen que los partidarios de la amabilidad tienen buena intención, pero que son ingenuos y están en las nubes, o sea, que son tontos. Y no les falta razón. Muchos de los que aborrecen la violencia, el odio y el egoísmo son ingenuos. Necesitan creer que «todo el mundo es bueno» para poder conservar la fe en sí mismos. No tienen la suficiente firmeza de convicción como para creer en las fecundas posibilidades del hombre sin cerrar los ojos a la maldad y perversidad de individuos y grupos. De esta manera, sus tentativas de alcanzar un máximo de bienestar acaban fracasando. Cualquier decepción grande los convencerá de que estaban equivocados, o los empujará a la depresión, por no saber ya en qué creer. La fe en la vida, en sí mismo y en los demás tiene que edificarse sobre el terreno firme del realismo; es decir, sobre la capacidad de ver el mal donde está, de ver la trampa, la destructividad y el egoísmo, no sólo cuando se presentan a cara descubierta, sino también en sus muchas máscaras y disfraces. Verdaderamente, la fe, el amor y la esperanza han de ir acompañados de tal pasión por la realidad en toda su desnudez, que el ajeno puede verse inclinado a llamar «cínica» esta postura. Pues que sea cínica, si entendemos por tal el no querer que nos tomen el pelo con las mentiras agradables y sabrosas que llenan casi todo lo que se dice y se cree. Pero este tipo de «cinismo» no lo es en realidad: es crítica intransigente, es negarse a tomar parte en un sistema de engaños. El maestro Eckhart lo expresaba breve y escuetamente cuando decía del «inocente» (a quien Jesús enseñaba): «No engaña a nadie, pero tampoco se deja engañar». En efecto, ni Buda, ni los profetas, ni Jesús, ni Eckhart, ni Spinoza, ni Marx, ni Schweitzer, eran blandos. Al contrario, eran tercos realistas y, en su mayoría, no fueron perseguidos y calumniados por predicar la virtud, sino por decir la verdad. No respetaron el poder, los títulos, ni la fama, y sabían que el rey iba desnudo; y sabían que los poderosos son capaces de matar a los «profetas».»
La charla trivial y las malas compañías (**)
Otro de los obstáculos para aprender el arte del ser es entregarse a la charla trivial y a las malas compañías. ¿Qué es trivial? Viene del latín tri-via (cruce de tres caminos) y suele denotar «tópico», vulgar, mediocre e insignificante. Podríamos definir, pues, «trivial» como la postura que se interesa sólo por la superficie de las cosas, no por sus causas ni interioridades; la postura que no distingue entre lo esencial y lo inesencial, o que tiende a confundir ambas cualidades. Podemos decir también que la trivialidad se deriva del vacío, la indiferencia y la rutina, o de cualquier cosa que no esté relacionada con la misión esencial del hombre: nacer plenamente. En este sentido definía Buda la charla trivial, diciendo: «Cuando el ánimo de un monje lo incline a conversar, deberá pensar así: “No entraré en esa baja especie de conversación que es vulgar, mundana e insustancial; que no lleva al desapego, al desapasionamiento, suspensión, tranquilidad, conocimiento directo, iluminación y extinción; a saber, hablar de reyes, ladrones, ministros, ejércitos, hambre y guerra; de comida, bebida, vestido y vivienda; de joyas, perfumes, parientes, vehículos, aldeas, villas, ciudades y países; de mujeres y vino, de los chismes de la calle y de la fuente; hablar de los antepasados, de pequeñeces, de historias sobre el origen del mundo y del mar, de si las cosas son así o asá, y temas parecidos”. Entonces lo comprenderá todo claramente. Pero la conversación que sirva de ayuda para llevar una vida austera, que convenga a la claridad mental, que lleve al completo desapego, desapasionamiento, suspensión, tranquilidad, conocimiento directo, iluminación y extinción; que sea hablar de frugalidad, conformidad, soledad, retiro, perseverancia, virtud, concentración, sabiduría, de la redención y de la lucidez que ésta otorga: en semejante conversación sí entraré. Entonces lo comprenderá todo claramente». (K. E. Neumann, 1902, págs. 240 y sigs).
A quien no sea budista, no le parecerán charla trivial algunos de estos ejemplos, como la cuestión del origen del mundo, e incluso un budista quizá diga que Buda no consideraría trivial una conversación seria sobre el hambre con la intención de prestar ayuda. Sea como fuere, toda esta lista, con su esforzada recapitulación de temas, varios sagrados para algunos y estimados por muchos, es impresionante, porque transmite el sabor de la vulgaridad. ¡Cuantísimos millones de conversaciones se han celebrado sobre la inflación, Vietnam, el Oriente Próximo, Watergate, las elecciones, etc, y qué poquísimas veces pasan de lo consabido y de la mezquina opinión partidaria para llegar a las causas y raíces de los fenómenos! Uno se inclina a creer que la gente necesita guerras, crímenes, escándalos y aun enfermedades, para tener algo de qué hablar, o sea, con el fin de tener un motivo para comunicarse, aunque sea en el plano de la trivialidad. En efecto, si los hombres se han transformado en mercancías, ¿cómo puede ser su conversación, sino trivial? Si los productos del mercado pudiesen hablar, ¿no charlarían sobre los dientes, sobre el comportamiento de los vendedores, de su esperanza de conseguir un precio alto y de su decepción al quedar claro que no se van a vender?
La mayor parte de la charla trivial quizá sea el hablar de sí mismo. De ahí el cuento de nunca acabar con la salud y la enfermedad, los hijos, los viajes, los éxitos, lo que uno ha hecho y las innumerables cosas cotidianas que parecen tan importantes. Como uno no puede pasarse todo el rato hablando de sí mismo sin que lo consideren un pelmazo, sólo puede gozar de este privilegio de hablar de sí mismo a cambio de su disposición a escuchar a los demás hablar de sí mismos. Las reuniones particulares, como a menudo también las asambleas de toda clase de grupos y asociaciones, son un pequeño mercado en el que uno cambia su necesidad de hablar de sí mismo y su deseo de que lo escuchen por el deseo de los demás de tener la misma oportunidad. La mayoría de las personas respetan este comercio. Quienes no lo respetan, y quieren hablar más de sí mismos y están menos dispuestos a escuchar, resultan «tramposos», disgustan y han de buscar compañías inferiores para que los soporten.
Es difícil exagerar la necesidad de las personas de hablar de sí mismas y de que las escuchen. Si mostrasen únicamente esta necesidad los muy narcisistas, que sólo están satisfechos consigo mismos, sería fácil entenderla. Pero la tiene el hombre corriente, por motivos esenciales a nuestra cultura. El hombre moderno es un hombre-masa, está muy «socializado», pero también está muy solo. Está enajenado de los demás y enfrentado a un dilema: tiene miedo a una relación íntima con otro, pero también tiene miedo a la soledad. La función de la conversación trivial, ¿no será la de resolver el problema de cómo seguir estando solo sin quedar aislado?
Hablar llega a ser una manía. Mientras yo hable, sé que existo, que no soy nadie, que tengo pasado, trabajo y familia. Y hablando de todo esto, me afirmo a mí mismo. Sin embargo, necesito alguien que me escuche. Si sólo hablase para mis adentros, me volvería loco. Entonces, el oyente ofrece la apariencia de un diálogo, cuando en realidad no hay más que un monólogo.
Mala compañía no es sólo la de personas meramente triviales, sino también la compañía de personas malas, sádicas, destructivas y hostiles a la vida. Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué peligro hay en la compañía de malas personas cuando no traten de perjudicarnos, de una manera u otra?
Para contestar a esta pregunta, debe tenerse en cuenta una ley de las relaciones humanas: No hay encuentro entre dos personas que no tenga alguna consecuencia para las dos. Ninguna reunión de dos personas, ninguna conversación entre ellas, excepto quizá la más casual, deja a ninguna de las dos como eran, a pesar de que el cambio pueda ser mínimo, y no reconocerse sino por su efecto acumulado en el caso de trato frecuente. Incluso un encuentro casual puede tener un efecto considerable. ¿A quién no ha conmovido en su vida la amabilidad del rostro de una persona a la que no vio por más de un minuto, y a la que no habló? ¿Quién no ha sentido horror ante una cara verdaderamente malvada, aunque la viese sólo un momento? Habrá muchos que recuerden durante años, o toda la vida, caras semejantes y la impresión que les produjeron. ¿Quién no se ha sentido animado después de haber estado con cierta persona, más vivo, de mejor humor, e incluso, a veces, más valiente y con la cabeza más clara, aunque este cambio no se deba al tema de la conversación? Por otra parte, después de haber estado con otro, muchos han tenido la experiencia de caer en la depresión, el cansancio o el abatimiento, sin poderlo atribuir al tema de la conversación que se ha mantenido.
No hablo del influjo que sobre una persona ejerce otra de la que está enamorada, a la que admira o teme, etc. Naturalmente, lo que ésta dice, o su forma de comportarse, puede tener gran influencia sobre la persona que se encuentra bajo su hechizo. Hablo de la influencia de una persona sobre los que no tienen con ella ninguna relación especial.
Todas estas consideraciones nos llevan a la conclusión de que conviene evitar siempre las compañías malas y triviales, a menos que podamos defendernos perfectamente, con lo que haríamos dudar al otro de su postura.
Cuando no podamos evitar las malas compañías, no debemos dejarnos engañar; tenemos que ver la insinceridad tras su máscara de amabilidad; la destructividad, tras la máscara de las eternas quejas sobre lo desgraciadas que son; el narcisismo que esconden detrás de su encanto… Tampoco debemos obrar como si nos engañase su falsa apariencia, para evitar que nos impongan también a nosotros mismos cierta insinceridad. No hace falta decirles lo que vemos, pero tampoco hacerles creer que estamos ciegos. El gran filósofo judío Maimónides, reconociendo la influencia de las malas compañías, hacía esta severa recomendación: «Si son malos los habitantes del país en que vives, evita su compañía. Si quieren obligarte a unirte a ellos, abandona el país, aunque tengas que ir al desierto».
¿Y qué importa si los demás no nos entienden? Cuando nos exigen hacer sólo lo que entienden, lo que hacen ellos es tratar de imponérsenos. Si dicen que somos «raros» o «insociables», que lo digan. Lo que les molesta, sobre todo, es nuestra libertad y nuestra valentía de ser nosotros mismos. A nadie tenemos que rendir cuentas, mientras no hagamos daño a nadie. ¡Cuántas vidas se han arruinado por esta necesidad de «explicarse»!, lo que suele querer decir que la explicación se «entienda», esto es, se apruebe. Que juzguen nuestros actos y, por dios, nuestras intenciones verdaderas, pero sepamos que una persona libre sólo debe rendir cuentas a sí misma, a su razón y a su conciencia, así como a las pocas personas que puedan tener justo derecho a ello.
(*) (**) Fuente: Erich Fromm, Del tener al ser, ed. Paidós
