El árbol de la vida

Un film de Terrence Malick, o lo humano en la realidad mayor

Por Esteban Ierardo

Momentos de El árbol de la vida (The tree of life, 2011), de Terrence Malick

En ocasiones para celebrar, el cine se convierte en pensamiento y poesía visual. Es el caso de Terrence Malick, cineasta contemporáneo que, por la imagen, evoca un estado de salida de la sensibilidad hacia una realidad más amplia. Uno de los films emblemáticos en la filmografía de Malick es, sin dudas, El árbol de la vida (The tree of life, 2011). Película hermética, inaccesible para algunos; poema visual y filosófico para otros.

Más allá de las recepciones diversas y subjetivas de El árbol de la vida, lo indudable es que arrebata la conciencia del espectador de sus cauces cotidianos; y dispara la percepción hacia secuencias visionarias que pretenden acercarnos al misterio del origen de la vida, y su naturaleza creadora. En el ensayo que sigue a continuación intentamos caminar entre los racimos de sensaciones poéticas del film, y sus sugerencias hacia una experiencia de asombro ante la vida más alta del universo.

I

 A veces el cine no es previsible. Porque en el desierto hay oasis, como la obra de Terrence Malick. Palmeras y agua fresca en la arena. El oasis que trae The tree of life no es una sorpresa. Quien conozca la filmografía anterior del director nativo de Texas sabe que podía esperar un film semejante. La simbiosis entre poesía e imagen es constante en su cine.

 Lo atípico de la obra de Malick es afín a su personalidad. Es bien conocida la reticencia del director a dar entrevistas. Sus presencias en público se reducen a un mínimo, y lo que se conoce de su vida no es demasiado. El árbol de la vida recibió la Palma de Oro en el Festival de Cannes con un jurado encabezado por Robert de Niro. Malick no fue personalmente a retirar el galardón, envío a su productor William Pohlad.

 Malick estudió filosofía en Harvard y Oxford. Empezó una tesis sobre Martin Heidegger que nunca terminó (1). Luego de filmar su tercera película, Días del cielo, desapareció de la escena pública. Enseñó literatura y se inició en el cine con un insatisfactorio cortometraje, Lanton Milles (1969), y con la escritura de algunos guiones (como los borradores iniciales de Harry el sucio y Pocket Money). 

 La elaboración de sus films es lenta y laboriosa. Cada nueva película germina con la lentitud de un escarabajo. El primero de sus films es Malas tierras (Badlands, 1973), historia protagonizada por Kit (Martin Sheen), con parecidos en su atuendo a James Dean, y Holly (Sissy Spacek). Película rodada casi sin presupuesto. Kit y Holly son fugitivos en la década del 50’; escapan de la ley porque Kit es un asesino serial. Una pareja delictiva como Bonnie y Clyde (llevados al celuloide por Arthur Penn, en 1967), o Asesinos por naturaleza (Natural Born Killers, 1994) de Oliver Stone. No hay condena moral de los outsiders. Y, como en sus futuras obras, la integración  música e imagen es fundamental. La música de Carl Orff induce el efecto emocional, que subraya la poesía de los paisajes salvajes y solitarios. Como en Foucault, los hombres infames despiertan simpatías, quizá por su estar fuera de la ley y sus límites. Un culto a los outsiders, que recuerda la idolatría popular a Jesse James o John Dillinger.

  Días del cielo (Days of heaven, 1978), cuenta con una esmerada partitura de Ennio Morricone. La fotografía de Néstor Almendros agudiza, nuevamente, la presencia poética del paisaje. La historia discurre en 1916. La tensión nacerá de la relación entre Bill (Richard Gere), su novia Abby (Brooke Adams) y su hermana Linda (Linda Manz). Bill, empleado en Chicago, mata a su jefe. Huyen hacia el sur, hacia el color de trigo de los amplios campos de cultivo. Se emplean en un trabajo temporario con el rico granjero aquejado por un enfermedad que lo consume (Sam Shepard). La relación entre Linda y Bill derivan en conflicto; pero lo mismo que en El árbol de la vida, el dolor humano queda absorbido en el paisaje de trigales, lagos, y la belleza melancólica de la naturaleza.

 La delgada línea roja (The thin red line, 1998) es un ejemplo de cómo la guerra se convierte en relato poético. El film es la adaptación de una novela de James Jones. La acción transcurre en la isla de Guadalcanal, durante la guerra del Pacífico, en la segunda guerra mundial. Es la lucha entre el norteamericano y el japonés; o es la pelea del hombre con el hombre, o del hombre con la naturaleza. Malick reedita uno de sus recursos típicos: la voz en off. Una voz que enhebra un relato que une a distintos solados en un alma colectiva y polifónica. Es la voz de un soldado universal que se interroga sobre la esencia de la guerra, sobre su origen y significado. ¿La guerra viene de la naturaleza? ¿ o es la imposición de un salvajismo que se retuerce desde las raíces de las plantas, o es una creación del abismo siniestro del hombre?

En la guerra todo cae bajo el fuego de la destrucción y el ataque. Las bombas y ametralladoras gritan por igual sobre la carne humana, la tierra, los árboles o los pájaros. De forma muy sensible, mediante el plano de un pájaro herido por la batalla, el director muestra al mundo animal como víctima también de la furia bélica. La violencia de la guerra separa y enfrenta, convierte al otro en enemigo, en el otro a destruir; o promueve el individualismo y la desconfianza. Pero también libera reservas morales insospechadas. El sentido de comunidad o hermandad de los combatientes de un bando, o incluso un sentido de sacrificio personal, de renuncia a la propia vida, para el bienestar y la supervivencia de los otros. Es el heroísmo del sacrificio de sí mismo. Una mística ética. Que en el film es representada por el soldado Witt (Jim Caviezzel), una suerte de místico, que percibe la pureza del agua, la selva y la tierra, que cree en algo mejor para el hombre; una personalidad especial que contrasta con el escepticismo y desesperanza del sargento Welsh (Sean Penn), o el utilitarismo del coronel Gordon Tall (Nick Nolte) que no duda en masacrar a sus propios soldados para conseguir reconocimiento y ascensos. Como suele pasar en los films de Malick, la música, en este caso de Hans Zimmer, es un fuerte puntuador de la potencia emotiva de la imagen. Su efecto contribuye también a fundir al hombre con el entorno natural, la naturaleza selvática e indiferente. Con el plano de un cocodrilo empieza el film, y termina con la visión de una planta que se mantiene erguida como burlándose de la capacidad humana para destruir e ignorar la vida fecunda.

 El hombre se inmiscuye en la selva o el bosque, para llevar allí su aire hostil y su ignorancia de fuerzas mejores o distintas a la de su violencia. Esto ocurre también en El nuevo mundo (The new world, 2005), film inspirado en la historia verídica de Pocahontas (1595-1617), la hija mayor de Powhatan,  jefe de la confederación indígena algoquina en Virginia. Pocahontas era especialmente bella, vivaz e inteligente. En 1607, la Virginia Company funda un pequeño fuerte, Jamestown, el primer asiento británico en Norteamérica. El capitán John Smith, uno de los primeros colonizadores, es secuestrado por los nativos. Pocahontas lo salva de la muerte al interponerse entre él y sus verdugos. Esto es al menos lo que legó a la historia un relato del propio Smith, que, hoy, inspira dudas en cuanto a su autenticidad histórica.

 La princesa indígena se enamora de Smith; se integra lentamente a las costumbres de los europeos. Aprende su lengua. Luego, Smith deja Virginia, pide que le digan a la princesa que ha muerto. Pocahontas es bautizada, se visite a la usanza inglesa, y adquiere un nuevo nombre, Rebecca, y se casa con John Rolfe. Con algunos de sus hermanos indígenas visitará Londres, en medio de la expectación popular. Será recibida con fasto por Jaime I y Ana, la pareja real. Detrás de esta acción aparentemente amigable, se ocultaba el deseo de probar que los salvajes eran “domesticables”. Esto serviría para demostrar la posibilidad de la conquista e integración de los nativos al proyecto colonizador inglés.

  El capitán Smith (Colin Farrel) y Pocahontas (Q’orianka Kilcher) se aman en el trasfondo de la naturaleza, y la enemistad entre indios y colonos. En la típica voz en off de Malick, Pocahontas se remite a la Madre, que es la tierra, el agua, la vida en movimiento, la luz y el sol. La madre amplia de Pocahontas es la inclusión dentro del choque de culturas de una fuerza ajena, inagotable, que asegura algo más fuerte que las ambiciones de los colonizadores. Esa fuerza es lo divino en la naturaleza.

 La recreación de los movimientos, el atuendo de los algoquinos es parte de un muy laborioso intento de autenticidad; lo mismo que la apariencia del pequeño fuerte donde los primeros ingleses padecieron hambre y enfermedades. La fotografía percibe los detalles de la vida del bosque y los ríos; y el atardecer convierte al hombre en explorador de un nuevo mundo, un edén recuperado (2), el lugar para un nuevo comienzo para el europeo empobrecido por siglos de guerra y muerte. 

En 2019, Malick retorna con A Hidden Life ( Una vida oculta). Un film homenaje a la valentía y personalidad independiente de Feanz Jagerstatter, el granjeros austriaco, convencido católico, que rechazo adherir al nazismo en la Segunda Guerra Mundial. Con su típica recurso a la voz en off y el manejo libre, móvil de la cámara, narra la tragedia del hombre solitario, que llega hasta las últimas consecuencias para preservar su derecho a la decisión propia.

II

 El film El árbol de la vida es parcialmente autobiográfico. Lo mismo que la familia protagonista, Malinck creció en una familia en Waco, en la Texas de la década del 50’. Es el Estados Unidos de la posguerra. La victoria en la segunda guerra mundial le permitió al país del norte posicionarse como la principal potencia mundial; aunque en árida competencia con la ex-unión soviética. Es el tiempo también de la reconstrucción europea por el plan Marshall. La clase media norteamericana consigue cierto nivel de progreso y confort. Los estragos de la gran depresión del 29’ fueron superadas primero por el new deal de Roosevelt, y luego por el desarrollo industrial y la expansión del consumo interno.

 En ese contexto social, la familia O’Brien busca la consolidación económica. El Sr. O’Brien (Brad Pitt) toca bien el piano y el órgano. La música es su verdadera vocación. Pero no tuvo el valor de seguir un destino personal. Prefirió la comodidad de lo seguro, un trabajo de supervisor en una fábrica. La renuncia a sí mismo lo marca con la frustración. Y el fracaso exige el desahogo. Los hijos y la esposa son la mesa para la descarga. 

  El hijo mayor, Jack (Hunter McCracken), siente especialmente la opresión, el autoritarismo paterno. El odio hacia el padre, casi en una secuencia psicoanalítica típica, parece confirmación del rechazo a la ley paterna que va de la mano de la admiración y el enamoramiento de la madre, la Sra O’Brien (Jessica Chastain). Lo paterno es límite, amenaza, castigo, advertencia. La prolongación en lo humano del dios cruel del Antiguo Testamento. La madre es la que ama, vierte ternura en la piel de los hijos, acompaña, alimenta y educa en el sentido de educare, del decir hacia dónde ir o hacia dónde mirar. La madre, en El árbol de la vida, es la educadora espiritual. Figura que repite la función de lo femenino como sofía, sabiduría. Como la Beatrice de Dante, o la Diotima del discurso del amor en el Banquete platónico. La mujer es la sabiduría  primordial. Un saber distinto y previo a los saberes masculinos de lo racional y pragmático. El padre le enseña a los muchachos a pelear, a defenderse, les recomienda que no deben ser buenos para triunfar en esta vida, les instruye en un manual práctico de supervivencia y triunfo en una sociedad de egoísmo y competencia. Pero si lo femenino es inmediatez no es la inmediata repetición de las exigencias sociales. No. Su inmediatez es la del cuerpo y los sentidos, que perciben los aromas del universo; es lo inmediato de la fertilidad, del parir, del dar a luz en un mundo que no es completa oscuridad porque todavía renace la vida. Y la educación de lo femenino materno es, al fin y al cabo, la celebración de la Tierra y el cosmos, del mundo de los mares, los bosques, los cielos radiantes. Y es la magia, por la que la Sra. O’Brien levita, rompe con la gravedad que aplasta; es símbolo así de una libertad poética respecto al orden pesado y repetido de las leyes naturales. Y es la que, para el asombro de uno de sus hijos, también es inmortal. Esto deriva en un plano de la madre en un féretro de cristal dentro del bosque, como si fuera la princesa encantada que no está muerta sino que duerme, esperando el beso del príncipe para renacer, para vivir en un nuevo ciclo, como el ciclo de las estaciones.

 Y la mujer, la madre, protege también los poderes del agua. Desde un medio  líquido, desde el vientre y su humedad surge el nacimiento, la nueva vida. El nacimiento de uno de sus hijos, es un salir de un cuarto en el lecho de un río; y después es el nadar de la madre y el nuevo ser hasta la superficie y el sol.

 Y lo femenino, la mujer, la madre, es entonces la belleza  encantada del mundo, la magia y la fuerza del renacer de lo líquido.

 Y lo femenino, la mujer, la madre también habla a los niños de un camino que es faro que brilla distinto al egoísmo y la insensibilidad. La madre habla de los dos caminos: el de la naturaleza y el de la gracia. El de “la naturaleza” es lo que sólo desea placer para sí mismo, y que quiere que los otros lo satisfagan; el camino de la naturaleza es el que busca dominar a los otros para que todo sean según la propia conveniencia. Y es lo que siempre encuentra excusas para la infelicidad y el reproche. El camino natural es una roca que vive para sí y olvida las montañas en las que todas las rocas tienen un único pasado geológico. El camino natural es un pájaro pegado a las ramas y que no ve el bosque ni agradece por la luz y los muchos árboles.

Y el “camino de la gracia” es el agradecimiento por la vida; es lo que no sufre por el olvido, el desprecio o el insulto. Y si se presenta, acepta el infortunio, y no lo convierte en razón para no agradecer la belleza terrible que hay en las cosas.

III

Uno de los momentos de El árbol de la vida, en el que se vuelve a los remotos orígenes de la vida en el planeta.

Y la gracia es la memoria del origen. Del origen de la vida. El recuerdo de este origen es, a la vez, el recuerdo de la función poética perdida o dormida en el hombre moderno. En los laboratorios del lenguaje, poesía son los nuevos encuentros de palabras, las inéditas combinaciones de sonidos e imágenes. Pero como modo de una experiencia sensible del mundo, lo poético es un cierto tipo de intuición de la vida. Un intuir la vida como presencia misteriosa y gloriosa. Cuando el ojo y el oído recuperan la porosidad poética de las cosas, el mundo no es solo ya un mapa ordenado por la lógica; no es sólo cartografía racional, o la geografía de recuerdos personales. Es el fenómeno de la vida como origen, enigma y un poder ilimitado. 

  Los poetas se acercan al origen por la metáfora verbal, que es a la vez una imagen simbólica. “El sol de medianoche” de Novalis, o la “noche sagrada” en San Juan de la Cruz. En el film de Malinck, la memoria del origen es la percepción de la divinidad del mundo. El mundo que surge de una fuerza inaudita. Malinck propone quizá la primera evocación en la historia del cine  del origen de la vida desde lo incandescente, lo amorfo que late antes del universo ya creado con sus formas, objetos, galaxias y seres.

 Y el origen es caos. Abismo. Lo mismo que en los antiguos mitos de la creación. Por todas partes, en la ontología arcaica, como la llamó Mircea Eliade (3), la vida es primero un magma amorfo; potencialidad concentrada, que después se desborda, se derrama e irradia. En este punto, el nuevo imaginario de la creación de la vida en la cosmología contemporánea del Big Bang es una continuación transformada del modo como los mitos antiguos imaginaron el comienzo de todo. 

 En El árbol de la vida, la evocación del origen y la evolución posterior de la vida, dan lugar a un film dentro del film. Como muchas obras en la historia de la literatura, un intertextualidad hace que una obra sea inseparable de otra que la contiene. Texto mayor y subtexto contenido. Un texto visual del origen y su poder, dentro del subtexto de la historia de una familia tejana. Es la coexistencia entre una realidad mayor, el macrocosmos, y el microcosmos, la vida humana; la integración entre lo cosmológico, lo grande, y el hombre, su vida en pequeño (4). Y la correlación entre órdenes distintos también se manifiesta con un árbol que se planta luego del nacimiento de uno de los hijos, y la madre que anuncia que el niño y el árbol, lo humano y lo vegetal, crecerán paralelamente integrados, como si fueran un solo paño de hilos entrelazados. Pero a pesar de estas correspondencias que proyectan al hombre hacia más allá de sí el hombre, dentro de su micromundo, es la criatura capaz de crear el infierno y laberintos de dolor donde corre la luz. 

 La secuencia fílmica del origen en El árbol de la vida, recuerda el lenguaje pre-verbal, la lengua que es anterior a las palabras, los conceptos, y que dice por las imágenes y las sensaciones. Imágenes que nacen de la sospecha de una realidad más original que está fuera del tiempo medible o cotidiano. En The Tree of life, la secuencia del origen se combina con la historia natural de nuestro planeta. En el principio es un luz incandescente, la fuente puntal, sin espacio, y luego es el universo creado y expandido con sus galaxias y nebulosas; y esta amplitud surge de una luz que se expande en furiosas ondas, remisión quizá a la explosión del Big Bang; luego es la unión de sustancias dentro de un fluido inorgánico, el lugar del caldo de cultivo primordial, acaso, desde el que la teoría de la evolución imagina la vida orgánica que nace de lo inorgánico, de la azarosa combinación de sustancias químicas en la formación de la primera célula (5); luego es el desarrollo geológico de la Tierra, las explosiones volcánicas, y un árbol que emerge entre las rocas, como enunciando que la vida ha surgido de su matriz y que se desarrolla, evoluciona. Y que también es la vida diversa en los mares, las medusas y algas, los tiburones y la claridad solar filtrándose en las aguas. Y en el planeta toda vida tal vez provenga del mar como gran receptáculo fértil; sospecha que se refleja por un gran dinosaurio posado sobre la costa del mar, como si hubiera surgido de las olas y el lecho marino. Y luego es la vida animal en el lejano pasado; y el dinosaurio que suelta a su presa en un acto quizá muy humano de compasión.  

  El recuerdo del origen está al comienzo y al final del film. Sostiene así una gramática circular donde se unen lo cosmológico y lo humano.

IV

 El recuerdo del origen es también salto a otro lado. Es la reconciliación con el propio pasado no resuelto y una vida más amplia. Jack ya adulto (San Penn) vive entre su presente y el acecho del pasado. Pero el pasado no es sólo recuerdos personales; es la posibilidad de otra forma de sentir la existencia. Jack recupera el movimiento. No el mero desplazamiento físico, sino el moverse hacia otro lugar en el que respirar. 

 En lo exterior, Jack vive en el éxito social: un ejecutivo que participa en importantes reuniones directivas, ambientes lujosos de trabajo, buena casa, bella esposa. Pero entre los ventanales que muestra un New York de arquitectura sobrecogedora, se cuaja la sensación de hartazgo, de la falsedad de un mundo social contaminado de codicia. Desde los edificios sofisticados, Jack camina hacia el reencuentro con su fuente. El recuerdo de la madre y su enseñanza sobre la santidad del mundo. El ir hacia atrás es ir hacia adelante. Y este retroceso progresivo rememora también el vínculo de dolor con el padre. Lo paterno primero de la agresión y la falta de afecto. Pero, en el film de Malick, el fracaso personal no es absoluto. Puede torcerse con el movimiento de los girasoles hacia el sol y la resignificación. La resignificación es la posibilidad de la transformación. Y lo que espolea quizá la esperanza del hijo adulto, confundido y hastiado del tedio, es la previa resignificación del padre. El padre primero amenaza con legarle al hijo sólo la severidad y un código de adaptación a la sociedad. Pero el Sr. O’Brien, como dijimos, encarna el don de la trasformación. Y muchas veces, lo que trasforma es el golpe duro que nos hace recordar nuestra fragilidad. El Sr. O’Brien pierde su trabajo. Un golpe de martillo que lo hace ver, de repente, su pequeñez, su falta real de independencia, su obsesión por creer en los valores del sueño americano. Su miopía para ver el camino hacia la percepción agradecida de la vida. Antes sólo era la empresa y su trabajo. Pero esto no lo hace partícipe de la seguridad y el poder. Él era sólo una pieza descartable. El engranaje reemplazable de una máquina. Su busca de seguridad e identidad por el trabajo lo hacía creer que la hostilidad, y el endurecimiento personal, eran la mejor escalera al bien. Pero el golpe sacudió sus ojos hacia otra parte. Todo el tiempo no agradeció. “No vi a mi alrededor la gracia…los árboles y los pájaros… Deshonré todo…”.

  El cambio del padre es regreso al camino de la gracia. El hijo, adaptado y exitoso, también volverá a él. Jack deja entonces la ciudad, símbolo de lo civilizado encerrado en sí mismo. Y camina hacia lo desértico y rocoso. Lo solitario. La naturaleza salvaje que sigue afuera, en la amplitud, en la renovación diaria de la belleza, y lo arcaico de los elementos, de la tierra, el aire.  La naturaleza en soledad, libre de la vida cotidiana, es puerta y tránsito hacia lo otro, el otro lado desde el que percibir de otra manera. Jack sabe que es por el dolor por la muerte de su hermano, y por la enseñanza materna, que ahora traspone un umbral, una puerta abierta en la región solitaria. Se inicia  en su retorno al mundo abierto, fuera del redil de la civilización materialista. En esa geografía otra, en la costa del océano, se reconcilia con su mejor herencia: la enseñanza de la madre, el amor por el mundo que estalla en belleza y vida. Ese universo al que la madre reencontrada le entrega sus hijos. Jack se reconcilia con el padre y el prójimo; acepta finalmente el pasado sin reproches ni cuentas pendientes. Es la recuperación del perdón y la armonía con el padre. Y esa regeneración que supera y da un mundo de aire más sano, sin el tormento del resentimiento, ocurre en la playa, cerca del mar, del agua. El agua como fuerza simbólica regeneradora, porque es lo que hace volver a la fuente, al origen. El origen recordado y revivido del que surge nueva vida.

 En la mirada de Malick, todos somos, al fin, hombres y mujeres solitarias y peregrinos, que nos cruzamos en las orillas del mar. Es una escena fellinesca, que recuerda al final de 8 y medio. Pero que no tiene un sentido de alegría lúdica o circense, o sólo la recuperación de cierto sentido de fraternidad. Es algo más: es la religación con el universo; con la fuerza que no niega el conflicto humano, pero que lo integra y empequeñece dentro de la luz y la profundidad del agua.

 Y en la recuperación del universo amplio, la imagen del árbol vuelve. El árbol de la vida, del origen, de la propagación de lo vivo por las ramas de raíces profundas (6). Y abiertas en todo el tiempo y todos los espacios. Es la experiencia casi incomprensible para el hombre moderno de que todo, aun el horror, es en la gracia.

V.

La Lacrimosa del Réquiem para un amigo de Zbigniew Preisner, composición musical de fuerte presencia en el film de Malick

 La música traspasa lo encerrado para salir de lo cotidiano y penetrar en lo abismal. Malick recurre a la imagen, pero también a la música, el arte que siempre va más allá de lo visible. La Lacrimosa del Réquiem para un amigo de Zbigniew Preisner acompaña el salto sonoro hacia el origen. Preisner hizo varias bandas de sonido para Kieslowskyi. Y la fuerza emotiva de su Lacrimosa hace recordar a la de su compatriota Henryk Gorecki, y su Sinfonía n.°3, la llamada Sinfonía de las lamentaciones.

 La Lacrimosa se repite casi como un leitmotiv ante los orígenes misteriosos del mundo. Y también resuena en el film de Malick el Modalva, de Smetana, el gran poema sinfónico romántico convertido en un virtual himno de la música checa; y los cánticos fúnebres de Tavener y Thekla. Y hay lugar también para la inclusión del silencio. Por unos instantes, lo silente le sigue a la unión de imagen y música para inducir un estado de asombro ante lo primordial, o para escuchar mejor los rumores de la explosión original de la vida.

 En el contexto el Dogma 95, Lars von Trier quiso cancelar la música del relato fílmico. Pero por ejemplo en su última película, Melancolía (2011), la música wagneriana se repite para subrayar lo patético y trágico. Este film del gran director danés anima una cosmovisión totalmente opuesta a The tree of life. En Malick todo conflicto se disuelve en la amplitud del universo. En Melancolía, en cambio, la oscuridad, la maldad, la destructividad es el espinazo del universo. La tierra es malvada, y su colisión con un gran planeta es la merecida destrucción de un mundo sin sentido.

  El alivio del dolor en la salida a la superioridad del mundo natural también ocurre en Una Historia sencilla (The Straight Story, 1999)  de David Lynch; y de alguna manera en Madre e hijo (1996) de Sokurov, y la Ley de la calle (Rumble Fish, 1983) de Coppola (7). Pero la obra de Malick es en muchos aspectos seguramente afín al universo filosófico y cinematográfico de Tarkovski. Donatella Baglivo entrevistó a Tarkovski para el documental Un poeta en el cine (1984). Una pregunta central al gran cineasta ruso fue: “¿qué es el arte”. La respuesta:»Para definir el arte o cualquier otro concepto, antes debemos responder a una pregunta más amplia: ¿Cuál es el significado de la vida del hombre en la Tierra? Tal vez estamos aquí para elevarnos desde un punto de vista espiritual. Si nuestra vida tiende al enriquecimiento espiritual, entonces el arte es uno de los modos de alcanzarlo”.

Una filosofía del arte que Tarkovski también medita en su ensayo Esculpir en el tiempo. Y que seguramente es compatible con el pensamiento de Malick. En ambos, la aventura del plano fílmico es en lo temporal, pero en un tiempo abierto a epifanías o irrupciones de eternidad. Lo eterno no es lo que está fuera del devenir. Es lo que permanece como fuerza inagotable entre la sucesión temporal de los nacimientos y muertes. Tarkovski insiste en que el cine debe enfrentar las grandes cuestiones del sentido de la vida como antídoto contra la banalidad intrascendente; esta actitud dignifica al hombre y lo eleva a los trasfondos de la vida (8). Una apertura a la pregunta por el sentido que también mueve las aspas del molino creador de Malick.

 Y la memoria de Jack es la que regresa a la infancia. Por este regreso la experiencia infantil vuelve al presente ya no como huella dolorosa, o causa de traumas del hombre adulto. La infancia recuperada es una forma de maduración de la adultez. La infancia como recuerdo del sentido poético es lo que devuelve a la propia vida un sentido de elevación y confianza en algo verdadero. Este poder de maduración sensible de lo adulto también late en El espejo (Zerkalo, 1975) el film de Tarkosvki de mayor vuelo poético. Tarkovski propone el inicio de una historia, que después lentamente se disuelve en una combinación, casi visionaria, de imágenes de documentales de la segunda guerra, o de la guerra civil española, y de otros hechos. En este torrente visual se apaga la narración, para proponer un estado sensible, una salida de la lógica convencional de los relatos, y así entrar en una experiencia libre de la racionalidad. Pero, al final, el relato vuelve pero como evocación del encuentro entre el niño y el mundo de la tierra, de una cabaña y el agua. Es la evocación por el cineasta de su propia infancia, en una dacha durante la guerra entre Rusia y el invasor alemán. Lo mismo que en el film de Malick, recuperar la historia infantil es una forma adulta de rehacer un vínculo simbólico y poético con las cosas.

  Y en lo que llamamos el film dentro del film de The tree of life, la secuencia del origen y el cosmos es acto visionario. Luego de 2001.Odisea en el espacio (1969), la adaptación de Kubrick de la novela homónima de Clarke, y de Altered states (1980), de Ken Russell, El árbol de la vida es quizá la mayor osadía visionaria en el cine (9). La visión es salto a algo fuera de la palabra o la comprensión lógica. En el film de Kubrick, la visión comienza cuando el astronauta David Bowman traspone la puerta de Japeto, luna de Júpiter. La larga visión abre un espacio simbólico, de difícil desciframiento. En Kubrick, y en toda experiencia de este calibre, la secuencia visionaria es suspensión del intelecto y la narración; es el acceso sensitivo a una realidad escondida. Esa realidad es la del fondo de la mente y el origen de la vida y la materia en Altered states (1980), un viaje parecido al de Malick, pero con un estilo muy distinto. Un científico, Eddie Jessup (William Hurt), medita dentro de un tubo de aislamiento para así regresar al fondo de todo. Pero, en su regresión, paga un precio por su audacia.

  Las secuencias visionarias en el film de Malick sugieren también que el dolor humano se trasforma en asombro y expansión ante la vastedad del cosmos, ante la diversidad de la naturaleza y la dinámica enigmática de su origen. La voz en off de la madre, de la Sra. O’Brien, es a veces el lamento por su hijo muerto; es primero lamento que busca al ser querido perdido, pero esa búsqueda se convierte rápidamente en la busca de Él, de lo otro, de una inmensidad divina. Este cambio del referente humano al referente universal también ocurre en momentos de la evocación de Jack adulto de su hermano muerto. Pero lo visionario en el film no debe ser confundido con sus interpretaciones o explicaciones a posteriori. En el acto de su aparición y devenir, las imágenes visionarias son formas de salida de la linealidad habitual del metraje cinematográfico. Un tiempo ya no de la narración de los hechos, sino de la experiencia sensible que actúa desde la emoción que vive al mundo como presencia asombrosa y múltiple; un tiempo que fluye fuera o en el borde del orden intelectual. Lo visionario revive lo inefable, en definitiva, de lo real que reverbera con una belleza extraña y no razonada.   

 VII

 Hacerse sensible a algo olvidado es uno de los centros de la filosofía de El árbol de la vida. Ese algo es el poder creador de la vida, una fuerza que supera los razonamientos escépticos que no perciben el origen no humano de las cosas.

  Y venerar sin recurrir a excusas es una de las enseñanzas bíblicas del Libro de Job. Y quizá por eso la película tiene como epígrafe el versículo 38 de Job, donde se pregunta: “¿Dónde estabas cuando hice los cimientos de la Tierra? Cuando las estrellas del alba cantaron juntos y todos los hijos de Dios gritaron de alegría?”. El hombre moderno ya no recuerda el momento de una creación en la que no estuvo presente ni fue parte. Ya no grita de alegría por el hecho de la aparición y presencia de la vida misma. Prefiere “el camino de la naturaleza” en las palabras de la Sra. O’Brien; prefiere la comodidad de quedar en el estado de un Job no superado, el momento de la queja o el razonamiento que rechaza una fuerza superadora del hombre; o queda prisionero en la demanda de que si esa fuerza mayor es un Dios como éste puede permitir el dolor y el mal. O simpatiza con el espíritu del Eclesiastés, con su denuncia de que todo es vanidad de vanidades y que, por tanto, no hay ningún sentido trascendente. La destrucción del sentido de la vida por el propio dolor amenaza al principio a la propia Sra. O’Brien, cuando recibe la noticia de la muerte de uno de sus hijos. Se pregunta entonces por qué, por qué… Este desgarramiento contrasta con los momentos en que camina solitaria y embelesada entre los árboles del bosque, como si estuviera en la presencia de una fuerza poética más allá de las  contradicciones. Sin embargo, al ser traspasada por la lanza de la desgracia personal, se desespera, reclama, demanda; pero luego de ese inevitable sufrimiento, la madre de Jack regresa a la afirmación. Supera la negación. Reafirma la otra vida, no herida, que murmura en un bosque. Y Jack se hace inmune también a la queja del dolor, al lamento de Job o la amargura del Eclesiastés. Porque acepta, finalmente, no escapar del hecho de que siempre estamos presentes ante una presencia gloriosa.

Y, en el film de Malick, la infancia recuperada, lo visionario y el ser sensible a la vida gloriosa, se unen, en definitiva, en el sentido cósmico como una forma de religiosidad panteísta. Nuestra vida urbana es el encierro en la ciudad. La cultura global y contemporánea pare un mundo autónomo, indiferente al universo de la tierra, los mares o las galaxias. Dentro de la ciudad, la naturaleza se desvanece, o se reduce a parque urbanizado. También se debilita la predisposición de los sentidos a gozar con la realidad no marcada o trasformada por nuestros edificios u objetos. En El árbol de la vida, el sentido del cosmos, la percepción del universo, se recupera no a la manera del interés científico por la flora, la fauna o las nebulosas. Sino como experiencia religiosa de lo más amplio. La dinámica de la imagen en el film de Malick recupera la poesía de la materia vasta, del cielo, el agua y el sol no como decorados bellos, sino como la realidad más cercana al origen de la vida. La vida que el hombre recibe. Y luego la condena a ser sólo telón de fondo de nuestros conflictos y su repetición.

 Y la apertura que rompe el encierro del hombre en su propio intelecto o en sus ciudades autosuficientes, es religiosa en tanto actitud de revivir una presencia de belleza y misterio que trasciende al hombre; y que, a la vez, convive con su condición de creador de mundos culturales. Pero, desde la mirada propuesta por el cineasta, todo entramado cultural es en el previo mundo amplio hecho de tierra, aguas y estrellas. La mirada que revive esa existencia del cosmos aprecia la vida por todas partes, no sólo como un atributo del hombre. Una religiosidad panteísta a través de una estética cinematográfica. El cine moderno, la fotografía, la óptica, las posibilidades de simulación digital, como continuidad de la veneración religiosa de las culturas antiguas ante la naturaleza que desborda belleza, intriga y una inaudita diversidad y complejidad creadora. Notable rareza, el sello de una rara avis: un artista moderno, hermano y continuador de la antigua poesía pagana, porque su cine no se avergüenza de cantarle a una nueva salida del sol.   

Citas:

(1) Mucho se dice, al pasar, sobre la supuesta influencia de Heidegger sobre la búsqueda de Malick. Pero esta influencia seguramente es más que una deuda una afinidad parcial en el modo de interpretar el lugar del hombre en el mundo. Se puede vivir en el olvido del ser, según Heidegger, en el olvido del des-ocultarse del Ser que a través del hombre (ser-ahí, dasein) luego interpreta y proyecta un mundo. Se puede vivir en el encierro de la conciencia que sólo convive con nuestras imágenes, representaciones, nuestros modos de ver en el espacio en que somos arrojados a existir, y sin recuerdo por tanto del Ser.  Según el filósofo de Ser y tiempo (1927) esto es lo que ocurre con la cultura moderna (y a través de casi toda la historia). Por el contrario, por el arte el espíritu se arroja a una actitud que des-oculta la verdad (alétheia), no como descubrimiento de ninguna esencia final de las cosas, sino como un des-cubrir, un dejar aparecer el envío o acontecer del Ser más allá de los mapas lógicos o intelectuales que les imponemos a los hilos de la existencia. La estirpe “heideggeriana” del cine de Malick se encontraría en el movimiento de des-ocultar, des-cubrir el Ser entendido como la vida amplia, el universo visible olvidado en su complejidad y magnificencia y en su origen. El árbol de la vida es lo que des-oculta y muestra una presencia antes no advertida: el ser mismo como origen, y fuera de un fundamento o comprensión racional, en su mostrarse como universo visible, previo a las interpretaciones humanas que tienden a ocultar o sustituir la realidad cósmica y universal que está ahí. El ser que se des-oculta como siendo la materia del universo desplegado, de la naturaleza, del cosmos, es panteísmo. Pero, en el caso de Heidegger, nunca debe olvidarse que no hay posibilidad de panteísmo dado que el Ser permite el sentido y una interpretación desde un mundo histórico, pero siempre es diferente del mundo natural, de la naturaleza visible en todo su esplendor. Sobre la verdad como des-ocultamiento del ser y su relación con el arte puede consultarse el ensayo heideggeriano  El origen de la obra de arte, en Senderos del bosque.

 (2) En 1656, en el segundo siglo de la conquista de América, el abogado Antonio de León Pinelo escribe dos voluminosos tomos para demostrar que América es el Edén. Esta obra, El paraíso en el nuevo mundo, presenta un mapa de América del sur en cuyo centro se sitúa el jardín del Edén, que es regado por cuatros ríos, como en el paraíso del libro del Génesis bíblico. Estos ríos son ahora americanos: el Amazonas, el Río de la Plata, el Orinoco y el Magdalena.

(3) Véase por ejemplo: Mircea Eliade, El mito del eterno retorno, Madrid, alianza.

(4) La doctrina de la correspondencia entre el macro y el microcosmos es parte de un saber tradicional y ancestral. Uno de sus ejemplos más antiguos es La tabla de Esmeralda dentro de los textos del Corpus hermeticum de Hermes Trismegisto. Sobre la influencia de esta concepción en los inicios de la cultura moderna, en el Renacimiento, puede consultarse, por ejemplo: Frances Yates, La filosofía oculta en la época isabelina, México, Fondo de cultura económica.

(5) Esta teoría (el origen de la vida orgánica a través de un caldo de sustancias inorgánicas en suspensión) es concebida por Aleksandr Ivánovich Oparin en 1924. Desde entonces, se propaga fuertemente en los ámbitos de las ciencias naturales y las especulaciones biológicas del origen de la vida.

(6) El árbol es un símbolo universal y ancestral de la fuente de la vida y de la renovación periódica de la misma. A este respecto puede consultarse por ejemplo, Mircea Eliade, “La vegetación, símbolos y ritos de la renovación”, en Tratado de historia de las religiones, México, Biblioteca Era; o Roger Cook, El árbol de la vida, Madrid, Debate. En el jardín del edén, manifestación de la creación bíblica más pura, no manchada todavía por el pecado humano, en su centro se encuentra el árbol de la vida; desde éste fluyen cuatro ríos, como si manifestaran que la vida circula por los cuatros direcciones del espacio desde un centro-fuente representado por el árbol edénico. El árbol de la vida se asocia también con una fuente de juvencia y curación. Entre los mayas o los germanos el árbol es el punto genésico de la creación del mundo. Y a partir de esta creencia Darren Aronofsky elabora su complejo y singular film de ciencia ficción La fuente de la vida, en el que el árbol sagrado de los mayas permite curar las enfermedades y continuar así la vida.

(7) Nos referimos al plano final en el que Rusty James llega con su moto ante la costa del mar en California. En un día soleado, vuelan las gaviotas. Las aguas marinas y la dorada radiación solar son lugar de salida o liberación de un previo proceso de asfixia y conflicto en la vida de Rusty (Matt Dillon). Al final de Los 400 golpes de François Truffaut, uno de las primeras obras de la Nouvelle vague, el joven personaje, Antoine Doinel, logra al final una sensación de liberación de una familia fría, y de la amenaza de la violencia y el delito, al llegar a la orilla del mar.

(8) Véase Andrei Tarkovski, Esculpir en el tiempo, Madrid, Ediciones Rialp, en particular los capítulos “El arte como ansia de lo ideal” y “La responsabilidad del artista”.

(9) En el cine experimental debemos recordar también un notable ejemplo de intento de un acto visionario en la muy singular obra de Stan Brackhage.

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