Ensayo: Filosofía, naturaleza y cuerpo en el Marqués de Sade, y la crítica de lo sádico, y el otro erotismo (segunda parte)

Por Esteban Ierardo

Aquí la segunda parte de este ensayo sobre Sade, y también sus múltiples lecturas, y su crítica, y quizá superación, en la forma de un otro erotismo que entrega un mundo vital y reencendido.

En la primera parte del ensayo ya merodeamos a Sade como pensador que somete el placer siempre a una legitimación racional. Lo sádico como separación entre el libertino y su víctima, de cuya dominación y castigo obtiene placer, y la justificación de la agresión y hasta el crimen, derivan en la crítica de Bataille y su afirmación de que el libertinaje de Sade es la «ruina del erotismo»; incluimos también las críticas desde la Escuela de Frankfurt , con Adorno y Horkheimer. El cuestionamiento de lo sádico nos conduce a entrever, al final, otro erotismo, como en Marcuse, otro conspicuo frankfurtiano, o el tantrismo oriental; el otro erotismo como erotización del mundo, la fusión entre los seres y el mundo, y la erotización de la naturaleza y la materia, como actitud estética y espiritual.

Primera Parte ensayo

Filosofía, naturaleza y cuerpo en el Marqués de Sade, y la crítica de lo sádico, y el otro erotismo (segunda parte)

Por Esteban Ierardo

XI. El castillo y lo encerrado: Sade, Kafka y Piranesi

La cárceles imaginarias, grabado de Piranesi

Julieta escapa de Saint-Fond, en Juliette o las prosperidades del vicio. Entre vapores de azufre y una región montañosa, la gran libertina escucha la voz de Minski, el «ermitaño de los Apeninos», que se refugia en un castillo «para entregarme a todos los extravíos de mi imaginación». El castillo es lugar de protección y poder, pero es también lugar amurallado que cobija un microcosmos, donde el humano libertino, devenido soberano-dios, arde entre los afrodisíacos de la impunidad completa: «Ejerzo los derechos soberanos, gozo allí todos los placeres del despotismo, no temo a ningún hombre y vivo contento» (31).

  El castillo de Minski se levanta en una isla. La guarida del ermitaño protege la verdad del cuerpo: el deseo como ley que libera las hogueras instintivas.  

   En el castillo se empotran gruesas puertas de hierro, escaleras intrincadas que trepan a torres, o bajan a espacios subterráneos. El agua (que circunda la isla) acerca a lo primitivo; a la fuente de la oscuridad líquida que, ya para las antiguas mitologías, es lugar de aparición primigenia de la vida.

  Y en el fondo de las mazmorras en el castillo reposan esqueletos, porque la muerte es afín al goce necrofílico, al placer que juega con los límites entre lo vivo y lo muerto. En su infierno personal, el libertino es Dios. Su voluntad es poder desmesurado, que desparrama por doquier la flagelación virulenta sobre sus víctimas.

  El castillo hunde sus pilares hasta el centro de la tierra. Su profusión de corredores, escaleras y pasillos, constituyen un laberinto. La víctima no puede orientarse entonces. No puede escapar. O más exactamente: no puede evadirse porque ya no hay afuera.

 La arrogancia del poder económico de Minski le ofrenda doscientos seres para su placer, y cincuenta criados de los dos sexos. Gracias a su dinero, el libertino recluta sus víctimas, compra las delicias de la impunidad. En el castillo oculta su perversa “propiedad privada”.

  Minsky deambula dentro de su hogar feudal como el lugar de la posibilidad absoluta. Los libertinos gustan de los castillos para entregarse a sus excesos (32). Y el castillo sadiano es distinto del castillo kafkiano. En el castillo de Sade se desata la explícita perversidad polimorfa del libertinaje. En El castillo de Kafka, todo es una interioridad inaccesible, la lejana bruma de un laberinto indescifrable.

 Y todo lo que entra en el castillo libertino, en la guarida del ogro-ermitaño-libertino, deberá ser tragado, comido, muerto. Nuevamente el placer de lo necrofílico. Es la casa siniestra, con sus salas para la coprofilia, que se extienden dentro de una profundidad geológica clausurada, libre de toda amenaza a la satisfacción del deseo.

  El castillo de Sade es la arquitectura para la seguridad del goce: «Es en definitiva el sitio y la imagen de la obra entera de Sade, y por eso Los 120 veinte días…son ejemplares; la obra-castillo es sitio cerrado, donde se expresa el deseo mediante el discurso y cuyo encierro mismo es liberador pues la obra afirma su triunfo sobre el espacio, el tiempo y la muerte» (33).

  El castillo sadiano es acaso alcanzado por las sombras de las cárceles imaginarias de Piranesi. Con sus grabados de 1750, en sus carceri d’ invenzione, el artista veneciano imagina recintos cerrados, deshabitados, penumbrosos, sólo poblados por poleas, puertas y ventanas que no se comunican con el exterior. Los grabados piranesianos son el reverso del encriptado castillo sadiano, imaginario sitio de la plenitud deseante. El veneciano intuye que lo enclaustrado es vaciamiento, no abundancia de placer, donde lo encerrado sobre sí es sufrimiento, sin vasos comunicantes con la sal de un placer posible y real.


XII. Bataille y Sade.


Bataille lee a Sade. Antes de concentrarnos en su particular lectura de lo sádico, atenderemos a su exploración filosófica de lo erótico. 

 Bataille pertenece a los pensadores desinteresados por pensar una racionalidad universal y definitiva, a la manera de la modernidad ilustrada. El pensador francés prefiere recuperar los derechos perdidos del cuerpo y la sensación.

  Para Bataille, la energía más exaltada es el Eros. El erotismo primero debe ser pensado, pero sólo para luego regresar a su forma de libre pulsión.

  En El erotismo, Bataille distingue entre la vida continua y discontinua (34). El individuo encerrado en su forma corporal o psíquica es lo discontinuo, lo separado de la corriente de lo vivo. La continuidad, por el contrario, es la vida percibida como la fuerza de una totalidad dinámica. Lo individual separado de esa vida mayor se debilita en lo discontinuo.

  La muerte reintegra a lo continuo porque es aniquilación de la forma como limitación, y del vivir en la condición separada.

  Para estudiar cómo el humano arcaico intentaba recuperar lo continuo por ciertos rituales, Bataille persigue la estela pionera de Marcel Mauss y su discípulo, Roger Callois y su emblemático El hombre y lo sagrado (35); obra esta última donde brilla su teoría de la fiesta… Lo festivo antiguo es ruptura del tiempo lineal, irreversible, profano, el tiempo del envejecimiento, el agotamiento y la muerte. Por el caos, por el caos festivo, la fiesta recupera el origen de la vida, y da una sensación de renovación, de renacimiento. La fiesta supera lo discontinuo; sale por un momento del agotamiento del tiempo lineal o prosaico. Y rompe las jerarquías sociales. Esas jerarquías se invierten. Por eso, durante la fiesta, el esclavo deviene amo (ejemplo arquetípico: las saturnales romanas). En lo festivo, la inhibición sexual se interrumpe, y da lugar a la liberación orgiástica, una vida reencendida que, por la sensualidad, le infunde mágicamente fecundidad a la tierra.

 Durante el intervalo excepcional de la fiesta, lo antes separado, lo individual, la sociedad, el tiempo declinante, se re-funden con la vida continua, la vida como nueva primavera, como mediodía sin sombra, vida renovada, que es de nuevo.

  Pero, además de la fiesta, lo que transgrede lo separado y vuelve a sumergir en las aguas de la vida continua, la vida de la renovación, es el erotismo.
  El orgasmo supone una muerte simbólica que dura un instante, es una forma superior de trasgresión, que acerca al sujeto a la experiencia que Bataille vincula con la “soberanía”. La soberanía es lo que recupera la vida sobreabundante que traspasa y vulnera el límite, que transgrede las prohibiciones, los interdictos.
  En 120 días en Sodoma, las prácticas de los libertinos en el castillo de Sirlling aceptan primero una legislación prohibitiva, un código de interdicciones (36). Pero donde hay interdicciones, también hay transgresiones.
  Y en el universo arcaico que Bataille explora con lámparas modernas, redescubre un corpus de interdictos básicos. Primero es el interdicto del asesinato.

En la humanidad prehistórica, el cazador paleolítico ya experimenta la divinidad de la vida y acepta la prohibición del matar. Pero sólo por el matar el cazador sobrevive. Para superar la interdicción, la prohibición, crea las primeras reglas particulares de trasgresión. La caza paleolítica es legítima si previamente se implora un permiso ritual a los antepasados del animal para que éste se entregue. Otros medios para legitimar el acto trasgresor ante la prohibición del matar son la guerra, el duelo, las vendettas. En esos contextos, es “legítimo” matar.
   Otra interdicción fundamental es la que impone el trabajo como un imperativo represivo de la utilidad. Aquí se despliega la cantera desde la que Bataille escribe su obra sistemática, su exposición de un pensar global antimoderno, una nueva filosofía de la historia: La parte maldita (37).

El trabajo utilitario constriñe la vida a lo que debe ser eficaz, a lo que debe acumularse gradualmente como plan estricto de contenciones, presiones, imposiciones que prohíben todo gasto estéril. El trabajo utilitario y represivo es transgredido por el potlatch, una experiencia ritual que Bataille encuentra en Marcel Mauss, y en particular su Ensayo del don, forma arcaica del intercambio (1925).

 El potlach es una forma de gasto inútil, un libre desborde que entrega generosamente regalos; la expresión de una vida desmesurada, intensa, soberana (38).
  Pero el erotismo nace especialmente de la trasgresión del interdicto de la desnudez. Al desnudarse, los cuerpos se liberan del nudo de lo artificial, de las vestimentas y mascaradas civilizatorias. La fuerza alquímica de la desnudez sólo fluye cuando la sexualidad se libera de la estrechez reproductiva.

  El erotismo ya encendido entre los cuerpos des-nudos abre sus aguas calurosas en tres vertientes: el erotismo de los cuerpos, de los corazones, y el erotismo sagrado.

En su primera expresión, en el erotismo de los cuerpos, lo erótico es su balbuceo más elemental: la compenetración genital, sin el poder de la transformación de la energía sexual en una experiencia distinta a la inmediatez instintiva.

  El erotismo de los corazones, por su parte, empieza la transformación de lo instintivo primario. Es la sublimación del instinto por su idealización platonizante; es el eros que late en ausencia de lo amado, desde una distancia que solo ama en la lejanía, sin el ardor de los cuerpos entrelazados.

  Sólo en el erotismo sagrado acontece una trasgresión asociada a una muerte simbólica, que supera la interdicción de la desnudez. Lo erótico en su cumbre, en lo orgásmico, anonada la conciencia del propio yo. En ese momento orgásmico de máximo placer el yo se olvida de sí mismo, olvida sus conflictos, su anterior vivir separado del río de la vida continua, de la experiencia de un estar intensamente vivo.

XIII. Entre Hegel, Sade, Bataille y la reducción del erotismo a su ruina.

Geoffrey Rusch como Sade en película Quills (España)
y Letras prohibidas, la leyenda del Marqués de Sade (Argentina).

Al comienzo, la vida exuberante se concentra en uno solo: el soberano, el rey, que monopoliza la riqueza, el disfrute del ocio, y el acceso carnal a las jóvenes. El hombre integral se expresa en la exuberancia soberana de los reyes. Pero, por las sublevaciones revolucionarias en la época moderna, el soberano pierde sus privilegios. Pero aún antes, el Antiguo Egipto ya es ejemplo de este proceso. La inmortalidad era en principio una prerrogativa destinada sólo al faraón. Luego, en un lento proceso, ese bien espiritual es reclamado por todos.

 En las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal de Hegel, late también un ejemplo de esta dinámica de un bien primero solo para uno, y luego para muchos. Para la mirada retrospectiva hegeliana, en la infancia de la humanidad, ab origene, en Asia, la libertad es solo para uno: el déspota absoluto. Luego, para algunos (en Grecia y Roma); después, la libertad, es atributo interior de todos, en la modernidad abierta por la reforma protestante, en el contexto cultural cristiano-germánico.

  Pero la libertad máxima, como libertad soberana, en la modernidad puede seguir siendo un bien de unos pocos, como en Sade, y su hombre integral, su individuo soberano, que sobresale sobre las masas.

  Por la ficción literaria, Sade construye el hombre soberano libertino que concentra en sí «privilegios exorbitantes». El hombre soberano niega al prójimo. No hay comunidad posible con él porque el sujeto integral es solo. No hay relaciones verdaderas; prevalece el placer propio; no importa lo malo para el otro. Y, para el libertino, lo bueno es el exceso, la voluptuosidad. Lo voluptuoso se intensifica con la negación o insignificancia del prójimo. El exceso erótico de lo sádico encierra así, por tanto, un peligro, una traición: la destrucción de la vida. Conduce a los rieles desaforados del asesinato, a los malos tratos, a los suplicios, y a gozar de ello: lo sádico.

 Para Bataille, entonces, la aparente liberación del libertino no evita que «el sistema de Sade» sea «la forma ruinosa del erotismo» (39).

El centro del mundo sádico es la soberanía. El sujeto soberano por la sobreabundancia vital que al liberarla destruye y niega la otredad. Surge así la apatía sádica que goza del sufrimiento de la víctima.

  El desenfreno libertino y su apatía, según Bataille (y que Maurice Blanchot ratifica en su Lautréamont y Sade), puede ser descompuesto en un virtual análisis químico de los elementos básicos que constituyen su itinerario hacia el hombre soberano. El individuo (1) posee cierta cantidad de fuerza acumulada producto de (2) la no alineación o dilapidación de esa fuerza en una constelación de simulacros; verbigracia: compasión, Dios, ideales morales. Si esto no se evitara (3) se caería en el peligro de la debilidad, de una anemia por la entrega de energía a los demás, lo que implica, a la vez, depender de ellos, y no ser soberano entonces. Y (4) el hombre verdadero no es débil. Y sabe que está solo; no necesita del amor o ternura del otro (no depende de ello). Así (5) al destruir la dependencia amorosa del otro, destruye al otro. Lo somete a la humillación o el crimen, cometido desde el endurecimiento o aniquilación del sentimiento. Y, por todo esto (6) el libertino recupera «una fuerza inmensa», una «energía verdadera». Por lo que el placer es acumulación de energía (7), que dimana de la apatía, de la insensibilidad, de la crueldad y su negación del del prójimo en su dignidad propia.

  Y el propio libertino flagelante se niega a sí mismo. Entonces, Bataille afirma: «A partir del principio de negación del prójimo que introduce Sade, es extraño notar que, en la cumbre, la negación ilimitada del prójimo es negación de sí» (40). El libertino se convierte finalmente en «víctima de su soberanía», en definitiva, en víctima de sí mismo.  

  Frente a esto, Bataille analiza el imaginario distinto de los antiguos aztecas, donde los sacrificios humanos, en contra de nuestra mirada contemporánea, que lo ven como asesinato, para ellos suponía un ritual que elevaba al sacrificado a una condición divina; no era así mera víctima a ser destruida por el goce propio, como lo analiza en La parte maldita (41) (42).


XIV. Sade, entre Adorno y Horkheimer.

A la izquierda , Horkheimer; a a derecha, Adorno

Sade dio lugar a muchas otras lecturas, como la de Adorno y Horkheimer, en las entrañas de la Escuela de Frankfurt.

Adorno y Horkheimer comparten el exilio californiano. Las olas lamen las costas de arena, de sol y viento, sin descanso. Hitler los obligó a emigrar, a abandonar el continente que recibe su nombre de una ninfa raptada por Zeus. Crean, primero desde la oralidad, la Dialéctica del iluminismo, obra sólo reconocida tardíamente, y en la que el pensar sadiano es nítido emblema de la modernidad represiva.

  En Estados Unidos, en la Universidad de Columbia, Adorno y Horkheimer (y luego Marcuse, otra mente central de la Escuela de Frankfurt), los pensadores dialogantes, autores de la susodicha Dialéctica del iluminismo, anidan en su provisional refugio. 

Y, nuevamente, en la tierra del clima cálido y que conoció las fiebres de oro, los dos pensadores judeoalemanes departen, piensan. Son marxistas, pero revisionistas. Su primer gesto de revisionismo atañe al materialismo histórico. En la tópica marxista clásica, la infraestructura se refleja de forma mecánica en los contenidos de la superestructura, el Estado, el derecho, la filosofía, la religión. Saberes y  prácticas que tejen el ocultamiento ideológico de la realidad social estrangulada por la lucha de clases.

 Pero para Adorno-Horkheimer, la arteria maestra de la historia ya no es la mentada lucha de clases. El conflicto basal es la relación sujeto-naturaleza. Para avalar esta posición, de forma sorpresiva, y desde una mezcla de imaginación teórica y ensayismo, los dos pensadores traspasan los límites históricos de lo moderno, y se sumergen en las corrientes poéticas de la antigüedad griega, en la Odisea homérica y su canto de las sirenas…

   Ulises abandona la isla de Circe, en la que sus hombres fueron convertidos en cerdos por la ninfa maga. Por mandato de Zeus, Circe sabe que no podrá retener al héroe que regresa a su isla, Ítaca. Pero Circe le advierte a Ulises sobre el peligro del seductor canto de las sirenas. Quienes escuchan a esas mujeres mitad pez, solo quieren arrojarse por la borda para unirse a ellas. El peligro es así perder el autocontrol. La unión con las sirenas es el ahogamiento, la muerte.

  Y las sirenas también simbolizan la fusión con la naturaleza como lugar de lo divino, el horizonte de las fuerzas no humanas. Pero Ulises no quiere perder su identidad, se niega a unirse con lo que representa una naturaleza divinizada. Quiere ser el sujeto del autodominio, por lo que, tal como destacamos en otra parte:

   «En su regreso a Ítaca, Ulises continúa sus muchas habilidades que definían su personalidad durante la guerra de Troya. Es polytropos, el de los muchos recursos. Pero ahora no perseguirá la destrucción final del odiado enemigo troyano abroquelado tras gruesas murallas durante veinte años de asedio. Ahora busca la autoafirmación mediante la disolución de la integración entre el humano y la naturaleza poblada por mitos, misterios y presencias.

   «El Sí (lo humano, el sujeto) se autoafirmará si evita la simbiosis con las fuerzas naturales. Para ello, Ulises debe silenciar el canto provocado por las mujeres-pez…

  «En el canto de las sirenas viven los poderes de la naturaleza que exigen, con bellas maneras, el regreso humano al agua, a la profundidad marina, al conocimiento de la fuente líquida desde la que brota la vida en un radiante acto inicial de creación. El humano que responde al canto de la sirena sería así una parte reintegrada al círculo primario de la vida. Pero Ulises ya no acepta ser punto dentro de una geometría mayor. Ahora su deseo es ser individuo pleno frente (no dentro) del universo natural gobernado por el mito y los dioses. El no regreso al agua de la naturaleza originaria y superior demanda una astuta razón instrumental, una estrategia de autopreservación cuya táctica central será ‘la secularización del sacrificio’. En la antigüedad mítica, el sacrificio es estrategia ritual para el ejercicio de un discreto dominio mágico sobre lo divino. El humano entrega a los dioses un bien (animal, hombre, primicias de cosechas), en el contexto de un rito con el propósito de consumar un intercambio. Lo humano da a lo divino para recibir de los dioses un bien entendido como protección o benevolencia. Ulises apela a un acto sacrificial, pero animado con una consciente intención de engaño. Bajo sus órdenes, todos sus marinos se tapan los oídos para no escuchar la hechicera canción de las bellas mujeres-pez. Ulises, como es sabido, es atado al mástil de la nave. Sus oídos permanecen libres. Ulises se entrega como sacrificio, como bien que sustituye o compensa la indiferencia respecto al canto de las sirenas por parte de sus compañeros de viaje; éstos no volverán al origen, a la fuente. Ulises sí. Además, Ulises es bien entregado, en el contexto del sacrificio, para obtener a cambio el don de un viaje feliz, un libre paso concedido a los marinos por parte de las sirenas.

   «Pero la dinámica del sacrificio está intoxicada de falsedad. Ulises no pretende entregarse en realidad; las sirenas no quieren que el humano eluda el regreso a la fuente primitiva de la naturaleza. Así, mediante el engaño, Ulises y sus hombres se liberan del canto de las sirenas, del regreso al sagrado poder creador de la naturaleza. El sujeto se emancipa de la gran Madre arcaica. El sacrificio ha perdido la eficacia, que quizá nunca tuvo, de comunicar al mortal con una naturaleza numinosa. El sujeto, el Sí, el yo ‘se salva de la disolución en la ciega naturaleza’. El humano no se sumerge en el agua primaria custodiada por las bellas cantoras de caderas ictiformes. Pero la no disolución no supone real liberación; porque ahora el Sí ‘queda en servidumbre respeto al contexto natural, un viviente que busca afirmarse contra lo viviente’. Ulises no se funde con la naturaleza mítica, divina. Es ahora sujeto independiente. Pero, por esto mismo, se encuentra en una situación de enfrentamiento, de oposición con el mundo natural. Es el sujeto (teóricamente libre) frente (ya no dentro) a la naturaleza reducida a objeto dominado. Pero Ulises, para preservarse como yo independiente, no sólo debe dominar y negar la naturaleza exterior; también debe domeñar el instinto como residuo de una naturaleza arcaica que perdura enquistada en el cuerpo.

   «La naturaleza exterior o interior (el instinto) no puede ser ya espontáneo hontanar de placer. Para encarnar el Sí autoconciente e independiente, Ulises debe diferenciarse de una naturaleza vivida como extraña y peligrosa otredad. La independencia del Sí necesita del dominio de la naturaleza interior, corporal, instintiva, y de la exterior (y ese dominio de la naturaleza que está afuera incluye también el control de los cuerpos humanos en el contexto de la sociedad burguesa moderna.» (43)

    Como se verá, desde esta naturaleza de la doble dominación interior y exterior por el sujeto, no desde la naturaleza como modelo divinizado, rebosa la lujuria de Sade.

   Otra idea central de los pensadores de la Escuela de Frankfurt es la distinción entre teoría tradicional y teoría crítica. La diferenciación entre razón instrumental y razón sustantiva (44).

   Y los teóricos frankfurtianos también bregan por la recuperación de la autonomía del arte. El arte ya no es efecto mecánico de la infraestructura económica. La polimorfa energía artística es posible fuerza política, y el vehículo de una crítica cultural. El arte puede ser crítica de la sociedad de la unidimensionalidad (Marcuse); o también puede ser lugar de la utopía (Adorno), que conserva la posibilidad de otro modo de existencia que espera, escondida, en el futuro.

  Y es, asimismo, especialmente relevante la crítica frankfurtiana a la separación entre naturaleza y cultura. Aquí gravita la síntesis marxismo-psicoanálisis de Marcuse, por la que el eros como fuerza natural se convierte en nuevo proceso cultural hacia una sociedad liberada (45).

  Adorno y Horkheimer concentran su interpretación de Sade en el excursus «Juliette o iluminismo o moral» en su Dialéctica del Iluminismo.

 La Ilustración, o el Iluminismo, es el movimiento filosófico de la modernidad, en su esplendor en el siglo XVIII, que defiende la unidad racional y sistemática de todos los fenómenos naturales; y que se separa de la tradición; y ensaya su exorcismo depurador de todo mito retrógrado, de toda superstición. Pero lejos de esta pretensión, según Adorno y Horkheimer, la Ilustración es una nueva mitología. En su origen, el mito es relato de los orígenes del universo, destinada a constantes repeticiones rituales, periódicas, un proceso a conservar sin modificaciones. El Iluminismo, por su parte, también es repetición: repetición de lo formal, de la ley abstracta, de una verdad universal, que tampoco tolera las alteraciones.

 Y en la modernidad, la razón se hace instrumental o calculadora, facultad que determina los mejores medios para obtener fines, como la autoconservación, y la utilidad que reduce los objetos y los seres “de mero contenido sensible, en materia de usufructo» (46). Y la instrumentalización de la razón se vuelve sobre sí misma, y se autodestruye como fuerza liberadora. Así, la «economía mercantil desencadenada» (y su razón calculadora) es «la figura efectiva de la razón que ponía en jaque a la propia razón» (47).
 En este punto anida la interpretación de Sade por Adorno y Horkheimer. En el autor de La filosofía en el tocador, la razón se autodestruye: «Sade eleva el principio científico (a la razón) a la categoría de fuerza destructora» (48). Sade se convierte así en «escritor negro de la burguesía», porque reduce la argumentación racional a preparación del delito. En Sade, la civilización racional se destruye con sus propias armas racionales; como la razón que se autodestruye al ser reemplazada por la razón instrumental o calculadora.

En este torbellino conflictivo es particularmente relevante la contraposición entre Justine y Juliette.

 «Justine, la hermana buena, es mártir de la ley moral». Y Juliette, la lujuriosa, demoniza al catolicismo y la civilización. Su escepticismo anticlerical impone el pasaje del sacramento al sacrilegio. Juliette es la libido no sublimada o en regresión. Es «el placer intelectual de la regresión». Es el placer de la destrucción de la civilización «con sus mismas armas». La civilización racional se inmola a sí misma, cuando la razón se destruye al destruir a lo otro de la razón (al sentimiento, las sensaciones, el placer no contaminado por el dolor).

  Pero en esta autodestrucción, la razón pretende no perder su autodominio, que se consigue por la apatía, por «la calma de las pasiones». Clairwil, amiga de Juliette, ofrece un claro ejemplo de este proceso en Juliette o las prosperidades… «Mi alma es dura, y estoy bien lejos de anteponer los sentimientos a la feliz apatía de la que gozo. Ah, Juliette…me temo que te hagas ilusiones sobre el peligroso sentimentalismo del que se enorgullecen muchos tontos» (49).

   Juliette, hija del «iluminismo militante», se identifica con la ciencia (en contra de la religión). Y comienzan entonces los paralelismos con Nietzsche…

XIV. Sade y Nietzsche, y la desacralización del amor

El acuerdo entre Sade y Nietzsche se expresa en la proclamación de la muerte del dios cristiano, como ya observamos en la parte VI de este ensayo. La concordancia entre el marqués y el tronante filósofo del martillo también brega por un «vivir peligrosamente», y la desigualdad entre los hombres. En esta última cuestión, se introduce la crítica a Rousseau por su pregonar la igualdad de todos los hombres.   

  Por eso el señor de Verneuil, en Juliette o las prosperidades…, pontifica sin ambages la desigualdad: «¿Con qué cara, le pregunto, el pigmeo de un metro de estatura podría compararse con el modelo de estatura y fuerza al que la naturaleza ha dado el aspecto y el vigor de un Hércules?» (50). El fuerte ha recibido su poder de la naturaleza; su superioridad o fuerza mayor es natural. No debe sentir entonces remordimiento por sus violaciones, crueldades, injusticias, tiranías. No comete aquí delito. El delito sólo «está en la defensa vengadora del débil». Y el débil se venga desde su ponzoña; su venganza es crítica a los hombres superiores. La argumentación sadiana se hermana con la posición nietzscheana de la Genealogía de la moral. Frente al panegírico de la igualdad entre hermanos, Sade y Nietzsche avalan que la desigualdad es querida por «las leyes de la naturaleza». Entonces también es necesario lanzar dardos contra la compasión. Porque lo compasivo debilita. Es pérdida de la «valentía viril», de la virtus romana, de «las culturas nobles», de «las culturas guerreras» que, para Nietzsche, son las protagonistas de las «épocas de fuerza».

 La actitud compasiva es cuestionada asimismo por Aristóteles. De ahí que la tragedia deba ser purificación de la compasión que amenaza a los héroes con la merma de su hombría.

  Sin embargo, la liberación del placer desde la apatía no es segura fuente de promisión. Roger Caillois, como sabemos, en su teoría de la fiesta, recrea la placentera reintegración que lo festivo induce en los pueblos antiguos. Pero para el iluminismo burgués, y para Julliette, el placer verdadero es racional. No es fiesta de intensidades irracionales. Porque el placer no racional es idolatría: «es el abandono de sí a otro». El placer es manipulado por la razón. Así, en lo moderno, la fiesta arcaica es reducida a comedia y feria.
  El placer se racionaliza en la sociedad burguesa. Así, se difumina el «amor-dedicación», y el matrimonio ejemplifica la racionalización de lo placentero. Es legitimación del sometimiento de la mujer respecto al hombre, lo que «aplaca el recuerdo de la edad matriarcal». Entonces, la actitud ante el sexo «es racional y calculadora» (51). Por lo que el «amor-entrega» en la sociedad industrial es flor que languidece.

   Y Dolmancé agrega: «no sé qué es el corazón». La apelación a lo sentimental es «debilidad del espíritu». Y por eso: «Es sólo el cuerpo lo que amo. Es sólo el cuerpo lo que extraño» (52). El divorcio amor-goce presupone un placer que se mecaniza. Resultado de esto la mujer y el amor son desacralizados. Y el cristianismo, por su parte, quiso ocultar su odio a la mujer, porque ésta es tentación de sensualidad y, por tanto, de recaída en la naturaleza. Y encubre este rechazo mediante su falso amor a la Virgen, a los cultos marianos, a la Madre de Dios (mientras crujía la quema de brujas). La sociedad patriarcal (burguesa y cristiana) ansía soterrar lo matriarcal.

Moisés y Kant son también exponentes de la degradación del amor sentimental: «no predicaron el sentimiento, la fría ley de ambos no conocen ni el amor ni el ruego» (54).

La sociedad patriarcal anhela siempre el seguro sometimiento de la naturaleza, que amenaza con ser también agresión contra el hombre: en sus diálogos con el Papa, Juliette, manifiesta que quisiera una «humanidad con una sola cabeza, para cortarla de una vez» (53).

Sade, a su vez, desacraliza las distintas formas del amor conyugal, y del amor paterno, que busca ser protegido en el futuro. Y el amor romántico, por su parte, es errada metafísica que oculta la sensualidad, la corporeidad de todo impulso erótico, que es compatible con la exogamia. Desde la mirada sádica, no hay motivo visible para la increpación del incesto.

   Al dominar el placer por la razón, el cuerpo también es dominado o reprimido. El libertino solo goza repitiendo esta dominación sobre el cuerpo de su víctima. Y en la perversidad libertina el goce también puede proceder del victimario convertido en víctima. Paso de lo solo sádico a lo también masoquista.

XV. Del lenguaje sádico al masoquismo

Edición de La venus de las pieles, de Sacher-Masoch

En Lo frío y lo caliente, en su obra sobre Sacher-Masoch (55), Deleuze parte de la proposición de Bataille: el lenguaje de Sade es esencialmente el de una víctima. Sólo una víctima puede describir torturas. El victimario, el verdugo, el violento, sería el silencioso; pero esto no significa que el lenguaje de lo sádico no tenga otras manifestaciones específicas. Por ejemplo: 1) el lenguaje precede a la brusquedad libertina como relato incitador, como en las historias de las relatoras de Los 120 días…; 2) el lenguaje precede no como razonamiento que pretende persuadir, educar, sino como preparación del placer violento en tanto exigido por una ley natural. Y (3) el lenguaje sadiano no tolera una verdadera relación interpersonal, porque predomina la impersonalidad  «que identifica la violencia impersonal con una Idea de la razón pura» (56). Lo sádico degrada al otro no como un individuo sino como un otro impersonal. La víctima, por su propia condición de víctima, pierde su singularidad individual. 

  El masoquismo, por su parte, transcurre por una senda separada.

 El término «masoquismo» es creado por el médico alemán Kraft-Ebing en su Psicopatología sexual. Esta patología o perversión procede de la literatura de Leopold Sacher-Masoch (1835-1895), profesor de historia, y conocedor de los relatos folklóricos eslavos.

  Sacher-Masoch es autor de La venus de las pieles, obra en la que una mujer déspota actúa de verdugo. Aquí, la víctima convoca al verdugo; aquí la víctima mediante cartas, avisos clasificados, instituye un contrato. Por eso el masoquista «tiene que formar a la mujer…». La debe persuadir, educar, para su acción flagelante de la víctima masoquista. La víctima (masoquista), y no el victimario (sádico) es quien ahora conduce la construcción de un complejo o continuum de acciones perversas.


XVI  Últimas consideraciones
, y el otro erotismo

  El resplandor más saludable de la escritura del marqués surge de la recuperación de los derechos del instinto, y del pensar la naturaleza como organismo viviente, distinto al mundo natural como máquina inanimada; la naturaleza como un poder destructivo pero también creador y fuente de una legalidad propia.

Pero la paradoja de lo sádico es que entroniza un eros liberado desde un obsesivo catálogo de castigos o flagelaciones, de taxonomías de penetraciones genitales o técnicas amatorias vacías ya de toda magia erótica. Un erotismo distorsionado así, sin lugar para el juego espontáneo de la sensualidad; un erotismo envilecido en las mallas de un placer perverso desde el goce del hacer sufrir.

    La sorprendente justificación racional del placer en Sade también lleva a la sustitución de la unidad del placer real por un montaje de actos discontinuos placenteros interrumpidos por los largos intervalos de la justificación racional de la ética libertina. Esto es lo que ocurre en La filosofía en el tocador. Un montaje de muchos momentos de placer segmentados, y todos unidos y fundamentados por una explicación racional.

 El teatro ilustrado libertino, la ética «ilustrada» libertina, el pensamiento sadiano en La filosofía del tocador, pone en acto la constante diferencia entre el instinto-pulsión, placer-sensación, y el discurso de la argumentación razonada para justificar la lujuria desenfrenada. El instinto que es liberado en Sade, siempre pide una explicación racional. En ese movimiento, en Sade la razón misma estalla, y se libera una energía más allá de los límites de la representación racional, como lo sugiere Foucault en su Historia de la locura.

  Y el montaje sádico del sexo dividido en momentos se asemeja a lo pornográfico que también se construye por la unidad de la edición de momentos discontinuos del sexo explícito. Esto también es parte del eros reducido a su “ruina”, como sostiene Bataille; la ruina que destruye al eros como un lento y expectante juego amatorio.

 Y la verbalización descriptiva, el exceso de explicación, no es parte de la real erotización. Anaïs Nin comprendió el peligro de la contaminación verbal del eros cuando reaccionó ante un editor que le exigía descripciones explícitas y mecánicas del encuentro sexual. En esa obsesión descriptiva, en la demanda de la trasparencia pornográfica, en la no sugerencia, en el no susurro, se disuelve el lenguaje del cuerpo y sus sensaciones ocultas en la misteriosa hierba de la piel.
Algo que entendió no solo Anaïs Nin, sino también su amante, Henry Miller el escritor de lo erótico como fuerza vital, como en Trópico de cáncer.
Sade recupera el instinto, el fuego erótico como llama de una naturaleza viva, pero lo hace desde los tentáculos descontrolados de la perversión; lo opuesto a otros caminos culturales que liberan el eros como parte de una espiritualidad alternativa; la senda de otro erotismo como elevación desde la corpóreo hacia lo espiritual, como en la mística oriental del tantrismo, o como en la poética de William Blake, dentro de la propia modernidad occidental (57).
Frente al placer perverso sádico que separa a la víctima del victimario, y que disgrega lo erótico en partes, cada una con su justificación racional, lo otro del eros que cabalga hacia su cuesta más alta, hacia el instante, aunque efímero de fusión de los amantes, y que, de este modo, no los separa en relaciones enfermizas de dominación. Así lo entendió la magia erótica y hermético-simbólica del Renacimiento (en Giordano Bruno, por ejemplo), o lo tántrico antes mencionado (58) .

 La erotización real es acaso licor de la sensibilidad que prepara para un modo de la conciencia que goza con la superación de la dualidad. Juego sensual muy distinto al del sujeto que mantiene su separación, y que únicamente goza desde lo separado para fortalecer su poder manipulador de seres y escenas.
   Y lo erótico real, no su parodia sadiana pervertida, es práctica de la unidad entre humanos, y también, como lo entendieron los antiguos u otras culturas, es parte de una   fuerza que vuelve a erotizar no solo al cuerpo, sino también al espacio, al mundo y sus colores, a la naturaleza y sus poli morfías, como también entendió Herbert Marcuse en Eros y civilización, o como proponía también Wilhelm Reich, y su intuición de que la salud sólo brota de una plenitud orgiástica, que acerca al humano a la fuerza vital universal, al orgón en su vocabulario (59).

   Cuando la vitalidad de lo erótico realmente se libera, vuelve a ser fuerza artística que trasciende lo sexual mecánico, o la sexualidad biológica como tal. La erotización es lo que revive al cuerpo y los sentidos, y al propio pensamiento; o lo que revive al mundo múltiple del cielo enfebrecido de tormentas e inmensidad, o a la tierra y las aguas, o a las rapsodias de la flora y la fauna, o a los paisajes urbanos convertidos en estéticas criaturas que brillan por sus formas diversas en el día, o que embrujan con sus luces magnéticas en la noche.

  El eros liberado no se constriñe ya a la escena libertina de un placer que surge de dominar y castigar bajo una “justificación racional”, sino que es la expansión de la vitalidad, fuerza que reúne a los seres y las muchas cosas en un arte de la sensualidad restaurada. La sensualidad que se expande en todas las direcciones de una vida reanimada.


(*) Esteban Ierardo, Filosofía, naturaleza y cuerpo en el Marqués de Sade, y la crítica de lo sádico, y el otro erotismo, editado aquí de forma original.

Sade, obras selectas, Edimat libros, 2013.

Citas segunda parte
(31) M. de Sade, Historia de Julieta, mencionado en Béatrice Didier, Sade, México, Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 28.

(32) En su obra, el Marqués de Sade imagina diversos castillos: el castillo de Bressa en Los infortunios de la virtud; los castillos exóticos de Aline et Valcour; la alcoba de La filosofía en el tocador se sitúa en un castillo también. Y los cuatro libertinos de Los 120 veinte días…desahogan su sadismo en el castillo de Sirlling.

(33) M. de Sade, Historia de Julieta, mencionado en Béatrice Didier, Sade, op.cit., p.34-44).

(34) Ver Georges Bataille, El erotismo, Barcelona, Tusquets, 1992.  La distinción entre vida continua y discontinua es presentado ya por Bataille en sus claves esenciales en la introducción: pp.23-40.

(35) Ver Roger Caillois, El hombre y lo sagrado, México, Ed. Fondo de Cultura económica.

(36) Ver M. de Sade, Las 120 jornadas de Sodoma, Buenos Aires, Editora A.C, 2005. (trad. Ricardo Ottolengo). 

(37) Georges Bataille, La parte maldita, Barcelona, 1987. 

(38) Ver G. Bataille, «El don de rivalidad (El «potlatch»), en La parte maldita, op, cit, pp.99-113.

(39) Georges Bataille, «El hombre soberano de Sade», en El erotismo, op. cit., p.236.  

(40) Ibid., p.242. 

(41) Para el análisis de Bataille sobre los sacrificios aztecas, ver G. Bataille, «Sacrificios y guerras de los aztecas», en La parte maldita, op. cit, pp. 81-98. 

(42) Georges Bataille, El erotismo, op. cit., p.257.

(43) Esteban Ierardo, «El silencio de Orfeo», en Los dioses y las letras, ed. Alción.

(44) Sobre la razón instrumental o «subjetivista», Max Horkheimer afirma que: «En la concepción subjetivista, en la cual ‘razón’ se utiliza más bien para designar una cosa o un pensamiento y no un acto, ella se refiere exclusivamente a la relación que tal objeto o concepto guarda con un fin y no al propio objeto o concepto. Esto significa que la cosa o el pensamiento sirve para alguna otra cosa. No existe ninguna meta racional en sí, y no tiene sentido entonces discutir la superioridad de una meta frente a otra con referencia a la razón. Desde el punto de partida subjetivo, semejante discusión sólo es posible cuando ambas metas se ven puestas al servicio de otro tercera y superior, cabe decir, cuando son medios y no fines», en M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, Buenos Aires, Sur, 1973, pp. 17-18 (trad. H.A. Murena, y D. J. Vogelmann).

(45) Aquí sólo podemos mencionar el fundamental esfuerzo filosófico de Hebert Marcuse, en Eros y civilización, para una restitución del eros como fuerza instintiva que supera la esfera restrictiva de lo genital, su funcionalidad reproductiva o su empobrecimiento bajo la sublimación represiva en la civilización moderna. Su búsqueda de una razón sensual y una pansexualidad, desde la apelación al freudismo, el marxismo y las imágenes simbólicas míticas (como Orfeo y Narciso) se vinculan con una ampliación del eros como placer exaltador de lo vital que se expande primero hacia la totalidad del cuerpo; y, luego, con la naturaleza como experiencia de encuentro placentero y no ya como máquina sometida a las exigencias de un conocimiento lógico-formal y de la producción económica. 

(46) M. Horkheimer/ T.W.Adorno, Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires, ed. Sudamericana, 1987, p.105 (trad. H. A. Murena). En el excursus sobre Sade, todas las citas sobre las aventuras de Juliette corresponden a M. de Sade, Historia de Juliette, Hollande, 1797.

(47) Ibid., p.112.

(48) Ibid, p.116

(49) Ibid p.119.

(50) En Historie de Juliette, op, cit, mencionado en M. H/ T.W.A., Dialéctica del iluminismo, op, cit., p. 122.

(51) Ibid., p.132.

(52) En Historie de Juliette, op, cit, mencionado en M. H/ T.W.A., Dialéctica del iluminismo, op, cit., p. 133.

(53) Ibid., p. 133.

(54) Ibid., p.139.

(55) Ver Gilles Deleuze, Presentación de Sacher-Masoch. Lo frío y lo caliente, Buenos Aires, Amorrortu editores, 2001. 

(56) Ibid., p. 24.

(57) Ver William Blake, Las bodas del cielo e infierno, en Obra poética, Barcelona, Ediciones 29.

(58) Luego subiremos un artículo sobre el tantrismo como ejemplo de este otro erotismo. sobre esta forma de lo erótico en la antípodas de lo sadiano, puede consultarse Mircea Eliade, «El yoga y el tantrismo», en El yoga. Inmortalidad y libertad, México, Fondo de Cultura económica, 1998.

(59) Wilhelm Reich arremetió contra las formas particulares de la represión sexual de la sociedad moderna burguesa. Critica la condición artificial de «la ideología monogámica y matrimonial» y en la prosecución y logro de lo orgiástico encuentra la expresión de la salud vital, donde el orgasmo es una ola dentro de una mar de plenitud erótica. Así, manifiesta: «La aptitud para una relación sexual duradera requiere lo siguiente: una plena potencia orgástica, es decir, acoplamiento entre las sexualidades de ternura y sensualidad: superación de la fijación incestuosa y de la ansiedad infantil; reconocimiento absoluto de las sexualidad y de la alegría de vivir; superación de los elementos fundamentales de la moralidad sexual autoritaria; capacidad de camaradería espiritual entre los dos interesados», en Wilhelm Reich, La revolución sexual, Para una estructura de carácter autónoma del hombre, Barcelona, Planeta-Agostini, p. 139.

Afiche película Marat/Sade, de Peter Brook, 1967

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