Por Richard Sennett
Richard Sennett, nacido en Chicago en 1943, es un sociólogo estadounidense perteneciente a la corriente filosófica del pragmatismo. Uno de sus grandes libros es El artesano (The Craftsman, 2008), que analiza la artesanía y la habilidad de hacer cosas bien y su contexto, lo que lo sumerge en el estudio sobre los oficios, la experiencia y dignidad del trabajo manual. Aquí compartimos el capítulo que le decida a la Ilustración y la Enciclopedia del escritor y filósofo Denis Diderot, y su poner a «los oficios manuales en pie de igualdad con los trabajos intelectuales».
Otras de las grandes obras de Sennett incluye a, por ejemplo, Juntos. Rituales, placeres y política de cooperación (Anagrama, 2012); El Declive del Hombre Público (Anagrama, 2011); su fundamental Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental (Alianza, 2007); y El declive del hombre público (Península, 2002).
Sobre el trabajo manual, el artesano, la Ilustración y La «Enciclopedia» de Diderot, en El artesano, de Richard Sennett (*)
Para desarrollar esta cuestión tendremos que sumergirnos en el término «Ilustración», proceso en el que fácilmente podemos terminar ahogados. Literalmente, la voz castellana ilustración, la inglesa enlightenment, la alemana Aufklärung y la francesa éclaircissement significan «arrojar luz sobre algo»; Siècle de Lumières, expresión francesa para designar la Ilustración histórica, significa «Siglo de las Luces». Entendida como el proceso de iluminar con la luz de la razón los usos y costumbres de la sociedad, «Ilustración» se convirtió en el siglo XVIII en una palabra de moda (como lo es hoy «identidad») que en el París de la década de 1720 estaba en boca de todo el mundo y que una generación más tarde se extendería a Berlín. Hubo una Ilustración norteamericana a mediados de siglo, encabezada por Benjamín Franklin, y una Ilustración escocesa representada por filósofos y economistas en busca de sol mental en las brumas de Edimburgo.
Tal vez la manera más concisa de enmarcar las relaciones de «la Ilustración» con la cultural material, y en particular con la máquina, sea viajar mentalmente a Berlín. En diciembre de 1783, el teólogo Johann Zöllner invitó a los lectores del Berlinische Monatsschrift a responder a la pregunta «¿Qué es la Ilustración?». Esta serie periodística se prolongó luego durante doce años. Muchos participantes respondieron a esta pregunta invocando el progreso y el perfeccionamiento. En estas palabras residía precisamente la energía para la Ilustración; el hombre podía lograr mayor control sobre sus circunstancias materiales. Al pastor Zöllner estas respuestas, que celebraban la expansión de los poderes humanos más que su limitación, le parecieron muy inquietantes. Sus feligreses parecían muy atentos cuando leía en la iglesia los relatos bíblicos sobre pecados humanos y no iban más allá de la pura cortesía cuando les hablaba de los peligros que acechaban a sus almas Inmortales. La tolerancia se había convertido en la pariente bien educada de la condescendencia; en cierto sentido, la razón segura de sí misma era peor que las infernales herejías satánicas del pasado.
A los principales escritores que respondieron a su llamamiento los guiaba la misma pasión por la capacidad del adulto humano para vivir sin dogmas. El enunciado más eminente de esta apasionada convicción pertenece a Immanuel Kant, quien escribió en el número del 30 de septiembre de 1784 del Berlinische Monatsschrift: «La Ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad, de la cual él mismo es culpable. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin conducción ajena. Supere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la Ilustración». El énfasis recae aquí en el acto de razonamiento. La libertad de razonar mejora el entendimiento al desechar las certezas infantiles.
Este tipo de razonamiento libre no tiene nada de mecánico. Se dice a veces que el siglo XVIII se tomó demasiado en serio la mecánica newtoniana. Es lo que hizo Voltaire al afirmar que la maquinaria de la naturaleza tal como se explica en las páginas de Newton, precisa y exactamente equilibrada, debía servir como modelo de un orden social, que la física ofrecía a la sociedad un patrón absoluto. No era el modo de razonar de Kant, quien, por supuesto, alentaba la esperanza de que las supersticiones destructivas perdieran su dominio sobre la mente adulta, pero no se imaginaba que las rutinas de la máquina fueran a ocupar el lugar de la plegaria. El pensamiento libre someterá siempre sus reglas al juicio crítico y, en consecuencia, al cambio; el interés principal de Kant se centra más en el juicio y la reflexión que en la planificación del orden. ¿Puede la razón libre degradarse, entonces, al extremo de convertirse en desorden, su polo opuesto? Con el ensombrecimienco de la Revolución Francesa, incluso activistas políticos como Johann Adam Bergk llegaron a preguntarse si el razonamiento libre y desencarnado desempeñaba algún papel en el caos colectivo. En 1796, el Berlinische Monatsschrift dio por zanjado el tema.
Las líneas precedentes aluden a un inmenso mar cuyas principales corrientes son la razón, la revolución y la tradición. Perdidas en esas corrientes se encuentran aquellas páginas de periódico en las que se debatía sobre la cultura de un tipo material más cotidiano. Lo más ilustrado de estas discusiones se debe a Moses Mendelssohn. De origen judío pobre, emigrado a Berlín, donde intentó hacerse rabino, Mendelssohn rechazó la formación talmúdica de la sinagoga por demasiado estrecha y se convirtió en un filósofo que leía en alemán, griego y latín. En 1767 escribió Fedón, libro en el que rompía con la fe de sus padres para declarar su creencia en una religión de la Naturaleza, una Ilustración materialista. La contribución de Mendelssohn al debate periodístico acerca de la Ilustración se fundaba en este materialismo.
Tenía como divisa una ecuación; Bildung = Kultur + Aufklärung. Bildung implica al mismo tiempo educación, la formación de valores y la conducta mediante la cual se adopta un rumbo personal en las relaciones sociales. Aufklärung es la razón libre de Kant. Kultur, dice Mendelssohn, designa más el ámbito práctico «de las cosas que uno hace y que no hace» que las buenas maneras y el gusto refinado. Mendelssohn abrazó una visión amplia y generosa de la cultura práctica. Creía que las cosas ordinarias «que uno hace y que no hace» eran tan valiosas como cualquier abstracción; al reflexionar racionalmente sobre ellas, mejoramos.
Bildung = Kultur + Aufklärung era la síntesis de la lectura de Mendelssohn de un libro notable: la Enciclopedia o Diccionario de Artes y Oficios, editado principalmente bajo la dirección de Denis Diderot. Los treinta y cinco volúmenes de la Enciclopedia, que aparecieron entre 1751 y 1772, se convirtieron en un bestseller que leía todo el mundo, desde Catalina la Grande de Rusia hasta los mercaderes de Nueva York. Describían exhaustivamente, en palabras e imágenes, cómo se hacían las cosas prácticas y proponía maneras de mejorarlas. Había una gran diferencia de énfasis entre los encyclopédistes y los escritores alemanes: para los franceses, lo fundamental eran las prácticas cotidianas de trabajo, no la comprensión de sí mismo kantiana ni la mendelssohniana formación del yo. De este acento provenía el credo de la Enciclopedia. Alababa a quienes se comprometen en hacer bien el trabajo por el simple hecho de hacerlo bien; el artesano se destacaba como emblema de la Ilustración. Pero sobre estos hombres y estas mujeres ejemplares se cernía el espectro de los robots de Vaucanson, sus fantasmas newtonianos.
Para comprender esta biblia de la artesanía es preciso comprender los motivos de su autor. Diderot era un provinciano pobre emigrado a París, donde hablaba sin parar, tenía demasiados amigos y gastaba el dinero de otras personas. Diderot invirtió gran parte de su vida en trabajos rutinarios de redacción para pagar sus deudas; en el primer momento, la Enciclopedia debió de parecerle una manera más de mantener a sus acreedores a distancia. El proyecto comenzó como una traducción al francés del texto inglés de Ephraim Chambers titulado Universal Dictionary of Arts and Sciences (1728), colección encantadora y bastante desorganizada de piezas de un «virtuoso» de las ciencias, es decir, tal como se entendía «virtuoso» a mediados del siglo XVIII, de un aficionado animado por una gran curiosidad. Una función de este tipo de trabajo literario consistía en alimentar la curiosidad del virtuoso, ofreciéndole fragmentos de información digeribles y, tal vez, unas cuantas frases bien elaboradas que el virtuoso fuera capaz de reproducir como propias en una conversación elegante.
Naturalmente, la perspectiva de traducir varios centenares de páginas de tales apetitosos bocados era deprimente para un hombre de las dotes de Diderot. Muy pronto dejó de lado el texto de Chambers y confeccionó una lista de colaboradores que proporcionaran aportaciones más extensas y profundas para las diferentes entradas. Es verdad que la Enciclopedia apuntaba más al lector general que a servir como manual técnico para profesionales. El deseo de Diderot era estimular entre sus lectores más al filósofo que al virtuoso.
En general, ¿cómo podía afirmar la Enciclopedia que las obras del artesano eran símbolos de la Ilustración?
Primero y ante todo, porque colocaba los oficios manuales en pie de igualdad con los trabajos intelectuales. La idea general era muy incisiva; en efecto, la Enciclopedia reprochaba a los miembros hereditarios de la élite que no trabajaran y que, por tanto, no contribuyeran de ninguna manera a la sociedad. Al restituir al trabajador manual algo así como su antiguo honor griego, los enciclopedistas lanzaron un desafío al privilegio tradicional tan vigoroso como el ataque de Kant, pero de distinta índole: el trabajo útil cuestiona más el pasado que la razón libre. El simple orden alfabético coadyuvaba a la creencia de la Enciclopedia en la equivalencia ética de trabajo manual y ocupaciones supuestamente superiores. En francés, roi (rey) tiene su sitio junto a rotisseur (asador de carnes rojas y aves), de la misma manera que, en inglés, knit (tejer) viene a continuación de king (rey). Como observa el historiador Robert Darnton, la Enciclopedia consideraba estos acoplamientos como algo más que afortunadas casualidades, pues rebajaban la autoridad de un monarca hasta hacerla aparecer como algo vulgar.
Las páginas de la Enciclopedia prestaban particular atención, pues, a la utilidad y la inutilidad. En una reveladora lámina se veía a una criada trabajando atentamente en un sombrero de mujer. La criada irradia interés y energía, mientras que su patrona languidece de aburrimiento: la hábil sirvienta y su aburrida señora constituyen una parábola de vitalidad y decadencia. Diderot creía que el aburrimiento era el más corrosivo de los sentimientos humanos, pues erosionaba la voluntad (Diderot continuó toda su vida con la exploración de la psicología del aburrimiento, que culminó en su novela Jacques el fatalista). En la Enciclopedia, Diderot y sus colegas celebraban la vitalidad de aquellos a quienes se juzgaba socialmente inferiores, antes que demorarse en sus sufrimientos. El vigor era lo importante: los enciclopedistas deseaban que los trabajadores ordinarios fueran objeto de admiración, no de compasión.
Este énfasis positivo se basaba en una de las piedras de toque de la ética del siglo XVIII: el poder de la simpatía. Tal como la entendían nuestros antepasados, no se plegaba a la máxima moral de la Biblia que manda tratar al prójimo como a uno mismo. Como observaba Adam Smith en la Teoría de los sentimientos morales: «Como no podemos tener experiencia inmediata de lo que sienten otros hombres, no podemos hacernos una idea de la manera en que les afecta pensando en lo que nosotros sentiríamos en una situación parecida»[100]. En consecuencia, para entrar en la vida de otros hace falta un acto de imaginación. Lo mismo observa David Hume en su Tratado de la naturaleza humana: «Si yo estuviera presente en cualquiera de las operaciones quirúrgicas más terribles, no hay duda de que, antes incluso de que ésta comenzara, la preparación de los instrumentos, la disposición de las vendas, el calentamiento de los hierros, junto a todas las señales de angustia y preocupación del paciente y de los asistentes, producirían en mi mente un gran efecto y me provocarían los más intensos sentimientos de piedad y terror». Para ambos filósofos, «empatía» significaba ponerse en el lugar del otro, con toda su diferencia, antes que buscar en éste lo que lo asemeja a nosotros. Así, en la Teoría de los sentimientos morales, Smith invoca el «Espectador Imparcial», figura que juzga a los otros no en función de sus intereses personales, sino más bien por la impresión que producen en él. Es este trabajo de imaginación de la simpatía, y no la razón, lo primero que nos ilumina acerca de otras personas.
En el Berlín de Mendelssohn, este tipo de simpatía volcada al exterior se convirtió en método de un juego de salón común en los medios burgueses de la ciudad. La gente encarnaba un personaje famoso de la literatura o de la historia y trataba de mantener la representación durante toda la velada. Estamos en Berlín, no en el Carnaval de Venecia, donde, para la reina renacentista María de Medici, cubierta de joyas, beber un vaso de vino con un Sócrates fofo y prácticamente desnudo podía no haber sido más que una diversión; en Berlín, nos entrenamos para imaginar qué es ser otra persona, cómo piensa, siente y se comporta otra persona. En París, la Enciclopedia apuntaba a capas más bajas de la sociedad y no pedía a sus lectores de los salones que imitaran a la gente común que se afanaba en su trabajo, sino que la admiraran.
La Enciclopedia trataba de sacar a sus lectores de su ensimismamiento para hacerlos entrar en la vida de los artesanos, para arrojar luz sobre qué es el trabajo bien hecho. En toda su extensión, los volúmenes muestran gente que se dedica a tareas a veces tediosas, a veces peligrosas, a veces complicadas; la expresión de todos los rostros tiende a la misma serenidad. Acerca de estas láminas, el historiador Adriano Tilgher pone de relieve el «sentido de paz y calma que emana de todo trabajo bien organizado, disciplinado y realizado con un espíritu tranquilo y satisfecho». Estas ilustraciones incitan al lector a entrar en ese dominio en el que impera la satisfacción por las cosas ordinarias bien hechas.
En la Antigüedad, las habilidades artesanales de los dioses se glorificaban como armas en eterna lucha por la maestría. Los trabajos y los días, de Hesíodo, o las Geórgicas, de Virgilio, describen el trabajo humano como reflejo de algo de esa gloria divina y lo presentan como una lucha heroica. De la misma manera, en nuestros tiempos los guerreros trabajadores aparecían en el arte kitsch nazi y soviético como titanes de la forja y el arado. A mediados del siglo XVIII, los filósofos trataron de romper este encantamiento guerrero. El historiador de la economía Albert Hirschmann descubrió que la oficina de contabilidad es un escenario que calma el espíritu bélico, que sustituye el impulso a la violencia por el cálculo diligente. Con más intensidad aún se pensaba que tal encantamiento se quebraba en el taller del artesano.
Diderot comparaba los placeres de la artesanía más con el sexo en el matrimonio que con las excitaciones de una aventura. La serenidad que se ve en las caras de los sopladores de vidrio y en los productores de papel de Diderot irradia también en las naturalezas muertas de Jean-Baptiste-Siméon Chardin: una satisfacción serena, constante, por las cosas materiales bien compuestas, bien urdidas.
Este resumen demasiado breve de los orígenes de la Enciclopedia y de los objetivos generales prepara el terreno para la demostración de qué se aprende con el conocimiento de los propios límites. La cuestión de los límites humanos se le planteó a Diderot en el momento mismo en que, por así decirlo, se levantó de su sillón. Su método para descubrir cómo trabajaba la gente era, como el de un antropólogo moderno, preguntar: «Nos dirigimos a los trabajadores más cualificados de París y de todo el reino. Nos tomamos la molestia de visitar sus talleres, interrogarlos, escribir lo que ellos nos dictaban, desarrollar plenamente sus ideas, identificar y definir los términos peculiares de su profesión». Enseguida la investigación tropezó con dificultades, porque gran parte del conocimiento de los artesanos es conocimiento tácito, lo que quiere decir que la gente sabe cómo hacer una cosa, pero no puede verbalizar lo que sabe. Diderot comentaba acerca de sus investigaciones: «Con suerte, puede que de mil personas se encuentre una docena capaz de explicar con cierta claridad las herramientas o la maquinaria que emplea, así como las cosas que produce».
En esta observación subyace un gran problema. Ser incapaz de expresarse en palabras no significa ser estúpido; en realidad, lo que podemos decir en palabras tal vez sea más limitado que lo que podemos hacer con las cosas. Es posible que el trabajo artesanal establezca un campo de destreza y de conocimiento que trasciende las capacidades verbales humanas para explicarlo; describir con precisión cómo hacer un nudo corredizo es una tarea que pone a prueba las capacidades del más profesional de los escritores (y desde luego supera las mías). He aquí, tal vez, el límite humano fundamental: el lenguaje no es una «herramienta-espejo» adecuada para los movimientos físicos del cuerpo humano. Y sin embargo yo escribo y el lector lee un libro sobre práctica física; Diderot y sus colaboradores reunieron un conjunto de volúmenes sobre este tema que, apilados, llegaban casi al metro ochenta de altura.
Una solución a los límites del lenguaje consiste en sustituir la palabra por la imagen. Las múltiples láminas, obra de muchas manos, que ilustran copiosamente la Enciclopedia, ayudaban a los trabajadores incapaces de expresarse en palabras, y lo hacían de una manera particular. En las ilustraciones del soplado de vidrio, por ejemplo, cada fase del soplado de una botella aparece en una imagen distinta; se ha eliminado toda la chatarra de un taller ordinario, de modo que el espectador se centra únicamente en lo que las manos y la boca tienen que hacer en ese momento para transformar en botella el líquido de la fundición. En otras palabras, las imágenes ilustran el proceso reduciendo los movimientos a una serie de imágenes simplificadas y claras, a la manera de lo que el fotógrafo Henri Cartier-Bresson llamaba «momentos decisivos».
Tal vez se pueda imaginar la experiencia de la ilustración como una experiencia estrictamente visual que siguiera este procedimiento fotográfico, un procedimiento que permitiera pensar en las cosas materiales con los ojos. En silencio, como en un monasterio, la comunicación entre la gente se reduciría al mínimo en beneficio de la contemplación de cómo se hace un objeto. El budismo zen sigue esta senda no verbal y considera al artesano una figura emblemática que ilumina mostrando antes que hablando. El zen enseña que para comprender el oficio del tiro con arco no es preciso convertirse en arquero, que basta con componer silenciosamente en la mente sus momentos decisivos. Además del procedimiento fotográfico, la Ilustración occidental siguió otro camino hacia la comprensión. Es posible superar los límites del lenguaje mediante la implicación activa en una práctica. La solución de Diderot a los límites del lenguaje fue convertirse él mismo en trabajador; «Hay máquinas tan difíciles de describir y destrezas tan inaprensibles que… muchas veces ha habido que coger esas máquinas, hacerlas funcionar y ponerse manos a la obra». Auténtico reto para un hombre acostumbrado a los salones. No sabemos con precisión qué habilidades manuales intentó adquirir Diderot, aunque, dadas sus circunstancias profesionales, lo más probable es que fueran las relativas a la composición tipográfica y la impresión de grabados. Aunque inusual, su inmersión en el trabajo manual era lógica en una cultura en la que el ethos de la simpatía impulsaba a la gente a salir de sí misma y entrar en otras vidas. Sin embargo, la ilustración a través de la práctica —o, como dicen los educadores modernos, aprender haciendo— plantea la cuestión del talento personal para actuar y, en consecuencia, la posibilidad de aprender poco a causa de la falta de aptitudes para hacer realmente el trabajo.
Muchos de los colaboradores de Diderot eran científicos que consideraban el método de ensayo y error como una guía en la experimentación. Nicolas Malebranche, por ejemplo, imaginó el proceso de ensayo y error como el camino que lleva de muchos a pocos errores, una mejora permanente y progresiva a través del experimento. La «ilustración» aumenta a medida que el error decrece. El comentario de Diderot acerca de sus propias experiencias en los talleres parece en un primer momento un eco de esa versión científica de corrección de fallos. «Hay que hacerse aprendiz y producir malos resultados a fin de estar en condiciones de enseñar cómo producir los buenos». Los «malos resultados» inducirán a razonar con más intensidad y, de esa manera, se mejorará.
Pero el método de ensayo y error puede conducir a un resultado completamente distinto si el talento propio se demuestra insuficiente para lograr la maestría final. Éste fue el caso de Diderot, muchos de cuyos defectos y errores, al sumergirse en la práctica, demostraron ser «irremediables». Al exponerse uno mismo a la práctica y atreverse a hacer cosas, se puede tener más la sensación de fracaso que de error, tomar conciencia de límites de la habilidad personal acerca de los cuales no hay nada que hacer. Desde esta perspectiva, el aprender haciendo, panacea de la educación progresista, puede ser segura receta de crueldad. Cruel escuela es el taller del artesano si activa en nosotros el sentimiento de insuficiencia.
La intersección de la práctica y el talento plantea al filósofo social una cuestión general relativa a la operatividad; tendemos a creer que el compromiso es mejor que la pasividad. La búsqueda de calidad también es una cuestión de operatividad, el motivo impulsor del artesano. Pero la actividad, y en particular el trabajo de buena calidad, no tiene lugar en un vacío social o emocional. El deseo de hacer algo bien es una prueba decisiva; la ineptitud en el rendimiento personal humilla de una manera muy distinta que las desigualdades de posición social heredada o las apariencias externas de riqueza, porque afecta a la persona misma. La actividad lo es todo para lo bueno, pero perseguir activamente el buen trabajo y descubrir que no se es capaz de hacerlo corroe el sentimiento de autoestima.
Con demasiada frecuencia nuestros antepasados hicieron la vista gorda ante este problema. El espíritu progresista del siglo XVIII proclamó enfáticamente las virtudes de las «carreras abiertas al talento»; el talento, no la herencia, era en justicia el fundamento de la movilidad social ascendente. Los propulsores de esta doctrina, en su impulso por destruir el privilegio heredado, podían fácilmente desdeñar el destino de los perdedores en la competición basada en el talento. Diderot no acostumbraba a prestar atención a estos perdedores. En su obra, desde los primeros libros hasta sus piezas de madurez, como El sobrino de Rameau y Jacques el fatalista, lo que engendra la forma más aplastante de ruina es más la falta de talento que la circunstancia social o el ciego azar. Sin embargo, es preciso hacer un esfuerzo de exposición y compromiso. En una carta, Diderot observa que sólo el rico puede permitirse ser estúpido; para los demás, la capacidad es una necesidad, no una opción. Por tanto, el talento hace su carrera. Es el esquema de una tragedia, pero en las páginas de Diderot los perdedores también pueden ganar algo. El fracaso puede templarlos, puede enseñarles una modestia fundamental incluso cuando esa virtud se obtenga con mucho dolor.
En realidad, la expresión «fracaso saludable» ya había aparecido en los ensayos de Michel de Montaigne, en cuyas páginas Dios educa a la humanidad mostrándonos lo que no podemos hacer. Para Diderot, como para Montesquieu y —extrañamente— para Benjamín Franklin, la pura normalidad podría ocasionar de manera dramática el sentimiento de fracaso saludable.
En la Enciclopedia de Diderot, la máquina crea esta ocasión dramática como hecho y a la vez como figura. El replicante no enseña nada acerca del fracaso saludable, pero el robot tiene al menos la posibilidad de hacerlo. El replicante puede estimular el razonamiento acerca de nosotros mismos, de nuestra maquinaria interna. El robot, más poderoso, incansable, puede proponer un patrón en comparación con el cual todo ser humano fracasa. ¿Hemos de deprimirnos por este resultado?
La fabricación de papel sugiere que no. La Enciclopedia nos muestra la fabricación de papel en una fábrica de la época de la Ilustración, L’Anglée, a unos cien kilómetros de París, cerca de la ciudad de Montargis. En el siglo XVIII, la producción de pasta papelera era una operación sucia y pestilente, pues a menudo se utilizaban harapos que se cogían de cadáveres y luego se dejaban pudrir en contenedores durante dos meses para extraerles las fibras. La entrada de la Enciclopedia correspondiente a L’Anglée muestra en qué medida el oficio debía mejorarse, esfuerzo para el que se requería la cooperación del ser humano y el robot.
En primer lugar, una observación sencilla: como reflejo de la obsesión del siglo XVIII por la higiene, los suelos se barrían a fondo. Además, no se ve a ningún trabajador a punto de vomitar, porque el ilustrador ha dibujado contenedores con cierres herméticos, anticipo de una innovación que fue realidad sólo una generación más tarde. Luego, en la sala en la que se golpean las fibras hasta convertirlas en pulpa —la más sucia de todas las actividades— no hay ni un solo ser humano, sino únicamente una trituradora autorregulable, robot de aspecto moderno que vigila una especie de automatización primitiva, pero también en este caso se trata de una máquina que poco después, gracias al motor de vapor, se haría realidad. Finalmente, en la sala donde tiene lugar la más delicada división del trabajo, unas palas depositan en bandejas planas la masa de papel que extraen de la cuba, y pese a lo agobiante de esta tarea, tres artesanos trabajan con el rostro sereno y una coordinación digna de bailarines; los trabajadores han ordenado esta tarea utilizando el análisis racional.
Esta descripción, relato compuesto por una secuencia de imágenes silenciosas, es curiosa precisamente porque anticipa innovaciones reales en L’Anglée. La imaginación del escritor y del grabador ha presentado el proceso de fabricación del papel de tal manera que las herramientas mecánicas eliminen las tareas más «bestiales»; de acuerdo con esto, muestran máquinas que hacen posible el paso a primer plano del juicio y la cooperación humanos. El principio general del uso de la máquina es aquí que, si el cuerpo humano es frágil, la máquina debe ayudarle y reemplazarlo. El robot es un cuerpo extraño; esta trituradora no trabaja en absoluto como el brazo humano en la tarea de estirar, comprimir y aplastar la pulpa. La máquina es extraña y superior a nosotros, pero no inhumana.
Esta máquina muestra no sólo cómo superar los límites humanos, sino que además es ventajosa desde el punto de vista productivo. Aquí, la relación entre el ser humano y la máquina es relativamente inadecuada. Contra este modelo ilustrado de desigualdad —la fabricación de papel con sus robots amigos—, la Enciclopedia explora el soplado de vidrio con el fin de poner de manifiesto la autenticidad del fracaso saludable. Para entender la relación del ser humano y la máquina en esta comparación, hemos de conocer algo de la sustancia misma del vidrio.
La fabricación del vidrio se practica al menos desde hace dos mil años. Las fórmulas antiguas combinaban arena y óxido de hierro, lo que producía un matiz azul verdoso en virtud del cual el vidrio era más bien traslúcido que transparente. Finalmente, por ensayo y error se logró producir un vidrio más transparente añadiendo ceniza de helecho, potasa, piedra caliza y manganeso. Aun así, el vidrio no era de buena calidad, y su fabricación resultaba muy ardua. Las vidrieras medievales se realizaban soplando el vidrio fundido a través de una varilla y haciéndolo girar rápidamente para obtener una forma plana; luego se presionaba esta plancha caliente sobre una losa plana de piedra y se cortaba en pequeños trozos cuadrados. Pero el proceso era tan lento y caro que resultaba antieconómico; dado el elevado valor de los cristales, el duque de Northumberland los hacía quitar de las ventanas de su castillo cada vez que salía de viaje. En la Edad Media, lo mismo que en la Antigüedad, normalmente el papel aceitado hacía las veces de vidrio en las ventanas de los edificios más comunes.
La búsqueda de vidrieras claras y amplias derivó de la necesidad de dejar entrar la luz en las casas y al mismo tiempo protegerlas del viento, la lluvia y los olores nocivos de la calle. A finales del siglo XVII, los vidrieros franceses aprendían a hacer láminas de vidrio más grandes en la fábrica de cristales de Saint-Germain, bajo la dirección de Abraham Thévart, quien en 1688 fundió láminas de entre veinticuatro y veinticinco metros de altura por entre doce y catorce metros de ancho. La historiadora Sabine Melchior-Bonnet observa que se trataba de «un tamaño del que previamente sólo se había oído hablar en cuentos de hadas», aunque el vidrio mismo mantuviera aún su fórmula química medieval. A partir de ese momento, el cambio técnico en la producción de láminas de vidrio de gran tamaño se aceleró: a comienzos del siglo XVIII mejoraron los hornos que se utilizaban para calentar el vidrio, A eso le siguió un trabajo artesanal más refinado en lo tocante al vertido, el aplanamiento y el recalentamiento. En la época en que el abate Pluche describió los resultados en su Espectáculo de la Naturaleza de 1746, la producción de grandes paneles de vidrio para ventanas había llegado a ser económicamente viable; estas innovaciones francesas hicieron posible los trabajos de Saint-Gobain en Francia, para superar a sus antiguos rivales de Venecia, los vidrieros de la isla de Murano.
Mientras que el vidriero tradicional del siglo XVIII vertía su vidrio en moldes, como si hiciera ladrillos, el vidriero moderno quería estirar su vidrio para formar láminas. Esto es lo que la Enciclopedia trata de describir, inspirándose en los experimentos contemporáneos de París. El ilustrador presenta un estudio comparativo. Primero muestra la manera tradicional de girar en espiral y luego aplanar una pequeña bola de vidrio derretido para convertirla en cristal de ventana; en contraposición, vemos otra imagen de un soplador de vidrio trabajando con una laminadora para aplanar un cristal. Este procedimiento mecánico establecía un patrón superior de panel perfectamente liso, que un soplador jamás podría lograr con la manera tradicional de trabajar: las laminadoras producían un vidrio de espesor absolutamente uniforme.
En esta última versión, es la máquina la que establece los términos de calidad, elevando la competencia a un patrón que la mano y el ojo humano son incapaces de alcanzar. A este respecto podría ser útil que trazáramos una comparación con el trabajo de orfebrería que hemos presentado en el capítulo anterior, donde los gremios de orfebres eran lugares de aprendizaje práctico de la calidad. El aprendiz de orfebre asimilaba el oficio imitando al maestro en el trabajo; en la nueva manera de hacer un panel de cristal, el vidriero no puede imitar a una máquina. La laminadora no sólo funciona de otra manera que el ojo, sino que además trabaja de acuerdo con un patrón que el soplador nunca podría alcanzar con la simple inspección visual.
Por tanto, el vidrio parece tan sólo un material más de los destinados a ser colonizados por los telares de Vaucanson y su progenie, a favor del beneficio económico, pero en detrimento del artesano cualificado. ¿Qué podrían encontrar de saludable en la nueva tecnología el soplador de vidrio o el lector de la Enciclopedia?
Para responder a esa pregunta haremos una digresión, como es costumbre de los filósofos, en torno a una observación general y luego a un tema aparentemente irrelevante. La cuestión general reside en cuál es la finalidad que atribuimos a un modelo. Todo modelo muestra cómo se debe hacer una cosa. El modelo producido por una máquina perfecta sugiere que efectivamente es posible hacer un trabajo absolutamente libre de defecto; si la laminadora de vidrio es más «talentosa» que el ojo humano, la profesión de fabricante de vidrieras debería, en toda justicia, ser dominio exclusivo de la máquina. Pero esta manera de pensar es errónea en cuanto a la finalidad del modelo. Un modelo es más una propuesta que una orden. Su perfección no nos estimula a imitar, sino a innovar.
Para que esta fórmula tenga sentido, hemos de dejar por un momento el taller del siglo XVIII y entrar en sus guarderías infantiles. Uno de los logros cotidianos de la Ilustración reside en explicar la crianza de los hijos entendida como oficio, como artesanía. La Enciclopedia no es más que uno de los centenares de libros que explicaban cómo alimentar y mantener limpios a los bebés, atender a niños enfermos, enseñar eficientemente el control de esfínteres a los que empiezan a caminar y, por encima de todo, cómo estimular y educar a los hijos desde edad temprana. Sobre estas cuestiones, se consideraba inadecuada la sabiduría popular; lo mismo que cualquier conocimiento tradicional, parecía tan sólo una continuación del prejuicio, particularmente dañino en materia de crianza de los hijos, pues los avances médicos hacían posible la supervivencia infantil con un simple cambio de prácticas de los padres. Una generación después de la Enciclopedia, la vacunación se convirtió en el centro de un debate entre los padres que rechazaban este avance de la medicina basándose en argumentos tradicionales y los padres que aceptaban el programa estricto de vacunaciones repetidas que por entonces prescribía la medicina.
La cuestión del modelo aparecía cuando se trataba de la formación necesaria para producir un niño ilustrado. En los escritos de Jean-Jacques Rousseau, sobre todo en su novela Julia, o la nueva Eloísa, se considera que el «oficio» de ambos padres en la educación de los hijos para la libertad consiste, en el caso de la madre, en estimularlos a actuar espontáneamente según sentimientos naturales como la simpatía, y en el del padre, en incitar tanto a niños como a niñas a pensar racionalmente antes que a seguir modelos de autoridad recibidos. Sin embargo, la idea de fondo que circula en los escritos de Rousseau es que tanto el padre como la madre deben servir a su manera como modelo de comportamiento: «Soy el adulto en que tú debes convertirte». Imítame.
En las cartas de consejo a su nieta, Conversaciones de Emilia, Louise D’Épinay, amiga de Diderot, se oponía a esta versión del modelo parental. Primero discute la división parental del trabajo de Rousseau. Una madre que se limite a confiar en su instinto no hará lo suficiente para formar el carácter de un vástago; y un padre que se comporte como severo hombre de razón corre el riesgo de impulsar a su hijo a encerrarse en sí mismo. Más en relación con nuestro tema, desafía el ideal de Rousseau del padre o la madre como modelos ejemplares. Ella cree que es necesario que los adultos acepten ser padres «suficientemente buenos» antes que «padres perfectos», como hace su sucesor, Benjamin Spock, autor de la guía para padres más útil de los tiempos modernos. Como cuestión de sentido común, los padres tienen que aceptar sus limitaciones, lección que, en cualquier caso, les enseñarán los hijos de mentalidad independiente. Pero el verdadero problema es la imagen de sí mismos que los padres ofrecen a sus hijos: antes que transmitir la idea «sé como yo», es preferible el consejo parental más indirecto. «Así es como he vivido» invita al hijo a razonar acerca de ese ejemplo. Este consejo omite «En consecuencia, tú debes…». Encuentra tu camino; antes que imitar, innova.
No quiero decir que deba considerarse a Madame D’Épinay una filósofa, pero su pequeño y olvidado libro hace reflexionar. Tiene la misma fuerza que la famosa imagen de Kant de la «madera torcida de la humanidad», es un llamamiento a reconocer y aceptar límites. Volviendo a las orientaciones de los trabajos en vidrio, este llamamiento en tan válido en el taller como en la guardería infantil o la biblioteca. En el taller, el reto consiste en que se trate el modelo ideal como algo que la gente pueda usar a su manera, de acuerdo con su propio entendimiento. El objeto hecho a máquina, al igual que en el caso de los padres, es una propuesta acerca de cómo se podría hacer algo determinado; nosotros, más que someternos a ella, la sopesamos. Así, más que una orden, el modelo resulta ser un estímulo.
Fue Voltaire quien realizó esa conexión. Voltaire, aunque esporádicamente, contribuyó de manera anónima a la Enciclopedia. El mismo Voltaire que se adhería al universo mecánico de Newton, dudaba de que muchas de las máquinas que en esas páginas se representaban y se describían pudieran llevar por sí solas al Progreso. Antes la humanidad tiene que aceptar su propia debilidad y su tendencia a confundir las cosas; si la gente aceptara sinceramente sus defectos, la máquina perfecta dejaría de parecer un remedio imperioso; en efecto, buscaríamos activamente una alternativa a ellas. Voltaire propuso brillantemente esta idea en su novela Cándido.
La parábola de Voltaire narra, uno tras otro, cuentos de violación, tortura, esclavitud y traición. La fuente de estos desastres es el doctor Pangloss, doble literario del filósofo G. W. Leibniz, que hace las veces de caricatura del hombre de razón que no quiere tener nada que ver con el puro desorden. Pero Pangloss, como su homólogo en la vida real, es brillante; es un celebrante mecanicista de la perfección cuyas explicaciones de por qué «todo es para mejor en el mejor de los mundos posibles» resultan impecables. El joven Cándido, un Odiseo en calzas y peluca, es obtuso. Sin embargo, finalmente reconoce que las panaceas de su maestro son demasiado peligrosas. Por último, concluye en el famoso «Il faut cultiver notre jardin», con lo que quiere decir que el trabajo sencillo es una buena medicina para los maltratados por la vida.
Sin duda, la recomendación de Cándido/Voltaire de preferir la horticultura al lamento es un buen consejo. Pero no se trata de un consejo tan simple. Por supuesto, probablemente ni Cándido ni Pangloss sabían fertilizar un huerto ni manejar una pala; también ellos eran criaturas de salón; esta novela no es una argumentación a favor de la formación profesional. Y aunque lo fuera, la Enciclopedia ha mostrado en todo caso al salonier que el trabajo manual es mucho más complicado de lo que parece cuando se mira el mundo desde las ventanas del Palais Royal. El fondo del consejo es que se debe preferir lo que uno es capaz de hacer por sí mismo, lo limitado y concreto y, por tanto, humano. La idea central de Voltaire es ésta: sólo quien acepte que probablemente no es perfecto, puede llegar a hacer juicios realistas de la vida y a preferir lo limitado y concreto y, por tanto, humano.
El espíritu de ese consejo es lo que la época de Voltaire empezaba a comprender en su encuentro con las máquinas. En el artículo sobre el soplado del vidrio, la Enciclopedia sostiene que el imperfecto vidrio hecho a mano tiene sus virtudes: la irregularidad, la originalidad y lo que el escritor designa vagamente como «carácter». Los dos conjuntos de imágenes del soplado de vidrio son por tanto inseparables; sólo si se sabe cómo algo podría hacerse a la perfección, es posible esta alternativa, la de un objeto con especificidad y carácter. La burbuja o la superficie irregular de una pieza de vidrio pueden ser valoradas, mientras que el patrón de perfección no deja espacio al experimento ni a la variación, y la persecución de la perfección, amonesta Voltaire a sus colegas filósofos, puede llevar a los seres humanos a la amargura antes que al progreso.
En sus diferentes artículos, la Enciclopedia avanza y retrocede entre los polos representados por la fábrica de papel y el taller del vidriero: la primera como una reconciliación del ser humano y el robot; el segundo como afirmación de trabajo que no se confunde con la perfección; el trabajo perfecto serviría como término de comparación a otro tipo de trabajo que tiende a otra clase de resultado. En consecuencia, por un camino muy diferente al de la celebración renacentista del genio artístico, el artesano de la Ilustración podía celebrar y a la vez lograr la individualidad. Pero para seguir este camino, el buen artesano tenía que adoptar la advertencia de Voltaire; tenía que aceptar su propia imperfección.
El primer encuentro de la modernidad con el poder de las máquinas produjo una cultura densa y contradictoria. Las máquinas colmaron esa cornucopia de bienes que había comenzado a llenarse en una época anterior. Con mejor dotación material, la Ilustración idealizó la capacidad de los seres humanos para desarrollar por sí mismos sus posibilidades y pensó que estaban casi a punto de arrojar por la borda el sometimiento a la tradición; la promesa de que la humanidad se liberaría de esos grilletes aparecía en las páginas del Berlinische Monatsschrift. ¿Resultaría ser la máquina un poder alternativo que exigía sumisión? ¿Y qué clase de máquina? La gente se maravillaba ante los replicantes y temía a los robots, esos ingenios extraños superiores a los cuerpos de sus creadores.
La Enciclopedia de Diderot se sumergía en este tema reconociendo desde el primer momento los límites humanos más básicos, esto es, los del lenguaje a la hora de expresar las operaciones del cuerpo humano, en especial las del artesano en el trabajo. Ni el trabajador ni el analista del trabajo pueden explicar realmente lo que ocurre. Metido en el proceso de trabajo con el fin de informarse, Diderot descubrió un límite más, a saber, el del talento; no podía entender intelectualmente el trabajo que no podía ejecutar bien en la práctica. Había entrado en la peligrosa guarida del robot, en la que los «talentos» de la máquina suministraban un modelo de perfección en comparación con el cual medían los seres humanos su propia insuficiencia.
Sólo una generación después de la aparición de la Enciclopedia, Adam Smith llegó a la conclusión de que, en efecto, las máquinas pondrían fin al proyecto de la Ilustración. En La riqueza de las naciones declara que, en una fábrica, «en general, el hombre que pasa toda su vida ejecutando unas pocas operaciones sencillas… se vuelve todo lo estúpido e ignorante que puede ser una criatura humana». El círculo de Diderot trataba de llegar a otra conclusión, que yo formularía así:
La manera inteligente de usar una máquina es juzgar sus capacidades y amoldar el uso que se hace de ellas teniendo más en cuenta nuestros propios límites que sus potencialidades. No debemos competir con la máquina. Una máquina, como cualquier modelo, debe proponer, no imponer; y la humanidad, por cierto, debe huir de toda imposición de imitar la perfección. Contra la exigencia de la perfección podemos reivindicar nuestra propia individualidad, que da carácter distintivo al trabajo que hacemos. Para lograr este tipo de carácter en la artesanía son necesarias la modestia y la conciencia de nuestras propias insuficiencias.
No le pasará inadvertido al lector que, como Diderot en el taller, he sido yo quien ha hablado en su nombre. Esto se explica porque tal vez las implicaciones de la Ilustración sólo son evidentes dos siglos y medio más tarde. En cualquier buena práctica artesanal se requiere un sólido juicio sobre la maquinaria. Hacer las cosas bien —ya se trate de la perfección funcional o de la mecánica— no es una opción a escoger si no nos aporta conocimiento sobre nosotros mismos.
Fuente: Richard Sennet, «El artesano de la Ilustración. La «Enciclopedia de Diderot», en El artesano, ed. Anagrama.

