El devenir y la música. El pensamiento de Nietzsche (ensayo)

Federico Nietzsche (1844-1900) (por Rudolf Koeselitz)

Aquí un largo ensayo sobre el pensamiento de Nietzsche que desemboca en la experiencia esencial de la música como expresión de la vida en su profundidad dionisíaca.

La filosofía de Nietzsche es fuerza vital. Su acento crítico se lanza contra lo que llama la vida decadente, en relación con el exceso de racionalismo, erudición, y el cristianismo que cuestiona con virulencia. Defiende un vitalismo fundado en el plenitud del dios Dioniso como símbolo de la vida del constante devenir de la profundidad abismal, incansable e inagotable, de la que todo procede: el mundo de las formas gobernado por Apolo, el tiempo que se enlaza en el círculo del eterno retorno; la muerte de Dios, la voluntad de poder, el perspectivismo y el nihilismo y sus fuerzas activas y reactivas; y el camino de Zaratustra como «filosofía del mediodía» hacia el superhombre mediante las transformaciones del camello, el león, y el niño. Todo esto converge en la afirmación pagana de la vida, la salud y la fuerza de la creación artística, y el poder de la música como aquello que expresa el ritmo abismal de la vida.

Este ensayo está destinado a quienes les interese sumergirse en la filosofía de Nietzsche y en la celebración de la música. Es extenso pero está dividido en nueve partes o movimientos, por tratarse de un pensamiento para el que la vida en su profundidad se manifiesta en «forma de música». La vida como devenir en Nietzsche siempre aspira a la música como su expresión esencial. En esta visión recorreremos muchos aspectos de su pensar, la relación Apolo y Dionisio; su posición en Humano, demasiado humano y otras obras; el espíritu libre, la crítica al cristianismo, la muerte de Dios, el eterno retorno, la voluntad de poder, Zaratustra, el romanticismo, el mito y lo heroico, la relación con Wagner, y lo musical entre los griegos y la modernidad, hasta llegar a la reafirmación de un pensamiento que se funde con la música.

E.I

 PRIMER MOVIMIENTO

  En vida, Nietzsche fue relativamente ignorado. En sus últimos años cayó en los ríos de la locura. Solo luego de su muerte, en 1900, las campanas del reconocimiento empezaron a sonar para su obra.
Pero la aceptación de Nietzsche en los círculos académicos actuales, su endiosamiento por el establishment filosófico, conlleva sus peligros. El pensar dinámico y estético de Nietzsche muere cuando es reemplazado por la industria de los papers. El Nietzsche de la crítica académica suele ser discurso destinado al consumo intelectual, y no a una superación de la percepción corriente.

  Y es coto de caza de los que se presentan como «especialistas» en lo nietzscheano. Dicha especialidad suele ser una forma de autopromoción mediante el aprovechamiento del impacto de Nietzsche sobre un vasto público.
  La observación de estas dificultades y peligros en relación con lo nietzscheano nos conduce a acercarnos a su filosofía no sólo desde el régimen conceptual de las ideas, sino también desde su particular experiencia estética del ser.
  No situaremos el centro de lo nietzscheano en el perspectivismo (como lo hace Vattimo en El fin de la modernidad), o en las contradicciones entre el escepticismo y su encubierta pretensión de universalidad, como Habermas, en su El discurso filosófico de la modernidad. Aquí, intentaremos pensar la experiencia de mundo en Nietzsche como filosofía estética de matriz romántica, que promueve una percepción musical de lo real.

  Pero en Nietzsche, como en todo pensar que destaca el predominio de la vida como movimiento, se instaura un conflicto insalvable entre lo que siempre deviene y la necesidad de la estabilidad mínima que reclama toda cultura para dar un sustento práctico a la vida. A pesar de todas sus críticas a la inmovilidad de las categorías del lenguaje, Nietzsche no renuncia al pensamiento y, por tanto, a la mediación lingüística. Y el sujeto pensante no vive en un devenir puro. Siempre subsiste un residuo de inmovilidad.

Nietzsche insiste en que el humano no está naturalmente destinado a un saber de lo real. El conocimiento es sólo construcción perspectivista incapaz de sostenerse ante la realidad como no-verdad, como devenir inaprensible, abismo y enigma. El filosofar nietzscheano es así diferencia radical respecto a la certeza de Hegel de la racionalidad del ser, que es pensable por la filosofía como saber absoluto. En este punto, el águila y la serpiente, los animales amigos de Zaratustra-Nietzsche, quizá no sean sólo símbolo de la celebración de lo instintivo que vive libre de toda necesidad de intelectualizar la realidad.

  De hecho, el águila y la serpiente son símbolos de la sensibilidad que rompe el encierro en lo inmediato y lo racional y se proyecta hacia el cielo y la tierra; es decir, la proyección hacia lo amplio. Nietzsche apuesta a una religiosidad vivida como expansión hacia el espacio como lejanía y amplitud, hacia el anillo de un tiempo eterno de renovación, y hacia el abismo y el enigma en el centro del devenir. Y ese abismo, como veremos, solo expresa algo de su profundidad por la música.
  Antes de llegar al punto más alto en nuestra navegación en lo nietzscheano, recorremos primero distintas figuras por las que Nietzsche piensa la afirmación y negación de la vida. La negación de la vida pasa por el racionalismo apolíneo, la ilusión metafísica, lo decadente cristiano y su nihilismo reactivo; lo que afirma la vida en devenir es lo dionisíaco, el camino hacia el superhombre, la muerte de dios, el eterno retorno, la generación de nuevos valores y perspectivas, el calor vital de la creación artística.

Y luego de recorrer estos modos de lo nietzscheano llegaremos a la filosofía como escucha de la vida como música y danza que se expanden.

SEGUNDO MOVIMIENTO: HACIA APOLO Y DIONISO, EL ORIGEN DE LOS VALORES, EL LENGUAJE, Y LA ILUSIÓN ANTROPOCÉNTRICA

‘Apolo Belvedere’, Museos Vaticanos, Roma. Copia en mármol de los siglos I-II de un original griego (CC BY-SA 4.0)

  Lo real es devenir, movimiento, corriente incesante de instantes y sensaciones. Pero no hay universo o sentido humano sin forma y estabilidad. El inicial símbolo privilegiado para el mundo-permanencia que traza el joven Nietzsche, en su primera obra de alta relevancia, El nacimiento de la tragedia, nace de la mitología olímpica, de Apolo. Apolo brilla con intensidad solar. Ve el futuro. Lo profetiza a través de la pitonisa en Delfos. Inspira la música mesurada. El peán. Pero su arte preferido es la escultura. En sueños, regala al escultor la imagen que prefigura su obra futura. El dios de la belleza radiante protege el mundo como bella apariencia, custodia el mundo de las formas. Con su luz expansiva, Apolo, la divinidad del laurel, es guardián de lo real como límite y finitud. Y como concepto, como proposición lingüística.

Pero lo real no es sólo series ordenadas de formas visibles o entramados conceptuales. También es el fluir de una realidad que precede a la conciencia, la forma y el concepto. El mundo-forma apolíneo es la luz diurna. Y esa luminosidad nace de una oscuridad precedente.

 De lo dionisíaco.

 Dioniso es el abismo sin forma del que surge la vida. Es lo infinito sin definición. Es lo que estalla y circula a través de todo, de cada instante del tiempo, de cada región del espacio y de los cuerpos físicos. 
  Pars los griegos, según Nietzsche, el mundo es inicialmente coincidentia opossitorum de la forma-límite (Apolo) y de la corriente amorfa originaria (Dioniso). Pero esta armonía inicial es quebrada por el racionalismo socrático. Sócrates, maestro de la mayéutica, subestima a Dionisio. Para Sócrates, lo que late fuera de la fortaleza del lógos es sombra insignificante; de la fractura de la alianza entre Apolo y Dioniso surge la absolutización de una voluntad racional de verdad.
  La razón solo acepta la realidad edificada sobre una verdad-fundamento siempre pensable. Es la verdad siempre presente en la conciencia. La metafísica de la presencia.
En «De los prejuicios de los filósofos», en Más allá del bien y el mal, Nietzsche deconstruye la creencia metafísica tradicional en la verdad suprasensible y siempre presente a la conciencia. Rechaza la verdad de los sabios. Desde los albores de la filosofía en Occidente vive la promesa del principio omnubus dubitan dum (un dudar de todas las cosas). Sin embargo, los «filosofastros de la realidad», no dudan de la verdad definitiva e inmutable.
Pero nitimur in vetitum (nos lanzamos a lo prohibido); y entonces: «¿por qué no más bien la no-verdad? ¿Y la incertidumbre? ¿Y aun la ignorancia?» (1). El intelecto pretende absolutizar la causa y el efecto, y un fin o meta racional para la vida. Pero no hay causalidad, necesario lazo lógico de la causa y el efecto, o la vida con una finalidad, un fin, una meta, un télos, porque «nosotros somos los únicos que hemos inventado las causas, la sucesión, la reciprocidad, la relatividad, la coacción, el número, la ley, la libertad, el mito, la finalidad» (2).
 Para la ilusión metafísica, la verdad-fundamento convive con la creencia en el alma inmortal. El alma como centro inalterable bajo la multiplicidad de los cambios; el alma como lo permanente tras el cuerpo y sus modificaciones. Y, para la mirada metafísica, la materia visible, lugar del cambio y la mutación, también posee un núcleo permanente. Para «la necesidad atomística», desde Demócrito y Epicuro, el átomo es unidad última indestructible de lo material (3). Pero para la visión nietzscheana que alumbrará lo dionisiaco, no hay sustancias o núcleos permanentes. O lo único permanente es el continuo devenir, que no se cristaliza en ninguna verdad estable que la filosofía o la religión puedan clavar en el tiempo como explicación final de la vida abismal.

Edición de Humano, demasiado humano


 En 1876, Nietzsche comparte una tertulia en Sorrento, en Villa Rubinacci, durante seis meses, con Paul Rée (4) y su fugaz mecenas Malwyda von Meysenbug. Allí, medita en el sentido de su misión o tarea (aufgabe). Lee con intensidad a La Rochefoucauld, La Bruyére, Chamfort, Tucídides, Maquiavelo, Heródoto; el Zadig de Voltaire, y Jacques el fatalista de Diderot; y Pensamiento y realidad de Spir donde el yo, como en Hume, se desvanece en un flujo de cambiantes estados de conciencia sólo unificados por la memoria.
  En este contexto, de doble apertura a la fisiología y a la observación psicológica sobre los sentimientos morales, se gesta Humano demasiado humano. En esta, su segunda obra, Nietzsche abandona provisionalmente su primera adhesión a la intuición de lo dionisíaco en El nacimiento de la tragedia, para concentrarse en una apertura a la fisiología, la biología, una valorización de lo natural y corpóreo. En ese nuevo horizonte, abraza el método químico que comprende su objeto desde el análisis de sus elementos primarios.   
  Nietzsche bebe entonces en las copas de la refutación ilustrada de las supersticiones. Dedica su segunda obra a Voltaire, un «espíritu libre», y practica el arte del desenmascaramiento.

Para Nietzsche, la creencia en la moral platónica, en la moralidad de raíz suprasensible, es parte de un error. Al trazar una historia de los sentimientos morales, el error se relaciona con el olvido. «Primero se da a actos aislados el calificativo de buenos o malos, sin atender a sus motivos, sino exclusivamente a las consecuencias útiles o perjudiciales que reporten a la comunidad. Sin embargo, pronto se olvida el origen de esos calificativos, e imaginamos que los actos en sí, independientes de sus consecuencias, implican la cualidad de ‘buenos’, o ‘malos’ » (5).
«Bueno» o «malo» se convierten luego en un calificativo para el propio ser del hombre. La espiritualidad del valor moral es sublimación de la energía originaria de las instintivas fuerzas corporales. La génesis biológica de los valores se olvida. Pero se recuerda por una «química» de los sentimientos morales, religiosos y estéticos.
  Como en la química, hay que llegar a los elementos más básicos de un compuesto. Y un elemento particular analizado se comprende desde su opuesto. Lo espiritual nace de su contrario; lo racional de lo irracional, el desinterés brota de un mezquino deseo camuflado. El valor, lo que vale desde la supuesta altura espiritual, nace de su opuesto, lo instintivo. Los valores que antes resplandecían como luces de un cielo ideal, espiritual, eterno, puro, se revelan ahora como demanda del instinto.

  Los valores no pueden ser deducidos de una estructura a priori, universal y necesaria, como en el modelo ético kantiano, ni tampoco desde el utilitarismo que valora como «bueno» lo que mejor responde a las circunstancias inmediatas. En la genealogía nietzscheana, además de la crítica de los valores y la determinación del origen real de las valoraciones se introduce también la distancia o diferencia que acompaña a las valoraciones. La distancia se expresa del siguiente modo: el hombre afirmador de la vida, activo, de la salud exuberante, es lo noble y la altura; el hombre del resentimiento y la negación es lo vil y lo bajo (6).
 Y el Nietzsche de La Genealogía de la Moral advierte que el valor precisa de la memoria. Un «axioma de la psicología más antigua» dice que «para que algo permanezca en la memoria se lo graba a fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria» (7). Por eso, los antiguos aristócratas de la guerra, al dominar imponen por la fuerza un horizonte de valores que debe ser recordado. Se castiga con desmesura cruel para que no se olvide el valor-ley a respetar. El valor no se legitima desde un cielo de pureza, desde una generosa verdad que se revela y dona. La «santidad del deber» ante las obligaciones del derecho en la sociedad arcaica, o incluso el moderno imperativo categórico kantiano, oculta un comienzo, que «al igual que el comienzo de todas las cosas grandes en la Tierra, ha estado salpicado profunda y largamente con sangre» (8).
 Además del error de la moral, y de su encubierta génesis, es necesario des-cubrir el proceso por el cual lo real es sustituido por la idealidad de la representación (9). La infinitud dionisíaca es ajena a toda fórmula conceptual. Pero el sujeto aspira al conocimiento. Sustituye entonces una realidad indecible por el orden de sus representaciones generales; las palabras que producen la ilusión de que todo puede ser dicho y explicado.
  El conocimiento en el sentido tradicional de adecuación a la cosa se revela como imposible. En el aforismo «El lenguaje como presunta ciencia», Nietzsche medita sobre la irrealidad del lenguaje y sus representaciones conceptuales. En su entender, la cosa continúa es construcción o interpretación del sujeto. Si no hay cosa constante el lenguaje no puede pretender expresar la realidad como identidad. O como nombre. La inexistencia de la cosa estable supone la imposibilidad del nombrar; o la ausencia del nombre. Por eso, porque «durante dilatados espacios del tiempo el hombre ha creído que las ideas y los nombres de las cosas eran verdades eternas, surgió en él el orgullo que le hizo situarse por encima del animal: creía realmente que el lenguaje equivalía al conocimiento del mundo» (10). Pero los hombres han «extendido un error monstruoso al creer en el lenguaje».
  El lenguaje no puede ser separado de la aparición de la conciencia. En una anticipación del énfasis freudiano en el inconsciente, Nietzsche equipara lo inconsciente con lo individual más primario, mientras que «el pensamiento que se torna consciente es la parte menor, y aun podríamos añadir que la peor y más superficial, y sólo este pensamiento consciente es el que se traduce en palabras o signos de comunicación en la cual se descubre el origen de la conciencia» (11).

La realidad social, el necesario vínculo intersubjetivo, cataliza la producción de signos lingüísticos, de valor público, colectivo y estable. Pero la conciencia no pertenece a la realidad individual del hombre. Si el hombre pudiera subsistir como animal de presa autosuficiente, no necesitaría del intercambio de signos entre diversas conciencias individuales, ni de un tráfico lingüístico. Por no tener el vigor físico de un animal cazador, por su indefensión y fragilidad, el hombre busca ayuda exterior. Necesita de sus semejantes; precisa del vínculo social. El pensamiento consciente nace entonces de la necesidad de comunicación del hombre obligado a la socialización. Y esa comunicación, claro, es la que permite el lenguaje.
  Y el lenguaje como «genio de la especie», es también un proceso de generalización, vulgarización, falsificación. El signo lingüístico generalizador es «marca del rebaño». Por tanto, el » incremento de la conciencia es un peligro», porque lo público y compartido de los conceptos generales del lenguaje se superpone a lo individual e inconsciente. Y lo individual e inconsciente se escapa de la comunicación lingüística.
  Con su razón y su lenguaje, el humano pretende ser centro y soberano; pretende conocer lo real. Y uno de los filos más cortantes de lo nietzscheano es la crítica a esa arrogancia del sujeto.

Para descalabrar la ilusión antropocéntrica, Nietzsche gusta del humor, antes que del tono grave. Es bien conocida la historia que inaugura su ensayo Sobre verdad y verdad en sentido extramoral (1873). Aquí, el hombre es el animal que, en un insignificante punto del espacio, pretende ser el único predestinado a la inteligencia y el conocimiento (12). Pero también es oportuno recordar el aforismo de «El hombre cómico del mundo», en El caminante y su sombra. Aquí Nietzsche imagina que el hombre ha sido creado por Dios como un «mono» divertido, «como un perpetuo motivo de distracciones en sus eternidades un poco largas» (13). Un imaginario Todopoderoso crea al hombre para divertirse ante sus ínfulas intelectuales, ante su sentimiento de superioridad respecto al mundo animal, o su pretensión de ser la única inteligencia del universo. Los astrónomos que avizoran la infinitud del espacio saben de la pequeñez de la Tierra en relación al absoluto astronómico. Pero el hombre pretende ser «el objeto y el fin de la existencia de la Tierra». Acaso también la hormiga que arrastra con tesón su carga entre la hojarasca cree también que es «el fin de la existencia del bosque». Por eso, el sujeto desquiciado de vanidad une «casi involuntariamente a la destrucción de la humanidad la destrucción de la Tierra» (14).
  El sujeto construye su mundo. Su vanidad lo hace creer que el mundo es solo por Él. Pero lo real como devenir es caos y misterio, más allá de las pretensiones del sujeto humano.

 TERCER MOVIMIENTO: LA FORMA APOLÍNEA, LA FIESTA DIONISÍACA Y LO PAGANO

Baco y Ariadna, Tiziano (1523)

  
  En una carta a Erwin Rodhe en 1870, Nietzsche manifiesta que «ciencia, arte y filosofía crecen ahora tan juntos, dentro de mí, que en todo caso pariré centauros» (15). La identificación con un ser monstruoso insinúa un proceso de integración de saberes separados. Para la modernidad más rigorista, unir los saberes separados es lo monstruoso, lo centáurico.

El arte no es sólo autónoma creación de belleza; la filosofía no es sólo indagación intelectual del ente. Sus caminos específicos pueden unirse en el encuentro de intelecto y sensibilidad. Y, a su vez, la valoración científica de los procesos materiales puede estimular, en lugar de cerrar, la vía hacia una filosofía sensualista, por los sentidos que nos comunican con la materia. Porque: «Nosotros, los hombres del presente y de lo porvenir somos sensualistas» (16).

  La sensualidad filosófica en Nietzsche da sus primeras notas en El nacimiento de la tragedia, donde la naturaleza, no es universo mecánico, sino obra de arte.
 Nietzsche es inicialmente filólogo. Especialista en la antigüedad clásica. De forma precoz, con los auspicios de Richstl, el pope de la filología alemana de entonces, accede a una cátedra de filología en Basilea a los veinticinco años. El encuentro con El Mundo como voluntad y representación de Schopenhauer le despierta una poderosa inquietud por la filosofía. El joven Nietzsche urde entonces una visión heterodoxa respecto a lo griego que será duramente combatida por Willamowitz, un prestigioso filólogo de entonces que fustigará con ardor la ciudadela nietzscheana.

  El romanticismo, mediante Creuzer, Schlegel, Moritz, o Schelling, había empezado ya una recuperación de la interpretación mítico-simbólica del mundo. Lo romántico regresa hacia canteras pre-modernas como lo hace la hermenéutica nietzscheana de lo griego y su interpretación simbólica de Apolo y Dioniso.
  Lo apolíneo y lo dionisíaco son «potencias artísticas que brotan de la naturaleza misma, sin mediación del artista humano» (17). Lo real es efecto de un acto creador. Y ya hemos destacado que lo apolíneo es mundo de la forma, del límite y la bella apariencia. Apolo también inspira a sus artistas elegidos durante el sueño. El sueño apolíneo impele el arte de la mesura, las proporciones, la armonía. La escultórica dórica del canon estricto, de las medidas regulares que aseguran la simetría entre las partes. Apolo «es el presupuesto de todo arte figurativo». Y en el sueño, como afirmaba Lucrecio, es donde emergen las figuras de los dioses. Del sueño surge también el verso alado del poeta.  Y como «bella apariencia del mundo interno de la fantasía», Apolo es el sosiego del sueño. Apolo es así «mesurada limitación». Es un «estar libre de las emociones más salvajes, es sabio desasosiego del dios escultor» (18). Lo apolíneo se manifiesta en un sueño del orden, la armonía, la serenidad. Y Apolo salva al individuo como una forma que ocupa su lugar en un orden universal.

  La influencia de Schopenhauer le entrega al joven Nietzsche un ejemplo visual para apreciar lo apolíneo como salvación de la individualidad. Un marino navega con su pequeño barco en un mar de salvajes olas. Por su confianza en su embarcación puede permanecer sereno en medio del oleaje. El navegante flota sobre la agitación gracias a la coraza de su propia forma individual. Apolo provee esa forma. La forma es el principium individuatonis, el yo individual, que a su vez es un límite.

  Pero la realidad no muere en la forma-límite de, por ejemplo, el individuo. El límite es por su relación con lo ilimitado. La forma finita flota sobre la infinita dinámica de un devenir no aprisionado por ninguna limitación. Las imágenes del sueño y las formas laten sobre o entre un torrente vital sin límites.

Ese torrente es el fondo dionisiaco.

Y ese fondo que desborda la realidad que directamente vemos, fue intuida por el griego antiguo; y también, en la modernidad, por el «hombre filosófico» como un Schopenhauer, o el propio Nietzsche: «El hombre filosófico tiene incluso el presentimiento de que también por debajo de esta realidad en que nosotros vivimos y somos yace oculta una realidad del todo distinta. Esto es, que también aquella es una apariencia. Y Schopenhauer llega a decir que el signo distintivo de la aptitud filosófica es ese don gracias al cual los seres humanos y todas las cosas se nos presentan a veces como fantasmas o imágenes oníricas» (19). La realidad de la inmediatez sensorial, el mundo de las formas, es apariencia que encubre la otra realidad más primaria, originaria, que «yace oculta», y que debe ser des-cubierta. El fondo dionisiaco, que no está lejos, sino que fluye a través de las superficies limitadas de las cosas, de la materia diversa de la naturaleza.

  Comparada ante esa realidad subyacente dionisiaca, lo visible es fantasma, reflejo, representación, simulacro, próximo a la pistis (creencia), o la doxa (opinión); o incluso la maya en el Vedanta de la antigua India, el mundo visible que tapa una realidad mayor e invisible por detrás.de las apariencias.

La experiencia que supera el mundo de las formas es la embriaguez dionisíaca; un éxtasis cuando el yo como principium individuatinonis, como principio individual, se disuelve como limite, como forma, y se funde con el fondo de lo dionisiaco. Es la situación del » éxtasis delicioso que, cuando se produce, esa misma infracción del principium individuatinonis, asciende desde el fondo más íntimo del ser humano, y aun de la misma naturaleza habremos echado una mirada a la esencia de lo dionisíaco para lo cual la analogía de la embriaguez, es lo que más se aproxima a nosotros» (20). 

Dionisio y Ariadna en un carro movido por panteras (1877), de Johannes Schilling, en la cima del Teatro de Ópera Semper de Dresde, Alemania (Wikimedia).

 Durante el rito de celebración de Dioniso, que Nietzsche reconstruye, los seguidores del dios cantan. bailan, escuchan música percusiva e hipnótica. Gracia a la veneración del dios, y el efecto estimulante de la música, la emoción asciende hasta un éxtasis. El éxtasis dionisiaco es salida, aunque sea por un fugaz momento, a lo que es fuera del yo, fuera del principium individuatonis. En el pináculo del rito dionisíaco, el individuo se olvida a sí mismo y se difunde en el fluido e ilimitado calor creador del dios. El éxtasis es un instante de unión mística con una totalidad no racional. Antes de la embriaguez que regala Dionisio, toda está separado: los seres humanos separados entre sí, y separados de los animales y la naturaleza. Por el éxtasis dionisíaco, en cambio, acontece la reintegración, la cancelación de lo separado y fragmentado. El restablecimiento de una unidad perdida. Por la fiesta dionisíaca, los seres humanos se perciben dentro de una identidad colectiva. Y dentro de la unidad del pueblo que danza se obra la reconciliación con la naturaleza y lo animal. Y el éxtasis encendido por el dios creador de la vid no es sólo ruptura de límites, recuperación o química integradora. Es también metamorfosis, una transformación profunda del humano. Así, por el canto, el baile y la música exaltada propia de lo dionisíaco el humano «se siente mágicamente transformado, y en realidad se ha convertido en otra cosa» (21). 
  Rodhe, una de las escasas amistades nietzscheanas junto con su amanuense Peter Gast, se zambulle también en las festividades dionisíacas para investigar el origen de la idea griega de inmortalidad. El Dioniso de la Grecia clásica es continuación de Zalmoxis, un precedente tracio más antiguo.

El dios Zalmoxis convocaba a sus servidores entre las montañas. Allí, el rito en honor al dios es una danza extática, cuyo profundidad e intensidad muestra que el sujeto de esa experiencia no es la breve y frágil mortalidad corporal, sino un principio más sutil, inmortal, y ajeno los sentidos más inmediatos. La psique, el alma (22).
  Lo dionisíaco es no sólo un culto particular dentro de una religiosidad politeísta. Es también lo que hace presente la abundancia vital. Es la experiencia de esa presencia.
  En Schopenhauer, lo que llama la Voluntad es fuente originaria de la vida, y una fuerza ciega en tanto carente de un fin racional. En el joven Nietzsche, la voluntad de Schopenhauer se trasforma en el Uno primordial (das Ur-Eine) dionisíaco. En el uno primordial todo lo posible se concentra. Conviven así en un mismo seno todas las contradicciones posibles. Y en una postura que el Nietzsche posterior impugnará en su Ensayo de autocrítica (23), lo Uno aparece agobiado por un extremo dolor. Y para autorredimirse de este sufrir crea el mundo de las formas y su «apariencia placentera». Para consolarse, el «eterno dolor primordial» engendra el mundo apolíneo como representación figurativa, como entramado de formas limitadas. Así, frente a la belleza del universo formal de Apolo, lo Uno siente placer y alivio; lo apolíneo es una resplandeciente superficie donde el Uno primordial olvida su propio dolor. Y la apariencia (el mundo que vemos) es reflejo de la «contradicción eterna, madre de las cosas», contradicción que palpita en el fondo de lo esencial, en el devenir temporal. Y en ese fondo, lo apolíneo y lo dionisíaco son complementarios, son «una necesidad reciproca». Así, «ante nuestras miradas tenemos aquí un simbolismo artístico supremo, tanto aquel mundo apolíneo de la belleza como su sustrato, la horrorosa sabiduría del Sileno, y comprendemos por intuición su necesidad recíproca «(24).
  El fondo de la vida es contradicción y ambivalencia, placer y dolor, creación y destrucción. El placer de lo extático convive con el dolor. Tal como lo revela la pesimista sabiduría del Sileno ante el requerimiento del rey Midas (25). El griego participa de la sabiduría selénica, en tanto intuye el rumor continuo del horror socavando cada huella humana. De ahí que para convivir con lo horroroso, para introducir una distancia aliviadora entre el horror y la existencia, crea el resplandor del panteón olímpico, lo bello que alivia. «El griego conoció y sintió los horrores y espantos de la existencia. Para poder vivir tuvo que colocarse delante de ellos, la resplandeciente criatura onírica de los olímpicos» (26).

Así, la vida es lo «titánico», «lo bárbaro», el dolor, la Moira despiadada, el Prometeo atado y castigado en una roca del Cáucaso, Edipo y el horror del incesto, Orestes y el matricidio. Y, por otro lado, la vida es la belleza de lo apolíneo. En la creación apolínea del panteón olímpico interviene Homero, como el «artista ingenuo» que talla el «espejismo de la belleza», donde se proyecta la forma superior de los dioses. Y por la belleza del mundo apolíneo de los dioses, lo Uno primordial (lo dionisiaco) se libera de su propio dolor.  

Nietzsche luego se desentenderá de esta concepción de la belleza apolínea como una vía de alivio ante el dolor del fondo de la vida. Lo verá como una influencia de la concepción de Schopenhauer de la vida como dolor, que luego rechazará abiertamente.
 Pero a lo que siempre es fiel es a la realidad como la unión de la forma (Apolo) y del trasfondo sin forma (Dioniso): «Apolo no podía vivir sin Dionisos» (27). Y ambos principios cobijan dos formas del arte y de los artistas.
  Por un lado, el artista apolíneo, «artista ingenuo», es el que protege la forma y su límite. Es incapaz de atravesar el velo de maya, la apariencia de las formas, el mundo que se ve. Es el artista «subjetivo», siempre prisionero de alguna forma; por eso, pierde contacto con lo real no limitado por las figuras-imágenes. El artista apolíneo es «el escultor  y…el poeta épico, que le es afín», y ambos «están inmersos en la intuición pura de las imágenes» (28).  Y frente a la subjetividad apolínea se alza el arquetipo del artista dionisíaco: Arquíloco. El «belicoso servidor de las musas salvajemente arrastrado a través de la existencia» (29). En el horizonte antiguo, poesía y música se unen. Desde un «estado de ánimo musical» surge la idea poética, como manifiesta Schiller (30). Y el artista dionisíaco, como Arquíloco, experimenta lo Uno primordial, intuye el trasfondo profundo de la existencia. Y el Uno primordial se manifiesta en «forma de música».

Estatua de mármol, de estilo helenístico, de Dionisio con una encarnación antropomorfa del vino, el niño sobre el que crecen hojas y uvas. Obra de la época romana, aproximadamente del 150-200 d. C, acaso basada en un original griego del siglo II. a. C, de La Storta, Italia (Wikimedia Commons).

En su encuentro con lo dionisíaco el artista abandona la subjetividad. Su sensibilidad no vive solo en la superficialidad de la forma. Así, «el yo del lírico resuena, pues, desde el abismo del ser» (31). El artista se distingue por «una visión del genio». En las condiciones habituales de su existencia, el hombre ambiciona que las cosas se sometan a sus deseos. No ve lo que es, sino la exteriorización de su propia subjetividad. Por el contrario, la visión del genio, desde una objetividad pura, ve lo que es. Es el artista dionisíaco que supera el círculo estrecho de la subjetividad. Se convierte en un «sujeto del conocer puro» que ve más allá de las formas, y experimenta el ser abismal.
  Así, el artista pleno trasciende la forma, y el querer individual. Es un medium que, desde la creatividad artística, encuentra el ser que late en el fondo de la vida. El artista dionisíaco se fusiona con «el artista primordial del mundo», y experimenta lo real como bella obra de arte. La belleza apolínea es parte de la creación dionisiaca de la obra de arte universal. Por esta creación, el fondo dionisíaco se autorredime. Sólo como fenómeno estético se origina, se justifica y sostiene la existencia (32).
  El artista dionisíaco traspone los muros, y se reencuentra con el centro velado del ser. Se encuentra con lo que el griego antiguo vivió a través del rito dionisíaco.
  En su visión de lo dionisiaco, Nietzsche entiende la festividad dionisíaca como rito y arte compenetrados. El centro de la adoración del dios del vino y el éxtasis es una forma artística y apolínea y, a la vez, rito, zona de tránsito hacia la divinidad.

La forma ritual dionisíaca es la tragedia que, en sus orígenes, es el arte del coro, la comunidad de coreutas-sátiros que cantan un ditirambo, una alabanza, al dios que vuelve. El Dioniso que regresa es un rasgo fundamental del relato mitológico del dios. Como señala Walter Otto, Dioniso es divinidad singular que se diferencia de los otros dioses olímpicos por su condición de dios nómada, errante, viajero y enloquecido.

En la versión clásica de su mito, Dioniso nace del muslo de Zeus, luego de la muerte de Sémele, su madre. A la llegada a su edad viril, Hera lo enloquece como acto de venganza a la infidelidad a su divino esposo Zeus. Desde entonces, Dioniso deviene dios viajero. Recorre los límites del mundo conocido. Regresa en primavera por tierra, desde el norte, desde Tracia; o por mar. Los coreutas le cantan al dios que vuelve. El ditirambo recrea la versión órfica del mito, donde Dioniso nace en el Hades, fruto de la unión de Zeus y Perséfone. En el mundo de la superficie es perseguido por los titanes. Y cuando escapa, el dios manifiesta uno de sus rasgos esenciales: la metamorfosis, el cambio de formas. En su huida, el dios adquiere diversas formas animales: macho cabrío, serpiente, pantera, toro. Cuando adquiere su aspecto taurino, es capturado y despedazado. Los titanes hacen su banquete. Cocinan y comen los restos del ser divino. Sólo sobrevive el corazón. Zeus y Atenea lo resucitan. En la interpretación filosófica del joven Nietzsche el momento del descuartizamiento del dios significa el dolor de la ruptura de la unidad, y el origen de la vida en la multiplicidad, en la pluralidad de los individuos encerrados en sí mismos. Y el renacimiento de Dioniso significa el restablecimiento de la unidad; el goce de la vida que fluye indivisa entre las partes del mundo.

En el ditirambo se canta a la deidad resucitada que regresa e infunde nueva vida en la naturaleza. El integrante del coro deviene sátiro, un ser mitológico, un híbrido, mitad macho cabrío, mitad humano, en excitación instintiva continúa, que es parte de la cohorte del dios que, en su carro impulsado por panteras, recorre los márgenes del mundo antiguo. Con la identificación del coreuta con la figura mítica del sátiro, comienza una trasformación mágica: «el entusiasta dionisíaco se ve a sí mismo como sátiro, y como sátiro ve también al dios, es decir, ve, en su trasformación, una nueva visión fuera de sí…» (33).

En la tragedia con Eurípides, el hombre adquiere una importancia sobredimensionada. Bajo la influencia socrática, y aún más del humanismo sofístico, en las tragedias de Eurípides los caracteres humanos, la bruma espesa de sus conflictos, se convierten en el eje axial del drama. No importa ya el salto a lo divino, sino la autoafirmación del sujeto. Un antropocentrismo que devora lo trágico y lo despoja del instante de encuentro extático con el dios. Para el joven Nietzsche, esto es la decadencia de la tragedia griega antigua; una postura afín a la crítica del teatro en Artaud (36).
  Poco después de Die Geburt Tragodie, en La filosofía en la época trágica de los griegos (1873), Nietzsche no reprime su fascinación por Heráclito, el pensador de Éfeso. Los filósofos anteriores a Sócrates y Platón son los «filósofos trágicos». Nietzsche piensa más en la grandeza de sus personalidades que en la verdad de sus sistemas. Dentro de los presocráticos, Heráclito es el que piensa lo real como devenir, como pólemos u oposición entre opuestos complementarios. Heráclito es quien intuye el fluir vital como juego. «El juego de Zeus». El fuego, símbolo del lógos en Heráclito, juega en la oscilación entre la creación y la destrucción. El juego es «inocente», por no reposar en ninguna finalidad moral. Y como reza el aforismo 52 heraclíteo de la recopilación de Diels: «El tiempo cósmico es un niño que juega quitando y poniendo las piedras; el reino del niño» (Aion pais esti paizon, petteuon; paidos he basileie). Para Heráclito y Nietzsche, los opuestos del devenir no se «superan» sino que conviven en una danza, un juego. Caso contrario al de Hegel.

  Por el rito entonces, que es fiesta, danza, cántico coral, el dionisíaco se une con la divinidad, en el momento del éxtasis, en su salir fuera de sí. Por el contrario, en el canto de lo apolíneo, el de las vírgenes que avanzaban solemnes hacia el templo de Apolo, el yo no estalla. Persiste en su identidad, en su recuerdo de sí. Situación diferente a la acción coral dionisíaca, en la que el sujeto se reúne con el fondo abismal de la existencia. Y como ocurre en toda fiesta inscrita en el horizonte arcaico, lo festivo es regreso al caos primordial, a la fuente o matriz donde todas las posibilidades están entrelazadas.

En lo festivo, lo caótico que regresa suspende temporariamente la individualidad, y también las jerarquías sociales, el orden de lo cotidiano, la repetición de las costumbres. Y en este estado, «una muchedumbre entonces se siente mágicamente transformada», y dentro de este medio colectivo enfervorizado, «el coro ditirámbico es un coro de trasformados» (34).
  Sólo luego, el teatro, que era al principio lo trágico donde Dioniso se hacia presente, es dominado por el elemento apolíneo cuando el dios se identifica con una máscara, y dialoga con diversos actores (35). Esta mutación abre el proceso gradual de la decadencia de lo trágico originario, cuyo extremo es Eurípides.

El nacimiento de la tragedia de Nietzsche, traducción y presentación de Andrés Sanchéz Pascual. La obra en la que el filósofo alemán introduce el análisis de lo apolíneo y lo dionisiaco.

En Hegel, los opuestos son parte de una necesaria particularización y autodesarrollo de la Idea o Espíritu Absoluto. El destino de los opuestos es la superación dialéctica dentro de una racionalidad universal que actúa como una gran identidad que todo lo integra, reconcilia y armoniza. En Nietzsche, por el contrario, y como ya dijimos, los opuestos juegan, danzan, se renuevan. No se superan.
  La decadencia de lo dionisíaco es negación de la vida como ese fértil juego de oposiciones y contradicciones. Y también es desvanecimiento de la experiencia pagana del mundo.
  Nietzsche se autoproclama como «pagano confeso» (37). La profesión de fe pagana es antídoto contra lo decadente de religiones como el cristianismo o el budismo. Y Dionisio, como dios de la metamorfosis, de los sátiros y ménades, es el centro de la apertura pagana a la existencia:

«Nietzsche reúne lo esencial del paganismo bajo un símbolo que, como tal, domina e ilumina la historia juzgándola, aunque no se perciba que tome alguna figura de ellas: el de Dioniso; pues este símbolo no designa desde luego la vanidad particular ni un culto histórico, sino una manera de identificarse con el principio de la vida » (38).

Lo pagano dionisíaco es esencialmente el decir sí a la vida, su aceptación gozosa, aun en su dolor o contradicciones. Es frescor salvaje frente al resentimiento del cristiano ante la vida terrenal. Nietzsche se llama a sí mismo el «último discípulo del filósofo Dioniso» (39). Y estima que:

«Yo fui el primero que, para comprender el instante helénico más antiguo, todavía rico e incluso desbordante, tomé en serio aquel maravilloso fenómeno que lleva el nombre de Dioniso: el cual sólo es explicable por una demasía de fuerza» (40).
   A diferencia de los dioses que, según Ditoma de Mantinea en el Symposium de Platón, no filosofan, Dioniso es un «dios filósofo» (41); y es dios «problemático» porque habla de forma sigilosa y lateral a los oídos. Conserva así un resabio de enigma, de oscuridad impenetrable. Y, en su filosofar, es el conocimiento distinto a cualquier forma de saber proposicional.

Dioniso es la salud pagana que venera la «demasía de fuerza», la superabundancia de la vida. Es la fascinación ante la riqueza sensible del mundo.

 CUARTO MOVIMIENTO: LOS DOS CRISTIANISMOS

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  Ya en la Grecia antigua el sí a la vida del paganismo dionisíaco empieza a callar. Desde la antigüedad, el cristianismo es su gran enemigo.
  En la tesis básica de Nietzsche en su obra El anticristo, el único cristiano es Jesús, el único que realmente encarnó la novedad, la Buena Nueva, una nueva forma de existencia. El reino de los cielos en el mundo interior y en la vida de los hombres. Jesús como el único cristiano verdadero muere en la cruz, y por lo tanto el cristianismo se extingue en los maderos sangrantes.

Jesús se opone a la tradición judía de la ley. Es el que trae un existir fincado en la ingenuidad, en una espontaneidad que regresa a la sensibilidad infantil. El cristianismo originario no consiste en la amenaza de castigos divinos o mandatos ancestrales. La forma de vida que trae Cristo se basa en el amor y bondad hacia el prójimo y el mundo. Es un tipo de existencia no contaminada aún por el dogmatismo, ni por la especulación teológica. Jesús colisiona con el formalismo litúrgico judío. Jesús sólo alcanza su legitimidad en la acción, en el modo cómo se vive, no en el discurso, no en una exigencia moral, no en un mundo diferido al más allá. La vida auténtica se consuma en la tierra y en el vínculo intersubjetivo; o en una interioridad que se abre al perdón y la bondad.
  En El anticristo, Nietzsche diferencia entre Jesús y el cristianismo histórico. El mensaje del que padeció martirio se opone a la Iglesia y su trama de jerarquías, sacerdotes y teólogos (42). Jesús actúa como el buen y el libre mensajero del amor, la reconciliación y la compasión, no de la Iglesia como institución de poder, y como estructura de coacción espiritual. La doctrina crística genuina será desvirtuada para colocar en su lugar la culpa y el castigo. La espera de una justicia como venganza. El genio del odio.
  Nietzsche lee La vida de Jesús de Renan. Renan no piensa a Jesús como presunto hijo de Dios, sino como ser humano que plasmó en su vida una psicología particular. Renan hace hincapié en un Jesús como héroe y genio. Para Nietzsche estas dos condiciones, esos dos atributos, no entienden la verdadera personalidad de Jesús en un nivel psicológico. Jesús no es héroe o genio sino que, por el contrario, es «idiota». Pero esta palabra hay que entenderla en función a la influencia sobre Nietzsche de El príncipe idiota de Dostoyevski. Aquí, la idiotez no es mengua de la capacidad intelectual. Lo «idiota» se asocia con un exceso de bondad, con una predisposición constante de un individuo a intervenir en pos de la reconciliación, del amor, de la disminución de los conflictos, de las enemistades y el odio.

La ingenuidad «idiota» de Jesús es huella de la vida infantil, la incapacidad para pensar al enemigo, a aquel capaz de distorsionar su mensaje. La «buena nueva» es, en definitiva, la vida eterna como reino interior y la condición de todo hombre como hijo de Dios (43).
  Otra de las fuentes que construyen la imagen nietzscheana de Jesús como individualidad excepcional donde el cristianismo tuvo su única expresión sin continuación, es Mi religión, de Tolstoi. El autor de Ana Karenina defiende un cristianismo originario que estuvo precisamente representado por Jesús; y que luego fue deformado por las jerarquías eclesiásticas de la Iglesia y por la red de dogmas que asfixiaron el mensaje crístico. En su visión de Cristo, Tolstoi supone que el verdadero cristianismo es esencialmente una vía de acción social. Una ética relacionada con el arte y la compasión (44).
  Antes de apreciar la radiografía crítica del cristianismo paulino por Nietzsche en El anticristo es oportuno aludir al contraste que éste traza entre el budismo y la actitud cristiana. El budista padece fatiga. Está cansado de sufrir. Crea entonces un modo de vida para superar ese dolor. Y para aspirar a una suerte de placer definitivo e impersonal en el nirvana. La extinción definitiva del ego, la disolución en la sustancia absoluta del parabrahmán. Los budistas, hombres tardíos, con una historia de largo sufrimiento, buscan la liberación del dolor mediante la paz, la mansedumbre, la serenidad. El budista construye así una dietética que persigue la liberación del sufrimiento. Pero la búsqueda de la paz en el budista, su emancipación del sufrir, no es rebelión contra la vida plena, sobreabundante y exaltada.

Y aquí se sitúa la gran diferencia con el cristianismo sacerdotal o paulino, lo cristiano que se impone en la historia, que desvirtúa el legado de Jesús. Pablo, arquetipo del sacerdote cristiano, niega la vida desbordante. En su lugar, instala la abstracción, la falsa promesa de la vida feliz en el más allá. El cristianismo paulino, y su concepto de Dios, se solivianta contra la vida real por resentimiento, odio, venganza. Y por el rencor del hombre enfermo y descendente contra el hombre superior y su salud y belleza que dice sí a la vida. La supuesta espiritualidad elevada del cristiano es rebelión y resentimiento, negación de la vida. Es la nada puesta en lugar de la riqueza de este mundo (45).
  Pablo es entonces el gran inventor del cristianismo histórico, muy distinto del cristianismo originario representado por Jesús. La primera gran invención de Pablo es la doctrina de la resurrección. En la Primera carta a los Corintios (15, 16,17) Pablo afirma: «Porque si los muertos no resucitan, tampoco resucitó Cristo. Y si Cristo no resucitó, ustedes no pueden esperar nada de su fe y siguen con sus pecados». Si Cristo no resucitó no se puede esperar la salvación. La fe perdería su objeto. Sería un jardín sin flores. Toda fuerza salvífica y redentora de los pecados se desvanecería. Entonces, la única esperanza para la liberación del pecado y el sufrimiento, para alcanzar la bienaventuranza que supuestamente trae Jesús, es aceptar la resurrección; y, por lo tanto, la vida eterna en el más allá. Pero esa resurrección, según Nietzsche, es una falsa doctrina que Pablo le endilga a Cristo. No surge de las enseñanzas del que pronuncia «El sermón de la montaña».
  Y en la construcción paulina de lo cristiano se promueve la voluntad servil del rebaño de los creyentes para que se someta al Salvador y a sus sacerdotes. Así, «como el hombre es un prisionero, tiene necesidad de un liberador» (46). El Salvador es también ahora el Hijo de Dios que amenaza con el castigo. La fe se convierte en obligación.

Y este mundo con su riqueza sensual, con su diversidad y amplitud, es reducido a lugar de la caída, y de la superación del pecado. La realidad para el cristiano es el más allá. Remplazar la realidad del cielo, los mares, los cuerpos, las tierras y los bosques, por el más allá es cambiar la vida que arde por fría sombra, aunque se diga que es luz eterna.

QUINTO MOVIMIENTO: MUERTE DE DIOS, NIHILISMO, Y EL ESPÍRITU LIBRE

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  La emancipación del hombre depende de la superación de la verdad inmóvil y de la decadencia cristiana. Es entonces necesaria la proclamación de la muerte de Dios. Apoteótico anuncio fúnebre que ocurre en el aforismo «El loco» de La gaya ciencia.
  El loco es capaz de negar la noción de un Dios eterno (el de la verdad inmóvil); pero es impotente para reemplazar ese Dios por la creación de nuevos valores. En la visión nietzscheana el dios cristiano es ateísmo disfrazado. Es destrucción de lo divino como una fuerza afirmadora. Es la nada disfrazada. Es el nihilismo reactivo, lo que reacciona ante el llamado de lo vivo poniendo la nada en su lugar. Ante esto, el loco viene a anunciar que ya no es posible creer en una divinidad que late demasiado lejos de la vida como el movimiento, el instinto y la belleza de este mundo.

El dios cristiano niega la realidad como placer y dolor. Al mundo real, el de la irreductible mezcla de lo placentero y el sufrimiento, lo sustituye por la mentira de la vida de ultratumba.
  Y el Dios cristiano es falso también porque depende del asentimiento humano. El dios que emerge en la tradición judeocristiana necesita del hombre. Y el loco asegura: «nosotros lo hemos matado». Pero: ¿Qué clase de dios es aquel que puede ser asesinado por los hombres?

  En el fondo, si los hombres pueden asesinar a dios es porque ese dios fue creado por ellos. Y para expresar el porqué de la falsedad de un dios dependiente del asentimiento humano, Nietzsche se pregunta en el aforismo «Demasiado oriental» de La gaya ciencia: «

«¿Conque un dios que ama a los hombre a condición de que crean en él, lanza miradas y amenazas terribles al que no siente fe en su amor? ¿Conque un amor con estipulaciones es el sentimiento del dios omnipotente? ¡Un amor que ni siquiera se sobrepone al punto de la honra y la venganza! ¡Qué oriental es todo esto! La frase ‘si te amo, ¿a ti qué te importa?, ¿qué tienes tú que ver en ello?’ basta para hacer la crítica de todo el cristianismo» (47).

Un dios que depende del amor de los hombres es divinidad ilusoria. Y es una ilusión «demasiado oriental» porque lo cristiano es derivación del judaísmo que, en la perspectiva nietzscheana, representa al Oriente.
 Desde el criticismo nietzscheano, los únicos dioses aceptables son los dioses de Epicuro. Epicuro, heraldo de un hedonismo refinado. Para el filosofo helenístico, el ideal más noble de la vida humana es la vida feliz. Pero la búsqueda del placer no tiene que confundirse con los placeres corpóreos más inmediatos, sino con la sutileza del placer intelectual. Su cima es la tranquilidad del alma y la contemplación. Y Epicuro entiende que para que el hombre pueda vivir en los placeres más altos debe liberarse antes de sus temores. Algo que obstruye la vida feliz es el temor a los posibles castigos en el más allá dentro de un mundo de dioses que observan y condenan. Entonces, para liberar a los hombres de la amenaza divina, Epicuro asegura que los dioses existen en un plano muy lejano de nuestra vida terrestre. Los dioses no se preocupan por los asuntos humanos (48).

La única divinidad aceptable es la que no interviene en la vida de los hombres, y que tampoco necesita de su aprobación. Entonces, el dios que muere es la falsa divinidad que la astucia cristiana creó para someter al humano a valores permanentes e inmutables.
  Con la muerte del viejo dios también muere lo que niega la sobreabundancia solar, la lejanía del espacio y su horizonte, el devenir de las aguas hacia nuevos puertos o posibilidades: «Pero, ¿Cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho después de desprender la tierra de las cadenas de su sol?» (49). Con la muerte de Dios muere la anterior negación de la relación de la tierra y el sol; y se recupera lo solar de la abundante luz, y la cadencia de las fértiles aguas. Es decir se recupera algo de la apertura religiosa pagana al mundo que percibe la naturaleza como presencia espiritual.

En términos históricos, la divinidad cristiana es el silenciamiento de la religiosidad antigua, de Dionisos y su éxtasis, de Pan y su libre sensualidad; es negación de lo pagano que sacraliza la materia.
  La muerte del dios del cristianismo paulino debe suponer entonces la recuperación de lo antes negado. Las «primeras consecuencias» de esta muerte provoca que:

«Nosotros los filósofos, los espíritus libres, ante la nueva de que el Dios antiguo ha muerto, nos sentimos iluminados por una nueva aurora; nuestro corazón se desborda de gratitud, de asombro…el horizonte nos parece libre otra vez, aun suponiendo que no parezca claro, nuestras naves pueden darse de nuevo a vela y bogar hacia el peligro; vuelven a ser lícitos todos los azores del que busca el conocimiento; el mar, nuestra altar mar, se abre de nuevo en nosotros, y tal vez no tuvimos jamás un mar tan ancho» (50).
  La muerte de Dios es salto hacia la libertad, hacia «altar mar», momento de navegar hacia lo nuevo y el peligro porque nunca tuvimos un «mar tan ancho». Y «el horizonte nos parece libre otra vez». Ante la verdad eterna, el hombre permanece postrado bajo su luz dogmática. La muerte de Dios nos devuelve la apertura al cambio y la transformación, y la percepción de lo todavía desconocido.

La nueva aurora ya fue vislumbrada por Nietzsche en Humano demasiado humano, en su último aforismo, «El viajero», donde el hombre emancipado de los errores de la metafísica de la presencia renace como espíritu libre. Ahora, el liberado ya no juzga ni condena. Es un «buen temperamento» que no se somete a la verdad absoluta de la tradición metafísica o religiosa. Es nómada que viaja libre y ligero luego de expulsar la pesadez de la verdad inmóvil. Es ahora sed de exploración. Nomadismo. Valeroso navegante en un peligroso mar abierto que se extiende hacia puertos inéditos. El hombre antes eterno habitante de lo mismo, ahora es trashumancia hacia la sorpresa y la alteridad. Por eso, ahora baña su rostro con las aguas salitrosas y salvajes de un «nuevo infinito», como reza el aforismo 374 de La gaya ciencia.

El mundo es ahora «universo perspectivístico», abierto a diversas proyecciones humanas de sentidos, angulaciones ópticas, interpretaciones, perspectivas de una realidad amplia, inagotable.  Así «el mundo se ha vuelto por segunda vez infinito para nosotros, por cuanto no podemos refutar la posibilidad de que sea susceptible de interpretaciones infinitas» (51). Lo real resurge como amplitud poliédrica que puede ser entrevista desde nuevos ángulos o formas de interpretación. Ninguna posibilidad es la última. La variedad calidoscópica de la vida no puede ser emplazada nuevamente bajo el dominio de un nuevo dios, de un dios personal. Luego del colapso del viejo dios, la realidad es lo desconocido. Pero lo desconocido no debe ser nuevamente personalizado; no debe ser interpretado, «en el antiguo estilo», como der unbekannte (el desconocido) sino como das unbekannte (lo desconocido).

Lo desconocido sin sujeto, es lo real como abismo, como fondo dionisíaco inagotable, que demanda la aproximación desde cambiantes perspectivas humanas. Pero, y esto es muy importante no olvidarlo o negarlo, lo real como abismo desconocido nunca puede ser interpretado o poseído; es la realidad desconocida más allá de las interpretaciones. La profundidad abismal de la realidad se la percibe, se la roza y descubre, pero no se la interpreta. Luego de la muerte de Dios de la supuesta verdad ya conocida o revelada, se está de vuelta ante abismos. Entonces:

«El valor mata incluso el vértigo junto a los abismos; ¡ y en qué lugar no estaría el hombre junto a abismos! ¿El simple mirar no es mirar abismos?» (52). 

SEXTO MOVIMIENTO; ZARATUSTRA, ETERNO RETORNO, SER FIEL A LA TIERRA

El águila, uno de los animales de Zaratustra (depositphotos.com)

  Arde la corona del sol. La cúpula es acribillada por la espada de luz. El águila vuela con inocencia salvaje en el reino aéreo sin dueños. De la grieta surge la serpiente. Y el solitario despierta. Camina sobre la cumbre. Recibe el saludo del rey solar y de sus animales. Proyecta sus latidos hacia el llano. Adivina una muchedumbre que espera su palabra. Una década permaneció en la soledad. Es tiempo de remover murallas y construir puentes. Y anunciar un rayo en el crepúsculo… 
  El Zaratustra de Nietzsche se mimetiza con el lenguaje religioso y el rol del predicador de nuevas verdades. Su tono es bíblico, profético. El Zaratustra histórico fue un creador de religiones (53). El zoroastrismo es un dualismo moral y ontológico. La realidad es el conflicto entre el bien y el mal. El Zaratustra nietzscheano se libera de la trampa dualista. Ahora es vocero de lo que está más allá del bien y el mal.

En la obra nietzscheana Así hablaba Zaratustra, los discursos y enseñanzas de Zaratustra alientan una pretensión mesiánica y pedagógica. Zaratustra anuncia la llegada de una figura más elevada de humanidad, y denuncia al hombre malogrado, al último hombre (mensch) como híbrido de planta y fantasma. Ser planta es que el cuerpo propio no siente más allá de su determinismo biológico; ser fantasma es que el pensamiento se reduce a una abstracción encerrada en sí misma.

Para realizarse, para ser más que planta y fantasma, es necesario recorrer el «camino del creador». En la tópica de Zaratustra este proceso se sostiene en tres momentos simbólicos. En tres transfiguraciones. El hombre es primero camello, sujeto paciente, que sufre el peso acumulado de las tradiciones, los mandatos y prohibiciones. Con resignado andar, el animal de la joroba atraviesa el desierto. Su pesado y sudoroso paso simboliza vivir bajo los mandatos recibidos.

La rebelión estalla por el león. La segunda transfiguración. Con sus rugidos, el felino destruye la pasividad. Quiere construir otros valores. Es el camino de la transvaloración, la continua ruptura de las viejas tablas y la creación de nuevos valores. Pero la energía leonina no puede crear, por sí sola, las nuevas perlas del valor. Y el león recibe la amenaza del dragón. En sus escamas brilla el mandato «tú debes». El regreso a la eticidad kantiana del actuar por deber, a la ley moral y el imperativo categórico, donde la ética es principio racional que manda de forma absoluta.

Y el león se transfigura en el niño. El niño es olvido de sí, regreso a la inocencia, azar del devenir, la frescura creadora (54). La niñez supera la pasividad del camello, y el querer impotente del león. Es símbolo del camino del creador y, por tanto, escalera hacia el superhombre.

El superhombre (ubermensch) es fidelidad a los sentidos de la tierra y el cuerpo. El cuerpo no es ya apéndice mecánico y pasivo de la mente, como en Descartes, para quien el pensamiento es la esencia humana plena. Para Zaratustra, la corporalidad no es efecto, sino causa del alma, del yo, de la razón. El cuerpo es el «sabio desconocido», y el yo es su «juguete» (55). El cuerpo es fuente de la conciencia. El cuerpo es a su vez emanación o plegamiento de lo terrestre. Así, «no somos por el espíritu y la libertad miembros de un reino espiritual, somos total y plenamente tierra» (56). Y la tierra no es lo cuantificable cognoscible por la ley científica; no es «algo meramente existente»; por el contrario, es «lo que hace surgir todo de sí, con el sueño de todas las cosas, como el movimiento de la producción, del que surge la existencia múltiple, individualizada y limitada y adquiere perfil, figura y consistencia» (57). La tierra es entonces «poder creador», poiesis. La creatividad no es atributo exclusivo del hombre. Y la fidelidad a la tierra es integración al ritmo del devenir creador; es participación en la materialidad, en la naturaleza, como estado creador, como continua emanación de figuras distintas.

  Como creador, el superhombre prolonga la facultad generadora primaria de la Tierra. Y esta potencia creadora procede a su vez de la voluntad de poderío, porque «esta vida de la tierra es para Nietzsche la voluntad de poder. Desde el hombre creador re-piensa Nietzsche la creatividad, la voluntad de poder de la tierra misma» (58).
  De la voluntad de poderío surgen las fuerzas activas y reactivas. Las fuerzas activas se vinculan con la creación, la renovación, la constante destrucción de lo viejo, la fertilidad de lo instintivo y lo corpóreo. Es el misterio de la vida que busca constantemente la superación, un ir más allá (59). Las fuerzas reactivas, en cambio, son las que conservan los valores instituidos, rechazan lo nuevo, repiten lo aceptado, se desvinculan de lo instintivo y el devenir; son enfermedad y debilidad; la debilidad del ascetismo cristiano y de los viejos filósofos que reducen lo real a lo pensado. Todo surge de la voluntad de poderío, tanto el movimiento de afirmación como de negación de lo vital.

Desde Parménides, el filósofo quiere que el ser sea pensable, quiere la integración entre intelecto y Ser. Lo mismo que ocurre con Hegel y su fenomenología del espíritu. Esta ilusión del filosofar tradicional se divorcia del núcleo sobreabundante de la voluntad de poderío, del devenir como energía creativa, en libre circulación, y ajena a toda determinación racional concluyente.

Lago de Sivalplana, Suiza (foto marcopolo111)

  En Ecce homo, Nietzsche recuerda una caminata reveladora. En varios momentos insiste en que el pensar genuino brota al caminar al aire libre. Y al deambular a orillas del lago Silvaplana, lo visita «su pensamiento más abismal»: el eterno retorno. El caminante pretende recuperar una experiencia antigua, premoderna: la inspiración (60). Y Nietzsche, el pensador moderno, pretende ser descubridor original del eterno retorno, ignorando que esta idea del tiempo circular ya existía en la antigüedad. Una omisión que sorprende a Borges (61). El eterno retorno nietzscheano se manifiesta por primera vez en el aforismo 341,»El peso más formidable», en La Gaya ciencia. Un demonio exige al hombre una decisión, que es a la vez un medio de selección para la vida ascendente o sobreabundante. «¿Qué actitud se tendrá al saber que todo volverá una y otra vez, con sus enjambres de placer y sufrimiento? (62). Ante esta revelación, el hombre de la «gran salud» dice sí a la repetición. Con alegría, acepta la vida en su darse como destino, como amor fati; acepta que la vida se repita, siempre, aunque esto suponga también que se repita el sufrimiento.
 El eterno retorno, primero dinámica ético moral, se amplía luego en términos cosmológicos. Zaratustra se embarca. Se convierte en viajero. Sabe que la verdad que trae el superhombre será recibida sólo por algunos pocos. Por una minoría del futuro. Por los «señores de la tierra».

Y Zaratustra elige a los marinos ebrios de enigmas y amor por el peligro para anunciarle su visión, su «pensamiento más profundo». En alta mar revela sus imágenes visionarias: Zaratustra asciende por la ladera de una montaña. Sobre sus hombros pende un enano, mensajero de la pesadez, quien lo exhorta a detenerse y volver, porque lo que se eleva está destinado a caer. Y adelante aparece un portón, el instante, donde convergen dos calles, la del pasado y la del futuro.
  En una situación paradojal, es el enano el que le revela al visionario que: «todas las cosas rectas mienten. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo» (63). El presente es el pórtico donde se concentra la eternidad de lo que vuelve y se repite sin fin. El regreso interminable al punto de partida, al inicio de la rueda circular. La calle del tiempo que se extiende hacia el pasado es infinita. Por lo que todo posible acaecer ha ocurrido ya. Es reiteración de lo que siempre retorna desde lo pasado. El tiempo pretérito es infinito. Pero los hechos que se engarzan en su decurso son finitos. Por lo que los hechos finitos vuelven una y otra vez, al instante de lo presente. La reiteración no es mecánica. Cada hecho que reincide se renueva, se hace presente con nueva intensidad. La eternidad del eterno retorno transcurre dentro del tiempo. Es sucesión inmanente. La eternidad que gira y vuelve en la circular sucesión temporal es afín al eterno lógos heraclíteo que brilla en el devenir; es la intuición que contradice la trascendencia de la eternidad en Parménides o en el platonismo.
  El pensamiento más abismal de Nietzsche que le entrega el eterno retorno nada debe al deducir, al razonar. Llega por una visión, no por un pensar lógico y discursivo. Y aceptar la visión del eterno retorno es doloroso. Luego de la comprensión del eterno regresar, Zaratustra permanece siete días postrado en su cueva. La voz de los animales lo auxilia para superar su convalecencia y aceptar el propio destino. Cuando se soporta el eterno retorno el dolor puede convertirse en alegría. Esta ocurre en la última fase de la visión de Zaratustra. Luego de la aparición del portón del instante y sus dos calles, Zaratustra ve un perro, y cerca un misterioso pastor. Una serpiente se hunde en su garganta. Zaratustra le pide que la muerda y la escupa. Así lo hace. Y el pastor que antes sufría, ahora ríe. Es un transfigurado. Es el que puede danzar. Entonces, «el superar, el resistir y la idea del eterno retorno, produce la transformación de toda seriedad y de toda pesadez en la ligereza, en la sobrehumana ligereza de la risa» (64).
  Y el superhombre que nace luego de padecer el descubrimiento del eterno retorno posee la «voluntad del ocaso»; como el sol, siempre desea hundirse en la distancia, para morir y renacer. Es la voluntad del gran anhelo. La voluntad que siempre quiere ir a lo lejano es expansión hacia «el  contorno de todos los contornos» y la gran «campana azul» (65). La danza del espíritu liberado no se consuma en un lugar particular, sino en todos los lugares. La levedad es expansión hacia la amplitud del espacio («el contorno de todos los contornos»), hacia el cielo (la «campana azul»), y hacia el ser fiel a los sentidos de la tierra.

 SÉPTIMO MOVIMIENTO: EL ROMANTICISMO, EL MITO Y EL HÉROE

El caminante sobre el mar de niebla (1798), del pintor romántico Caspar David Friedrich (1774-1840).

En El crepúsculo de los ídolos, en «Lo que debo a los antiguos», Nietzsche celebra diversos rasgos de la antigüedad que su pensamiento pretende asimilar. En el estilo, se declara admirador y continuador de Tucídides y Salustio; en su visión de la realidad sobresale, como ya sabemos, la celebración pagana de la existencia terrestre y sensorial (66).

 Antes de Nietzsche, la lectura revalorizadora de los antiguos es propia de la exégesis romántica del mito. En 1800, en su Alocución de la mitología, Schelegel exalta el relato mítico como liberación de la fantasía, como regreso a un caos creador y salida de la cárcel lógico-racional (67). El mito es un acceso a lo real más potente que el lenguaje matemático y la explicación del sistema filosófico. Moritz, Herder o Schelling coinciden en la valorización de la palabra mitopoética (68).
 Ya en El nacimiento de la tragedia, Nietzsche piensa que, si a toda cultura «le falta el mito, pierde su fuerza natural sana y creadora: sólo un horizonte rodeado de mitos otorga cerramiento y unidad a un movimiento cultural entero» (69). La extinción de la vitalidad creadora por el colapso de lo mítico engendra las abstracciones del Estado y de un pensamiento clasificador, erudito y alejandrino.

La desintegración del mito aleja al hombre de las fuerzas vitales y creadoras, por lo que, entonces, se repliega en sus imágenes abstractas, en «costumbres abstractas, el derecho abstracto, el Estado abstracto». A su vez, la pérdida de la vida como fuente creadora alimenta un desaforado consumo consolador de lo histórico. En Sobre las ventajas o desventajas del estudio de la historia, Nietzsche ya distingue un uso «anticuario» de lo histórico donde el pasado se conserva y atesora como recuerdo desligado del presente o el futuro (70). La pasión por lo pasado es propia del «hombre no-mítico» moderno, quien «está eternamente hambriento, entre todos los pasados, y excavando y revolviendo busca raíces, aun cuando tenga que buscarlas excavando en las más remotas antigüedades» (71).
   Las afinidades de lo romántico y lo nietzscheano superan el interés por lo mítico-arcaico. En la welschaustang romántica reina la unidad de la realidad. Un monismo filosófico. Para los románticos «la naturaleza es…un organismo animado y no un organismo divisible en sus diversos elementos» (72). La realidad es una. «La vida es la única realidad y el movimiento eterno se identifica con lo divino» (73). Lo real como unidad se infunde en los individuos; entonces, lo que «posee de vitalidad el individuo en cuanto tal lo toma de la vida universal» (74).

La concepción de lo uno pertenece también a la sabiduría antigua que el joven Nietzsche relacionaba con la doctrina secreta de la tragedia (75). Cuando se restablece la intuición de una totalidad dinámica, el individuo recupera un posible encuentro con el todo por una vía extática. Baader afirma que «cada individuo sólo vive en proporción a su proximidad al todo, esto es, en la medida en que un ekstasis lo arrebata a su individualidad » (76). El éxtasis al que alude el autor romántico abre a lo visionario, al arrebato inspirador, a una percepción afectiva no racional del devenir. Salto a la experiencia que prima en el itinerario nietzscheano: el éxtasis místico-dionisíaco, la inspiración que dona el eterno retorno, la transfiguración creadora de la vida.
   En el mediodía, la línea de sombra es la más angosta. La filosofía del mediodía de Zaratustra y la aventura romántica coinciden en la valorización mítica de la figura del héroe; y también en concebir a lo infinito como erupción de vida en lo finito, y a la música como lenguaje de lo real superior al concepto.
  El héroe es el que protege, el que custodia, con temple titánico, una abundancia de sentido. El héroe mítico es viajero que recupera el centro que emana los símbolos de una verdad abismal (vellocino de oro, Grial, la unión círculo-cielo, el cuadrado-tierra). Por un camino circular, el héroe regresa al comienzo. Vuelve con las ánforas saturadas de aventuras, revelaciones y comprensión. Dice entonces la verdad rasguñada por el olvido.   

   En Nietzsche, Zaratustra repite lo heroico arquetípico. Su mirada afiebrada de tormentas y visiones entrevé la realidad subyacente del anillo-tiempo. Su vida trascendente en la montaña se pierde en la plaza pública, pero la recupera cuando viaja sólo acompañado por sus discípulos (77). Vuelve para anunciar a los que puedan escuchar el rayo del superhombre.
  El romanticismo también es fascinación por lo heroico. Alucinados, los héroes románticos ascienden por las laderas de una verdad olvidada. Una unidad desmembrada. Pero saben que la cumbre ya es inalcanzable. El ansia de la visión de totalidad convive con la certeza de que el hombre moderno ya ha caído en un vacío sin amanecer. Aquí, lo heroico romántico es lo épico-trágico. Epicidad que se contrapone a la heroicidad nietzscheana y su confianza en la transfiguración afirmativa de la existencia.
  En lo romántico, lo absoluto es también estallido de lo infinito en la finitud. La universalidad de las posibilidades estalla en lo particular, o en el instante. La obra artística es finitud material y temporal. Pero en la vastedad de lo físico, en el hombre o en la obra, ocurre que «al universo, lo mismo que al puesto del hombre en el cosmos, se aplica la ley de la obra de arte, que consiste en aprehender la eternidad, pero en el instante; percibir el infinito, pero en el objeto» (78).
  La concentración de lo infinito en la particularidad le da incandescencia a lo individual. Cada hecho, cada cosa es sitio de reunión de lo amplio o de lo que Heidegger llama “la cuaternidad del mundo” en su conferencia La cosa (79). La totalidad del tiempo, al converger en cada cosa supone la eternización del instante. Por eso, «me parece que toda ha tenido demasiado valor para poder ser tan fugaz…busco una eternidad para cada cosa…Me consuelo pensando que todo lo que ha sido es eterno y que el mar lo echa a la orilla » (80). Cada hecho está cargado de una sobreabundancia que supera la fugacidad. No hay extinción sino perpetuación de cada hecho que, al pertenecer al anillo del eterno movimiento circular, se renueva, se repite, incesantemente.
  Entonces, la fuerza de un hecho singular puede ser finita, pero su renovación es infinita. En toda cosa late la transformación eterna. La variabilidad nunca concluye porque el devenir no posee ninguna meta. El mundo no tiene un punto de comienzo, «no comenzó a devenir»; por eso, «el concepto de creación es sencillamente indefinible, irrealizable» (81). No hay inicio y, por tanto, tampoco hay un avanzar hacia un fin, hacia una meta, o hacia un final, una última vez.

OCTAVO MOVIMIENTO: WAGNER, DIONISO LA SUPERIORIDAD DE LA MUSICA

Nietzsche y Wagner (en elvuelodelalechuza.com)


  Para Nietzsche el mundo es la fuerza de lo dionisiaco, siempre en devenir, que brota del fondo abismal de la vida, que a su vez pertenece al tiempo circular del eterno retorno, que a su vez es voluntad de poderío, como impulso de constante superación. Y ese vida solo se expresa por la música. La vida es música. Es así que «como se puede constatar desde El Nacimiento de la tragedia hasta Ecce homo, Nietzsche estima como Schopenhauer, que la música expresa la esencia de toda vida» (82).El autor de El Mundo como voluntad y representación, afirma que la música es la manifestación más alta de la Voluntad (83).
 En la meditación nietzscheana de Die Geburt der Tragodie, la música indica el quiebre del yo individual, la liberación de toda representación y la recuperación de la vida como puro devenir. La música es el trasfondo de la vida que se da a quien puede escuchar su ritmo profundo. Pero en la modernidad del exceso de intelectualización, y hoy de la sobreabundancia de información, esto ya no es posible. Por eso Nietzsche se lamenta de la pérdida de lo que llama el «oyente estético». La escucha musical no es principalmente reconocimiento de estilos compositivos y de instrumentos, o decodificación de contextos históricos. No es análisis ni traducción crítica. Es el vibrar con la cualidad profunda e indefinible del ser, tal como lo comprende Deleuze (84).
  La decadencia y barbarismo del hombre moderno se patentiza en su incapacidad para una respuesta estética a la presencia del mundo como potencia sensorial y musical. Como una paradoja grotesca, el crítico es la figura extrema de la insensibilidad estética. Ciertas personas «cultas» confunden el «saber» sobre el arte con la erudición, con la frecuente visita a museos, teatros o salas de concierto, o con la intelectualización de una obra. Lejos de eso, el «saber» sobre el arte, y específicamente sobre lo musical del «oyente estético», y siempre según Nietzsche, es el re-sonar con la música que estalla desde el fondo abismal de lo dionisíaco (85). La pérdida de la vivencia estética de la música es parte de «la pérdida de sensualidad del gran arte».

En lo moderno, el centro de recepción de la obra musical es dilucidar su «significado». Así, en Alemania pulula «una cohorte de diez mil personas con exigencias cada vez más elevadas, más sutiles, con los oídos cada vez más dirigidos al ‘significado de esto’. Si en la interpretación de la significación hay un goce residual, éste se traslada al cerebro, por lo que los órganos de los sentidos se embotan y se atrofian, lo simbólico ocupa cada vez más el lugar de la cosa, y por esta vía llegamos a la barbarie…» (86).
  La música devuelve la percepción de la realidad viva, vibrante, en movimiento. No la sustituye por palabras, etiquetas, conceptos. La barbarie.
  Lo musical también es el estado que favorece la creación. Ante el paso del Fénix de la música, Nietzsche siente el inicio de la creatividad que lo conduce a la escritura de Así hablaba Zaratustra, como si se tratara de una obra musical. Y el estado musical es vehículo de serenidad, como en la música mozartiana. Y es también estimulante de la vida (Stimulanzdum Lezen), la hace más leve, más joven y fluida, menos cansada y pesada. Y así como Leonardo siempre sitúa a la pintura en un estadio superior a la poesía, para Nietzsche lo musical siempre supera a la palabra: «Comparándola con la música, toda comunicación de palabra tiene una forma en cierto aspecto desvergonzada. La palabra diluye y entontece. La palabra despersonalizada, haciendo más vulgar lo que suele ser extraordinario» (87).
   En un comienzo, el joven Nietzsche confió en la redención musical de la cultura decadente moderna por la música wagneriana. Esta fe inicial se quebranta ante el fiasco del Festival de Beyreuth. Aún más intensamente, la distancia nietzscheana respecto a Wagner se debe a «objeciones fisiológicas». La música conduce a la sensación vital de la danza y lo ligero, a diferencia del teatro y sus «éxtasis morales». Y en la forma particular de la teatralidad wagneriana la música se subordina al drama (88).
 Pero el rechazo final de Wagner y su concepción de la Gesamtkunstwerk (la obra de arte total) tiene más caras todavía. El manifiesto de esta guerra o pólemos de lo nietzscheano contra lo wagneriano es El caso Wagner. Un primer texto acompañado por otro: Nietzsche contra Wagner. Acaso la génesis misma de la ruptura Nietzsche-Wagner se sitúa en la tendencia redentora que «el último discípulo de Dionisos» encuentra en el drama musical del creador de La marcha fúnebre de Sigfrido. El principal móvil espiritual de la épica wagneriana es la búsqueda de la redención, la liberación cristiana del pecado. En Wagner, la gran ambición del héroe es ser acogido por una verdad salvadora que lo redima. Esto reluce con claridad en varios ejemplos de las óperas wagnerianas. Un ejemplo: por una cuestión biográfica, en un viaje marino tempestuoso y accidentado hacia Noruega, Wagner recuerda la ancestral leyenda del holandés errante. Aquel navegante espectral que por una maldición es condenado a navegar eternamente. Pero cada siete años se le concede la posibilidad de desembarcar con la esperanza de que, si encuentra un amor verdadero, una mujer amada, ésta lo salvará, lo redimirá. Aquí comienza una degradante dinámica de lo trágico que no acepta lo terrible, sino que busca un alivio, una redención, algo que exorcice el gran sufrimiento. Por eso, Nietzsche se encoleriza ante el Parsifal wagneriano.

Parsifal: uno de los caballeros del Grial destinados a la búsqueda del santo vaso, ya en la primera versión de Chrétien de Troyes, en el siglo XII. Pero, en su reconversión wagneriana, Parsifal busca la castidad como parte de su realización épica. Y aquí Nietzsche observa la posible influencia nefasta de Feuerbach, quien habla de «la sana sensualidad»; es decir: de una sensualidad que se redime de un placer erótico que la «santidad» del matrimonio católico no podría consentir. Entonces, en pos de «la sana sensualidad», en pos de la redención, o liberación de lo sensual, en el final del drama, Parsifal abraza la vida casta.

En la visión de Nietzsche, Wagner antes de corromperse, antes de caer bajo la influencia nociva del catolicismo y de un falso nacionalismo germánico, era un revolucionario sincero, alguien que veía en la Revolución Francesa un modelo de real emancipación. Ese primer espíritu revolucionario de Wagner es transferido a Sigfrido. Pero para pervertirlo. El Sigfrido de Wagner es, en principio, el revolucionario por excelencia; es aquel que, por su propio origen incestuoso, arremete contra los convencionalismos, quiebra la tradición y repudia la norma como supuesto lugar del bien; de ahí su empuje revolucionario. Por otro lado, Sigfrido es aquel que busca, en un inicio, un vínculo positivo con la mujer, mediante su amor por Brunilda, mediante la posibilidad de unirse con ella en un éxtasis final que sería un canto al amor libre. Pero esta tendencia erótica no se cristaliza. Porque Wagner se despoja de su embrionario espíritu revolucionario. Y sucumbe entonces ante las tradiciones, ante las imposiciones del matrimonio o de la castidad. Y ese sometimiento brota del encuentro entre Wagner y Schopenhauer. Schopenhauer, primero maestro idealizado por el joven Nietzsche, se transforma luego en el pensador decadente que, bajo el influjo del budismo, obtura los deseos, apaga el cuerpo sensual de los instintos, inhibe el erotismo, lo flagela como modelo posible de integración de lo masculino y lo femenino (89).

  Otra forma de la ruptura es la denuncia nietzscheana de la música wagneriana como arte enfermo. En muchos momentos de su obra, Nietzsche se autopercibe como psicólogo antes que como filósofo. En La genealogía de la moral, Nietzsche explora los móviles psicológicos del ascetismo y la psicología del sacerdote que obra como médico del alma. Y el Nietzsche psicólogo no duda en afirmar que el hombre moderno es individuo básicamente enfermo que, por su misma enfermedad, no percibe ni su debilidad de los instintos, ni su sobrexcitación nerviosa. Y su perturbación biológica no se transmuta en acto creador (como sí ocurre en el caso del propio Nietzsche donde la enfermedad como recurrente dolencia física es fermento de superación y agresivo aguijón de nueva creación). El debilitamiento instintivo de un sujeto debilitado demanda una medicina que lo despierte, que lo saque de su embotamiento.

Escultura de Wagner en La Spezia, norte de Italia (foto Laura Navarro y Esteban Ierardo)

  Y ahí es donde ingresa la música de Wagner, la música con su gran estridencia, con su gran potencia sonora, con su carácter majestuoso. Una música para enfermos; una música que busca sobrexcitar la sensibilidad de modo tal de aliviar el dolor o la debilidad nerviosa del hombre moderno. Musicalidad artificiosa cuyos grandes éxtasis sonoros son parte de explosivas excitaciones fraudulentas. Remedios musicales para revivir a los muertos. Por eso este arte no eleva. No enriquece la sensibilidad. Simplemente calma los nervios. Aligera una sensibilidad atormentada. Y si el hombre moderno es un ser enfermo, esquilmado en sus potencias vitales, necesita entonces de una música que obre como una suerte de estímulo compensatorio, como un shock violento que disminuya su letargo vital.

 Entre sus múltiples escritos, Wagner imagina que su música está destinada al porvenir. Y, a guisa de réplica, en El caso Wagner, Nietzsche escribe La música sin porvenir para referirse precisamente a la carencia de futuro del universo sonoro wagneriano. Antes de su nueva diatriba, Nietzsche destaca algunos momentos de creatividad musical en la Europa moderna que, según su entender, sí son creaciones destinadas a la perduración, por su originalidad fecunda. En este sentido, Nietzsche recuerda el caso de los maestros holandeses, los cantos corales y polifónicos del Siglo XVI, como coronación musical del cristianismo medieval, y como correlato egregio del estilo gótico. Y pondera a Händel, el famoso autor del oratorio La creación que, junto con Bach, plasma con sabiduría musical los ecos de la reforma protestante luterana. Y también, desde la meditación nietzscheana, en el siglo XVII, Mozart es el creador de una música por la que la atmósfera monárquica, cortesana y borbónica de Luis XIV en Francia, alcanza su pináculo. Y en el siglo XVIII, Beethoven y Rossini son las cúspides de la creatividad musical más elevada destinada a un brillante porvenir.

  Pero, en cambio, para la mirada nietzscheana, la música wagneriana es arte ilusorio condenado a perecer en la fugacidad del tiempo moderno. Desaparición de lo wagneriano por el tumor del catolicismo que oculta en su cuerpo sonoro; por su turbio y dudoso regreso a un nacionalismo germánico de base mitológica; y por su culpable acción relajante del hombre moderno enfermo y sobreexcitado.

  Frente a la música del arte decadente wagneriano, Nietzsche toca las trompetas de la potencia dionisíaca. Y opta por la celebración de la música de Bizet. De su obra fundamental: Carmen. La obra de Bizet es un residuo de pureza en la Europa decadente, que Nietzsche siempre halló en la Italia acariciada por las brisas mediterráneas. La música mediterránea palpitante en Carmen es contrapunto de la música del norte germánico enrarecida por el débil oxígeno cristiano. El Carmen de Bizet es derrame de sobreabundancia, de fuerza pasional, de vigor que incendia el aire que se respira.

La música es lo que resuena como gran medicina, como lo que cura el mal de las diversas formas de la decadencia, como la «voluntad de verdad de los sabios» y su pretensión de que todo se resuelva en una verdad inmóvil, final, eterna; lo erudito alejandrino y su reducir la vida a información; y el cristianismo y su rechazo del cuerpo, los sentidos, la belleza sensual de este mundo. Todas estas formas de la negación. Ante esto, el arte, y la música en especial, «es la única fuerza superior a toda voluntad de negar la vida, es la fuerza… antinihilista por excelencia» (90). Aquello «que enseña algo más fuerte que el pesimismo, más ‘divino’ que la verdad, esto es el arte» (91).

La música devuelve a la percepción dionisiaca: la vida en su profundidad abismal, como una ilimitada corriente, que la música, en su mejor fuerza, recuerda. A la vez, nuestra vida practica, la llamada vida real de todos los días necesita de las cosas quietas, y de las leyes y las costumbres. Las cosas quietas son indispensables para la la existencia humana, pero esas cosas son «nuestra» necesidad, no pertenecen a la realidad como tal. En este sentido, Eugen Fink habla de la «ontología negativa de la cosa» en Nietzsche, como una de las cumbres más altas de su pensar: Y dice: «la cosa, la sustancia, es una ficción, un producto de la voluntad de poder, que, como conocimiento, violenta, detiene, desvirtúa, captura la realidad, el devenir, lo somete al concepto; y olvida hasta tal punto este acto de violencia que cree aprehender lo real en conceptos como sustancia, causalidad, etc., creados por ella misma. El hombre cree en cosas, pero éstas no existen» (92).

  Las cosas existen sobre la corriente abismal dionisiaca que nunca se divide en ninguna de esas cosas. El abismo siempre en movimiento del que procede la vida de los humanos, los animales, las cosas (para nosotros) es, al fin, inexplicable. Así: «¡No deberíamos intentar apoderarnos del carácter misterioso y enigmático del mundo!» (93).

Está la vida de las muchas formas de lo apolíneo. Allí, el humano debe interpretar desde cambiantes ángulos visuales o perspectivas el sentido de las cosas distintas, de lo múltiple, de lo fenoménico. En ese mundo gobierna el tiempo circular del eterno retorno, la creación de nuevos valores, la voluntad de poderío y el emanarse de la vida que se afirma o niega; aquí también es la búsqueda del superhombre por el camino de las transformaciones, la lucha contra el debilitamiento y la decadencia. Y está la vida mayor, sin límites ni forma ni cosas, la existencia dionisiaca, el abismo del que todo emerge. Tras la muerte de Dios, Nietzsche anuncia la gran recuperación: el infinito, lo desconocido, el abismo sin rostro, que disuelve toda escalera hacia una verdad final.

  La profundidad abismal es misterio poético no pensable, es originaria condición no lógica de la vida. Es la vida-abismo que no puede ser capturada por ninguna interpretación. Lo insondable de la vida abismo derrumba todo conocimiento dogmático, de la religión, de la ciencia, o de la » voluntad de verdad de los sabios «.

El trasfondo abismal de la vida se mueve sin descanso, no puede ser detenido. Los animales de Zaratustra, el águila y la serpiente, lo animal en sí, quizá perciben sin pensamiento el trasfondo abismal, no lo ocultan con ningún concepto o representación.

El único arte que puede rozar, expresar y recordar algo de la vida abismal de Dionisio es la música. Si el fluir musical se detiene ya no es música. Y si la realidad es profundo movimiento continuo, la música es el único lenguaje que expresa algo de esa vida que nunca se detiene ni agota.

Sils Maria, pueblo suizo que inspiro a Nietzche en su pensar mientras caminaba en torno su lago y montañas(es.vecteezy.com)

CITAS:

(1) F. Nietzsche, Más allá del bien y el mal, Madrid, Alianza, 1986, p. 21(trad. Andrés Sánchez Pascual).

(2) Ibid., p. 43.
(3) Ver aforismo 12 en F. Nietzsche, Más allá del bien y el mal, op. cit. p. 33-34.
(4) Nietzsche entabló amistad con Paul Ree, un joven filósofo de origen judío, autor de El origen de los sentimientos morales, donde cultiva una intensa preocupación por la moral y su génesis. Ree estimula a Nietzsche a iniciar una reflexión en esa misma dirección.
(5) F. Nietzsche, Humano, demasiado humano, Madrid, Grupo Editorial Marte, 1988, p. 48 (trad. Edmundo Fernández González y Enrique López Castellón)
(6) En cuanto al elemento diferencial en el origen de los valores Deleuze manifiesta: «Genealogía significa el elemento diferencial de los valores de lo que se desprende su propio valor. Genealogía quiere decir pues origen o nacimiento, pero también diferencia o distancia en el origen. Genealogía quiere decir nobleza y bajeza, nobleza y vileza, nobleza y decadencia en el origen», en Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 1994, p. 9 (trad. Carmen Artal).
(7) F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 1994, p.69 (trad. Andrés Sánchez Pascual).
(8) Nietzsche asegura que «Repugna, me parece, a la delicadeza y más aún a la tartufería de los mansos animales domésticos (quiero decir de los hombres modernos, quiere decir de nosotros) el representarse con toda energía que la crueldad constituye en alto grado la gran alegría festiva de la humanidad más antigua…», en F. Nietzsche, La genealogía de la moral, op. cit., p. 74. En la antigüedad, la crueldad es una forma de expansión de las fuerzas activas, y también es parte del castigo como espectáculo público destinado a grabar con la intensidad de la sangre derramada el recuerdo del castigo y el temor consiguiente a la desobediencia. La crueldad del castigo es luego investigada por Foucault en su investigación sobre lo carcelario y su relación con la subjetividad moderna en Vigilar y castigar, obra que comienza con la recreación del descuartizamiento del parricida Amiens en su ejecución pública en 1762.
(9) La pérdida de lo real por su sustitución por un pensamiento generalizador y la representación puede ser relacionado con la meditación heideggeriana sobre la época moderna como «época de la imagen del mundo»; aquí, lo real no es lo que está frente al sujeto sino la imagen mental o representación que éste proyecta y constituye como mundo. Ver M. Heidegger, «La época de la imagen del mundo, en Caminos de bosque, Madrid, Alianza, pp.75-109.
(10) F. Nietzsche, Humano, demasiado humano, op.cit., p.18.
(11) F. Nietzsche, La Gaya ciencia, Madrid, Sarpe, 1984, p.183 (trad. José. de Olañeta).
(12) «En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la ‘Historia Universal'», en F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira desde en sentido extramoral , Madrid, Taurus.
(13) F. Nietzsche, El viajero y su sombra, México, Editores Mexicanos Unidos, 1994, p.16
(14) Ibid., p.17.
(15) F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza, 1994, p. 11 (trad. Andrés Sánchez Pascual).
(16) «Antaño los filósofos temían a los sentidos, ¿habremos echado demasiado en olvido aquel temor? Nosotros, los hombres del presente y de lo porvenir somos sensualistas, no en teoría, sino prácticamente. Ellos, por el contrario, creían que los sentidos les atraían fuera de su mundo, fuera del helado reino de las ideas a una isla peligrosa, más meridional, donde temían que sus virtudes filosóficas se fundiesen, como la nieve al sol», en F. Nietzsche, La Gaya ciencia, op. cit., pp. 206-207.
(17) F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, op. cit.p.46.
(18) Ibid, p.43.
(19) Ibid., pp. 11-12.
(20) Ibid. pp.43-44.
(21) Ibid., p.232.
(22) Erwin Rohde explora los orígenes de la fe en la inmortalidad entre los antiguos griegos a partir de la influencia tracia. Ver en E. Rohde, «El culto tracio del dios Dionisos», en Psique. La idea del alma y la inmortalidad entre los griegos, México, Fondo de Cultura económica (trad. Wenceslao Roces).
(23) Ver F. Nietzsche, «Ensayo de autocrítica», en El nacimiento de la tragedia, op. cit., pp. 25-37.
(24) Ibid., pp.57-58.
(25) La pesimista sabiduría silénica emerge cuando Nietzsche refiere que: «Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder cogerlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón (el ser sobrenatural); hasta que, forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras, en medio de una risa estridente: ‘Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti morir pronto», en F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, op. cit., p.52.
(26) Ibid.
(27) Ibid., p.59.
(28) Ibid., p.63.
(29) Ibid, p.61.
(30) Sobre lo musical como fuente de creatividad Nietzsche recupera una confesión que Schiller expresa en una carta a Goethe del 18 de marzo de 1796: «El sentimiento carece en mí, al principio, de un objeto determinado y claro; éste no se forma hasta más tarde. Precede un cierto estado de ánimo musical, y a éste sigue después en mí la idea poética», F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, op. cit., p. 62.
(31) Ibid., p.63.
(32) El verdadero artista supera su voluntad individual, no es limitado ya por la estrechez de sus deseos o de su finitud; y entonces puede advertir que el hombre no es verdadero creador del mundo como arte. El mundo de las formas y nosotros mismo somos parte del universo como obra de arte, como fenómeno estético y justificación de la existencia, por la que el gran artista, el «Uno primordial», «se procura un goce eterno de sí mismo».
(33) Ibid., p.84.
(34) Ibid.
(35) La tragedia es inicialmente sólo coro. Luego se transforma gradualmente en drama mediante un proceso por el cual un integrante del coro se cubre con una máscara que representa al Dios y que empieza a cobrar una visibilidad apolínea; «así es como comienza el ‘drama’ en sentido estricto», lo que se acerca al teatro tal como lo conocemos hoy. Ver F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, op. cit., p. 86-87.
(36) La posición del joven Nietzsche respecto al teatro de Eurípides posee afinidades con la crítica que, en su Manifiestos del teatro de la crueldad, Antonin Artaud ensaya sobre el teatro moderno fuertemente vinculado al predominio de la palabra literaria y la representación del hombre y sus conflictos. El teatro, así, para Artaud, pierde, como la tragedia dionisíaca originaria, su valor de puente hacia la otredad que supera la finitud humana.
(37) «Nosotros, los pocos o muchos que intentamos vivir en un mundo desmoralizado; nosotros, paganos confesos, somos probablemente también los primeros en comprender qué es una confesión pagana; … es un deber apreciar todo «ser más alto «como un «ser también inmorales». Nosotros creemos en el Olimpo, no en el Crucifijo», en F. Nietzsche, La voluntad de poderío, Madrid, Edaf, 1981, p. 539 (trad. Aníbal Froufe).
(38) Paul Valadier, Nietzsche y la crítica del cristianismo, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1982, p.319 (trad. Eloy Rodríguez Navarro).
(39) F. Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, 1994, p.136.
(40) Ibid., p. 133.
(41) «Entre tanto, he aprendido muchas más cosas, demasiadas cosas sobre la filosofía de este dios, y, como queda dicho, de boca a boca a boca, -yo el último discípulo e iniciado del Dios Dioniso: ¿y me sería lícito acaso comenzar por fin alguna vez a daros a gustar a vosotros, amigos míos, en la media en que me esté permitido un poco de esta filosofía. A media voz, como es justo; ya que se trata aquí de muchas cosas ocultas, nuevas extrañas, prodigiosas, inquietantes. Que Dionisos es un filósofo, y que, por tanto, también los dioses filosofan, paréceme una novedad que no deja de ser insidiosa, y que tal vez suscite desconfianza cabalmente entre filósofos -entre vosotros, amigos míos, no hay tanta oposición contra ella, excepto la de que llega demasiado tarde y a destiempo: pues no os gusta creer, según me han dicho, ni en dios ni en dioses», en F. Nietzsche, Más allá del bien y el mal, op. cit., p.253.
(42) Nietzsche intenta pensar con precisión los destinatarios de la rebelión que protagoniza Jesús: «…no alcanzó a ver contra qué iba dirigida la rebelión de la que Jesús ha sido entendido o malentendido como iniciador, si no fue la rebelión contra la Iglesia judía, tomando Iglesia exactamente en el sentido en que nosotros tomamos hoy esa palabra. Fue una rebelión contra los «buenos y los justos», contra «los santos de la Iglesia de Israel», contra la jerarquía de la sociedad – no contra su corrupción sino contra la casta, el privilegio, el orden, la fórmula; fue la incredulidad con respecto a los «hombres superiores», el no a todo lo que era sacerdote y teólogo», en F. Nietzsche, El anticristo, Madrid, Alianza, 1992, p. 56 (trad. Andrés Sánchez Pascual).
(43) Sobre el significado de la «buena nueva», Nietzsche reflexiona: «¿Qué significa la «buena nueva»? La vida verdadera, la vida eterna está encontrada, no se la promete, está ahí, está dentro de vosotros: como vida en el amor, en el amor sin sustracción ni exclusión, sin distancia. Todo hombre es hijo de Dios -Jesús no reclama nada para sí sólo -cuanto hijo de Dios todo hombre es idéntico al otro.», F. Nietzsche, El anticristo, op.cit., p. 58.
(44) En 1888, Nietzsche lee una versión francesa de Mi religión (Ma religion, Paris, 1885). De Tolstoi, como asegura Sánchez Pascual, Nietzsche asimila «la equiparación entre cristianismo primitivo y anarquismo», que se expresa en su frase: «El cristianismo niega la Iglesia». El verdadero cristiano, representado por Jesús, es la espontaneidad anárquica enfrentada a la Iglesia, el Estado, la civilización. Lo religioso cristiano en Tolstoi se vincula no con el dogma sino con el sentimiento, el arte y la acción compasiva: «Para Tolstoi la moralidad no era nada si no era social. Así, pues el arte es una condición de la vida humana, la transmisión de sentimientos en los hombres…. El arte produce una verdadera «compasión» o «con-sentimiento» respeto a la situación de otra persona, y es de este modo como se le puede considerar religioso desde un punto de vista natural.», en Allan Janik y Stephen Toulmin, La Viena de Wittgenstein, Madrid, Taurus, 1987, p.203 (trad. Ignacio Gómez de Liaño).
(45) Sobre el «concepto cristiano de Dios», en el aforismo 18 de El anticristo, Nietzsche sentencia: » El concepto cristiano de Dios. Dios como Dios de los enfermos. Dios como araña, Dios como espíritu, es uno de los conceptos de Dios más corruptos a que se ha llegado en la tierra; tal vez presente incluso en el nivel más bajo en la evolución descendente de todos los dioses. ¡Dios, degenerado a ser la contradicción de la vida en lugar de ser su transfiguración y su eterno sí! En Dios, declarada la hostilidad a la vida, a la naturaleza, a la voluntad de vida, a la naturaleza, a la voluntad de la vida! ¡Dios, fórmula de toda calumnia del «más acá», de todo mentira del «más allá»! ¡En Dios, divinizada la nada, canonizada la voluntad de nada!…», en F. Nietzsche, El anticristo, op.cit., p. 43.
(46) Paul Valadier, Nietzsche y crítica del cristianismo, op. cit., p.306.
(47) F. Nietzsche, La Gaya ciencia, op.cit., p.115.
(48) Nietzsche destaca que una gran tentación es introducir como continua explicación de los hechos la acción de una providencia divina que actúa a nivel personal. Pero «si hay alguien que se entretiene con nosotros» es sólo «el amable azar». No hay intervención de ninguna divinidad providente siempre atenta y detrás de nuestros actos o incidentes personales. Por eso, frente al dios providente cristiano la defensa de la divinidad epicúrea de la indiferencia: «¿Hay seducción más peligrosa que la de perder la fe en los dioses de Epicuro, esos indiferentes desconocidos, para creer en una divinidad cualquiera, cuidadosa y mezquina, que conoce personalmente uno por uno los pelos que tenemos en la cabeza…? Pues bien; dejemos en paz a los dioses y los genios serviciales…», en F. Nietzsche, La Gaya ciencia, op. cit., p.134.
(49) F. Nietzsche, La Gaya ciencia, op. cit., p.109.
(50) Ibid., p.170.
(51) Ibid., p.209.
(52) F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra, Madrid, Alianza, 1993, p.225 (trad. Andrés Sánchez Pascual).
(53) Para la iniciación en el estudio del zoroastrismo y de su creador, el Zaratustra histórico, muy diferente a la versión poético-filosófica de este personaje que reelabora Nietzsche puede consultarse: Jacques Duches-Ne-Guillemin, «Irán Antiguo y Zoroastro», en Las religiones antiguas, v. II, Madrid, Siglo XXI, 1994, pp-406-488, y El avesta. Textos relativos al Mazdeísmo o Zoroastrismo, primera de las grandes religiones, texto y traducción por Juan B. Bergua, Madrid, Ediciones Ibéricas.
(54) El primado del azar y la inocencia se trasluce cuando, en «Antes de la salida del sol», Zaratustra canta: «Pues todas las cosas están bautizadas en el manantial de la eternidad y más allá del bien y el mal… En verdad, una bendición es y no una blasfemia, el que yo enseñe: ¡Sobre todas las cosas está el cielo Azar, el cielo Inocencia, el cielo Acaso y el cielo Arrogancia», en F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra, op. cit., p.235 (trad. Andrés Sánchez Pascual).
(55) «Instrumentos y juguetes son el sentido y el espíritu; tras ellos se encuentra todavía el sí-mismo. El sí-mismo busca también con los ojos de los sentidos, escucha también con los oídos del espíritu. El sí-mismo escucha siempre y busca siempre; compara, subyuga, conquista, destruye. Él domina y es también el dominador del yo. Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un soberano poderoso, un sabio desconocido – llámese sí-mismo. En tu cuerpo habita, es tu cuerpo. Hay más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría, en F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra, op. cit., p.61.
(56) Eugen Fink, La filosofía de Nietzsche, Madrid, Alianza, 1994, p. 91 (trad. Andrés Sánchez Pascual).
(57) Ibid., p.91.
(58) Ibid., p. 93.
(59) La continua superación de la vida ascendente y sobreabundante adquiere para Zaratustra el espesor del misterio: «Y este misterio me ha confiado la vida misma. ‘Mira, dijo, yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo. En verdad, vosotros llamáis a esto voluntad de engendrar o instinto de algo más alto, más lejano, más vario: pero todo eso es una única cosa y un único misterio», F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra, op. cit., p.171.
(60) «¿Tiene alguien, a finales del siglo XIX, un concepto claro de lo que los poetas de épocas poderosas denominaron inspiración? En caso contrario, voy a describirlo. Si se conserva un mínimo residuo de superstición, resultaría difícil rechazar de hecho la idea de ser mera encarnación, mero instrumento sonoro, mero medium de fuerza poderosísimas. El concepto de revelación, en el sentido que de repente, con indecible seguridad y finura, se deja ver, se deja oír algo, que le conmueve y trastorna a uno en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los hechos. Se oye, no se busca; se toma, no se pregunta quién es el que da; como un rayo refulge un pensamiento, con necesidad, sin vacilación en la forma -yo no he tenido jamás que elegir. Un éxtasis cuya enorme tensión se desata a veces en un torrente de lágrimas, un éxtasis en el cual unas veces el pasado se precipita involuntariamente y otras se torna lento; un completo estar-fuera-de sí?…Esta es mi experiencia de la inspiración; no tengo duda de que es preciso remontarse a milenios atrás para encontrar a alguien que tenga derecho a decir «es también la mía», en F.Nietzsche, Ecce homo, Madrid, Alianza, 1995, p.97-98 (trad. Andrés Sánchez Pascual).
(61) Borges se sorprende por la aparente ignorancia nietzscheana, intenso conocedor de la filosofía antigua, respecto a la preexistencia de esta idea del retorno entre los estoicos: pero una de las hipótesis para explicar este enigma se relaciona con una reformulación de la inmortalidad personal: «Antes de Nietzsche la inmortalidad personal era una mera equivocación de las esperanzas, un proyecto confuso. Nietzsche la propone como un deber y le confiere la lucidez atroz de un insomnio. El no dormir (leo en el antiguo tratado de Robert Burton) harto crucifica a los melancólicos, y nos consta que Nietzsche padeció esa crucifixión y tuvo que buscar salvamento en el amargo hidrato de coral. Nietzsche quería ser Walt Whitman, quería minuciosamente enamorarse de su destino. Siguió un método heroico: desenterró la intolerable hipótesis griega de la eterna repetición y procuró educir de esa pesadilla mental una ocasión de júbilo. Buscó la idea más horrible del universo y la propuso a la delectación de los hombres», en J.L. Borges, «La doctrina de los ciclos», en Obras completas, v.1, Buenos Aires, Emecé, 1989, p. 389.
(62) «¿Qué ocurriría si día y noche te persiguiese un demonio en las más solitaria de las soledades diciéndote: ‘Esta vida, tal como al presente la vives, tal como la  has vivido, tendrás que vivirla otra vez y otras innumerables veces, y en ella nada habrá de nuevo; al contrario, cada dolor y cada alegría, cada pensamiento y cada suspiro, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño de su vida, se reproducirían para ti por el mismo orden y en la misma sucesión…¿quieres que esto se repita una e innumerables veces? ¡pesaría con formidable peso sobre tus actos, en todo y por todo! ¡Cuánto necesitarías amar entonces la vida y amarte a ti mismo para no desear otra cosa que esta suprema y eterna confirmación!», en F. Nietzsche, La Gaya ciencia, op. cit., p.166.
(63) F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra, op. cit., p. 226.
(64) Sobre la presencia de la antigüedad en el pensar nietzscheano, sobre su «helenocentrismo» se puede consultar la obra de Nolte, Nietzsche y el nietzscheanismo, donde además del vínculo de Nietzsche con la Grecia antigua el autor analiza también el lazo idealizante con lo griego en Schiller y Los dioses de Grecia, Hölderlin en Hiperión, y Goethe en Ifigenia. Ver Ernst Nolte, «La Antigüedad como paradigma y como pasado», en Nietzsche y el nietzscheanismo, Madrid, Alianza, 1995, pp105-114 (trad. Teresa Rocha Barco).
(65) E. Fink, La filosofía de Nietzsche, op.cit, p.105.
(66) En «Del gran anhelo», Zaratustra canta: «Oh alma mía, te he dado nuevos nombres y juguetes multicolores, te he llamado ‘destino’ y ‘contorno de los contornos’ y ‘ombligo del tiempo’ y ‘campana azul'», F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra, op. cit., p. 226. El alma se expande hacia «el contorno de los contornos», hacia el borde de todos los seres o formas, o hacia la altura del cielo. El cuerpo recupera la amplitud del espacio. Y vive en el «ombligo del tiempo», en el centro del tiempo circular donde todo vuelve en la danza de la trasfiguración.
(67) Ver Friedrich Schlegel, «Alocución sobre la mitología», en Fragmentos para una teoría romántica del arte, Madrid, Tecnos, pp.109-204.
(68) Sobre la recuperación romántica de la palabra mitopoética puede consultarse la precisa exposición de Duch en Mito, interpretación y cultura. Aproximación a lo logomítica, Barcelona, Herder, 1988, pp.343-392.
(69) F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, op. cit., p.179-180.
(70) Nietzsche diferencia entre el uso anticuario, crítico y monumental de la historia. En lo «anticuario», hay sólo conservación y asimilación del pasado lejano y sin vínculo con lo presente. La historia «crítica» medita en el presente como forma de comprensión de lo pasado. Y lo «monumental» es proyecto vital hacia lo futuro. En esta proyección hay un volver sobre lo pasado, como configuración de posibilidades. Al decaer el impulso monumental se regresa al pasado sólo como refugio, como jardín donde brilló la riqueza ausente en el presente y no realizable en el mañana.
(71) F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, op. cit., p.180.
(72) Albert Beguin, El alma romántica y el sueño, Editorial Fondo de Cultura económica, México, 1992, p.98.
(73) Ibid.
(74) Ibid.
(75) Antes de Eurípides, Dioniso es el dios que está detrás de todos los dioses que aparecen en la escena griega. Es el héroe trágico por excelencia, y es el «sufriente de los Misterios», de esencial intervención en los misterios de iniciación de Deméter en Eleusis. Por mediación de la diosa del trigo maduro, Dioniso renace en el culto secreto luego de su muerte. Su renacer es el «final de la individuación», del sufrimiento que surge de la vida dividida y fragmentada. Así existió una «doctrina mistérica de la tragedia» donde es «el conocimiento básico de la unidad de todo lo existente, la consideración de la individuación como razón primordial del mal, el arte como alegre esperanza de que puede romperse el sortilegio de la individuación, como presentimiento de una unidad restablecida», en F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, op. cit., pp.97-98.
(76) A. Beguin, El alma romántica y el sueño, op. cit., p.98.
(77) Ver Martín Heidegger, «La cosa», en Conferencias y artículos, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994, pp.143-159.
(78) En la cuarta parte de Así hablaba Zaratustra se muestran los «discípulos de Zaratustra», «los hombres superiores», que no han llegado aún a la transmutación de Zaratustra; por lo que éste, en su soledad, es el único que escucha y ve lo por venir. En este escenario se mueven las figuras del adivino, que padece el gran cansancio del nihilismo reactivo. El mago es el comediante que no experimenta nada auténtico, por eso se oculta detrás de fatales máscaras. Los dos reyes son la sombra de la vitalidad expansiva, cruel y guerrera de los tiempos antiguos. Ya no dominan nada. Carecen de reino. El viejo Papa luego de la muerte de Dios ya tenía función; y el mendigo feo se desprende de toda ostentación y deambula en su prédica de la dulzura y la mansedumbre. Todos ellos convierten a Zaratustra en su líder, pero no pueden transfigurarse porque todavía no son capaces de reírse de ellos mismos. La risa ya despunta como una de las grandes cumbres donde retumban los ecos del superhombre.
(79) Albert Beguin, El alma romántica y el sueño, op.cit., p.89.
(80) F. Nietzsche, La voluntad de poderío, p.552.
(81) Ibid., p.553.
(82) Deleuze entrevé con penetrante agudeza uno de los nervios cruciales de lo nietzscheano: «Ahora bien, lo que está en cuestión en toda su obra es el movimiento. …se trata …de producir en la obra un movimiento capaz de conmover el espíritu fuera de toda representación; se trata de convertir al movimiento mismo en una obra, sin interposición; se trata de sustituir por signos directos las representaciones mediatas; de inventar vibraciones, rotaciones, torbellinos, gravitaciones, danzas o saltos que alcen directamente al espíritu», en Gilles Deleuze, «Repetición y diferencia», en Theatrum Philsophicum seguido de Repetición y diferencia, Barcelona, Anagrama, 1995, p. 64-56. Deleuze luego manifiesta que esta búsqueda es la de un «hombre de teatro», de «un escenógrafo». No coincidimos totalmente con esta apreciación. Lo que prevalece es más un efecto vibratorio musical, un impulso danzante antes que, en un sentido estricto, el deseo de recreación de una nueva forma de representación teatral.
(83) Eric Blondel, «Nietzsche y la música», en Magazine Littéraire, No. 383, 2000, pp. 44-45.
(84) Ver Arturo Schopenhauer, El Mundo como voluntad y representación, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2004, v.I, Libro III.
(85) Sobre el oyente estético ver F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, op. cit., pp. 176-178.
(86) F. Nietzsche, Humano, demasiado humano, op.cit., p.151.
(87) F. Nietzsche, La voluntad de poderío, p. 438.
(88) En el aforismo 368 de La Gaya Ciencia, Nietzsche manifiesta los desacuerdos con Wagner arriba señalados: «Mis objeciones a la música de Wagner son objeciones fisiológicas. ¿A qué disfrazarlas bajo fórmulas estéticas? Me fundo en el hecho de que respiro con dificultad en cuanto la música comienza a influir sobre mí, en que en seguida mi pie se subleva contra ella, pues necesita cadencia, danza, y pide a la música, ante todo, la grata impresión que produce un buen andar, un salto, una pirueta… Mi melancolía quiere descansar en los escondrijos de la música. ¿Qué me importa el teatro? ¿Qué me importan los calambres y sus éxtasis morales con que el público se satisface? ¿Qué me importan las muecas todas de los cómicos? … pero Wagner era al revés: hombre de teatro y cómico, el melómano más entusiasta que ha existido jamás aun entre los músicos. Diré de paso que aunque en la teoría de Wagner el drama es el fin y la música el medio, su práctica ha sido completamente diferente desde el principio hasta el fin: ‘la actitud es el fin; el drama y hasta la música no son más que medios’: la música sirve para acentuar, reforzar e interiorizar el gesto dramático y exterior del cómico, y el drama wagneriano no es más que un pretexto para actitudes dramáticas numerosas.», en F. Nietzsche, La Gaya ciencia, op. cit., p.202.  La destrucción de lo musical por el efecto escénico o teatral también es pensada por Nietzsche a través de su crítica a la ópera en El nacimiento de la tragedia, parte XIX.

 (89) Sobre Wagner y Schopenhauer, Nietzsche manifiesta: «Ambos niegan la vida, la calumnian y por lo mismo son mis antípodas. El ser en quien es mayor la abundancia de vida, el dios Dionisos, el hombre dionisíaco, puede soportar no sólo el espectáculo de lo terrible y de lo alarmante sino incluso el fenómeno terrible en sí mismo. Y todo el lujo de la destrucción, de la disgregación, de la diseminación, de la aniquilación, la maldad, el absurdo, la fealdad, le parecen cosas permitidas como en cierto sentido lo están en la naturaleza por efecto de una superabundancia capaz de hacer de cada desierto una fértil comarca». Schopenhauer se encontraba en parte bajo la influencia del Vedanta y de la ética budista. Para Schopenhauer la esencia de la vida es dolor. Y el dolor brota desde una doble causa. Por un lado del hecho de que cada uno de nosotros somos seres individuales, seres particulares. Por lo tanto somos una parte que participa de la Voluntad, que es energía universal. Y aquello que sólo es una parte no se resigna a ser sólo algo finito. Aspira al todo, a lo absoluto. Entonces su primera estrategia para superar su particularidad y alcanzar la totalidad de la cual carece es sonsacarle a los otros lo propio, para que a partir de la particularidad del otro intentar acercarse a lo absoluto. Este tipo de apropiación para colmar la propia particularidad es la génesis de la relación conflictiva, la disputa, la guerra continua entre los hombres. Al individuo le falta algo (un algo esencial), y busca arrebatárselo a los otros. La segunda causa de la vida como dolor se vincula con el deseo. Dado que cada individuo es una parte del todo, existe una tendencia originaria ineludible en cada uno a intentar recuperar la unidad del todo, a recuperar esa totalidad perdida. Muchas religiones parten de esta idea: cada alma es una chispa de la única luz divina. Y la chispa ansía volver a fundirse con la única luz. El individuo desea la reintegración en lo absoluto, pero ese deseo está condenado al sufrimiento. Porque cada deseo sólo puede alcanzar un placer momentáneo y efímero. El deseo de un individuo particular nunca puede colmarse con algo absoluto. Y tras el desvanecimiento de la satisfacción efímera, regresa la angustia. Y resurge un nuevo deseo que busca un nuevo objeto para satisfacerse y para superar la renacida tensión angustiante. Por lo tanto la repetición del deseo es otra causa del dolor como esencia continua de la vida. Frente al regreso incesante de lo doloroso, la respuesta privilegiada por Schopenhauer, bajo el influjo del budismo, es la vía ascética. Es negación del absoluto que impone la repetición del deseo. Sólo así el dolor cerraría sus párpados sufrientes. Pero a condición de la caída en una nada sin vida. Otro vía o respuesta ante el acecho de la repetitividad de lo sufriente, es la bondad que, en Schopenhauer, se con-funde con el amor hacia el prójimo, con el reconocimiento del sufrimiento del otro. Con la compasión. Y la actitud compasiva en la cual deriva la ética de Schopenhauer es, para Nietzsche, pus de lo decadente, expresión de un sujeto débil incapaz de aceptar el dolor que, eternamente convivirá con el placer. Entonces Schopenhauer, tan admirado en un comienzo por el autor de El nacimiento de la tragedia, decae en la decrépita metamorfosis del filósofo de la compasión, virtud medular para el cristiano. Pensador entonces de lo decadente, según Nietzsche, Schopenhauer es celebrado por Wagner como el filósofo por excelencia. Admiración que sepulta definitivamente al supuesto iluminado de la obra del arte total en las ciénagas de la redención del dolor, y la exaltación de la castidad y la compasión.

(90) F. Nietzsche, La voluntad de poderío, op. cit, p.462.
(91) Ibid., p.463.
(92) Eugen Fink, La filosofía de Nietzsche, op.cit., p.194.
(93) F. Nietzsche, La voluntad de poderío, op. cit, p. 336.

En sus últimos diez años de locura, Nietzsche a veces se entregaba a la improvisación en el piano.

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Asia hablaba Zaratustra, en traducción y con comentario de Andrés Sánchez Pascual

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