Por Esteban Ierardo
En el siglo XXI, la guerra absorbe cada más recursos; beneficia, cada vez más, al sector productor de armas y perfecciona las formas del exterminio. En este ensayo, escrito para un curso sobre el tema, abordamos varios aspectos del proceso bélico desde lo geopolítico y geográfico e histórico, desde lo filosófico y el arte, y desde un estricto realismo, hasta una reivindicación de la imposible racionalidad del acuerdo.
- Los que dicen (algunos) filósofos y estrategas sobre la guerra, en Occidente.

La guerra es un hecho. La incapacidad de la humanidad para superarla también. La confrontación destructiva se expande, no decrece. En la latitud temporal de este siglo XXI la conflagración se extiende bajo el zumbido de flechas emponzoñadas que envenenan las relaciones internacionales, mientras fortifican las ganancias paradisíacas de la industria productora de armas.
El fenómeno cultural complejo de la guerra amerita diversos niveles de análisis. El intento filosófico de desentrañar su naturaleza y origen es un primer vector de reflexión posible. En torno a la tragedia bélica se emplaza un campo de fuerzas en tensión y contraste continuos. Por un lado, una fuerza moral primaria intuye el valor de la vida y dignificación como expresión del bien. La valoración de la vida, la compasión ante el sufrimiento ajeno, la búsqueda de entendimiento, divergen de las fuerzas de los intereses que demandan el enfrentamiento armado como clave de seguridad y supervivencia, y como acceso a recursos, territorios y riqueza.
El interés es mandato inmediato como el instinto biológico. Entonces, ¿acaso la guerra no es más que una demanda instintiva? ¿Una consecuencia de la agresión instintiva o parte de la naturaleza biológica primaria del sapiens? En este sentido, y en un cruce entre filosofía y biología, el etólogo y zoólogo austriaco Konrad Lorenz estudia la agresividad en los animales y los humanos en Sobre la agresión instintiva (1966). La agresión es un instinto natural, luego modificado por la historia y los condicionamientos culturales. Esto implica que el sapiens puede elegir cómo transforma su agresividad por la mediación cultural, pero no cómo escapar de su condicionamiento biológico primario. Lorentz entiende a la guerra, y su concomitante agresividad, como imposición biológica pre-racional.
La consideración de lo instintivo como fuente de la colisión bélica destructora involucra también a Sigmund Freud. Compungido por el infierno de la Primera Guerra Mundial y su aniquilación de miles de vidas en un solo día entre las trincheras, el genio vienés, creador del psicoanálisis, decidió que su teoría del instinto debía ampliarse desde el Eros como fuerza de vida hacia el Tánatos, como instinto de la muerte que hunde a los humanos en tumbas y epitafios.
El ser en guerra es también posible resonancia de un orden cosmológico a tenor de la visión de mundo presocrática de Heráclito. Heráclito de Éfeso evaluaba a la guerra (pólemos) como «padre y rey de todas las cosas». El devenir mismo de la vida exige la alternancia de opuestos; su confrontación, pero en términos de complementariedad; por caso, la luz necesita de lo oscuro, lo caliente de lo frío. Así, la «guerra» complementaria de las fuerzas cosmológicas se aleja de lo bélico como control o destrucción de su opuesto.
En Platón, fundador de la Academia, una suerte de primera universidad de Occidente, y de un sistema metafísico monista, la fricción bélica se asocia a la decadencia moral. Cuando la virtud y la justicia cae en pantanos de indiferencia social, asoma la ambición y la codicia que encuentra en la guerra su vehículo hacia la apetencia de territorios y riquezas.
La guerra como producto de la imperfección moral, como disturbio de las afecciones se hace patente también en el horizonte de la filosofía política moderna de Thomas Hobbes, el autor de El Leviathan (1651), promotor del contractualismo, doctrina por la que la sociedad se edifica sobre un contracto ficcional que determina un Estado de poderes concentrados, garante de la paz y la seguridad. Antes del orden social bajo la espada pública, en un estado de naturaleza, los individuos se enzarzan en combate permanente por su supervivencia y prominencia. Los individuos antes de la ley son libres. Concentran en sus personas los derechos naturales de la libertad y la igualdad. Pero, en la práctica, los domina el miedo a la muerte violenta. Su vida se torna miserable. El hombre se convierte en lobo del hombre. La guerra multitudinaria, entre todos los individuos libres, solo encuentra solución en la concesión de los propios derechos por naturaleza en favor de un poder único, concentrado en el Estado, destinado a la vigilancia y el castigo.
Jean Jacques Rousseau, siempre obnubilado por su ideal utópico e inexistente del hombre natural como el buen salvaje, impugna a la civilización como dechado de fingimiento e hipocresía, y fuente de desigualdad, usina de codicia. Estas perturbaciones del sentimiento moral desencadenan la lucha por lo tuyo y lo mío, o por la apropiación de lo tuyo, tal como formula en su ensayo El Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755).
Nietzsche representa otra visión de la guerra, por la que ésta emana desde el trasfondo de la Voluntad de Poder, una fuerza vital sobreabundante que se expresa desde lo íntimo de la materia. La Voluntad de Poder se exterioriza en un sentido doble, como destrucción, crueldad, violencia, y también como fuerza creadora. La situación de guerra conmina a crear soluciones, nuevos caminos para la acción, una renovada capacidad adaptativa, la fuerza de superación para remontar hacia las alturas del dominio y el autodominio. Por eso, en Así habló Zaratustra, en su parte II, en la sección «De la guerra y de los guerreros» afirma «La guerra es la madre de todas las cosas. Es la fuente de todas las virtudes y de todos los vicios».
El ser en guerra eleva hacia la virtud y el valor, distintos de la mediocridad y su obsesión por la seguridad gregaria. En Más allá del bien y del mal, en su sección 259, el filósofo del martillo asegura: «La moralidad es una forma de debilidad, y la guerra es una forma de fuerza. La moralidad es una forma de sumisión, y la guerra es una forma de dominio.»
La meditación filosófica sobre la guerra rebosa también en Hegel. En su pensamiento, la realidad se autoconstruye mediante un largo proceso dialéctico en la historia. La guerra nace de la contradicción entre las diversas fuerzas y tendencias históricas, y es medio de realización del Estado, la realidad ética por excelencia, «mano de Dios» o del Espíritu absoluto, que es centro de todo el devenir histórico. Por eso, en la Filosofía del derecho (1820), § 324, Hegel afirma que «la guerra es la prueba suprema de la virtud cívica, y es en ella donde el Estado se muestra en su realidad más pura.»
Se debe retroceder a la Edad Media para hallar una legitimación de la guerra solo como vía hacia la paz y la restauración de la justicia. En el siglo V d. C, San Agustín, tras su periodo de creencia maniquea, medita hondamente en la verdad revelada cristiana y funda los cimientos de la Patrística, la primera gran escuela de pensamiento teológico medieval. Declara como evidencia del mal a la guerra, como luego lo hará Santo Tomás. Pero la guerra es a la vez vector realista para recuperar la justicia y proteger a los inocentes.
En su célebre La Ciudad de Dios, San Agustín manifiesta que «la guerra es una necesidad, pero no es una virtud»; y piensa que es un «mal menor» si se convierte en «guerra justa», que es aquella que es declarada por la «autoridad legítima» de un rey o emperador; y a la que le asiste una «causa justa» como la defensa de la patria y de los inocentes. A su vez, a la «guerra justa» la dirige una «Intención recta» si su propósito es restaurar la paz y la justicia, y NO la intención de conquista de territorios y la explotación de sus recursos; debe ceñirse a una pauta de contención y a «medios proporcionados», de modo de evitar causar daños innecesarios a los civiles o a los prisioneros.
En la mencionada La Ciudad de Dios, también escribe que en la tempestad bélica se debe tratar al enemigo con caridad y misericordia, como preludio de la reconciliación y la paz. Posición ética e idealista que debilita la compresión de la guerra desde un realismo árido y oscuro. Algo semejante prevalece en Santo Tomás de Aquino (1225-1274), el máximo teólogo y filósofo escolástico, contemporáneo del esplendor inicial de las universidades y catedrales. En su Suma teológica, Tomás también considera a la guerra como un «mal en sí mismo», por ir contra la ley divina y la naturaleza humana; y también continua la doctrina agustiniana de la «guerra justa».
La guerra adquiere «justificación» si se atiene a la ley natural que establece que vivir en paz y armonía es la aspiración «natural» de la vida realizada. La guerra es «justa» si su causa o razón lo es. Ejemplos históricos de causas justas son la defensa de la ciudad de Roma contra los saqueos bárbaros; la protección de los cristianos en Tierra Santa ante la amenaza musulmana; y la restauración de la justicia en un reino o un territorio luego del colapso del orden por una revuelta o usurpación.
Pero cuando el pensar se desplaza desde la voluntad de justificación del acto bélico hacia la determinación de los mejores medios para obtener la victoria militar, la guerra gira en torno a un pensamiento estratégico. La cima de la estrategia militar en la modernidad late en la obra del militar y teórico prusiano Carl von Clausewitz (1780-1831), en su tratado De la guerra (Vom Kriege).
El postulado más famoso de von Clausewitz es que «la guerra es continuación de la política por otros medios». Lo que la política internacional de un país no puede conseguir por vías exclusivamente políticas o diplomáticas se decanta entonces por el grito de las armas. La guerra es una forma de «política armada».
A pesar de su concienzudo análisis de la fenomenología de la guerra, Von Clausewitz no era partidario de la violencia militar. Solo la aceptaba como penoso último recurso. La embestida de bayonetas, los cañones, la infantería o la caballería, solo se justificaba cuando la diplomacia no conseguía sus objetivos. La senda diplomática debe ser alentada como mejor herramienta para la resolución de los conflictos. Lo mismo que San Agustín y Santo Tomás, para von Clausewitz la guerra es un mal necesario para proteger la seguridad y la soberanía de un Estado.
El teórico prusiano distingue entre estrategia y táctica. La estrategia es la planificación y la dirección de la guerra en su conjunto, la fijación de sus objetivos militares; mientras que la táctica es la ejecución de la estrategia en el terreno de combate; lo táctico determina los medios para cumplir los objetivos previamente trazados. La dinámica táctico-estratégica pide versátiles respuestas para la mejor adaptación a las circunstancias cambiantes.
Una vez en movimiento, un ejército es una fuerza real si lo asiste la moral como catalizador de la cohesión y la lucha. La guerra también reclama la capacidad psicológica de un comandante capaz de comprender e influir en la mente del enemigo.
Pero una vez desatada, la guerra es estado de incertidumbre. La violencia bélica organizada no promete resultados seguros. Las decisiones se toman con poca información fiable, con el lastre de la inseguridad. Por eso Von Claseuwitz habla de la «niebla de la guerra» (Nebel des Krieges), un concepto central en su visión estratégica.
La niebla de la guerra es consecuencia de la complejidad bélica, de la limitación de la información, y de múltiples factores variables como los vaivenes de la moral o el ánimo de los soldados.
El pensamiento estratégico de Von Clausewitz se sintetiza en «la trinidad de la guerra«: la “violencia”, en tanto fuerza natural y ciega; la “incertidumbre/probabilidad” de las consecuencias de las decisiones asumidas; y la “política”, como factor que subordina la guerra a la lógica de sus propios fines.
Otra visión filosófica significativa sobre la conflictividad bélica es el pensamiento del escritor, soldado y filósofo alemán Ernst Jünger (1895-1998), quien ejerció influencia sobre la filosofía y la literatura del siglo XX. Su meditación sobre lo bélico nació de su experiencia de combate en la Primera Guerra Mundial.

Jünger consideraba que la guerra transforma a las personas, modifica su identidad personal. Su libro Tormentas de acero (In Stahlgewittern, 1922), testimonia, en los términos del filósofo Karl Jaspers, las situaciones límites a las que se ven expuestos los soldados. Esas circunstancias extraordinarias no atañen solo a la muerte, o el riesgo de muerte. La guerra despierta capacidades o virtudes antes desconocidas para el combatiente, como la lealtad a sus camaradas de combate, la incorporación de la disciplina, o el descubrimiento de la propia valentía. Y en su obra La guerra como experiencia interior (Der Krieg als inneres Erlebnis), Jünger se concentra en la moderna conexión entre la guerra y la tecnología. Advierte algo que ahora es prístino como agua de deshielo: la guerra ya no sin un alto grado de mediación tecnológica que, en tiempos de entreguerras y ya en la Segunda Guerra Mundial, depende de las máquinas, de su velocidad y potencia de fuego. Y, para Jünger, lo bélico es una experiencia que bordea lo extático, una forma de liberación de ocultas energías internas. Parte de lo liberador de la situación de guerra, para Jünger, es la ruptura con los valores y convenciones de la civilización burguesa. Sensación liberadora que suscribe en otro de sus libros, El trabajador (Der Arbeiter). Pero esto no avala ninguna romantización de la guerra que ensalza la sociedad burguesa desde la distancia segura de la comodidad del hogar.
La guerra total (Totaler Krieg) es un conncepto de su obra La movilización total (Die totale Mobilmachung, 1930). Este tipo de contienda incluye a la sociedad civil, no solo a los militares, ya no hay distinción entre combatientes y no combatientes; y demanda la movilización total de los recursos humanos y materiales, lo que implica el uso intensivo de las fuerzas de la aviación, artillería, marina, e incluso la guerra química. El ataque a la población civil, y a sus infraestructuras energéticas y viales, y a sus ciudades, son «objetivos legítimos». Es un fragor de guerra en el que se pierde el sentido de humanidad y la dignidad, y que puede derivar en la destrucción de la civilización. Pero sin que esto llegue a ocurrir, lo que sí induce la guerra total es la militarización y el continuo drenaje de recursos hacia una industria de las armas en constante evolución tecnológica. La propia sociedad moderna y su gigantismo técnico impone una guerra que absorbe las fuerzas sociales y que puede confluir en un modelo de sociedad totalitaria. Así la guerra como proceso omnipresente es consecuencia del propio desarrollo de la modernidad y la tecnología.
Jünger y von Clausewitz, y otros, aceptan el hecho dado de la confrontación armada, y a partir de ahí expanden su pensamiento. No niegan que la paz es virtud preferible al caos bélico; pero no pusieron tanto empeño en pensar la disolución del espíritu de combate como Tolstoi o Kant.
León Tolstoi (1828-1910) escribió ese monumento literario que es La guerra y la paz, la épica novela que revive la invasión napoleónica a Rusia en 1812. Su talento narrativo para recrear las angustias y sofocación de una tierra invadida, o su propia participación en la Guerra de Crimea, nunca lo desviaron de su credo pacifista. Para el autor también de Ana Karenina, la guerra es una forma de locura colectiva. La guerra no es para glorificar, sino para vituperar y condenar. Como respuesta al desenfreno combativo, profesó su doctrina de la no violencia y la resistencia pacífica, en parte inspirado por Henry David Thoreau. Su posición influyo a Ghandi y su práctica de la no violencia. Consideró que la guerra no solo involucra al gobierno o el estado sino también a la toma de postura desde la conciencia individual. Antecedente de la objeción de conciencia. Cuando la conciencia personal se abraza a la valoración de la vida, esto conduce al rechazo del homicidio disfrazado de bajas de guerra.
Kant, el radiante filósofo alemán del siglo XVIII, escribió sobre la guerra y la paz en su obra La metafísica de las costumbres (1797), e intentó convertirla en un estadio superador de la historia en La Paz perpetua (1795). La guerra es, en esencia, inmoral, violatoria de la ley moral, lo que es evidencia universal para todo sujeto racional. La persona, en la ética kantiana, es siempre fin en sí mismo, nunca medio para alcanzar otros objetivos, como la gestión de la guerra y sus objetivos específicos. En la mencionada La metafísica de las costumbres, en su parte II, La doctrina del derecho. § 56, afirma: «La guerra es, por tanto, una condición de hostilidad y destrucción que se opone directamente a la moralidad y a la ley natural, y que, por consiguiente, debe ser considerada como un estado antijurídico y antimoral.»
La fuerte aprensión kantiana ante la violencia bélica lo impelió a ensayar una propuesta doctrinaria de disolución de las condiciones del enfrentamiento. Sobre la paz perpetua (Zum ewigen Frieden. Ein philosophischer Entwurf, 1795) es un tratado cuya meta es un Estado cimentado en una federación mundial, que une a los diversos países bajo una constitución común. Parte de las condiciones para propiciar la situación de paz permanente depende de la invalidación de todo acuerdo secreto que conviene una pacificación provisoria como condición de retorno futuro de la guerra. La situación de paz también exige que: ningún Estado independiente puede ser cedido a otro; los ejércitos permanentes deben desaparecer; no se admitirá ninguna intromisión de un Estado en otro; no se alentará acciones que desalienten la confianza necesaria para la paz como hostilidades a través de asesinatos, envenenadores, violación de acuerdos, incitación la traición. Y el apego a la razón práctica, a la ley moral que salvaguarda la preservación de la vida, y la propensión a la justicia, es vía dorada hacia la paz perpetua.
El pacifismo teórico kantiano colisionó rápida e inevitablemente con las guerras napoleónicas que, en la práctica, negaron el respeto a la soberanía de los Estados y las fronteras, y que quebraron la racionalidad basada en el diálogo y la renuncia a las ambiciones imperiales.
2. Los que dicen (algunos) filósofos y estrategas sobre la guerra, en Oriente.

Entre las montañas y ríos de China, las estaciones pasan, año a año, en una delicada cuerda invisible en la que se alternan la suavidad y la brusquedad. Lo brusco no emana solo del ritmo del tiempo y el clima, sino también de las flechas, la caballería y los disciplinados infantes en la Antigua China China. La guerra no es solo la fuerza física intimidatoria. También es un arte. Un cálculo inteligente, una sabiduría aplicada al enfrentamiento de los cuerpos. Este es el camino del Oriente: El arte de la guerra de Sun Tzu, el general, filósofo y estratega militar, conocido también como «Maestro Sun». No hay un total consenso sobre si Sun Tzu es un personaje legendario o estrictamente histórico. Se lo sitúa en el periodo de las Primaveras y Otoños (722-481), al servicio del rey Helu de Wu, o en el periodo de los Reinos Combatientes en el que, a diferencia del periodo de las Primaveras y Otoños, los señores de la guerra conquistaron Estados más pequeños a su alrededor para aumentar su poder. Esta nueva era de conflictos empezó en el siglo V a. C. y terminó en la unificación de China por la dinastía Qin en 221 a. C.
Para Sun Tzu, en la guerra como un arte convergen la capacidad de movimiento, la adaptación y el cambio, la estrategia y la creatividad. La guerra es asunto grave, trágico en alto grado: de ella depende la vida o la muerte. Pero, ante todo, la guerra no es en sí misma fuerza bruta, violencia ciega, sino un concierto delicado de inteligencia. La planificación, y el conocimiento, es arista clave del esfuerzo guerrero:
«Conoce a tu enemigo, conoce a ti mismo, y podrás ganar cien batallas.»
El conocer, el autoconocimiento, es parte también de un saber de la realidad como fuerza dinámica, en devenir, en cambio y adaptabilidad, como la corriente del agua cristalina. Un modo de entender que aflora desde una filosofía taoísta de fondo que nutre las raíces del pensar de Sun Tzu.
Otro filósofo chino que se zambulle en la tempestad bélica es Mozi (470-391 a.C.), pensador de la época de los Estados Combatientes. Mozi se opuso al ritualismo del confucianismo, y denostó a la guerra como un mal; ésta debe ser evitada por la gran mortandad, el sufrimiento y la destrucción que provoca. Y además la guerra es una forma de robo: de territorios y riquezas de otro Estado por la ambición y la codicia de los gobernantes invasores, ávidos de incrementar su poder y tesoros.
Para Mozi, la guerra nace de la falta de benevolencia y compasión. El único modo de justificar la guerra es cuando ésta es defensiva, el derecho de autodefenderse o de proteger al propio país, a la propiedad y los ciudadanos, de toda agresión foránea. Pero la guerra de amparo debe zanjarse con justicia y moral, es decir sin provocar muertes de civiles o tomas de prisioneros innecesarias.
La guerra es inmoral porque atenta contra la «utilidad» o «beneficio» ( yí), que embolsa viento en sus velas para promover el mayor beneficio para el mayor número de personas. Sin justicia, el humano se hunde en páramos de lodo y fango. En ese lodazal, se ahoga la armonía social y el fomento del bien común. Y , ante todo, Mozi condena la guerra desde un principio del “amor universal” (jian’ai). El amor universal conduce a la tolerancia que surge cuando se considera a las otras patrias y a la vida de las otras personas como propias.
«Reyes que aman a su propio Estado, no a los demás Estados, por eso atacan a otros Estados a fin de beneficiar a su propio Estado. Todo es desorden en el mundo. Si examinamos esto, ¿de dónde surge? En todos los casos es debido a la falta de amor mutuo.»
Y Mozi creía en la «voluntad del cielo». Como también se advierte en la concepción político-mística del emperador que gobierna por el «mandato del cielo». Mozi atribuía al cielo voluntad y disposición. Y el deseo del cielo es que la humanidad se ame y se ayude mutuamente. La violencia de la separación y la destrucción bélica es enemiga de su idealismo de la integración, respecto y cooperación, dentro de un amor extendido entre la amplitud del cielo y la tierra.
3. El origen «escrito» de la guerra.

La guerra es tan antigua como la respiración. Bajo algún cielo nítido o tormentoso, en los albores de la humanidad, los clanes paleolíticos empezaron a agredirse para asegurarse mejores territorios para la caza o la recolección. Estos enfrentamientos animaron la temprana invención de armas: hachas, arcos y flechas, lanzas, o la transformación de las piedras en proyectiles arrojados por manos y brazos.
Algún primer muerto en las refriegas quizá provocó tristeza, llanto o indiferencia. Los más hábiles para planificar ataques o maniobras de defensa se convirtieron en líderes guerreros; o, en un principio, la guerra era cotidiana y espontánea, y casi todos participan en ella por igual. En los tiempos de la oralidad ágrafa, de los cazadores recolectores, o de los agricultores y criadores de ganado, las jornadas de las posibles guerras prehistóricas naufragan en lo perdido. Solo con la aparición de la escritura comienza el registro histórico de las batallas.
En el Antiguo Egipto, los faraones encarnaron a un dios en la Tierra. Algunos de ellos gustaban de la riqueza de tierras lejanas. Uno de esos faraones, Tutmosis III, fue un líder guerrero. En su largo reinado de 32 años dirigió 15 campanas militares y acrecentó la expansión imperial egipcia. Modeló su imperio desde Nubia en el sur hasta el Éufrates, en el norte del Oriente Medio.
Una coalición de pueblos cananeos se rebeló ante el poder egipcio, bajo las ordenes del rey de Kadesh. El faraón reagrupó sus fuerzas. En el 1457 a.C, como una serpiente ágil y segura, sus soldados y carros se movieron por el Camino de Horus, desde el delta del Nilo hasta el norte del actual Israel, en Megido. Allí, en contra de las sugerencias de sus consejeros, Tutmosis eligió un peligroso sendero para rodear y sorprender a sus enemigos. Consiguió lo que buscaba: sometió al ejército rival, aunque, luego, debió sostener un largo sitio de Megido.
Al regresar a su amado Egipto, el faraón le ordenó al escriba que lo acompañó que diera testimonio escrito de lo ocurrido en la campaña. Luego, en el templo del dios Amón en Karnak se talló, en caracteres jeroglíficos, el recuerdo de sus hazañas militares y, en especial, de la batalla de Megido. El primer registro histórico de una batalla. El primer reporte de bajas. A esto se le agregó luego, también en la piedra, los caracteres jeroglíficos que recuerdan la batalla de Qadesh, que se libró, según la cronología egipcia, hacia el año 1274 a.C., entre las fuerzas del Imperio Nuevo de Egipto, bajo el liderazgo del gran Ramsés II, y el Imperio hitita en la ciudad de Qadesh, a orillas del río Orontes, cerca del lago de Homs, próximo a la frontera de Siria con Líbano. Así se produjo la primera batalla respecto a la que el registro histórico conserva detalles de las formaciones y de las tácticas. Seguramente fue la mayor batalla de carros de guerra en la historia, en la que habrían participado entre 5000 y 6000 carros.
Los hititas, un pueblo indoeuropeo anatolio, quizá llegaron desde el mar Negro hasta la actual Turquía cuando principiaba el II milenio a.C. La capital de su imperio se estableció en Hattusa, por el 1650 a. C.. Durante la batalla con el faraón egipcio, los hititas estuvieron a punto de derrotar a los hijos del Nilo, pero la disputa terminó empatada. El encuentro armado entre Egipto y el Imperio Hitita fue por el control de la hoy Siria como región esencial para la la expansión de ambos imperios y para el dominio de las rutas del comercio.
El choque entre hititas y egipcios fue también entre dos culturas. El conflicto se superó con la firma del primer tratado de paz conocido de la historia.
4. La geopolítica del siglo XVI a la actualidad

La geopolítica es el estudio sobre teorías o discursos, acciones políticas, y eventualmente militares, de los Estados en la dimensión espacial de sus geografías, con sus fronteras y recursos naturales. Geopolítica es la disciplina que estudia, entonces, cómo un Estado u otra entidad se apropia, o amenaza con hacerlo, de un territorio, o de cómo lo defiende. Es un conocimiento indispensable para comprender las relaciones internacionales. La denominación «geopolítica» fue acuñada, en 1905, por Karl Haushofer. Por su vínculo con el nazismo y su teoría del espacio vital, contaminó de connotaciones negativas al término por mucho tiempo, con su consiguiente desuso. El Lebensraum o «espacio vital» se fundaba en la relación entre espacio y población. La supervivencia de un Estado solo quedaba garantizada si disponía del suficiente espacio y recursos para atender a sus necesidades. Teoría que no difiere de la doctrina del Destino manifiesto estadounidense. Haushofer enlazó su formulación geopolítica con la lucha contra Estados Unidos y Gran Bretaña como grandes potencias marítimas.
En los setenta y ochenta el término reaparece como una forma de «geografía política». Los actores geopolíticos no son solo los Estados, sino también ONG, compañías privadas, grupos terroristas, individuos. La geopolítica de la energía aborda en particular los conflictos entre grandes potencias por obtener recursos mediante el control de enclaves estratégicos como canales o puertos. Y también hoy se vislumbra una geopolítica del espacio ultraterrestre, más allá de la atmósfera de la Tierra y de relevancia internacional (1).
En los comienzos de la modernidad, en el siglo XVI, las tensiones geopolíticas discurrieron entre imperios, reinos y repúblicas en los diversos continentes. El dominio del espacio marítimo cobró importancia fundamental como vía comercial y de circulación de personas, civiles y soldados. El Imperio Habsburgo fue uno de los grandes actores de la época. Sus dominios abarcaban gran parte de Europa Central y del Sur, incluyendo Austria, Hungría, Bohemia y España. Otro de los polos de poder en el mapa geopolítico fundacional de lo moderno era la República de Venecia, potencia marítima y comercial de fuerte presencia en el Mediterráneo y con colonias en el Levante ( los actuales territorios de Siria, Líbano, Palestina, Israel, Jordania y Chipre); el Imperio Otomano y su dinastía Osmanlí, desde Turquía avanzó sobre Europa oriental y los Balcanes, y el Levante; el Imperio Español impuso su marca en América Central y del Sur, en México, Perú y el Río de la Plata; el Imperio Portugués defendió su poder en Brasil y en la costa de África.
En Asia, además del mencionado Imperio otomano, gobernaba el Imperio chin Ming, de la dinastía Ming; y el imperio Mongol, de la dinastía Yuan, con sus garras clavadas en gran parte de Asia Central y del Norte, y también Mongolia, Tíbet y partes de China. En África, latía con fuerza el Imperio Songhai que, sustentado en la dinastía Askia dominaba el África Occidental; y, en el África Oriental, entre el Mar Rojo y el río Nilo, brillaba el Imperio Etíope.
En el siglo XVII, en Europa crujió un grito de tres décadas: la Guerra de los Treinta años (1618-1648), conflicto devastador entre católicos y protestantes, consecuencia del previo terremoto de la Reforma Protestante. Esta guerra masacró a millones de personas, la mayor parte civiles; miles de aldeas y pueblos fueron arrasados. El gran conflicto se lo resolvió mediante el Tratado de Westfalia. De este acuerdo emergió lo geopolítico westfaliano, destinado luego a su erosión e inutilidad. En el sistema westfaliano sus principios rectores son la Soberanía estatal, lo no intervención, y el cuidado del equilibrio de poder.
La soberanía estatal subraya la independencia y el carácter soberano de cada estado; la no intervención supone respecto de los asuntos internos de los Estados y también de sus fronteras. Y el equilibrio de poder era la geometría de las relaciones internacionales necesarias para bloquear la pretensión de un Estado de dominar a otro. Este esquema no amortiguó, en modo alguno, las guerras europeas posteriores que supusieron grandes alianzas estratégicas como la Guerra de los Siete años, o la Guerra de la sucesión española; aunque estos conflictos se justificaban como acciones geopolíticas para mantener el equilibrio de poderes, su verdadera intención eran nuevas riquezas, territorios y áreas de influencia.
La globalización introdujo el debilitamiento de la soberanía estatal por las poderosas empresas transnacionales y las empresas informáticas globales, y el aumento de la dependencia e interconexión entre los países vía el libre comercio mundial. Este horizonte se pobló también de nuevos factores desestabilizadores como el terrorismo, o los ataques a la ciberseguridad, y la continuidad del conflicto en el Oriente Medio.
En este contexto, el esquema geopolítico postwestfaliano postula como principio más determinante que la soberanía estatal, la Multipolaridad en la geopolítica global, la irrupción de nuevas potencias, como China, la India y Brasil, o la recuperación por la fuerza de la guerra de un relevancia internacional antes perdida por Rusia. Los distintos polos que se enfrentan conviven con la alternativa débil del multilateralismo, término empleado en las relaciones internacionales para aludir a la acción conjunta de cooperación en torno a una cuestión específica por parte de varios países. La OMS (Organización Mundial de la Salud), o la ONU son multilaterales. En términos históricos, los países o poderes intermedios, como Australia, Canadá, Suiza, la UE, los países nórdicos, Argentina o Brasil, han sido los principales impulsores de lo multilateral, frente a la tendencia unilateral de las naciones más fuertes.
En el siglo XX, la geopolítica de la confrontación imperial, con sus propios intereses, continúa la construcción de lo imperial del siglo anterior. Entonces, el Imperio británico dominaba los mares; su colonia de la India era literalmente la joya de la corona de la Reina Victoria. En ese escenario aparece otra expresión que alude, fuertemente, a tensiones geopolíticas y relaciones internacionales: el Gran Juego. La expresión se usó para describir la lucha por el control de Asia Central y el Cáucaso por el Imperio ruso y el Imperio británico en el siglo XIX. El término fue acuñado por Arthur Conolly, militar y oficial de inteligencia británico, para luego ser popularizada por el escritor Rudyard Kipling, en su novela Kim, de 1901. A la rivalidad anglo-rusa los rusos la llamaban «El Torneo de las Sombras». El «Gran Juego» también se aplicó al contexto del Lejano Oriente, a una China entonces debilitada, ante la que las potencias occidentales competían para obtener mejores ventajas. La expresión, en su momento, tuvo un status parecido al de la «Guerra Fría», dado que durante toda la tensión, británicos y rusos nunca se enfrentaron salvo durante de la Guerra de Crimea (1850-53).
El Imperio británico aspiraba a extender el Imperio Indio, mientras que el Imperio ruso buscaba tener acceso al Océano Índico, lo mismo que a las riquezas minerales de Asia Central. La carrera por la supremacía comenzó y duró entre 1813 a 1907. Cuando las fronteras de ambos imperios se acercaron especialmente en el Pamir, acordaron crear un llamado «estado tapón » en Afganistán.
A comienzos del siglo XX, británicos y rusos sufrieron escenarios adversos que los llevaron a poner fin a su Gran Juego. Los británicos debieron concentrarse en la Segunda Guerra de los Bóers (1899-1902), en tanto que los rusos fueron derrotados en la guerra ruso-japonesa (1904-1905), y el zarismo padeció las zozobras de la Revolución rusa de 1905. Además del ya creado Afganistán, Persia y el Tibet, como otros estados tapón, también aseguraron un equilibrio de poder que condujo a la firma del Tratado Anglo-Ruso de Mutua Cordialidad el 31 de agosto de 1907.
La Primera Guerra Mundial rehabilitó el infierno bélico por los intereses respectivos de Inglaterra y Francia aliadas luego también con Estados Unidos, la Triple Entente, y el imperio zarista ruso. Alianza contra los imperios centrales de Alemania, los austro-húngaros y el Imperio turco-otomano. En la Segunda Guerra Mundial, además de nuevas ideologías, lo geográfico fue factor candente de conflictividad. El nazismo en Alemania reclamaba más territorio desde la doctrina del «espacio vital»; la Italia fascista soñaba con restablecer las glorias del Imperio romano; el militarismo japonés, ávido de un Imperio del Sol naciente como gran potencia geopolítica en Asia, necesitaba el dominio del Pacífico.
Y el estalinismo comunista soviético que, por la imposición de la coyuntura, se alió con las democracias liberales, sus enemigos ideológicos. Enemistad que luego de los acuerdos de Yalta y Postman, dividió el mundo mundo en la geopolítica bipolar del enfrentamiento entre Occidente, encabezado por Estados Unidos, y la ex Unión soviética extendida sobre Europa del Oeste, y blindada por el Pacto de Varsovia.
La expresión que antes comentamos sobre la tensión anglo rusa del siglo XIX, en realidad continuó. Luego de la creación de la URSS, el «Gran Juego» adquirió una dimensión global y ya no solo asiática. El gran juego devino triangular: con un polo liberal salido de «la Triple Entente», que luego se convirtió en los «Aliados» occidentales; y el «Eje», del polo fascista italiano, nazi alemán y gran japonés.
En la posguerra, las relaciones internaciones en la geopolítica bipolar Occidental-soviética, siempre trazaron un dibujo que hoy continúa: el imperativo de la seguridad, la contención y la disuasión. La caída del muro de Berlín, en 1989, significó el fin de la Guerra Fría de entonces, y la consiguiente autodisolución de la Unión soviética y la proyección de Estados Unidos como única gran potencia, y su consiguiente geopolítica unipolar, con un Obama que declaró que Rusia era solo una potencia regional. En el siglo XXI, Putin anunció en la conferencia de Múnich que el mundo debía convertirse en una realidad multipolar, y con Rusia como unos de sus polos más gravitantes. Y desde esa pretensión mejor se comprende algunas de las causas profundas de la guerra ruso-ucraniana desatada en 2022 (2).
5. Las múltiples formas de la guerra

La guerra como forma de ser en el mundo no es solo «las fuerzas de aire, tierra y mar», sino una hiedra de muchos brazos. El brazo más conocido es el de las fuerzas armadas convencionales, pero ahora la guerra es organismo múltiple y complejo. Hoy deviene en tres posible formas arquetípicas que absorben muchas otras modalidades particulares de guerras contemporáneas. Esas formas bélicas sintetizadoras son la guerra híbrida, asimétrica, y proxi.
La guerra híbrida o múltiple une la fuerza convencional con medios bélicos irregulares como la insurgencia, el terrorismo; la guerra cibernética con el propósito de desbaratar los ordenadores y redes informáticas de Estados enemigos; la propaganda, y la intervención electoral en el extranjero. O la guerra psicológica para erosionar la moral de los enemigos; y la guerra ambiental, y su propósito de destruir recursos ambientales de la nación rival; o la guerra financiera para dominar el sistema bancario o el mercado de valores del enemigo.
La guerra tecnológica, como parte no convencional de la dinámica híbrida de las contiendas, consiste en la confrontación entre países o grupos por la supremacía en las tecnologías estratégicas y de vanguardia, relacionadas con la ciberseguridad, producción de armas y la fundamental disputa por la vanguardia de la inteligencia artificial (como entre la IA occidental OpenAi y la china DeepSeek, por ejemplo); y los semiconductores, los materiales que conducen o aíslan la electricidad mediante silicio o selenio principalmente, esenciales para la fabricación de dispositivos electrónicos, de computadoras, transistores, células solares, circuitos integrados, sensores y baterías.
Los semiconductores permiten la fabricación de chips y los microprocesadores (circuitos integrados a base de chips de silicio como material semiconductor). La tecnología de los microprocesadores ha cambiado la historia. La lucha por su control deriva en la llamada guerra de los chips como es analizado en un específico libro dedicado a la cuestión por Chris Miller, donde afirma:
“Todos los botones del iPhone, cada correo electrónico, fotografía y vídeo de YouTube, se expresan en último término como largas cadenas de unos y ceros. Pero esos números no existen realmente. Son expresiones de una corriente eléctrica encendida (un uno) o apagada (un cero). Un chip es una retícula de millones o miles de millones de transistores, diminutos interruptores eléctricos que se abren o se cierran para procesar esas cifras, recordarlas y convertir las sensaciones del mundo real, como son las imágenes, los sonidos y las ondas de radio, en millones y millones de unos y ceros” (3)
Los contenidos materiales y sensoriales del mundo, las imágenes, sonidos y ondas de radio se convierten en inmensidades de unos y ceros; es decir en matemáticas que dan información y orden a lo que circula en una corriente eléctrica continua. Los chips son los «ladrillos» de la arquitectura invisible que permite las comunicaciones digitales. Por eso, hoy, un aspecto importante de la tensión geopolítica es la disputa por el control del mercado de semiconductores por Taiwán, Corea, China, Europa y Estados Unidos (las empresas más importantes de este sector de los norteamericanos son Intel, NVDIA y AMD). Taiwán, con su empresa TSCM, produce la mayoría de los chips de alta performance. Hong Kong, Singapur también son productores importantes.
Tras el liderazgo taiwanés, Estados Unidos y China batallan en la competencia por los mejores chips. Como en otras tantas cuestiones, el avance chino, desde el control del Estado y empresas como SMIC, Huawei y el 5G, es innegable. También agrega C. Miller: “De proseguir la tendencia de finales de la década, en 2030 la industria china de chips podría competir con Silicon Valley en términos de influencia. No solo se verían afectadas las tecnológicas y la balanza comercial; también cambiaría el equilibrio de fuerzas militares.”
El nervio central de la sociedad informatizada contemporánea es la cadena de suministros de chips. De ahí que su dominio es de particular valor estratégico. Esto al menos hasta que dichos chips sean reemplazados por la informática cuántica u otra gran innovación futura. Hoy por hoy, la lucha por esta tecnología alimenta una posible nueva Guerra Fría entre Washington y Beijing por el predomino sobre una industria electrónica que es parte de la guerra económica contemporánea.
Un modo de la guerra especial es también la guerra asimétrica. Esta carece de un frente determinado, y consiste en el choque entre un ejercito convencional y una fuerza insurgente que apela a la guerra de guerrillas, el terrorismo, la guerra sucia ( como las acciones represivas del gobierno mexicano, entre 1968 y 1980, contra organizaciones comunistas y socialistas). La intervención internacional en Afganistán e Irak es posible ejemplo de esta forma de conflicto. Y la beligerancia estallada entre Ucrania y Rusia responde a la guerra proxi, subsidiara, o por delegación. El tipo de confrontación entre dos o más potencias que se dirime no con la claridad de un choque frontal y no disfrazado, sino mediante terceros como sustitutos. Además de actual guerra ruso-ucraniana, muchas otras se ajusta al parámetro subsidiario, como entre muchas otras, las guerras de Corea, Vietnam, la guerra civil siria, o la guerra civil yemení, o el uso de Irán de Hezbolá y Hamas para su guerra con Israel.
Otro ejemplo de los modos de guerra sin restricciones o guerra irrestricta, o la «guerra sin limites», desarrollando en el libro de estrategia militar de dos coroneles del Ejército Popular de Liberación Chino, Qiao Liang y Wang Xiangsui, del año 1999, lo que explica su visión acotada a su momento histórico. Casi al comienzo del siglo XXI, los autores vuelven al concepto de guerra total dado que, para derrotar a Estados Unidos, un oponente tecnológicamente superior, se debía extender la guerra a todos los ámbitos, más allá del terreno exclusivamente bélico convencional, y con el propósito de evitar una acción militar directa. Así afirman: «mientras que estamos viendo una reducción relativa de la violencia militar, al mismo tiempo, definitivamente estamos viendo un aumento de la violencia en los ámbitos político, económico y tecnológico». La observación de la reducción de la violencia militar se debe al momento de publicación del libro. Este factor clara y lamentablemente ha cambiado hoy. pero sí se hace nítida la expansión del espíritu belicoso a la competencia tecnológica, o a la guerra económica arancelaria trumpiana. Pero estos autores ya veían un cambio, o más exactamente una ampliación de concepto de armas: “Nos encontramos en una etapa en la que un salto revolucionario hacia delante está teniendo lugar en las armas, pasando de los sistemas de armas simbolizados por la pólvora a los simbolizados por la información.»
Información y tecnología de avanzada se convierten en las conceptos clave de la guerra en su perspectiva, casi con toda seguridad trágica, en continuidad como guerra futura, acaso como guerra a distancia que apelará, además de drones (como ya lo hace) y soldados-robots, a sensores avanzados, información por diversas vías espaciales y cibernéticas, inteligencia artificial de vanguardia, y diversos tipos de armas autónomas. La guerra llevada a planos de sofisticación y letalidad cada vez mayores. Una situación que la razón indica que la humanidad debiera evitar, una superación para una paz real y el beneficio de las personas, pero que la logia de los intereses de naciones y bloques ideológicos, como siempre, impedirán.
LA GEOPOLÍTICA Y LA FILOSOFÍA ENTRE LA GUERRA INACABABLE Y EL CAMBIO POSTERGADO (SEGUNDA PARTE)

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