Por Esteban Ierardo

Charles Sanders Peirce (1839-1914), es, sin duda, uno de los grandes pensadores del siglo XIX. Fundador del pragmatismo, filósofo, lógico científico estadounidense, padre de la teoría de los signos o de la teoría semiótica moderna, junto a Saussure, y mucho más.
El pragmatismo de Peirce (1839-1914) suscribe la relación entre la teoría y la práctica, pregona la conexión entre la verdad y la utilidad. Este pensar nunca se desprende de un realismo materialista: la realidad es independiente de nuestras creencias, posición muy distinta del absolutismo de la subjetividad (toda realidad es siempre subjetiva) en el mainstream de la posmodernidad hoy vigente. A su vez, para Pierce el conocimiento siempre es liebre ágil, en movimiento, en el paisaje de la observación, la experiencia, las abducciones, el proceso inferencial por el que se elaboran hipótesis a partir de los datos, algo diferente de la deducción de conclusiones desde premisas iniciales, o de la inducción y sus generalizaciones desde pautas que se repiten regularmente. Parte del método pragmático es la «versatilidad cognitiva» por la que una afirmación primero avalada por la experimentación luego puede ser desestimada por nuevos descubrimientos empíricos. La pragmática del conocimiento en transformación convive con su registro semiótico, su comprensión del valor de los signos dentro de su teoría triádica del signo (de esto hablamos en artículo).
La huella de Pierce se advierte en William James lanzado a su primera versión del pragmatismo receptivo a la experiencia individual. Pierce es señalado como precursor de la filosofía analítica, y también su eco repercute en John Dewey, quien adoptó su pragmatismo por la estima concedida a la experiencia y la acción en la gestación del conocimiento, que siempre debe someterse a la verificación y eventualmente a la corrección. Su teoría de las signos la integró a los procesos de la comunicación y el conocimiento en los que la experiencia individual es factor importante. Pero, mientras el interés de Dewey se vertió más en la educación y la pedagogía, en Pierce sobresale la estimación de la lógica y la filosofía.
Peirce entendió la actividad científica desde su carácter social y comunitario. Por ser un hombre del siglo XIX, exudaba una fe indeclinable en el progreso científico, hoy cuestionada, o aceptada sólo con muchos matices. Su creencia en la capacidad de la ciencia para descubrir la verdad es también anacrónica en la actualidad.
Como Husserl, Peirce quería elevar a la filosofía al podio de una ciencia estricta para hacer de la filosofía una “filosofía científica”, no solo en la esfera de la lógica, sino también en la metafísica y en la cosmología. Otra propuesta hoy inviable. Y siempre buscó reconciliar ciencia y religión, aspecto muchas veces no percibido en su proyecto intelectual, dado que el estudio científico es una actividad religiosa en grado sumo porque, en ambos casos, su meta es la búsqueda de la verdad.
Y es muy importante no olvidar otra dimensión de la evaluación no convencional sobre la dinámica científica en Pierce: el concepto de lo científico no se repliega a ciencias de laboratorio, al corpus en expansión del llamado conocimiento científico. La ciencia es, ante todo, una actividad social, una investigación auto-controlada y auto-correctiva de una comunidad ideal de investigadores desde la cooperación en un esfuerzo común hacia la verdad de las cosas reales impelido por “el deseo de aprender”. Así como para Platón el requisito fundamental de la filosofía es que nadie debía pretender elevarse hacia las alturas de las abstracciones conceptuales sin diez años previos de matemáticas, para Pierce tanto en filosofía como en ciencia nadie debe “bloquear el camino de la investigación”. Pierce quería alejarse, por igual, de la ciencia «literaria», como de la filosofía académica tradicional salpullida de dogmatismo racionalista. En la filosofía siempre es necesaria una constante actitud experimental capaz de rectificar errores a partir de nueva información empírica en un contraste infatigable con la experiencia. El falibilismo ante la certeza de un fundamento inmóvil de la filosofía moderna a la manera cartesiana.
En el artículo que sigue a continuación nos concentramos solo en algunos aspectos de un libro de reciente publicación: Charles Sanders Peirce, Claves semióticas, publicado por ed. Cactus. Es un artículo convenido para ser publicados en el Diario Clarín, con un desarrollo breve, lo que nos permitió rasgar solo algunas pocas plumas del espeso plumaje intelectual de Pierce.
Para un estudio más lento y abarcador de su obra es necesario atender a sus obras principales:
- «Cómo hacer nuestras ideas claras» (1878)
- «La lógica de la investigación» (1877-1878)
- «Collected Papers» (1931-1958)
Charles Sanders Pierce, los signos y la realidad más allá de los signos (*), por Esteban Ierardo
La América del Norte del siglo XIX alumbra a un pensador fundacional: Charles Sanders Peirce (1839-1914). Progenitor del pragmatismo y la semiótica lógica moderna o teoría de los signos, en mérito parejo con Ferdinand de Saussure, arquitecto de la semiótica estructuralista o semiología.
Su genio reluce en el libro de reciente publicación: Charles Sanders Peirce, Claves semióticas (Cactus, traducción de Sara Barrena). Las claves semióticas en la obra incluyen al final dos famosas cartas a Lady Welby del 14 de diciembre y el 23 de diciembre de 1908. Como procreador del pragmatismo, Pierce propone que un concepto es significativo al plasmarse en la vida diaria.
La semiótica y el análisis del signo de Pierce pivota sobre un presupuesto filosófico realista. Es decir, para él la realidad, las leyes de la naturaleza, son independientes de nuestra subjetividad, concepciones e interpretaciones; lo cual confronta con el nominalismo que propala que solo tenemos palabras para lidiar con lo real universal. Por eso, la famosa clasificación triádica del signo de Pierce reposa sobre un sustrato materialista. Dicha tríada supone el signo o representemen, como lo llama; el Objeto, a lo que el signo se refiere; y el Interpretante, la comprensión del signo en la mente.
Así, por lo antes dicho, Pierce observa que “el signo siempre debe tener alguna conexión material con la cosa que significa…”. Un ejemplo, un retrato: el signo “de esa persona …en virtud de su parecido con ella.”
Y en tercer lugar, para que un signo sea un signo “es necesario que sea considerado como tal, pues solo es un signo para aquella mente que lo considera así, y si no es para alguna mente no es un signo en absoluto…” A la dimensión de signo, objeto, e interpretante se le adosa las aristas del icono, índice y el símbolo. Por ejemplo “un signo puede ser icónico, esto es pide representar a su objeto principalmente por su semejanza, sin importar cuál es su modo de ser”. Por otro lado, “cualquier cosa que centre la atención es un índice”. Y el semiótico oriundo de Massachusetts enseña que “un símbolo… no puede indicar ninguna cosa particular”, solo denota “una clase de cosas”; y “los símbolos crecen. … Palabras tales como fuerza, ley, riqueza, patrimonio, tienen para nosotros significados muy diferentes de aquellos que tienen para nuestros bárbaros antepasados”.
Pero la analítica semiótica del genial Pierce, desde su teoría del signo, bate sus alas de águila hacia una comprensión filosófica general de la realidad. En la sección de “cómo teorizar” Pierce asume que “si el universo se ajusta, con alguna aproximación … a ciertas leyes altamente generalizadas, y si la mente del hombre se ha desarrollado bajo la influencia de esas leyes, ha de esperarse que tenga una luz natural… que tienda a hacerle adivinar esas leyes correctamente o casi correctamente”.
Las leyes universales son los signos por los que la mente que interpreta remite a otros signos en una continuidad sin cortes ni divisiones. La postura denominada sinequismo, el principio de continuidad en Pierce, de importantes implicancias, como que la mente y lo físico siempre se conectan, o que la realidad no descansa en esencias sino en un fluir continuo de relaciones en interacción, por lo que todas las cosas están conectadas de manera continua. Una continuidad no urdida por el humano que interpreta los signos ni por un supuesto Dios que el humano “fabrica”.
Así, desde su navegación en las bahías de la semiótica, Pierce arroja anclas en una gran filosofía que subordina al hombre al universo en el que se agita la campana continua de los signos, tal como lo manifiesta al final del capítulo “La naturaleza de la ciencia” de sus Claves semióticas:
“Recordad que la raza humana no es sino una cosa efímera. … Incluso ahora domina solo simplemente en un pequeño planeta de una estrella insignificante, mientras que todo lo que abarca nuestra vista en una noche estrellada es respecto del universo mucho menos que una sola célula del cerebro respecto al hombre entero”.
(*) Fuente: Esteban Ierardo, publicado como «Charles Peirce, el signo como clave social», en suplemento cultural Ñ, en el Diario Clarín, Ciudad de Buenos Aires el 04/09/2024

