La era de la infodemia

Por Esther Bajo

Época de falsas noticias del presente o del pasado, por ejemplo, la autora de este artículo observa que una teoría conspiratoria “putiniana” «afirma que la historia del Imperio Romano es una invención para ocultar el dominio de la Gran Horda Rusa, lo que justificaría el dominio de Rusia en Europa».

El artículo transita por el torrente de falsas noticias en la historia; en los canales de la tecnología y su poder de viralización de falsedades; el «narcisismo colectivo»; la infodemia como corriente de datos falsos que se equipara a la raspútitsa, la fértil llanura en Ucrania que, dos veces al año, se convierte en un gran pantano de lodo, que impide la libre circulación, un símil del «denso lodo de mentiras» contemporáneas.

La era de la Infodemia y la Rasputitsa, por Esther Bajo

Se dice que vivimos en la era de los bulos, pero lo cierto es que la historia de la humanidad está plagada de mentiras. Lo peor de los bulos es que siempre son interesados y en muchas ocasiones sirven para alimentar teorías conspiranoicas, es decir, hay una conspiración real para convencer a la gente de conspiraciones imaginarias con intereses espurios. Alejandro Magno llevaba consigo a su historiador personal –una especie de jefe de Prensa- para asegurarse de que se difundía su propia versión de los hechos, entre ellos que él era hijo del dios Zeus. De hecho, en la época romana existían ya las redes sociales: algunos políticos tenían escribas que copiaban un mensaje con una opinión o supuesta información y lo difundían todo lo posible, tipo “es mentira que Tarquinio violara a Lucrecia. Obliguemos al Senado a devolver el dinero a los nobles y restaurar la Monarquía”.

Por cierto que una de las teorías conspiranoicas con las que me he topado afirma que el Imperio Romano no existió, difundida por una tiktoker que, como todos los creadores de bulos, utiliza medias verdades, como que la mayoría de los textos latinos son copias posteriores, para lanzar informaciones disparatadas que, ¡oh, casualidad!, consciente o inconscientemente alimentan una teoría conspiratoria “putiniana” que afirma que la historia del Imperio Romano es una invención para ocultar el dominio de la Gran Horda Rusa, lo que justificaría el dominio de Rusia en Europa. En definitiva, una teoría tan interesada como la reinvención histórica de Mussolini para crear la teoría fascista que justificara su dictadura y pretensiones imperialistas.

No, no estamos en la edad de los bulos, pero sí es cierto que las nuevas tecnologías, algoritmos y formas de comunicación multiplican exponencialmente su difusión, en beneficio de los de siempre, los que quieren suprimir normas que les impidan acrecentar hasta el infinito sus fortunas y ampliar su poder sembrando la confusión, creando realidades paralelas y denostando la ciencia y las verdades demostradas.

Pero sobre todo me interesa reflexionar sobre la fascinación que ejercen en las personas las teorías conspiranoicas y anti-racionales. En la Edad Media la gente creía que el acueducto de Segovia lo había construido el diablo y en el siglo XXI aún mucha gente cree que las construcciones antiguas se deben a extraterrestres. Ya no creemos que el mundo haya surgido del aliento del dios egipcio Ra o del gran huevo negro en el que dormía el dios chino Pán-Ku, pero millones de personas siguen creyendo que el universo lo creó un dios o que la tierra es plana. Si hay tanta gente que cree esas cosas, cómo no va a creer que Hillary Clinton dirige una red de tráfico infantil desde una pizzería de Washington, que los inmigrantes se comen las mascotas de los estadounidenses, que el derribo de las Torres Gemelas era un plan orquestado por Bush o el del 11-M, por ETA y Zapatero; que nos fumigan o que el clima está manipulado.

Lo importante es lo que todas esas teorías tienen en común y yo quiero señalar una: rebaten las evidencias científicas y se propagan especialmente cuando se producen avances científicos significativos. Sucedió, por ejemplo, con los ovnis: las oleadas de avistamientos y abducciones coincidieron con la invención de la aviación, con la llega del hombre a la luna y con el lanzamiento del primer satélite artificial, el Sputnik. En esa época el famoso psicólogo Carl Gustav Jung escribió que el hombre necesita la esencia del misterio como algo consustancial a su propia naturaleza. Lo admito. La curiosidad es consustancial al ser humano, pero justamente es la que ha dado lugar a la Filosofía y a la Ciencia. ¿Cómo es posible que sirva también para lo contrario; que en un tiempo en el que la humanidad está cerca de entender la energía y la materia oscura o las conexiones neuronales o trazar un mapa genético, se nos induzca a creer cualquier estupidez, incluso en contra de nuestro sentido común (¿que no existió el COVID?) o evidencia (las vacunas no nos han matado ni inoculado un chip)?

Una de las más delirantes teorías de la conspiración en tiempos de la Pandemia decía que Bill Gates usó el Corona Virus masivo para inocular chips en el cerebro.

Hay una oleada de bulos de fácil explicación, como son los destinados a negar el medio ambiente o a incitar al racismo o la misoginia. Quienes se los creen lo hacen porque respaldan sus ideas preconcebidas. Esas ideas preconcebidas – la culpa de todo lo que nos pasa la tienen los ecologistas, los inmigrantes o las feministas- se explican porque resulta más fácil aceptar una teoría de buenos y malos que una realidad mucho más caótica, azarosa y difícil de asumir –y a todos nos gusta opinar sobre lo que no entendemos-; lo que los especialistas llaman atajos cognitivos, que nos ayudan a restaurar la sensación de control. Al fin y al cabo, la antropología nos enseña que los humanos evolucionamos en grupos que competían entre sí. La psicóloga social Marta Marchlewska habla también de “narcisismo colectivo” y –dice- “las creencias conspirativas son la mejor forma de afrontar la amenaza que supone su fracaso”.

Lo malo es que una vez que alguien comienza a creer mentiras, cada vez es más difícil que cambie de opinión, por más que se le presenten pruebas. Según los científicos, esto es porque cuando el cerebro admite una mentira como creíble, se vuelve más susceptible a mentiras posteriores: el cerebro confunde familiaridad con verdad, desarrolla vías neuronales más rígidas y cada vez le resulta más difícil repensar. La científica Emily Thorson define este fenómeno como una “respuesta obsesiva y emocional a la información, que puede persistir incluso después de saber que es falsa”. Un ensayo de la Universidad de Toronto lo explica de forma más prolija y detallada y aporta una información crucial: que hay palabras clave –como plagas, reptiles y parásitos- que activan los circuitos del cerebro vinculados a ideas destacadas pasando por alto los centros de razonamiento superiores. Cuanto más se activan esos circuitos, más cableados se vuelven, hasta ser casi imposible apagarlos. Esas palabras deshumanizadoras ya las utilizaron en sus discursos Mussolini, Stalin y Hitler y las utiliza constantemente Putin y los “influencers” de extrema derecha, con el mismo propósito de motivar a las personas al activismo violento. Que tienen éxito, ya lo sabemos.

Por eso, en mi opinión, es crucial educar a niños y a jóvenes a defenderse de las mentiras, empezando por enseñarles a decir “no lo sé”; algo que, al menos durante mi etapa escolar, estaba penalizado. Como explica el doctor en Filosofía Jordi Pigem, la gran revolución científica que dio lugar a la ciencia moderna fue el descubrimiento de la ignorancia. Durante miles de años, la gente pensó que lo sabía todo, que un libro sagrado contenía todas las respuestas. Partiendo de esa asunción de la ignorancia, hay que enseñar a los niños y jóvenes a investigar y a reconocer los canales fiables de información. No en vano, dos de los mayores creadores y difusores de bulos son el dueño de una red social (X) y su amigo el presidente Trump, que le dice a sus seguidores: “Los medios son el mayor problema que tenemos”.

El mar de lodo raspútitsa ( Bundesarchiv Berlin)

No, no estamos en la edad de los bulos, pero sí en lo que la Organización Mundial de la Salud ha llamado “infodemia”, un período en el que un aluvión de datos se enfanga con falsedades, a veces con repercusiones devastadoras. Y, hablando de fango, en Ucrania llaman raspútitsa a su fértil llanura cuando, dos veces al año, se convierte en un mar de lodo que hace imposible la circulación por caminos o campo abierto. Frenó a los mongoles, a los tártaros, a las tropas de Napoleón y a los soldados nazis. Enseñemos a los niños y jóvenes a avanzar a través de este denso lodo de mentiras eludiendo supersticiones, comprobando afirmaciones y fuentes, escuchando argumentos, ensalzando el conocimiento y aprendiendo de los errores.

(*) Fuente: Este texto fue publicado originalmente en Masticadores, página nacida en Cataluña, que Jr Crivello dirige y con numerosos colaboradores en el mundo.

Otra imagen de la raspútitsa ( radiofónica.com)

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