Peer Gynt, de Noruega al mundo

Por Esteban Ierardo 

(Última actualización 1/10/24)

En nuestros tiempos de aceleración es oportuno recuperar las grandes obras de la literatura universal como manantial de imaginación y de otra forma de pensar, transversal y no lineal. Peer Gynt es una de esas obras, escrita por el dramaturgo noruego Henrik Ibsen, junto con otras de sus grandes creaciones teatrales como Un enemigo del pueblo, Casa de muñecas, o La dama del mar.

Peer Gynt, un muchacho noruego que primero vive en su tierra de fiordos, nieve, bosques, duendes y cacerías. Pero cree que hay algo más. Ambiciona brillar, ser «emperador del mundo «, pero al final, luego de un proceso de fundiciones y refundiciones, entiende que su genuino yo siempre estuvo cerca, en el abrazo de su tierra a la que finalmente regresa.

Peer Gynt así sumerge en las formas ilusorias de realización del yo que propone la cultura moderna, siempre ancladas en la búsqueda del éxito material, la fama, el reconocimiento público, para advertir, luego, otra forma del yo realizado en la escucha o apertura a una realidad más profunda.

I.

El yo ambiciona dominar. Ser reconocido. En un cruce de la imaginación, el buscador del yo logrado es un noruego. Primero sueña con poseer con la fantasía. Luego, acumula montañas de monedas para forzar a los otros el reconocimiento de sus logros. Peer, el emperador noruego, pretende así superar la angustia de lo irrealizado. Abandona entonces el bosque, la nieve y los fiordos de su patria natal. Allí sólo hay repeticiones, mágicas ensoñaciones, acechos de engañosos duendes, sofocantes costumbres, estrechez de recursos, puños montañosos de horizontes cerrados. Entonces, no dibujará su gran nombre en el paraje vernáculo, en la tierra originaria. El camino es deambular por el vasto mundo. Para absorber experiencias, y propagar el sello personal. Peer siempre quiso ascender hasta donde desplegar la triunfante bandera de su ego.

  Pero el yo que muy alto pretende elevarse se vacía en canales secos. El yo no conoce todavía su fruto. Su raíz no conoce el agua profunda.

 El camino falso muestra al fin sus piedras traicioneras dentro de la niebla. Un día, el buscador acepta que nunca fue, aunque mucho se engañó con su pompa de gran emperador. Y por ser arena frágil, un oculto Fundidor le anuncia que de nuevo tendrá que ser fundido.

 Pero antes del fuego que aniquila y regenera, el buscador noruego escucha un lenguaje perdido. El aire, el rocío y las hojas le obsequian la nueva escalera hacia un nombre real, que se redescubre de nuevo en un lugar de la tierra, donde la mujer canta y abraza…

II.

Cada nuevo día en una gran urbe moderna parece entregar muchas experiencias. Descubrimientos, logros, enseñanzas, que lentamente incorpora un yo que se realiza. Pero los yoes acumulan sólo la pasión de un plan de vida más o menos preordenado. Pocos individuos construyen un lugar personal. Y resplandecen desde allí. Los más, absorben una luz impuesta. El yo que no irradia sino que únicamente refleja, necesita recuperar el frescor de algo propio. Una identidad endógena. Desde el Renacimiento, la modernidad insiste en el valor de la realización individual. El tesón y continuidad de esta demanda insinúa su contrario: el yo como angustia de lo irrealizado; la individualidad como promesa abstracta; el ego como ausencia, quejido disimulado, y no como construcción de una diferencia personal.

 Antes del mundo tecnodigital, Baudelaire, Poe, Nietzsche, Benjamin, Simmel, Agamben (1), por distintos senderos, encuentran las mejillas desgastadas del rostro de lo moderno. El hombre ya no se nutre del pasado histórico; y no trasciende su miedo y encierro egoísta con experiencias colectivas, o mediante la comunicación con la vitalidad de una naturaleza no contaminada con la acidez del conflicto humano.

Henrik Ibsen fotografiado por Gustav Borgen

 En la disgregación de la experiencia con el eje histórico, lo social y lo telúrico, fluctúa el yo frágil, anémico, fantasmal. Frente a esto, la creación dramatúrgica de Ibsen propone dos estrategias de plasmación del yo: la afirmación de la voluntad en oposición a una coactiva influencia social, o el chisporroteo de un yo que se cristaliza mediante la fecundidad artística, y el sacrificio del amor.  

   Brand (1866) y Peer Gynt (1867) representan los inicios del teatro ibseniano dominado aún por una impronta romántica y simbolista. Antes, de la pluma de Ibsen surgieron sus primeras obras donde el nacionalismo de raíz escandinava brilla con fuerza, como en La tumba del guerrero (1850).  

 En Peer Gynt, como veremos, la afirmación individual parece fracasar en beneficio de lo que llamaremos una «escucha de lo telúrico». Este drama tiene por trasfondo histórico la preocupación por la identidad nacional noruega. La creación ibseniana se sitúa en un intersticio epigonal del romanticismo europeo. Antes de su largo viaje al extranjero, Ibsen aún pretende contribuir a la cristalización de un teatro nacional noruego. En este contexto se entiende el vigor de la presencia de los cuentos populares del folklore vernáculo, de la tradicional fantasía feérica de los duendes, y de la perspectiva animada y simbólica de la naturaleza.

 Pero hacia 1870, Ibsen recibe la decisiva influencia del crítico danés George Brandes, quien critica «el estéril trascendentalismo» de Brand. Ibsen se abocará entonces a un teatro realista, donde el conflicto individuo-sociedad, y la capacidad de penetración psicológica, atravesará una constelación de obras fundamentales, donde siempre un individuo resiste a una fuerza impuesta por un medio coactivo, o necesita consumar un sacrificio. Este periodo comienza en 1877 con Samfundets Støtter (Los pilares de la sociedad, 1877), referida a los fraudes comerciales; Et Dukkehjem (Casa de muñecas, 1879), con la célebre rebeldía de Nora en pos de los derechos de la mujer; Gengangere (Espectros, 1881), y su conflictiva moralidad sexual; y en Folkefiende (Un enemigo del pueblo, 1882), con su oposición de uno solo contra el conjunto de la sociedad (2).

 En Peer Gynt, de Henrik Ibsen, se sienta la tesis de que el hombre es en tanto se basta a sí mismo, en tanto se autoconstruye. Peer Gynt instala la centralidad de un yo autorrealizado. Y la identidad verdadera será la final negación del ego socialmente exitoso (el yo de la «posesión universal»), en favor del yo de la escucha y la comunicación con la presencia de lo terrestre (mediante la senda de una «escucha telúrica»).

  III.  

Peer Gynt es un muchacho noruego, propenso a la vida relajada, a largos viajes de cacería y a fantásticas historias de duendes, o renos voladores. Su madre, Asa, le reprocha su inclinación a la fantasía y la molicie: «Te vas de cacería…para inventarte tus dichosos y fantásticos reinos en la nieve» (3).  Asa, le increpa a Peer que todas sus historias son falsas, que ya antes las había dicho Gudbrand Glesne. Pero Gynt replica que «una cosa semejante puede repetirse más de una vez». En las culturas antiguas, la repetición estructural de las historias recuerda la ecuación repetitiva del mito (o historia ejemplar) por el rito. En esa repetición obraba una reiterada producción de verdad. Pero aquí estamos en el territorio de una subjetividad tocada por la íntima y moderna convicción de la irrealidad del relato mágico o fantástico. La narración mítica o el fantástico cuento popular constituyen un mundo autónomo, no la expresión de lo real.

 En la escena segunda, Asa explica que en las pasadas épocas de convivencia con el padre borracho de Peer, ya muerto, todo era infortunio, dolor, desamparo. La única respuesta al infortunio era » olvidar, pues es tan complicado combatir la verdad y dificultoso mirar cara a cara al destino» (4). Sin embargo, a pesar de la conciencia de la ficción, el universo rural o campesino de Peer y Asa aún no se ha enajenado completamente de la imaginación de lo mítico. Así, Asa, no se resigna totalmente a la ilusión absoluta de los viejos relatos, y asegura: «Pero sí sé que (Peer) surca los aires cabalgando sobre los renos» (5). Peer también experimenta un momento de lucidez escéptica respeto a la veracidad de las viejas historias. En medio de un bosque de pinos, en el canto tercero, Peer descarga enérgicos hachazos sobre un pino. Imagina entonces que el árbol está protegido por un cota de malla, cual si fuera un caballero medieval. Pero, entonces, Peer reconoce el acoso de la ilusión: «¡Mentira! Es un árbol viejo, no más, ¡Mentira! No es un caballero armado de acero, es un simple pino de corteza agrietada» (6). Peer sabe entonces que es necesario liberarse del sueño y de la ficción. «Hay que acabar de una vez con esto de andar siempre por las nubes soñando despierto»(7). Entonces, Peer elabora su destierro, su proscripción en el bosque, donde no será perseguido después de protagonizar ruidosos desmanes y el rapto de Ingrid (8).

 Otrora, en el horizonte mítico, el relato fantástico dimanaba un sentido sin fisuras, sin dudas, sin ninguna degradación escéptica. En el acto tercero, escena cuarta, el relato o narración imaginativa recupera parte de su vieja potencia como puente hacia la muerte. Peer visita a su madre cuando ésta se apresta a morir. Y le asegura que la conducirá hasta el hermoso palacio de Sonia Moria (9). Iniciarán entonces el viaje hacia los «valles y montañas, al palacio situado al oeste de la luna, y al oeste del sol». Como en el antiguo pasaje chamánico de este mundo al más allá, mediante el relato Peer guía a su madre hacia el palacio encantado, más allá del umbral de los vivos (10).

 La experiencia imaginativa del mundo recibida por la vía tradicional subsiste, pero bajo la creciente conciencia de su carácter de ficción conscientemente asumida. Se expande así la desconfianza respecto a la imaginación mitopoética que encanta al mundo. El sujeto moderno no habita ya en la proximidad telúrica, en una realidad donde el tiempo del día y la noche y las estaciones hablan por sí mismas, o mediante mitos y relatos fantásticos. Donde antes era una naturaleza divinizada, saturada de dioses, pletórica de lenguaje y sentido, ahora late la omnipresente civilización occidental que convierte al mundo en escenario donde acumular diversas formas posibles de experiencias. Así, el individuo desarraigado, expulsado de una realidad tradicional despojada de sus significados, deberá forzosamente iniciar un viaje. El gran viaje para recuperar un poder de autorrealización perdido.

IV.

En el contexto moderno, el yo debe encontrar el camino para superar su íntima vacuidad. Peer avizora parte de ese camino dentro del macizo montañoso de Dovre, en Gundbrandsdal. Allí reina el rey de Dovre. Un rey duende. Peer ha llegado hasta allí por la presión de la Mujer de Verde, hija del rey. La mujer duende quiere contraer matrimonio con el apuesto joven noruego. Entre los numerosos y folklóricos duendes, Peer escucha la fórmula: la diferencia entre los humanos y los duendes es que los humanos son ellos mismos, y los duendes se «bastan a sí mismos». Bastarse a sí mismo; es decir: autoconstruirse, crear el propio nombre. Poner en boca de un duende la necesidad de hacerse a sí mismo, luego de que el hombre ha dejado de ser, es un posible recurso para brindarle una condición feérica o mágica a una revelación que habla del hombre, más que de los alegres diminutos. 

 Y en su búsqueda de la autorrealización, Gynt aspira a consumar el «yo gynteano». Un proyecto de subjetividad que sólo encuentra su cristalización en la condición de «emperador del mundo». Peer así hace fortuna mediante los beneficios del comercio. Acumula oro a través del tráfico de esclavos, la venta de ídolos de Brahma a China. Y un exitoso y canoso Gynt, de unos cincuenta años, pretende acrecentar su fortuna apoyando a los turcos en su represión de la sublevación griega. Sobre esto, Peer dialoga en un barco frente a las costas de Marruecos con un grupo de interlocutores europeos. Antes de conocer su deseo de beneficiarse de la causa turca, Peer es celebrado como «ciudadano universal». El agasajado confirma esta condición: «Soy ciudadano del mundo por naturaleza. Todo lo que me ha cedido la suerte se lo debo a América, y mis bibliotecas, bien repletas de libros, se los debo a las modernas escuelas alemanas; de Francia, recibí mis chalecos, mis modales y mi ingenio; de Inglaterra, manos laboriosas y  un gran sentido del provecho personal. Una pequeña propensión al dolce far niente me llegó de Italia. Y en cierta ocasión un tanto apurada pude aumentar las medidas de mis días gracias al acero sueco» (11). Gynt ratifica su voluntad de ser el «emperador del mundo entero». En su viaje por el mundo amplio y vacío, Peer consuma distintas formas de imaginaria compensación del yo insignificante. Estas vías compensatorias pueden ser ubicadas en la avidez por el oro, la fascinación por lo extravagante, la voracidad por la historia, y la utopía conquistadora de la naturaleza.

  En sus diversos destinos Gynt siempre es impelido por su deseo acumulador de oro. Ratificación de la más elemental y obvia forma de realización individual en el contexto de la triunfante burguesía mercantil en el siglo XIX.

 Y en el universo cotidiano de las urbes modernas, el tedio y la masificación proyectan su vaho de agobiante repetición de los hábitos. El romanticismo, desde Delacroix, Becford hasta Moreau y Huysmans, promovieron la fascinación por lo exótico como ruptura de ese 11hartazgo cotidiano. Para Gynt la belleza será una variable determinada por cada cultura. Y lo bello suele poner su énfasis en el magnetismo liberador de lo extravagante. Por lo que, sin vacilaciones, Peer manifiesta: «¿qué es la belleza? Puro convencionalismo, una moneda cuyo valor cambia según el país, y la circunstancia. Por eso, lo que gusta es lo extravagante cuando se ha disfrutado de lo corriente hasta la saciedad. En lo regular se frustra toda fascinación» (12).

  Gynt podrá conocer personalmente lo exótico en Egipto. Allí, queda varado luego de ser abandonado por sus acompañantes europeos. Entonces, la sorpresa, el destino, lo lleva a encontrarse con unos nómadas en el desierto. Es confundido con un profeta. Intenta aprovechar su condición superior para seducir a la bella y morena Anitra. Pero fracasa en sus galanteos. Entonces, tras abandonar a los nativos, arroja su turbante. 

 Y, luego, rodeado por el desierto, Gynt concibe un nuevo camino para la cristalización del yo. Ahora se alimentará del conocimiento histórico: «Deseo seguir la ruta del género humano, porque quiero flotar cual una pluma, sobre la corriente de la historia, reviviéndola como en un sueño…Pero, eso sí, siempre a salvo, como simple espectador» (13). El interés por el pasado es respuesta ante el presente que «no vale lo que una suela de zapato»(14). Los hombres modernos viven «como si no tuvieran médula ni fe; su espíritu no sigue el vuelo». Los odres de la actualidad contienen rancios brebajes. Como un observador nietzscheano del tiempo inmediato, Gynt denuncia la mediocridad e insipidez de sus contemporáneos. Así como lo exótico era una vía de escape de la pobreza cotidiana, ahora la delectación por lo histórico es una estrategia de restitución de tesoros perdidos. Como Nietzsche lo comprendió con viva lucidez, la obsesión por la historia del hombre decimonónico está directamente relacionada con su carencia de experiencias reales en el presente (15).

 Y Peer observa la calcinada y arenosa extensión desértica. Por allí, un escarabajo mueve su pelota sobre la arena. La amplitud del desierto remite a lo vacío, lo estéril, el baldío, un lugar abandonado por la gracia creadora de Dios. Pero el hombre puede intervenir para subsanar la anomalía. Mediante el ingenio tecnológico se podrá construir un dique que libere el agua del mar en el lomo reseco de las arenas. Así «toda esta tumba candente quedaría pronto convertida en un mar fresco y ondulante. Emergerían los oasis, formando olas» (16). En las orillas del nuevo mar, se levantarían nuevas ciudades. Y en una tierra humedecida, crecerían palmeras y hierbas. Y Peer, en su sueño de la transformación de la naturaleza adversa, construirá Peerepolis, la capital de Gyntania.

   En estas últimas formas de compensación del yo anémico resurge el primer instrumento proveedor de los grandes bienes: el oro. Es necesaria «una llave de oro que abra la puerta del mar»(17). El poder económico del yo actúa en dos planos. Primero, es potencia realizadora de acciones; fuerza que puede transformar y poseer. Segundo, el dinero reluciente asegura el reconocimiento público, la celebración colectiva del éxito y alcurnia del sujeto acaudalado. «¡Estribos de oro para apoyar mis pies! Por los arreos se conoce a la gente importante» (18).

    Peer: el yo encumbrado por el oro. El yo gyntiano que sólo es como «emperador del mundo», determina un sujeto que se consuma por el reconocimiento general, por el aplauso público. Paradoja y fisura del supuesto individuo superior que precisa ser reconocido por la mayoría como portador de un valor (la posesión del oro) comúnmente aceptado.

   V.

Ibsen caricaturizado por SNAPP para Vanity Fair, 1901

Frente al yo como eco de lo masivo, en Peer Gynt surge el yo que se realiza en la soledad, en la discreción, y en la fidelidad a una tarea singular.

 Un Peer Gynt ya anciano regresa finalmente a su patria, a Noruega. Aún arden sus ínfulas de reconocimiento universal. «Por todo el país ha de correr la noticia del regreso de Peer Gynt» (19). También se impone recuperar su casa paterna, y «darle el esplendor de un palacio» (20).

  Antes, en el acto tercero, escena primera, al talar los árboles del bosque, Peer negó la realidad de lo fantástico. Entonces, ocurrió un encuentro inesperado. Peer vio un hombre que se había cortado un dedo. Rápido, entendió: esa acción, la de despojarse de una extremidad, era la única manera de evitar marchar a la guerra para servir al Rey. Aparentemente un acto de desesperación o cobardía. Y, luego de su regreso a la patria, el viejo Gynt llega hasta un cementerio en una comarca entre las montañas. Ve un cortejo fúnebre, precedido por un pastor. Junto a una tumba, el sacerdote pronuncia una oración en honor del hombre que se había cortado un dedo. El pastor recrea la celebración del consejo de reclutamiento en días de guerra. Los mozos eran inspeccionados físicamente y, luego, admitidos e inscriptos como soldados. Y cuando llegó su turno, un nuevo mozo entró al recinto examinador con la mano envuelta en un trapo. Farfullaba. Hasta que, finalmente, habló de una hoz que se le había resbalado para luego cercenarle un dedo. Un capitán anciano, que precedía la junta examinadora, entendió. Le escupió. Le señaló la puerta de salida. El mozo corrió y, a pesar de sus temblores y conmoción, subió con rapidez por las laderas, atravesó florestas, rodeó precipicios. Y regresó a su hogar entre las montañas. Luego se casó, y construyó una casa. Una modesta casa que fue destruida varias veces por aludes de nieve. Y siempre que fue necesario, sin amilanarse, sin recular, el hombre que se cortó un dedo escarbó, con enérgicas paladas, para desenterrar su hogar sepultado. Y tuvo después tres hijos, tres muchachos avispados. Para enviarlos a la escuela tenía que atravesar un angosto desfiladero. Luego sus hijos se convertirían en hombres acaudalados y, en la bonanza del nuevo mundo, en América, olvidarían los esfuerzos paternales por proveerles de instrucción. Desde aquella jornada del reclutamiento, «llevaba en sus mejillas el fuego de la vergüenza» (21). Él sabía que había defraudado la ley del Estado. Sabía que «era mal ciudadano, planta estéril. Tanto para el estado como para la Iglesia. Pero allá, en lo alto de la colina, en medio de la estrechez familiar es donde él vio su misión; allí era grande porque era él mismo» (22). El que parecía un cobarde, el que aparentemente traicionó la exigencia de su patria, y eludió las demandas marciales de la guerra, fue en realidad un individuo especialmente valeroso. Tuvo el coraje de seguir su propio sendero, aunque haya tenido que convivir con la afrenta continúa y la humillación pública por no haber repetido la norma general. Fue un yo auténtico. Porque la realización de su fibra personal no dependía del reconocimiento colectivo. En soledad, en silencio y aislamiento, un individuo fulgura no por el beneplácito o el asentimiento de la mayoría, sino por la fidelidad a una humilde y precisa misión en un lugar de la tierra. El hombre que se mutiló físicamente conservó su integridad espiritual. Y, para brillar, no necesitó de la alabanza de la multitud frente a un «emperador del mundo».

 Peer Gynt comprende al fin: el yo no se realiza por el reconocimiento público. Sólo se enciende al ser fiel a una meta propia. La ilusoria apoteosis del yo imperial que siempre buscó Gynt evidencia su fracaso para cumplir la consigna del Rey de Dovre: el bastarse a sí mismo. Por eso, Peer deberá ser nuevamente fundido…

 VI.

El Fundidor de botones es un personaje fantástico, proveniente de leyendas populares. En su infancia parece que Ibsen se entretenía fundiendo botones. El Fundidor disolverá las últimas pretensiones del yo majestuoso de Gynt. Peer se resiste al principio al anunció del Fundidor: «Esos procedimientos de fundición, aniquilamiento de lo «gynteano», lo sublevan a uno desde lo más profundo del espíritu» (23). El Fundidor replica que nunca fue él mismo. Y le revela la orden que recibió desde arriba: «Exigirás a Peer Gynt, quien no ha ofrecido resistencia a su destino, que entre como producto frustrado, en el cazo de fundir» (24). Peer insiste en la fidelidad a sí mismo. Ante su insistencia, el Fundidor le exige testigos de su vida auténtica.

 La no resistencia que se le reprocha a Peer significa su incapacidad para negar las influencias ambientales más inmediatas; o, dicho en términos hegelianos, su incapacidad para negar el espíritu de la época. El que no resiste se asimila pasivamente al entorno. El que no resiste es constituido por las imposiciones de un tiempo y un lugar dados. La época moderna, con el triunfo del materialismo burgués, exige la exhibición de la propia riqueza. El yo es victorioso al forzar el reconocimiento universal mediante la corona de una fortuna personal. La central avidez del oro cultivado por Peer, fue entonces pasiva aceptación de una imposición. Sometimiento a las órdenes del propio tiempo. No resistencia. Situación contraria a la del El enemigo del pueblo, y la lucha contra la opinión general (25).

  Luego de la despedida del Fundidor, Peer se reencuentra con el rey de Dovre. El duende ha perdido su condición real. Ahora es un anciano, vagabundo y hambriento. El rey de Dovre se lamenta de que su prole diga que sólo existe en los libros. Por lo que «duro es pasar por fantasía y fábula» (26). Una expresión más que confirma la desaparición en el mundo moderno de la fantasía y los ancestrales seres mágicos. Peer necesita de testigos de su condición de individuo auténtico; necesita que se testifique que ha resistido lo impuesto y se ha forjado a sí mismo. Le pide entonces al destronado duende que atestigüe que él, cuando estuvo en el mundo enano dentro de las montañas, se resistió a convertirse en príncipe duende, y a casarse con la mujer vestida de verde, su hija. Pero el duende le asegura que Peer se convirtió en un duende, y que la frase que le enseñó, «bástate a ti mismo», le permitió llegar a convertirse en un hombre acaudalado. Por distintos periódicos, llegó a Noruega la noticia del largo y exitoso viaje de Peer. Y todo aquello es franca evidencia de la marca del espíritu del duende. Peer le recuerda que cuando se le quiso hacer un corte en los ojos, para transformarlo en un duende, él se opuso. Sin embargo, dejó en claro que «por una novia y un buen reino por añadidura, estoy dispuesto a hacer algunos sacrificios…». Y así aceptó desprenderse de sus viejas ropas, y se puso un rabo de duende.  En el mundo enano, Peer se amoldó a él, asumió, aun inconcientemente, la condición de príncipe duende.

  Lentamente, Peer comienza a aceptar su desmoronamiento: «Mi yo principesco ha sido hipotecado» (27). Y la aceptación del yo colapsado se intensifica con el episodio del encuentro de la cebolla silvestre. Peer, aún no totalmente libre de sus sueños imperiales, ahora, en el bosque, se imagina un oso, cubierto de hojas, bajo un árbol. Y con sus zarpas escribe en la madera: «Aquí yace Peer Gynt, el buen hombre, emperador de todos los animales» (28). Pero, luego, al identificarse con una cebolla, inicia un proceso de doloroso autodescubrimiento. Las distintas capas que surgen al mondar la cebolla representan los momentos más salientes de su vida aventurera (naufrago, buscador de oro, pescador en la bahía de Hudson, explorador del pasado, profeta). Pero tras el final de todas las capas, nunca se encuentra el centro, el núcleo, el grano porque » las capas llegan a lo más profundo…, pero son cada vez más pequeñas» (29). La naturaleza toca fondo, no llega a una situación de detención, de frustración o perplejidad. Este no es el caso de Peer Gynt, «porque yo sí que toco el fondo por los cuatros costados» (30). Y, por primera vez, Peer siente que su verdadero imperio nunca estuvo a lo lejos, en las muchas experiencias en el mundo, sino en la cercanía del bosque.    Al descascarar la cebolla, Peer comprende su fracaso personal. El despertar al vacío íntimo acontece también en la última obra de Ibsen, en Cuando despertamos los muertos nos despertemos(1899). Aquí, el reconocido escultor, el catedrático Rubek, vuelve a Noruega luego de numerosos años de palpitar en la distancia extranjera. Está cansado de su vida artística, y no siente ninguna felicidad verdadera por su éxito y fama. En la obra central de su vida ha modelado una imagen de sí mismo, titulándola «el arrepentimiento sobre una vida desperdiciada». Durante el transcurso de la obra, Rubek admite que ha desperdiciado su felicidad y la de otros. Ha renunciado a todo por el arte, tanto al amor de su juventud como a su antiguo idealismo. Pero con esto también ha traicionado una parte esencial de su propio arte. Justamente la que era el amor de su juventud y su modelo, a la que le arrebató el alma al reproducir su hermosura en una escultura, Irene, lo visita a la hora del desenlace; y le anuncia la verdad irreversible: «Hasta que los muertos no nos despertamos, no vemos lo irremediable, que es que nunca hemos vivido».

  La angustia por el desconocimiento del sentido verdadero del yo, sólo puede ser detenida por la comprensión de la genuina individualidad. Por eso, Peer, finalmente pregunta al Fundidor: «¿Qué quiere decir, en resumidas cuentas, ser uno mismo?» (31). Y el Fundidor contesta: «ser uno mismo es matar al yo, pero esta explicación no va contigo…» (32). 

 La sentencia del Fundidor se refiere, seguramente, al nacimiento del verdadero yo mediante la aparente paradoja de la renuncia a él. Como en los caminos que Aldous Huxley llamó «la filosofía perenne», distintas tradiciones religiosas coinciden en la necesidad de superación del yo. Negar el yo es romper el cerco egocéntrico, o más exactamente, la succión del mundo exterior como afirmación exclusiva de la individualidad. 

 En su periplo por el desierto egipcio, Peer se encuentra con Begriffenfeldt, quien fingiendo ser la esfinge de Gizeh, contesta a sus preguntas. El enloquecido vocero de las estatuas lo conduce luego a un manicomio de El Cairo. Begriffenfeldt proclama a Gynt emperador. Peer le asegura que su único deseo siempre fue ser él mismo. Begriffenfeldt comprende que, en alguien como Peer, esta afirmación sólo puede significar una exasperación del yo egocéntrico, indiferente a lo exterior a sí mismo. Ser uno mismo significa que «cada uno se encierra en el túnel del yo, se sumerge del todo en la fermentación del yo…Con el tapón del yo se cierra, herméticamente, y se templa la madera en los pozos del yo. Nadie llora las penas ajenas, nadie concibe las ideas del otro» (33). Es el yo incapaz de trascender su encierro. La falsa yoidad sólo está atenta a su fermentación, con sus tapones cerrados «herméticamente». Autoconfinamiento que nutre la indiferencia o desinterés por la presencia de la otredad humana y sus conflictos o pensamientos. Por lo que detrás de su pretensión universal, lo gynteano vive en la reclusión de su particularidad. Entonces, la locura de Begriffenfeldt, la voz del pensamiento de la Esfinge, anuncia sin vacilaciones: «…Por tanto, si debe ocupar el trono un emperador, evidentemente es usted el hombre indicado» (34).

 El yo verdadero vive, en cambio, en la expansión e integración con todo aquello que aparentemente no es. El yo que sale fuera de sí y se encuentra con la alteridad primaria de lo telúrico, con la riqueza de los elementos naturales que, convertidos en símbolos, estimulan la ampliación de la conciencia; y la integración de un yo expansivo con una universalidad plena de sentido.

 Cuando el yo se trasciende, se encuentra con una restablecida noción de hogar. El hogar que Peer Gynt descubre al dfinal de su camino es la cercanía del terruño, la expresividad de la naturaleza, saturada de sentidos, y dotada de un lenguaje propio. Ese lenguaje aflora también en el ya mencionado tránsito de Peer por el manicomio de El Cairo. Allí, Huhu, otro de los singulares internos de la casa psiquiátrica, pronuncia su discurso donde recuerda los viejos tiempos donde, en las playas malabares, y antes del dominio portugués y holandés, reinaba el orangután. Este simio era el «rey del país», y «dueño y señor de la selva», porque podía gritar, pegar y expresar libremente su furia. Pero luego llegó la dominación extranjera, y se calló el «lenguaje selvátivo». Cesaron entonces los gritos, los gruñidos, las vociferaciones simiescas. Desde entonces sólo reina un silencio glacial. Momento de nostalgia de una directa expresividad natural mediante el grito que hace recordar a Nietzsche y Cioran (35). Luego de esta pérdida, «si queremos expresar nuestros pensamientos nos vemos obligados a recurrir a la palabra» (36). Ante la extinción del «idioma de la selva», Huhu quiso restablecer su perdido señorío. Intentó «animar el cadáver», pero sin resultados. El parlamento de Huhu posee mayor importancia de la que parece. Es la conciencia que regresa a la plenitud de un orden arcaico-natural, donde la naturaleza no precisa del hombre para estar imbuida de un lenguaje propio. Tras la aparente bestialidad del orangután y su grito, reina un idioma que hace de lo selvático un universo grávido de significación. 

  Y la naturaleza viviente, expresiva, radiante de significados, es preludio de la fundamental escena del viejo Peer entre los pinos destruidos. Entre la niebla y las cenizas, Gynt deambula por los restos de una naturaleza devastada. Y afirma: «Todo no es más que un sepulcro infecto» (37). Luego de fracasar su estrategia imperial de absorción del mundo, Peer es incapaz de encontrar en el afuera miel, perfumes y diamantes. Si lo exterior no es lugar para la escenificación del ego triunfante, sólo será lugar estéril, desértico, huérfano de sentido. Pero es la misma naturaleza la que le recuerda a Gynt algo de ese lenguaje selvático y perdido que antes extrañaba Huhu, y que aún reina en el mundo exterior. Las hojas secas, los susurros en el aire, el rocío, las briznas de paja, le reclaman a Peer no haber prestado nunca atención. Nunca escuchó Gynt su lenguaje. Prisionero ya del moderno desencantamiento del mundo de raigambre weberiana, Peer no puede encontrar sentido y revelaciones en la proximidad de la tierra. El noruego no ha sido capaz de escuchar la realidad que, plena de significados, rodea como un anillo al hombre receptivo. Peer perdió la «escucha telúrica». Por eso, no pudo poetizar. No pudo transfigurar la aparente insignificancia de un mundo sencillo de paisajes y utensilios en texto simbólico. El reproche de los ovillos, en este sentido, es especialmente revelador. Desde el suelo, los ovillos, mención frecuente en los cuentos populares noruegos, le dicen:

«¡Somos los pensamientos que deberías haber pensado, las manos que deberías haber estrechado». Y después «deberíamos habernos elevado a las alturas como voces… ¡Y henos aquí, teniendo que rodar como ovillos grises de lana!» (38).

El ovillo, como cualquier otro utensilio, puede ser sólo pálido instrumento utilitario, o manifestación simbólica de una realidad en devenir, y transfiguración y elevación.

 Horkheimer, en la Critica de la razón instrumental, hablaba del enmudecimiento de la naturaleza en la cultura moderna. Lo otro del objeto o de la materia sólo habla como arquitectura de leyes, procesos fisicoquímicos, fuentes e insumos para la industria. En este sentido, el sujeto se condena a un asfixiante monólogo donde la realidad exterior es sólo su propia proyección o representación. La percepción de la naturaleza como tal desparece. Pero el triunfo de una imaginación poética le permite a Gynt una experiencia de recuperada escucha de la expresividad de la naturaleza. Peer entonces comprenderá el valor de la tierra y el sol como repetido don gratuito que nutre y afirma la vida. Si la energía lumínica y fértil no es alimento para el crecimiento de alguien, de un verdadero individuo, los días se suceden en vano. La posibilidad de un «alguien» se diluye en un «nadie». Y ese «nadie», lejos de los viejos sueños imperiales, es Peer Gynt. Conciencia de la nadidad, licuación de la promesa del yo en la insignificancia, derroche inútil de las fuerzas naturales de crecimiento. Esta toma de conciencia acontece dentro de la niebla, y luego del encuentro de Gynt con un flaco fotógrafo. Lo neblinoso es sitio de tránsito hacia otro plano de existencia, o lugar de extravío, confusión, caída en la pérdida de sí: «¡Tan increíblemente pobre puede volver un alma a la nada entre las nieblas grises!» (39). Peer colisiona, sin escudos protectores, con la certeza de la propia insignificancia. Lo que recibió de los manantiales vivos de la tierra y el cielo no supo convertirlo en un impulso de continuo crecimiento. Surge entonces la culpa. Pero el sentimiento de culpabilidad de Peer no es consecuencia de la infracción de un orden religioso impuesto dogmáticamente. Su culpa brota de la directa y clara constatación del desaprovechamiento de la fuerza natural: «sol adorable, has derrochado tus espléndidos y relucientes rayos sobre una pobre cabaña deshabitada» (40). La cabaña estaba vacía, «porque el amo nunca se encontraba en casa». Peer nunca estuvo en el hogar, en la cabaña, en el centro o fuente del sentido; Peer siempre vago errante, como fantasma insatisfecho, por los corredores de las riquezas y vanidades. Nunca fue raíz, siempre fue una hoja confundida, golpeada por un viento disperso. Por eso, el pedido de perdón: «¡Tierra divina, no te enojes porque haya pisoteado tus hierbas inútilmente» (41). Y ahora Peer sólo anhela subir hasta el «pico más alto y abrupto». Para, desde allí, presenciar la salida del sol, y atisbar la amplitud terrestre. Entonces, podría descubrir un montículo donde se diga: «Aquí está enterrado ‘nadie'». 

 Sin embargo, Gynt no está condenado a la nada irreparable. La mujer abrirá, por última vez, las puertas del hogar, del lugar donde se crece desde una riqueza real, y no desde el gigantismo fantasmal del ego. En la escena tercera, del acto tercero, Solveig condensa, en una sola sentencia, el sentido del hogar: «…aquí donde se oye murmurar los pinos, ¡qué silencio y que música a la vez! ¡Aquí se halla mi hogar! «(42). La riqueza abierta de la tierra es fuente donde crecer. Es el hogar. La mujer es guardiana simbólica de ese sitio donde se gesta la vida. Que crece. Peer, en su último encuentro con el Fundidor, ve la luz de una cabaña. Y escucha algo. Y el Fundidor lo esclarece: es «simplemente una mujer que canta» (43). Y, como última concesión, le exige: «¡Ocúpate de tu casa!». Ocuparse de la casa es percibir la fuente que antes se desdeñó e ignoró. Es reencontrarse con la realidad que canta, acoge, y regala una pertenencia. La mujer es individualidad, es un nombre particular. Pero, a su vez, como en el amanecer prehistórico, es símbolo de la fuente de la vida misma.

 La transformación de la mujer Solveig en el símbolo de lo femenino, que acoge y nutre, se consuma cuando Peer, casi sobre el final de la obra, encuentra en ella a la esposa y la madre. Entonces, Peer, el que antes deseaba ser emperador del mundo, ahora sólo pide: «Escóndeme, escóndeme ahí dentro». El yo anémico e irreal regresa al final al seno de la tierra fértil, donde todo crece, en alianza con la luz del sol y la luna. Y el hogar recuperado, el seno terrestre, canta con la voz de Solveig, y le asegura: «Yo te meceré y velaré…» (44).

 En el oleaje encrespado de la modernidad, Peer Gynt ensaya la opción del yo acumulador, posesivo, ostentador de virtudes, grandilocuente. Pero el yo nunca logró liberarse de su asfixia fantasmal. Hasta que en el regreso al comienzo del viaje, el individuo se realiza en la comunicación con la tierra, en la «escucha telúrica», en un crecimiento desde la apertura a los elementos y los rumores de viejas historias.

  Regreso a una figura de la individualidad pre-moderna, antigua y paganizante, donde el hombre sólo brota desde la sombra de un árbol. O la canción de una madre que baña con vieja música los oídos. 

Hoy, la «escucha telúrica » de Gynt es un camino de vida irreal, imposible. Es, en principio, sólo la recuperación de una actitud de veneración poética de la naturaleza. Pero en el tiempo de la tendencia de la vida digitalizada encerrada en el ciberespacio, la » escucha telúrica» al fin recuperada de Gynt es una forma de compensación o salida ante la conciencia encapsulada entre omnipresentes algoritmos y pantallas que cada vez menos percibe la presencia de lo polimorfo del mundo material que resplandece a través de los elementos naturales, la tierra firme y el cielo que se proyecta a lo inmenso.

   VII.

En La dama del mar Ibsen también combina una fuerte presencia simbólica de la naturaleza con la constante obsesión por la realización de la individualidad. Ellida Wangel, casada con el doctor Wangel, vive su matrimonio como un velado conflicto. Siendo joven se compromete con un marino que parece ser una misteriosa continuación de las criaturas y ritmos marinos (45). Al comprometerse con él, ambos se desposan con el mar. Luego, el marino, que ha matado al capitán de un barco, parte para escapar de la cárcel. Y la deja, con la promesa de regresar por ella algún día. El lazo de Ellida con el mar siempre es vívido, extraño: «parece en absoluto como si el mar formase parte de su ser» (46). Pasa largas horas frente a un faro. La llaman la dama del mar, y también la pagana: «un viejo pastor la llamaba la pagana porque su padre se le ocurrió bautizarla con el nombre de un barco, según dicen, y no con uno cristiano» (47). Desde hace algunos años, Ellida vive con el doctor Wangel y sus hijas. El afecto entre los esposos nunca alcanza la intensidad de un verdadero vínculo conyugal. Siempre una sutil y fría distancia siembra un doloroso hielo entre los cónyuges. El regreso del primer prometido a la vida de Elida agiganta las grietas. La crisis entre el doctor Wangel y su esposa se reaviva. Lo terrible carcome el hogar familiar. Y Ellida precisa: «Para mí, es terrible lo que aterra y atrae a la par» (48).

El doctor destaca la pertenencia de su esposa a las aguas: «eres de la raza del mar». Y el mar es terrible. Para el esposo, Ellida es prolongación del terror marino porque ella «atrae y aterra a la vez» (49). Como Nora en Casa de muñecas, Ellida reacciona contra la opresión exterior, contra el sometimiento a las normas. Lo mismo ocurre en El enemigo del pueblo; aquí, para el doctor Tomás Stockman la fidelidad a la verdad individual debe ser mantenida aun cuando todas las voces de la multitud se opongan y decreten el rechazo del yo diferente. Ellida reclama el derecho a decidir si permanecerá con el doctor Wangel, o si volverá con su primer prometido. «No puedes estorbar mi preferencia… Ni tú ni nadie. No puedes prohibirme mi deseo» (50). Ellida, finalmente, elige permanecer con Wangel. Es la aparente continuidad del anterior pacto conyugal. Pero su fundamento se ha modificado. Antes, Élida actuaba por imposición, por el imperio de las circunstancias. Ahora, su lazo matrimonial es efecto de su libre decisión. El acto avalado por la libertad lo colma de legitimidad.

 El yo se autorrealiza entonces mediante la libre decisión, mediante la voluntad propia. La identificación entre su ahora rechazado prometido y el mar expuso a Ellida al imán de la fascinación, «a lo que atrae y aterra a la vez». El simbolismo del mar y la naturaleza, concebido como modelo superior de sentido (como en Peer Gynt) parece ser la campana donde se aviva la tensión dramática que prepara la necesidad de la decisión libre.

La naturaleza como escenario para el drama del yo que debe decidir, se repite en Brand, el otro drama ibseniano inicial y contemporáneo de la aventura gynteana. Aquí, la dureza de los fiordos, los paisajes helados, los bosques y aldeas rodean a un Brand que se cree predestinado a una misión redentora: «He venido al mundo para curar su enfermedad, y su imperfección» (51). Brand despotrica contra las iglesias. Lo divino no está en el templo cerrado, sino en el aire libre. Brand puede apelar a imágenes de la naturaleza para expresar su visión de la divinidad: «Mi dios es huracán…» (52), o «estoy sano y fuerte como los cerros, como el pino de la loma.» (53). Para Brand, lo esencial es la afirmación individual, la cristalización de sí mismo, porque «nadie se interesa por ser». Por esto, el sujeto debe trascender la pasividad de la repetición de la costumbre o la gangrena de lo mutilado, del pecho partido en mudos trozos: «sé lo que seas de una vez y por entero, no a trozos ni a medias» (54).

 El viento que silba de forma continua en el drama ibseniano es la redención del yo de su condición precaria, de su fragilidad, de su vacío. En contemporaneidad con Kierkegaard, Ibsen convierte al yo y su decisión en el centro de la existencia. La necesidad del elegir surge desde una doble ausencia: la ausencia, de cuño metafísico-existencial, por la que el individuo no posee a priori un sentido dado, plenamente constituido. Y, de ahí, la necesidad de elegir, de construir ese sentido. Pero también el sentido ausente es efecto de una construcción cultural, dominada por la presión de lo colectivo, que debilita la afirmación del yo. Lo colectivo es lo que demanda conformidad, igualación, supresión de la acción diferenciadora e individual. Lo masivo impersonal de lo moderno que, ya en el siglo XIX de Ibsen, se perfecciona entre crecientes medios de publicidad y repetición de estereotipos, que sofocan la oportunidad (o el derecho) de la libertad individual.

 Peer Gynt es quizá la más lograda obra de Ibsen. Aquí triunfa la escucha telúrica, la comunicación con una fuerza universal que asegura al individuo un significado, una pertenencia inalienable. Pero la individualidad que brilla en el frescor y vitalidad de lo natural es un no lugar, un manantial ya inasequible para el hombre moderno. La amplitud natural es una olvidada comarca. Y lejos de discursos utópicos o nostálgicos, el yo moderno adquiere la intuición de su presencia y de su problema a través de la soledad. La soledad como certeza del hombre moderno de que la angustia y la decisión individual suponen una responsabilidad intransferible a un otro. El hombre no puede escapar de la necesidad de la decisión libre e individual. Una decisión que hace resplandecer la libertad, pero que también es fuente continua de angustia.  

Peer Gynt ha colocado a Åse, su madre, en el tejado del molino para escaparse a la boda en Hægstad. Xilografía basada en un dibujo de William Sophus Bergstrøm (1832-1905).

(*) Fuente: Esteban Ierardo, «Las formas del yo en Peer Gynt de Ibsen», ensayo elaborado en el el contextos de las XI Jornadas Nacionales de Teatro Comparado, Henrik Ibsen, en la Argentina, en diciembre de 2005. Versión con algunas  actualizaciones.

Citas:

(1) Giorgio Agamben explora puntualmente la desintegración de la experiencia en «Ensayo sobre la destrucción de la experiencia», en Infancia e historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, pp.7-91. El modelo fundamental para la reflexión de Agamben es el ensayo benjaminiano «Experiencia y pobreza!», en Discursos interrumpidos, ed. Taurus, pp. 165-173. 

(2) Este mismo modelo sigue en sus últimos dramas: »Fruen ved Havet» (La dama del mar, 1888), »Hedda Gabler» (1890), »Bygmester Solness» (El constructor Solness, 1892), »Lille Eyolf» (El pequeño Eyolf, 1894), »John Gabriel Borkman» (1896) y »Naar vi døde vaagner» (Cuando despertemos de entre los muertos, 1899). 

(3) Henrik Ibsen, Peer Gynt, Buenos Aires, Biblioteca personal Jorge Luis Borges, 1985, p.13.

(4) Ibid., p.41.

(5) Ibid. 

(6) Ibid., p.60.

(7) Ibid., p.61.

(8) Peer llega hasta la plaza de Hoegstad donde se celebra una fiesta. En el camino se encontró con el herrero Aslak, con quien se había enemistado. Ingrid se encuentra con su novio. En un momento de la alegre reunión y el baile, Peer rapta a Ingrid. Pero luego Gynt quiere desentenderse de la mujer, y de todas la mujeres, aunque aclara: «¡Que se vayan al diablo todos los recuerdos y las mujeres; todas menos una…». Una referencia a Solveig, la única mujer que logró encandilar el corazón de Peer. 

(9) El Palacio de Sonia-Moria aparece en muchos cuentos folklóricos noruegos. En estos relatos un joven humilde encuentra a una princesa perdida. El palacio suele presentarse con imponente arquitectura, y envuelto en brillantes colores. 

(10) El viaje chamánico tradicional supone el abandono del cuerpo por el chamán en una sesión donde impera la danza y la música hipnótica. El viajero vuela hasta el centro del mundo, donde se encuentra  el umbral que permite el acceso al cielo o al infierno, muchas veces a través de un angosto pasadizo. Ver Mircea Eliade, El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis, F.C.E. 

(11) H. Ibsen, Peer Gynt, op. cit., p.82.

(12) Ibid., p.97.

(13) Ibid., p.107.

(14) Ibid., p.108.

(15) Para Nietzsche, la erudición alejandrina de lo moderno construye un vínculo con el pasado donde prevalece la fagocitación de lo histórico como forma de compensación del vacío íntimo del sujeto. La relación con la historia no es así real impulso vivificador sino la satisfacción sustitutiva del placer por la sistematización y la información. Ver, p.ej.,  F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, Madrid, ed. Alianza, p.180: «Y ahora el hombre no-mítico está, eternamente hambriento, entre todos los pasados, y excavando y revolviendo busca raíces, aun cuando tenga que buscarlas en las más remotas antigüedades».

(16) H. Ibsen, Peer Gynt, op. cit., p.93.

(17) Ibid., p.94.

(18) Ibid.

(19) H. Ibsen, Peer Gynt, op. cit. p.127.

(20) Ibid.

(21) Ibid, p.136.

(22) Ibid., p.137.

(23) Ibid., p.151.

(24) Ibid. 

(25) En El enemigo del pueblo, el doctor Tomás Stockman descubre que una tubería, encargada de llevar agua a un concurrido balneario de una ciudad, se halla infectado y puede provocar enfermedades contagiosas. El alcalde es su propio hermano. Stockman decide entonces comunicarle la situación, bajo la esperanza de que su hermano actuará rápidamente en beneficio de la comunidad. Pero esa esperada respuesta favorable no ocurre. En el asunto estaban involucrados los intereses de una importante empresa. Y, entonces, su hermano le objeta: «Tú tienes una inclinación innata a tomar las cosas por tu propia cuenta, y eso en una comunidad bien organizada no se puede tolerar bajo ningún concepto. Las iniciativas particulares tienen que supeditarse al interés general o, mejor dicho, a las autoridades que para ello han sido designadas». Este respuesta es el preludio del conflicto entre la voluntad individual y lo colectivo y general que dominan la obra. 

(26) H. Ibsen, Peer Gynt, op. cit., p.156.

(27) Ibid., p.156-57

(28) Ver

(29) Ibid., p.144.

(30) Ibid.

(31) Ibid.,p.158.

(32) Ibid.

(33) Ibid., p.116.

(34) Ibid. 

(35) En unas de sus conferencias preparatorias de El Nacimiento de la tragedia, Nietzsche destaca el valor del grito en relación con la potencia ontológica de lo musical: «¿Cuándo se convierte el sonido en música? Sobre todo, en los estados supremos de placer y de displacer de la voluntad, en cuanto voluntad llena de júbilo o voluntad angustiada hasta la muerte, en suma, en la embriaguez del sentimiento: en el grito» (en F. Nietzsche, «La visión dionisiaca del mundo», en El nacimiento de la tragedia, op. cit, p. 253). En Cioran la trascendencia de la vociferación también es defendida: «Si deseamos conservar un mínimo de equilibrio, recuperemos el grito, no perdamos ocasión alguna de entregarnos a él y proclamar su urgencia. Por lo demás, nos ayudará a ello la rabia, que procede del fondo mismo de la vida», en E. M. Cioran, La caída del tiempo, Barcelona,Tusquets editores, 1993, pp.152-153. 

(36) H. Ibsen, Peer Gynt, op. cit, p.117.

(37) Ibid., p.145.

(38) Ibid., p.146.

(39) Ibid., p.165.

(40) Ibid.

(41) Ibid.

(42) Ibid., p.65-66.

(43) Ibid., p.166.

(44) Ibid., p.168.

(45) Ver Henrik Ibsen, La dama del mar, en H.Ibsen, Obras completas, ed. Aguilar, p.1965.

(46) Ibid., p.1607.

(47) Ibid., p.1609

(48) Ibid., p.1656.

(49) Ibid., p.1656.

(50) Ibid., p.1660.

(51)Henrik Ibsen, Brand, en H.Ibsen, Obras completas, op.cit, p.645.

(52) Ibid.

(53) Ibid., p.643.

(54) Ibid. p.644. Y en p.646: «… Pero de esos pedazos de almas, de esas mutilaciones del torso del espíritu, de esas cabezas y esas manos debe surgir un todo, de manera que el Señor habrá de reconocer a su hombre, su obra maestra: ¡Adán, su primogénito, joven y fuerte!».

Fiordo noruego

 Edvard Grieg (1843-1907), el compositor y pianista noruego, uno de los principales representantes del Romanticismo tardío, compuso dos famosos suites inspiradas en Peer Gynt a pedido del propio Ibsen:

Clik aquí para Peer Gynt Suite No.1 & No.2 ​- (op. 46, op. 55, op. 23), dirigida por el director de orquesta también noruego Bjarte Engeset

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