Por Esteban Ierardo

Dead man es una de las notables películas de Jim Jarmusch, nacido en Akron, Ohio, en 1953. Su postura independiente, su búsqueda de personajes y situaciones fuera del orden convencional infunden a su obra un magnetismo especial.
Luego de estudiar literatura inglesa y norteamericana en la Universidad de Columbia, se entregó al aprendizaje del cine. Recibió la influencia de Nicholas Ray, pero siempre tuvo la certeza de que sólo las películas son las escuelas de cómo hacer películas. A través de su creación buscó revelar que el estilo de vida norteamericano es una especie de «gran mentira». En la filmografía de Jim Jarmusch, nacido en 1953, Dead man (1995), protagonizado por Johnny Depp, es una de sus perlas mas radiantes y simbólicas. La obra que motiva las reflexiones que siguen a continuación…
La locomotora expele sus columnas de humo blanco. Su velocidad busca superar a los caballos salvajes, libres en las praderas. Dentro de los vagones se acomodan miradas, espaldas erguidas, cuerpos sentados. Y un joven con anteojos. Un contador de Cleveland. William Blake (Johnny Deep).
En su maleta lleva una carta que le asegura un empleo en el fin del viaje. Durante la travesía, Blake derrama miradas sobre montañas, árboles, largos tapices de hierba, abandonados toldos de indios. Blake se adentra en el Oeste Norteamericano.
El contador está ansioso por ver el cartel de Machine, el pueblo donde terminan los rieles. Antes de llegar al fin del camino, lo visita el fogonero, el hombre blanco, pero con un rostro tiznado, el que hace el fuego en el corazón de la locomotora. Un personaje misterioso, que rompe la monotonía del tren que recorre las llanuras en el Estados Unidos del siglo XIX. El visitante le habla a Blake, al contable de Cleveland, sobre un enigmático viaje por mar. Y le pregunta por su destino. La respuesta: «voy a Machine «; el pueblo de Machine, lo más lejano, lo que está al final, en un borde, en un extremo, un virtual fines terrae, lo que muerde una entrada al infierno.
«¿Y por qué viajar hacia el infierno?», le reprocha a Blake el hombre de rostro embadurnado; el fogonero que viene del otro lado donde reina el fuego infernal. El fogonero trae un anuncio velado: el viaje de Blake no es geográfico. Es un camino simbólico. Allí, transcurrirá Dead man, el film de Jim Jarmusch, de 1995.

En Machine

William Blake llega finalmente a Machine, lugar de las máquinas, del pujante impulso industrial. Allí, acude a la metalistería Dickinson. La carta dice que allí lo espera un empleo, un ancla de supervivencia y certeza en los confines, en el salvaje desierto del Oeste. Pero su puesto ya tiene dueño, le anuncia John Scholfield (John Hurt). Blake se frustra. Una sorpresa inesperada le vomita en la cara. Le sorprende el primer hecho que escapa a su comprensión. Es incomprensible haber viajado hasta un extremo de la tierra con una certeza para encontrarse luego con una mentira.
Pero Blake insiste. Demanda que la realidad responda a la lógica de una planificación, que sea la continuación de un balance, de una matemática segura. Insiste ante Dickinson (Robert Mitchum), su supuesto empleador. Entonces, una escopeta enderezada hacia sus ojos lo convence de que ya no vive en la tierra de logos, del cálculo, del control y la previsión. Ahora está en el Lejano Oeste, lejano respecto a la razón. A partir de ahora, Blake será un espectador del tiempo como devenir extraño e irracional.
El destino siempre es hilado por las morias a espaldas de nuestra voluntad y comprensión. Blake no comprende su expulsión de la metalistería. Y no comprende su encuentro con Thel, una bella ex-prostituta; no comprende su rápido yacer con ella, cerca de sus senos de caliente miel. Y no entiende la inopinada irrupción de Charlie (Gabriel Byrne), su ex-novio, que se arrepiente por la ruptura y suplica el perdón femenino, el regreso del amor. Pero la mujer se niega. Charlie dispara. Mata a Thel. Y Blake descarga un balazo. Y no sabe cómo en el cuello de Charlie estalla un circular torrente rojo, y cae muerto. Sin saber cómo ha matado al hijo de Dickinson.
Además de no entender, Blake ahora aloja una bala en su pecho. Pero tiene al menos una certeza: sabe que ha caído desde la ley, desde lo racional y lo planificado, hacia un valle oscuro. Debe huir. Su fuga nocturna lo sumerge en bosques y montañas. En la claridad del día, un indio lo encuentra. Lo auxilia. Lo libera de la bala. Revisa sus pertenencias en busca de tabaco. Y lo reprende:
«¡Estúpido hombre blanco!».
Estupidez es no admitir la propia ignorancia y fragilidad. Estúpido es sustituir la precariedad y la no comprensión por una falsa seguridad del saber; estúpido es no percibir la urdimbre inquietante y rara de las cosas. Pero Blake sabe que no sabe, que no entiende. No puede escapar de la vida incomprensible. William Blake, contador de Cleveland, no sabe. Y el no saber es alienación de la propia identidad, y ser dominado por una vida extraña que marca a cada individuo con un figura inasible.
Un indio es la nueva encarnación del diferente, luego del hombre blanco-negro del tren. Un indio gordo (Gary Farmer) será la voz que lo guíe dentro de un anillo de revelaciones. El despliegue de un largo camino de persecuciones, sorpresas y un regreso, donde la música acústica de Neil Young construye una constante atmósfera magnética.
Un indio llamado Nobady (Nadie)

El indio es Nobody, Nadie. En su juventud, fue capturado por los soldados; fue convertido en una atracción circense en las ciudades donde había mucha gente blanca. Siempre la misma gente. La multitud de cada ciudad se componía por distintos individuos, pero para Nobody eran la misma gente blanca, una sola muchedumbre sin identidad. Eran nadie, como él, como el indio Nobody, que cruzó el gran mar y fue obligado a respirar en tierras inglesas. Allí, el destino extraño le hizo abrir un libro y leer poesías. Leyó unas palabras poderosas:
«Algunos caen en dulce fortuna, otros caen en una oscuridad sin fin».
Y luego descubrió el nombre de su autor: William Blake. Luego de superar su perplejidad inicial, Nadie le asegura al «estúpido hombre blanco», a William Blake, el contador de Cleveland, que él es el poeta de la lejana isla británica. El William Blake poeta y pintor del siglo XVIII, creador de Las bodas del cielo y el infierno, se ha reencarnado, no recuerda quién es, y ahora está con él, en el Lejano Oeste. Por eso, él, un indio, Nobody, el que puede entender lo que nunca entendería un «¡estúpido hombre blanco!», tiene una misión: hacerle recordar a Blake quién fue, y quién sigue siendo…
Para Nobody, William Blake no puede ser el nombre de dos individuos diferentes. Debe connotar un solo ser que persiste en el tiempo bajo distintas formas. Blake antes fue un poeta vivo; ahora, en el salvaje Oeste norteamericano, es Dead Man, un hombre muerto, que tiene que despertar y recordar. Es peligroso viajar con un hombre muerto, gatilla una sentencia de Henri Michaux, que oficia de epígrafe del film. Y Nobody también posee su historia singular que lo hace tan raro como Blake. Ambos son fósforos oscilantes de la vida extraña.
Al regresar de Inglaterra, el indio Nadie recorrió tierras donde vio humo, sangre y destrucción esparcidos en distintas aldeas indígenas. Al volver con su pueblo, narró lo que vio. Gritó lo que vio. Y lo llamaron «el que habla fuerte y no dice nada». Para los suyos, Nadie no decía la verdad. Entonces, sus palabras ya no eran el ser resonando en las palabras. Había quebrado el continuun entre el ser y su enunciación verbal. Por eso ya no era alguien. Era nadie, condenado a vagar errante, como un nómada, fuera del abrazo protector de su pueblo. Como el Ulises de Homero que para engañar a Polifemo se llamó a sí mismo «nadie», el indio parece enajenado respecto a su identidad. Pero Nobody sólo ha debilitado su lazo con su tribu. No se ha separado del ritmo de la verdad. Es aún la lúcida conciencia de un orden más grande que su propia tribu. Nadie es quien sabe lo que Blake desconoce. Nobody sabe que todo viaje no es errancia hacia ninguna parte. El viaje verdadero es siempre hacia el origen.
Jarmusch y las películas son la única escuela del cine

Blake, Michaux, Nadie-Ulises, conciencia de un viaje de regreso, incrustaciones de una textualidad literaria repetida en los films de Jarmusch. Jarmusch, director de cine independiente que, antes de los rodajes, estudió literatura inglesa y norteamericana. Para él las películas son la única escuela de cine. Nicholas Ray lo influyó de manera determinante. Además, su modo de concebir los guiones suele dispararse no desde una idea previa de una historia sino desde la irradiación del actor al que servirá el relato fílmico. Jarmusch siempre pretendió demostrar en sus films que el estilo de vida estadounidense es un falso sueño. En este sentido, Dead man puede ser percibido como una ácida increpación simbólica de los vacíos y oscuridades del materialismo norteamericano.
La filmografía de Jarmusch incluye Vacaciones permanentes (Permanent Vacation, 1982); Extraños en el paraíso (Stranger than Paradise, 1984); Bajo el peso de la ley (Down by law, 1986); Mystery train (Mystery train, 1989); Noche en la tierra (Night on Earth, 1991); Year of the horse (Year of the horse,1997); Ghost Dog. El camino del samurai (Ghost dog,1999). En esta última obra, Ghost dog (Forest Whitaker) es también el sujeto de un destino singular, el que vive fuera de las normas, en un mundo propio de valores ancestrales de raíz oriental. Es un particular y aislado samurái negro y norteamericano, atado a indisolubles lazos de fidelidad a un mafioso. A diferencia de Blake-Depp, es el que sabe, el que es consciente de su peligrosa diferencia y extrema singularización dentro de la masificación contemporánea.
Nobody y Blake

Y Nadie y Blake se sumergen en el bosque. Topografía simbólica de una travesía en el más allá, descenso a un nivel otro de lo real, al infierno anticipado por el fogonero, por el blanco del rostro jaspeado de oscuridad. El fogonero era la primera presencia de saber. Él sabía que lo que parecía un solemne contable era en realidad el poeta que volvía, el Blake, que, antes de su viaje por tren, había surcado el mar para llegar al Oeste de América, un Oeste que se convertirá en lugar de transición y transformación, de recuperación del origen, luego de una ardua y épica lucha espiritual. El Blake que vuelve a «casa», el que tiene que morir a lo que no es, a su condición de contador, necesita la ayuda de una sabiduría ancestral representado por el indio. Nobody es psicopompo, es el que guía al alma de un muerto que debe despertar a su verdadera vida y volver el origen del Gran Espíritu.
Y Blake, poeta inglés, Blake, contador de Cleveland, deviene involuntario asesino de hombres blancos. Junto a Nobody, mata a unos estrafalarios individuos que acampan en el bosque y que comen alubias. Cerca de una hoguera, mata a Sally Jenko (Iggy Pop), y a Big George (Billy Bob Thornton); mata a dos ayudantes de sheriff, ambos tonsurados, de lisas y albas cabezas, impregnación blanca y espectral de seres sumergidos en el otro mundo, en el reino de los muertos.
Blake, poeta-criminal, viaja sin saber el origen misterioso. Su rostro luce ahora una pintura aborigen, señal de su reciente lazo con la sabiduría india. En el film de Jarmusch vibra el par de opuestos saber indígena-ignorancia blanca (el fogonero es la única excepción a la estupidez del hombre blanco matador de indios y búfalos).
Lo vivido por Blake no pertenece ya a la lógica occidental. La realidad recorrida no es la de la claridad racional. El viaje fluye a través de una geografía arcaica, de una tierra de símbolos, donde la naturaleza no es idea ni ley matemática. Sólo el indígena comprende esta región más primaria del espacio y la materia. Nobody comprende los signos del orden sagrado. Blake, el poeta, también comprendía el ritmo sacro del universo. Pero la poesía se aturde y extingue en la modernidad industrial. El Blake que conocía sutiles y poderosas potencias poéticas sucumbió al materialismo calculador y capitalista de su patria inglesa. El poeta Blake murió en el anti-Blake contable, en el pasivo hijo de la época mercantil; y es ahora el «hombre muerto» que le asegura a Nobody que nada sabe de poesía.
El hombre muere no por la disolución de su cuerpo, sino por la muerte de su conciencia.
Blake hacia su patria perdida

Nobody guía al poeta caído, decapitado por la amnesia, al que padece la muerte de su identidad originaria. Lo guía hacia su patria perdida. Y para volver al origen de la conciencia se necesita de un cruce. De un paso al otro lado. Para la imaginación mitológica, el agua es el gran puente. Más allá del mar brotan las luces del cielo. Nobody, la sensibilidad arcaica, revela al blanco sin conciencia el lugar simbólico del cruce: un espejo de agua, el mar que se extiende hasta donde se encuentra con el cielo radiante. Allí, brilla la patria de todos los espíritus.
La claridad sobre la meta, y el puente hacia ella, le es dada a Nobody por su comunicación con la fuente de todo. Ante el Blake poeta-contador, Nobody consume peyote. Comida sagrada. Alimento de los dioses. Fermento ritual que asegura la visión sagrada del Gran Espíritu. El ser sólo es visible a través del estado visionario, a través de una sucesión de imágenes más poderosas que la lógica. Y Blake pide el peyote. Quiere experimentar por sí mismo. Pero Nadie le niega la comida del espíritu. Su conciencia extinguida de hombre muerto no podría soportar el estallido de la visión.
Blake regresa sin saber a la fuente y se aleja de la civilización blanca, sin conciencia del Gran Espíritu. Pero la civilización utilitaria y materialista sin conciencia del Espíritu lo persigue mediante tres matones contratados por el Sr. Dickinson. Los cazadores de recompensa son un joven negro, Conway Twill (Michael Wincott), y Cole Wilson (Lance Henriksen). El cazador de color caerá pronto bajo una bala de Wilson, el que, a la muerte de la conciencia espiritual, le agrega la insensibilidad absoluta. Es el exponente de un canibalismo desritualizado. En las culturas arcaicas, un animal o un ser humano sacrificados configuraban un deslizamiento ritual hacia una identificación simbólica con alguna fuerza divina. Los sacrificadores aztecas comían la carne del sacrificado que representaba a un dios. La comida ritual era una forma de espiritualización. Comer la carne de un valeroso guerrero vencido, asimismo, era un intento de asimilar su coraje. Twill le asegura al negro que Wilson violó y mató a sus padres, para luego comerlos. Comida caníbal ya no como rito elevador o absorción de cualidades poderosas de un otro, sino como voracidad sanguinaria, como estallido de una violencia cuyo placer se enajena de toda referencia trascendente. Wilson, es el caníbal de la violencia profana: la liberación malsana del odio, el placer de matar y absorber lo muerto, la ambición sin el freno de ninguna ética humanista.

Lo único «sagrado» para Wilson es el egoísmo calculador. Wilson calcula. No quiere compartir la eventual ganancia de la recompensa con los demás. Twill lo harta. Y es carne fresca. Wilson lo mata. Y calienta y mastica sus restos, se regodea una vez más en la placentera absorción de la muerte. Perversidad caníbal. Destrucción de todo practica imbuida de algún significado trascendente.
Durante su involuntario aprendizaje asesino, Blake le preguntó a los ayudantes de sheriff que lo perseguían: Do you know my books? Como relampagueos de una memoria oscura, el criminal Blake empieza a recordar su pasado como poeta, como hombre de una celebración laica de lo sagrado.
Pero luego llegan Wilson y Twill.
Encuentran a los dos calvos abatidos. La cabeza de uno de ellos yace sobre una mata circular que parece coronarlo con el aura de un santo. Wilson, caníbal moderno, salvaje de la civilización sin dios, reacciona con odio. Pisa la cabeza que evoca lo sacro. Siente de nuevo el goce por lo muerto.

Sólo desde una mirada de superficie, Wilson es un cazador de recompensas. En realidad es tentáculo de lo más oscuro del tiempo moderno, que quiere impedir que Blake recuerde lo que no tiene que ser recordado: la grandeza y superioridad de lo espiritual.
La sociedad real es una ríspida trama de desigualdades. La supuesta superioridad blanca desprecia lo distinto de sí. Un blanco, aun el más estúpido y caníbal, siempre es mejor que un indio. Nadie y Blake llegan a una despensa de un presunto sacerdote en el bosque. Allí, Nobody recuerda que se vendían mantas infectadas de viruela a sus hermanos. Para el discurso cristiano del vendedor la llegada del indio es la pagana presencia infernal. Nobody sabe que la fe cristiana es enemiga de su cosmovisión ancestral. Y el sacerdote que actúa como encargado de su despena, no quiere vender tabaco a Nadie, pero no duda en ofrecérselo a Blake; y no duda en pedirle un autógrafo al criminal, al asesino de blancos. Blake es superior al indio, por el color de su piel. Merece el placer de un buen cigarrillo. Y el dinero ofrecido por Blake es superior a Blake. El despensero, que antes invocaba al Dios invisible, no resistirá entonces la tentación de la deidad más terrenal del oro. Quiere capturar la apetecida recompensa. Con una bala, Blake fulmina el brote de su ambición. Pero, a su vez, afuera, al perseguido contable de Cleveland le espera la bala de un agresor inesperado y escondido.
Comienza la sangría final del poeta-criminal. Antes, su carencia era el no saber, la no-conciencia, el olvido; ahora también sufre la decadencia física, el lento murmullo de una salud corporal que huye. La doble muerte del hombre muerto: la debilidad del cuerpo y la muerte como contador antes de su renacer en su conciencia como poeta.
Nadie lleva a Blake a una aldea de su pueblo. Va allí para pedir una canoa. No es la petición de un objeto práctico. Nobody pide un vehículo sagrado para un viaje del espíritu, Nobody habla con los ancianos. Se reúne en secreto con ellos dentro de un recinto ritual al amparo de imágenes totémicas, representaciones de antepasados, reverberaciones de la sabiduría ancestral que venera al Gran Espíritu.
Lo pedido es concedido.
Entonces, en las orillas de un mar, Blake se acomoda sobre la canoa, sólo destinada a él. Nadie anuncia a su protegido que es momento de regresar a la patria olvidada. «¿Volveré a Cleveland?», pregunta el abatido hombre fuera de la ley. Blake, poeta y criminal, aún persiste en su no saber. Aún, a pesar de no comprender, avanza hacia su cima solitaria. Navega hacia ella impulsado por Nobody (Nadie).
Y flota tenue la madera. La canoa, cubierta con ramas de cedro. Y, como siempre, Blake contempla. Es espectador de lo que no comprende. Atrás, en la playa, la voracidad caníbal de lo moderno llega para un último intento por retener al Blake que se aleja. Wilson recibe una bala de Nadie. Y Nobody, a su vez, concluye su misión de guía por una bala de Wilson.
Dead Man trasfigura simbólicamente el Oeste americano. El Oeste ya no es solo geografía literaria o cinematográfica, con una lejana inspiración en lo histórico verificable, con sus paisajes contaminados por las luchas entre indios y colonos y el ejército; o entre pistoleros, cowboys, rancheros, ladrones de ganados, de bancos o trenes, o el Oeste de la obsesiva fiebre por el oro. No es ya el Lejano Oeste como territorio-imán que atrae limaduras de la ambición, la violencia, el odio al indígena, o el ansía del nuevo hogar rebosante de sueños reparadores de la vida. Ahora, en Dean Man, el Lejano Oeste es territorio ritual, corriente de iniciación, de un iniciarse, un renacer, a otro modo de ser. No lo amasado en las balas salvajes, en las manadas de caballos a domesticar, en valles, praderas y desiertos, sino en un Oeste que se mitifica como transición de la épica de la conquista a la épica de la recuperación de la verdadera conciencia, como emergente de un viaje ritual de pruebas y aventuras. En Dean Man, el Lejano Oeste ya no remite a la superficialidad del Wéstern del ajuste de cuentas entre pandillas, o de los cazarrecompensas, como grageas para el entretenimiento huidizo. Es más bien la entre visión de otro ser, de un soplo de sabiduría indígena aliada a la naturaleza como escalera impulsora de ascensos de la mente.
El Oeste del Gran espíritu y del «estúpido hombre blanco».
En la original versión artística de Jarmusch, el Oeste es teatro ambiental del pensamiento que se desliza hacia las montañas, hacia el viaje en el bosque, hacia una gran revelación que espera a Blake en los labios de la imponencia marina, o en la humildad de la hoja mecida por la poesía que vuelve a erizar la piel. Jim Jarmusch convierte entonces al Far West en itinerario de iniciación espiritual.
Y al final, Blake, el «hombre muerto», se desplaza con su canoa mientras se adentra en las aguas. Y recuerda, de a poco, quién es, acariciado por una tenue luz. Navega ya regocijado en la mañana de los dioses, de las diosas, de los pájaros y las gaviotas.
Más allá, el mar es inmenso.
Y allí, el poeta Blake, aun antes de la muerte, vuelve a ser quien siempre fue: el que, entre la tormenta y las aves, escucha, estremecido, el lenguaje del Espíritu.

PELÍCULA COMPLETA CON SUBTITULADO EN ESPAÑOL. SE LAS RECOMIENDO MUCHO!