Tras Moby Dick. Símbolo y pensamiento en la caza de la ballena blanca

Por Esteban Ierardo 

Algunas obras son clásicas porque entregan un símbolo profundo, llenos de sentidos. Moby Dick es una de esas creaciones.

 I

Retrato de Melville por Joseph Oriel Eaton, óleo sobre lienzo, 1870

Lo mismo que Conrad, Melville trasladó a su literatura muchos recuerdos autobiográficos de su vida marinera. En 1819, en el mismo año del nacimiento de Walt Whitman, el futuro autor de Moby Dick nació en New York, hijo de una notoria familia de Boston. A los 18 años, era maestro en Pittsfield. Dos años después, se embarcó por primera vez. En su viaje inaugural recorrió el Atlántico Norte hasta su arribo a Liverpool. En 1841 navegó en el ballenero Acushnet (modelo del posterior Pequod de la novela). Uno año después, desertó en las Islas Marquesas. Se reembarcó y, en 1843, luego de arribar a Honululú, se enroló en la Fragata United States. Conoció entonces la dura disciplina de una nave militar. Decidió regresar finalmente a su vida en tierra. Ahora ya no navegaría por los mares, sino a través del oleaje de la escritura y la imaginación.

En 1846 publicó su primera obra, Taipi, y dos narraciones de viaje que complacieron al público. Su deslizamiento hacia una escritura con incrustaciones simbólicas comienza con Mardi, en 1849. En 1851 se publicó Moby Dick, dedicada a su entrañable amigo Nathaniel Hawthorne que, sólo un año antes, había publicado La letra escarlata. Luego Melville escribió también Batterley el escribiente, una suerte de preludio del absurdo y la rebelión ante el vacío existencial. Benito Cereno introduce una fina dimensión simbólica en el contexto de la esclavitud en declive y de la rebelión a bordo de una nave española. Y Billy Budd (obra a la que el gran compositor británico Benjamín Britten le dedicó una ópera). Budd es un marino que encarna la honestidad, el bien y la simpatía. En el buque Indomable es querido por todos, salvo por el maestro armero del barco, John Claggart, un frío emisario de la torva saña del mal. Claggart urde un complot en su contra. El Capitán Vere presiona para que Claggart haga públicos sus cargos contra Budd, para que éste pueda defenderse. Pero, al hacerlo, Budd tartamudea, e involuntariamente y al agitar los brazos, golpea con su frente en la cabeza de Claggart, quien cae muerto. Y aunque el capitán sabe de la inocencia de Budd, debe ahorcarlo. Así, en la turbulenta lucha entre el bien y el mal, la maldad, la fatalidad y el absurdo parecen haber conseguido su victoria.

. En 1857, Melville viajó a Tierra Santa, y escribió varios volúmenes «trascendentalistas». Su opus magnum nunca fue comprendida en su tiempo. Una particular reseña editada en The southern quartely review, en enero de 1852, es ejemplo de esa incomprensión (1). Su literatura adquirió una andadura intempestiva, lo que explica el olvido del gran público que padeció en sus últimos años. Durante muchos años, deambuló como anónimo empleado en la Aduana de Nueva York. Luego se retiró, beneficiado por una herencia de su esposa, y en 1891 el dedo de la muerte oprimió su corazón. Antes, siguieron también al mensajero de la guadaña, Thoreau, Hawthorne, Emerson y Emily Dickinson. Sólo un año después, Whitman iría a conocer los misterios de ultratumba.

 En el estilo de Moby Dick resuenan los ecos de Carlyle y Sir Thomas Browne. La elevación lírica, la ambición de una expresión simbólica o metafísica, hace recordar a Shakesperare, la tragedia esquilea, El Paraíso perdido miltoniano, el Caminar de un peregrino, de Bunyan, o la Canción del viejo marinero, de Coleridge. La elevada entonación del verbo melviniano abrumó al lector medio de su época, como lo haría hoy. Toda la obra es atravesada por un aparato de repetidas alusiones eruditas y bíblicas. Y Melville no se privó tampoco del placer de exponer su erudita sapiencia sobre la vida de los cetáceos. De ahí la inclusión de un extenso y virtual tratado de cetología en el capítulo XXXII, y un prólogo compuesto por numerosas citas de diversas fuentes sobre las ballenas, sus características y costumbres.

En el devenir de la obra, Ismael, el narrador, abandona por momentos la parcialidad de su visión personal, para luego saltar al lugar del narrador omnisciente. Ejemplo de una mirada que, con plástica agilidad, se desplaza desde la inmediatez hacia la palabra omnisciente. 

II.

Ismael, Jonás, y el púlpito-proa del padre Mupple

Momento en adaptación de Moby Dick por John Houston del discurso del Padre Mupple, interpretado por Orson Welles, en su púlpito-proa

La aventura de Moby Dick es narrada por el joven Ismael. Su nombre, como otros elementos de la novela, delatan el fuerte trasfondo bíblico de la obra (2). Ismael busca una gran aventura en el mar. Cuando el hombre vive en un estado de ensueño es atraído por el agua. Es la fascinación del amplio y salvaje horizonte marino. Por eso, el narrador pregunta: «¿Por qué, en vuestra primera travesía como pasajeros, sentisteis también un estremecimiento místico, cuando os dijeron que, en unión de vuestro barco, ya no estabais a la vista de la tierra?» (3).

Los antiguos no en vano estimaron al mar como lugar sagrado (4). La pasión romántica de Ismael por la aventura resplandece también cuando asegura:

«Estoy atormentando por el perenne prurito de las cosas remotas. Sueño con navegar por los mares prohibidos y abordar costas bárbaras» (5).

 En los mares prohibidos vive Moby Dick, la misteriosa ballena blanca; el esquivo cetáceo que aviva el odio ilimitado del capitán Ahab (6). El nombre del gran pez perseguido no es aclarado en la novela. Tal vez derive de un macho de cachalote denominado Mocha Dick, que se distinguía por sus ataques a barcos en el Océano Pacífico. La oscura significación de la ballena blanca recibe su preludio ante la imagen, de incierto tema, que Ismael encuentra en «La posada del Chorro». Allí, se encuentra un enorme óleo. En su centro flota «una masa negra, … prodigiosa». Aquella imagen será, en definitiva, un barco que navega en el Pacífico. Pero a esta conclusión se arriba «a fuerza de diligente estudio y de una serie de vistas sistemáticas y de averiguaciones cuidadosas entre los vecinos»(7).

  La dificultad para apreciar el motivo del cuadro preludia ya la cuestión de la oscuridad del sentido de la famosa ballena.

  El aura misteriosa, metafísica y trascendente de Moby Dick es prefigurada también por el discurso sobre Jonás del padre Mupple. Ismael llega hasta la capilla de New Bedford. Allí, el púlpito de la iglesia es una peculiar construcción: la proa de un barco. Hasta este retazo de mar en tierra se sube por una escalera de gatos. El padre Mupple ha sido marino en su juventud. Su púlpito-proa es ahora metáfora visible de su condición de piloto del dios vivo. Todo el universo es un gran barco. El predicador que se yergue en la proa debe justificar su condición de pregonero del verbo divino. Y el padre Mupple «ofreció una oración tan hondamente devota que parecía arrodillado y rezando en el fondo del mar» (8). Mupple (genialmente interpretado en el film de John Huston por Orson Welles) pronuncia su sermón sobre Jonás, el célebre profeta bíblico. Jonás es llamado primero por Dios para difundir su palabra en Nínive. Aceptar una misión sagrada es también una renuncia al propia ego. Jonás no quiere ese sacrificio. Entonces escapa. Se convierte en un «fugitivo de Dios». Se embarca. Una tempestad atrapa al navío. Todos temen el cercano hundimiento. Y Jonás entiende que él es la causa de la ira de los elementos. Para evitar el colapso final de la nave y la muerte de los marinos inocentes, se arroja a las aguas. Pero, allí, lo engulle la ballena. Y durante tres días y noches permanece en el vientre del gran pez, que lo escupe luego en la costa del mar. Dentro de su prisión cetácea, Jonás se transforma en un nuevo hombre. Ha pasado por un iniciación que cumple con el esquema arcaico iniciático tradicional: luego del primer nacimiento, donde el hombre vive encerrado en lo visible y lo aparente, se produce una «muerte simbólica» (en este caso en el vientre de la ballena), para luego renacer. Ya iniciado en nuevo conocimiento, Jonás acepta su destino. Y se convierte en profeta. Que anuncia al Dios vivo.

La impronta religiosa de la caza de la ballena blanca comienza a cobrar nitidez, asimismo, en la aparición del mendigo Elías (remisión indirecta al célebre profeta bíblico), quien le advierte a Ismael y a Quiqueg, antes de que éstos se embarquen en el Pequod, que su viaje será trágico. Sólo uno sobrevivirá, para luego relatar lo vivido.

 III.

El juramento para cazar a Moby Dick

En principio, Ahab posee razones personales para la gran cacería de la ballena blanca. Lo mueve la venganza convertida en monomaníaca obsesión. Moby Dick le arrebató su pierna. Ahora camina con una pierna de marfil de cachalote por su causa. Sin embargo, ¿por qué el desmesurado odio contra la ballena? El cuerdo y calculador Starbuck le objeta a Ahab: » irritarse contra una cosa estúpida, parece algo blasfemo» (9). Para Ahab el mundo no es un conjunto de apariencias. Tras lo aparente se oculta siempre una realidad inasible e impenetrable. «Todos los objetos visibles son solamente máscaras de cartón-piedra»(10). Tras la máscara visible palpita algo inescrutable. La verdadera ballena blanca es lo oculto. Es misterio de lo errante y esquivo; incógnita inasible que destila ira en el ceño fruncido del capitán lisiado.

Y Ahab inocula en la tripulación del Pequod su odio hacia ballena blanca. El primero en anunciar su silueta recibirá el premio de una onza de oro española. Ahad resucita una antigua costumbre marinera de sus antepasados pescadores. La práctica del juramento. Todos los marinos y los oficiales Strubb y Flask ( no Starbuk), terminan por ceder ante su aspecto «recio, firme y místico». Se acogen al hechizo del juramento. Juran mientras en sus oídos cimbran las palabras altisonantes: «Bebed y jurad, hombre que tripuláis la mortal proa de la lancha ballenera. ¡Muerte a Moby Dick! ¡Dios nos dé caza a todos si no damos caza a Moby Dick hasta matarla!»(11).  Y el capitán consigue que todos sus hombres sientan su reto como algo propio. Apela a la avidez de la caza y conquista que hierve en la frente de sus marinos. Por eso les asegura: «No os doy órdenes, vosotros lo queréis».

 Ahab cree ciegamente en su misión sagrada. Es un cruzado, quizá un místico confundido. ¿Pero realmente está confundido? Sabe con claridad que algo demoníaco lo devora. Él es la «locura enloquecida», es el profeta que debe realizar su profecía. Sabe que porta una corona, la corona de hierro lombarda, la corona que la tradición cree que fue forjada con un clavo de la crucifixión de Cristo. Ahab sabe que en su meta no hay delicias, descansos o instantes de deleite. Su camino es inflexible como el metal. «Nada es obstáculo… para el camino de hierro» (12).

 El capitán no piensa en regresos felices a casa, en el reposo amable en tierra, o en la experiencia de la madurez que siente el momento de repartir su sabiduría a otros. Las motivaciones de la empresa de Ahad son muy diferentes a las de Quiqueg. 

En «La posada del chorro», antes por consiguiente del embarco, Ismael comparte una habitación con Quiqueg. En el capítulo X, El amigo entrañable, y luego en el capítulo XII, Melville traza el semblante de Quiqueg, hijo de un rey de una imaginaria isla en el Oeste de Rokovoko. Quiqueg se embarca con el deseo de conocer las tierras de la cristiandad. Logra ser aceptado en un barco al fin, y se convierte en un marino ballenero, en un hábil lanzador del arpón. Quiqueg es el noble salvaje que «…comía …y bebía a fondo el abundante elemento del aire, y a través de sus aletas ensanchadas inhalaba la sublime vida de los mundos. Ni de carne ni de pan se hacen y se nutren los gigantes» (13). Fiel expresión de la subjetividad arcaica, Quiqueg vive en la fusión con la vitalidad natural. Su mente no se ha convertido aún en intelecto que analiza y separa. El vigor corpóreo de Quiqueg es concentración de la potencia de los elementos. Y su cuerpo luce numerosos tatuajes. Y es silencioso. Con aire poco amistoso. Pero se abre a una firme amistad con Ismael. El verdadero propósito de Quiqueg es conocer lo otro, lo distinto, para después volver a casa e iluminar a los suyos con nuevos conocimientos. Como Pedro el grande. Su intención es atravesar lo diferente, para después regresar a su origen y repartir dones entre su pueblo. Viaje de ida y regreso. Periplo muy distinto, en apariencia, al de Ahab, quien busca cazar y matar. Y luego de cumplida su meta, el hecho de regresar o no, no agrega ni quita ninguna hoja al árbol ya maduro.

Quiqueg y su conciente aventura arponera en busca de un futuro provechoso para los suyos contrasta asimismo con la rudeza elemental de Tashtego, o de Ahasvero Daggoo. Tashtego es un indio puro procedente de una aldea cercana de Nantucket. Antes seguía el rastro de los animales salvajes de los bosques; ahora, desde su función de escudero del segundo oficial, Stubb, persigue las estelas de las ballenas en el mar. Daggoo, otro arponero, es «un gigantesco salvaje negro como el carbón», semejante por su aspecto a Ahasvero, rey de los persas (mencionado en El libro de Ester), que gobernó de India a Etiopía. Su recia musculatura deambula intimidante por cubierta y conserva todas sus «virtudes bárbaras». La rareza de Quiqueg convive también con la de Fedallah, el escudero del capitán Ahab, siempre con su pelo envuelto por un turbante, señal de su origen oriental. Fedallah será hasta el final un misterio. Su presencia parece ejercer una influencia extraña sobre Ahad, y hasta quizá «una autoridad sobre él».

Y entre la nobleza de Quiqueg, la rudeza de Tashtego y Daggoo, y el misterio de Fedallah, late la singularidad del marino más desválido e inofensivo, el negrito Pip, siempre ávido de sacudir su pandereta con un gesto risueño. Pero, este personaje, como luego veremos, adquiere una inesperada dimensión trascendente.

Dibujo que reproduce vista el siglo XIX de Nantucket el principal puerto ballenero del mundo. De aquí partió el Pequod, el barco ballenero del capitán Ahad hacia la caza de Moby Dick. 
El puerto de Nantucket hoy (Foto tripadvisor.co.nz )

IV.

La furiosa cacería de la ballena blanca por Ahab difiere también, por ejemplo, del pescador de El viejo y el mar de Ernest Hemingway. Aquí el viejo pescador cultiva una relación de hermandad y respeto con su presa, y no de odio incontenible.

  En su compleja personalidad, Ahab amalgama el desprecio por el placer del puritanismo, y la osadía de un titanismo romántico. El puritanismo posee un importante protagonismo en los orígenes de Estados Unidos. En el siglo XVII, los estuardos católicos gobernaban Inglaterra. Bajo su dominio, se prohibió el anglicanismo, el culto protestante creado por Enrique VIII, y se persiguió a los seguidores de Calvino. En búsqueda de nuevas tierras donde vivir libremente su religión, un grupo de calvinistas ingleses, 102 hombres, mujeres y niños, se embarcaron en el velero Mayflower, en 1620. Luego de desembarcar en la costa este de Estados Unidos, tuvieron una activa participación en la fundación de las trece colonias, matriz de la organización cultural del país del norte. Los calvinistas se caracterizaban por una agobiante vigilancia moral. La rígida ética calvinista exudaba un celo fanático. Mucho del fanatismo calvinista, que no aceptaba ninguna alteración o desviación del deber, parece trepar por las adustas facciones del capitán Ahab.

   Pero la rigidez puritana de Ahab convive con la aspiración titánica a una experiencia de valor absoluto. En la persecución del gran pez se desvanece toda conciencia de la desigualdad de fuerzas entre el absoluto (con forma de ballena blanca) y los cazadores humanos. Prometeo sabía de su desigualdad para enfrentar a Zeus. Pero esto no lo hizo recular en su titánico desafío. Dio el fuego a los hombres, sus protegidos. Y padeció su castigo. Pero cumplió su misión. El dolor y el padecimiento se empequeñecen ante lo titánico que gusta saltar a lo absoluto.

  El titanismo prometeico de Ahab nunca vería un fracaso en su muerte, si éste es el camino para llegar a los ojos del dios blanco que vive en el fondo de las aguas. Ahad participa así de la vehemencia titánica de los personajes románticos que ansían el reencuentro con una pérdida totalidad. Es el caso de diversos ejemplos de la literatura romántica, como Mikhail Kohlhaas, personaje de la novela homónima de Heinrich von Kleist (14); el Hyperion de Hölderlin (15), o Los bandidos de Schiller (16); o, en el orden pictórico romántico, El monje ante el mar, de Kaspar David Friedrich (17). Y acaso este impulso titánico, en la época de la redacción y publicación de Moby Dick, fue también alimentado por el lanzamiento de Estados Unidos a la conquista del Oeste con sus inmensas praderas. Una expansión territorial teñida con aires de epopeya.

 V.

Imagen de la adaptación de Moby Dick por John Houston: el capitán Ahad (Gregory Peck) y Starbuk (Leo Genn) el oficial inquisidor a bordo, que sospecha del fanatismo del Ahad en su persecución de la ballena blanca.

Starbuck es la contracara del místico titanismo de Ahab. El primer oficial se piensa religioso, aunque vive dentro de un estricto realismo, un descolorido pragmatismo. Starbuck atiende únicamente a la inmediatez. La ballena sólo es una criatura irracional, cuyo destino es proveer aceite, y una paga para los marinos. Ahab lo obliga a enfrentarse con la negación de su pensamiento calculador. Frente al capitán de la pierna de cachalote, Starbuck siente que su lógica estalla, pues «…ha hecho saltar toda mi razón» (18). Starbuck sólo ve en Ahad a un horrible viejo, que desvía a sus hombres hacia una acción injuriosa, aberrante, «pagana», y que convierte a la ballena en un «semidios diabólico» (19). Aun a su pesar, Starbuck no podrá librarse de la turbulencia caótica. Tendrá que padecer la contradicción de «obedecer rebelándome y peor aún, odiar con un toque de compasión» (20). Mientras que Ahab y sus hombres no conocen la vacilación, Starbuck navega golpeado por dos senderos contrapuestos. Por un lado el cumplimiento de su función dentro de un barco ballenero y, por el otro, el ser arrastrado por una voluntad (la de Ahab) que prefiere lo infernal antes que la sola y terrenal meta de satisfacer las necesidades de la civilización, o de un salario.

   Y Starbuck es el que empieza a percibir el horror que late en la vida; pero sabe, con incuestionable certeza, que «yo no soy eso; ese horror está fuera de mí» (21). Lo horroroso que irradia el capitán obsesionado lo obliga a aferrarse a su espíritu racional, a su temperamento lógico, que no combate por alguna forma esquiva de absoluto, sino por perdurar en una mirada donde la ballena no es símbolo, sino ruda simplicidad.

VI

La lucha de Ahab contra la ballena blanca es asimilable a un esquema mítico ancestral: la dracomaquia, el combate del héroe contra el dragón como criatura acuática. En la imaginación arcaica, el mar es región de un caos primario, y de una realidad potencial, aún no manifestada. El dragón (vinculado también con la serpiente) es protector del sustrato amorfo de lo real. El dios, o el héroe solar, debe batallar y matar al monstruo marino para consumar el paso del no ser (vinculado con el caos) al mundo creado. Este significado mítico axial se repite en numerosas expresiones de la dracomaquia arquetípica. En el Antiguo Egipto, Ra y Horus combaten contra Apofis (Apep para los egipcios) (22). En un mar oscuro, según el Enuma Elisch, el héroe sumerio Marduk vence a Tiamat, monstruo marino, y con sus partes crea el mundo (23). Indra (24) se enfrenta al dragón Vrita que retiene las aguas y, según el Rig Veda IV,17, 1-3, el dios védico del rayo y la guerra: «dio muerte a Vritra con su arma-rayo (vajra), exultante, y una vez muerto su dueño, las aguas comenzaron a fluir velozmente». En el Japón el héroe Susano Wo combate al dragón octocéfalo Amatu-no Oroshi. En la mitología escandinava se produce el célebre combate entre la Serpiente de Midgar (Midgardschlange), o Serpiente del mundo (Weltschlange), contra el dios Thor que blande su martillo Miollnir («el triturador») o Thrudhamar («Martillo fuerte»). Midgar es afín a Loki, divinidad del mal y la mentira, de importante rol en la Ragnarokr, el «Ocaso de los dioses».  En una leyenda del Gilfaginning, Thor y el gigante Hymir, el señor de las regiones árticas, luchan contra Midgar, «el violento dragón venenoso». En el antiguo Israel, Yahveh enfrenta la tenebrosa y húmeda presencia del Leviatán. Según el libro de Isaías, Yahveh «castigará … con su dura, grande y fuerte espada, a Leviatán, la serpiente huidiza, y a Leviatán, la serpiente tortuosa, y matará al dragón que hay en el mar» (Isaías, 27, 1). El monstruo marino que serpentea en las fauces abismales de lo líquido es alternativamente Leviatán, Behemoth, Tannín, Rahab. En el Libro de Job, 41, se describe al Leviatán como aquel cuyo lomo «son escudos en hileras, unidas con piedras selladas»; «reina el terror entre sus dientes»; «su corazón es duro como roca, resistente como piedra de molino»; y «transforma el abismo en hirviente caldera, cambia el mar en brasero». En el Salmo 73, la victoria de Yahveh sobre el monstruo derivará en potencia creadora, ordenadora. Yahveh es ahora el que divide el mar, y  «al Leviatán le quebraste las cabezas». Gracias al dominio sobre lo caótico, simbólicamente asociado con el Leviatán, se manifiesta la dinámica de la creación: «El día es tuyo y también la noche; pusiste en su lugar la luna y el sol». Creación que se consolida también con la acción de limitar, ordenar, y la generación de las estaciones: «Pusiste sus límites a la tierra, y formaste el invierno y el verano». 

  En el contexto del gnosticismo, en el Himno de la Perla, en las Actas de Tomás, un príncipe viaja desde su hogar en Oriente hasta Egipto. Pretende hallar una bella perla, que descansa en lo hondo del mar. En el tórrido país del Nilo, y bajo un estado hipnótico, el príncipe olvida su origen y la misión que debe cumplir. Recupera después la memoria, y se encuentra con el monstruo marino. Y, mediante la repetición encantatoria del nombre de su padre, sumerge a la bestia en un intenso sueño. Obtiene la perla y regresa victorioso a su morada oriental (25).

El combate contra el monstruo que vive en las aguas se reitera en numerosas tradiciones (26). Y la significación de la lucha contra el monstruo de lo líquido en el nivel cosmológico, como ya observamos, implica la trasmutación solar del líquido y oscuro magma inicial, en un orden diurno y luminoso. Pero el combate del héroe y la criatura acuática también amerita una hermenéutica antropológica, donde la lucha contra el monstruo marino representa la necesidad de enfrentar y matar al ego desmesurado que tiende a prevalecer en el hombre.

  El combate de Ahab contra Moby Dick es posible continuidad del significado cosmológico de la dracomaquia ancestral. Pero, en nuestra interpretación posterior, el movimiento que triunfa en la puja contra el ser imaginado por Melville no es la salida del caos (y su ausencia del ser, sat) hacia el orden y el ser, sino la impulsión contraria de regreso a la vida como el no ser (asat), como lugar donde lo real no es el ser como orden-ley, sino como impenetrable misterio abisal.

VII.

La cofa es la parte más alta de un navío. Desde esa altura, en un barco ballenero se otea continuamente la vastedad marina. La misión del marino apostado allí, es gritar la aparición de una ballena. En el capítulo XXXV de Moby Dick, se ensaya una interpretación filosófica de la visión del mar desde lo alto. Melville suele poner en relación los hechos del viaje del Pequod con conspicuos momentos o eventos de la historia de las culturas. Así, la cofa del navío del capitán Ahab se convierte en surtidor de una retahíla de asociaciones. El ver desde lo alto del mar, desde el extremo más elevado de un ballenero, posee precedentes en antiguas «cofas de tierra». La torre de Babel fue la más elevada cofa asiática. Pero su propósito era perverso. Trepar por el cielo para alcanzar el presunto trono divino e imponer allí el dominio humano. Por lo que la más alta cofa antigua, «legítima», son las pirámides egipcias. Melville repite la creencia arqueológica que avala que los egipcios construyeron observatorios astronómicos con la forma piramidal, con el fin de escrutar las estrellas. En la antigüedad, el cristianismo también construyó sus cofas como lugar de devoción o ascenso espiritual. El santo estilita era un ermitaño que vivió los últimos veinte años de su vida en lo alto de una enhiesta columna pétrea en el desierto. Todos los días subía la comida con un aparejo. Y a pesar de las cambiantes inclemencias del clima, el empedernido anacoreta nunca abandonó su pequeño y elevado hogar, desde donde siempre fue expectante testigo de alguna sacra revelación. En el mundo moderno, los habitantes de las altas cofas están libres de las inclemencias atmosféricas, porque sólo habitan allí bajo la forma de estatuas de bronce, hierro, o piedra. Es el caso de Napoleón sobre la columna de Vedome, o Washington en lo alto de su cofa de Baltimore, o el almirante Nelson en su propia cofa en el Trafalgar Square.

  Pero, a pesar de todas las comparaciones, la verdadera y única cofa es la del barco ballenero. En el clima apacible de los trópicos, ocupar el mirador del extremo del palo mayor puede ser fuente de una viva delectación para el marinero de sensibilidad soñadora. Frente a la amplitud del mar, el «barco avanza en un embriagante éxtasis».

Entonces, lentamente, la visión del apacible océano forja un especial estado de ánimo en el marino propenso al ensueño y la meditación. Es sugestivo como Melville relaciona el estado de ensoñación con la desaparición de los estímulos que, en la vida urbana moderna, provocan la dispersión de la conciencia. En la altura de la cofa no hay periódicos, no pululan los comentarios sobre la prosaica vida doméstica o las finanzas; y no hormiguea zozobra alguna sobre la alimentación porque las raciones para cada día de navegación están severamente estipuladas. En la vigía en los mares del sur, la contemplación sostenida de la amplitud marina contribuye a un lento olvido de la propia persona del observador. Ismael advierte que, luego de un largo tiempo en la cofa, el joven soñador siente que «el problema del universo empezaba a dar vueltas en torno a su cabeza». Entonces allí, en lo alto, si se es un joven de mirada profunda, de temperamento platónico, se «está más atento a pensamientos extraños que a la aparición de una ballena». Ismael recomienda entonces a los armadores de Nantucket que no elijan a muchachos en cuya pecho vibra, aun sin saberlo, el Fedón platónico antes que el Nuevo navegante practico americano, del matemático Nathaniel Bowith (27). Y esto porque estos «jóvenes platónicos» son más propensos a la meditación que al simple encargo de anunciar la irrupción de algún cetáceo entre las olas. Los jovenes soñadores instalados en lo alto, «esos distraídos jóvenes filósofos», no son pasibles de la decepción de Childe Harold, el personaje del poema homónimo byroniano, frente al torso siempre solitario del mar (28).

  Entonces, luego de tanto mar, cielo y olas, el joven platónico se sumerge en un profundo e inconciente ensueño; y, así, «pierde su identidad». Y en un instante inesperado, el bisoño contemplador regresa al origen, a la fuente de la existencia. Su alma se esparce como las cenizas de Thomas Cramer por todo el planeta (29). Y así el contemplador se convierte en lo contemplado, como en el tradicional camino místico, el alma se une con la totalidad. Fugaz experiencia mística, unitiva y emocional, semejante a la del filósofo platónico que asciende por los peldaños de la escalera de la belleza hasta llegar a un universo saturado por la idealidad de lo bello (30). El viaje de un barco ballenero sólo corresponde, en principio, a un propósito utilitario. Sin embargo, el joven platónico de la cofa, involuntariamente, cambia el fin pragmático de la caza de la ballena por el gozo de una experiencia trascendente. 

En el joven filósofo de Melville gravita también el influjo de la filosofía trascendental norteamericana. Bajo la inspiración de la metafísica alemana o el hinduismo, Emerson hablaba de la unión del alma con el universo (31). Para el Thoreau de Walden, o de Elogio de la vida salvaje, es esencial la reintegración de la finitud humana con la totalidad universal. En su solitario caminar por los bosques, por el océano terrestre donde las olas son árboles, y las espumas hojarascas, Thoreau sentía desdén por las instituciones, y por la altisonante importancia que el hombre se concede a sí mismo (32). 

El capítulo sobre la cofa y la visión desde la altura, en la práctica, es una suerte de manifiesto trascendentalista. En esta proyección del espíritu hacia al todo emerge la apertura a algo absoluto, que se complementa con la entonación prometeica y desmesurada de la misión que el capitán Ahab se autoatribuye. La embriagante contemplación del mar convierte al viaje del Pequod en travesía dentro del rumor de lo ilimitado.

  VIII.

La blancura de Moby Dick es enigma visible. Ismael no resiste la tentación de explorar el sentido de este misterio cromático. En el capítulo XLII se explora los sentidos ambivalentes de la blancura de la ballena.

La blancura es color de una esencial ambivalencia. Su primer manifestación es bienhechora, de elevación espiritual o dignidad real. El blanco es expresión de grandeza entre los reyes de Siam o de Perú, o en la bandera de los Hannover. El blanco es potestad de justicia en el armiño del juez, o en el cinturón blanco de los pieles rojas de América. El blanco es también «símbolo de fuerzas y purezas divinas». Melville, siempre pródigo de citas y alusiones culturales, alude a lo blanco como pureza en la adoración del fuego por los persas, el Zeus que se convierte en toro níveo, o el Perro Blanco sacrificado por los iroqueses en medio del invierno. El blanco de lo puro emerge asimismo en las túnicas sacerdotales, en los mantos blancos para los redimidos en la visión de San Juan (Apocalipsis, caps. 4 y 1). Mas, a pesar de todos estos perfiles elevados de lo blanco, «a pesar de todo este cúmulo de asociaciones con todo lo que es dulce, honroso y sublime, se esconde algo todavía en la más íntima idea de este color, que infunde más pánico al alma que la rojez alteradora de la sangre» (33). La blancura es hontanar de temor. Es lo terrorífico que resuma la presencia del Oso Blanco de las nevadas superficies árticas, los tiburones blancos de las regiones tropicales, o el albatros, como mensajero de una inminente destrucción al que le canta Coleridge (34). La belleza de lo blanco se aproxima a lo terrorífico en el Corcel Blanco de las Praderas, bello y terrorífico equino a la vez, que galopa en numerosas tradiciones indígenas del América del Norte. En el paso del hermoso cuadrúpedo «toda su blancura espiritual … le revestía de divinidad; y que esa divinidad… aunque imponiendo adoración, al mismo tiempo, producía cierto terror sin nombre» (35).

  El blanco exhala también su sesgo tenebroso a través de la palidez espectral, o el mar blanco de las regiones árticas; un mar que provocan en los marinos un «terror silencioso y supersticioso». Y Melville también recuerda el folklore de Europa central en torno al blanco, pálido y alto hombre de los bosques del Hartz. 

   Pero en ningún caso, el temor es sólo un efecto sensible en el espíritu humano. Lo terrorífico es también fuerza ontológica, un poder constituyente de la realidad, ya que «las esferas invisibles se formaron en terror» (36). A su vez, la sola expresión de la dualidad del blanco no explica su naturaleza o significado más profundo. En el final de su reflexión, Ismael arguye que el blanco es quizá expresión del vacío cósmico, sólo alumbrado en sus bordes por la vía láctea. O, segunda posibilidad: el blanco es realidad paradójica por ser un no-color, o quizá la síntesis de todos los colores. O el color blanco es tal vez sólo un barniz, un único tinte que salpica y colorea todas las sustancias. La vivacidad de los colores provocaría así la engañosa seducción de una prostituta que disfraza su vacío con un vestido de atrayentes oropeles.

Y la luz que desnuda la variedad cromática del universo es siempre blanca e incolora. La blancura de la luz enciende el engaño de los colores que, al seducir, ocultan la fuerza terrorífica. Que conspira contra la plenitud.

El blanco es esencial ambivalencia de lo bello, noble y agradable, y lo terrorífico de lo que engaña y anonada. Lo ambivalente de la blancura repite lo descubierto por Rudolfo Otto, en Lo santo: la ambivalencia del sentimiento religioso primario de la humanidad ante lo numinoso de lo real como misterio que fascina, y como el misterium tremendun, que aniquila y empequeñece.

IX.

Y no sólo el blanco es símbolo. También lo es la ballena que encarna la blancura. En el capítulo LVII, Melville sustrae a la ballena de los límites del mar, y la proyecta en la amplitud. La ballena no sólo habita en los mares; también vive en pinturas, o en los dientes de tiburón, donde las ballenas son talladas por los marinos con la habilidad de sus navajas. Y los balleneros también pueden contornear la imagen de los cetáceos en la madera de los castillos de proa.

Pero la presencia de la ballena adquiere su condición más sorpresiva cuando puede ser entrevista en el borde superior de elevados acantilados, o en las crestas de las montañas. O en las alturas celestes. Los antiguos encontraban en el cielo nocturno multitud de figuras mitológicas. Para la mirada de un marino, un Leviatán se agita entre los astros. Y frente a la proyección de la ballena en aquella lejanía cósmica, Ismael asegura que «bajo los refulgentes cielos antárticos, he embarcado en la Nave Argos, y me he unido a la persecución del Cetáceo de estrellas, más allá del último trecho del Hydrus y del Pez Volante» (37).

La ballena así es figura omnipresente. Su repetida presencia confirma su condición de símbolo de la totalidad.

Y todo marino ballenero se cubre con una dignidad de proporciones épicas-míticas. El mundo del mito provee a Melville de ilustres antecedentes de los balleneros. El monstruo que amenazaba a Andrómeda, y contra el que luchó Perseo, era una ballena. Y también contra feroces cetáceos combatieron San Jorge y Hércules. Y Jonás y Visnú también fueron gloriosos perseguidores de ballenas.  

X. 

Y la caza de la ballena es búsqueda religiosa. Desde la primera arenga de Ahad a sus hombres queda clara esa impronta. Antes de la cacería final, la religiosidad de la persecución de la ballena blanca vuelve a crujir en el largo parlamento de Ahab ante Starburk. Durante cuarenta años, Ahab ha batallado contra «los horrores de lo profundo». Ahora siente el peso de la soledad y la rareza de su misión extraña. Y junto a Starbuk se pregunta: «¿… qué emperador cruel e inexorable me manda..?» (38). La interrogación es sólo una estrategia para preparar una convicción contundente: hay un Dios que mueve el planeta o el sol, y no «puede girar una sola estrella sino por algún poder invisible». Un Dios hace latir el corazón del viejo Ahab. Y hay un Dios que le impone un fin, una meta, con la misma necesidad con que determina el movimiento de las estrellas.

Para una óptica cristiana, Ahab (como el Acab bíblico)  es tentado por un falso Dios, por una divinidad de la venganza, que exige la persecución implacable y un odio sin mitigación. Esta equivocada elección de lo divino sería muy próxima, aparentemente, a la rebeldía diabólica ante el dios del amor y el perdón. Pero, según nuestra inminente interpretación, no se advierte quizá que la divinidad obsesiva de la venganza, del juramento de caza y muerte, es sólo una máscara, un preludio para la recuperación de la comunión con un plano divino anterior al de la revelación bíblica… 

    Y durante tres días se sucede la cacería final.

Tres jornadas para la caza y el desenlace. Tres días y noches Jonás estuvo dentro de la ballena, para su renacimiento e iniciación. Tres giros del sol donde la ballena emerge, vuelve a hundirse y reaparece entre las contorsiones espumosas de las olas. Ahab siempre guía el bote con los arpones filosos y letales. Durante las arengas, su presencia, siempre hipnótica, espolvorea todo con un brillo áspero de tragedia griega.

   Y, en la última jornada, la ballena herida, resentida, con ansia de venganza, se lanza contra la proa del Pequod. El navío se resiste. Muerde la temblequeante dermis de las aguas, pero, finalmente, inicia su viaje hacia el silencioso lecho marino (39).

   Y Ahab lanza su último golpe de arpón. Arde su última llama con el grito: «Al fin lucho contigo, desde el corazón del infierno de hierro, por odio te escupo mi último aliento» (40). Ahab es estrangulado por un lazo. Y se sumerge, para ya no emerger, al oscuro y líquido hogar de Moby Dick.

 Y luego del final del drama, subsiste la duda: ¿qué perseguía Ahad al perseguir a la ballena blanca? Antes aludimos al combate Ahab-Moby Dick como reiteración-prolongación de la dracomaquia primordial. El héroe batalla para sojuzgar al dragón del caos, para así trasmutar lo amorfo líquido, protegido por el monstruo marino, en orden universal, en ley y mundo. Pero la lucha del capitán monomaníaco contra la ballena blanca sólo posee una afinidad formal con este esquema mítico. La significación profunda del combate, estimamos, transcurre por otra senda.

    Ahora, intentaremos pensar esa otra senda: en su Pensar la religión, Eugenio Trías sistematiza tres posibles principios de la vida religiosa (41). Primero es el misterio salvaje de la realidad como abismo, como fuente abismal. Esa fuente es el reino de la noche, o el oscuro vientre de la diosa-tierra desde el que surge la vida. Luego, es la Ley que impone el héroe o la divinidad luminosa (como el Yahveh veterotestamentario) en su lucha y victoria contra el femenino magma primario (42). Pero la estabilidad y claridad de un universo ordenado por la Ley niega la realidad como un libre devenir. Surge entonces el tercer término de la dinámica religiosa: el regreso a la fuente (la realidad del misterioso libre devenir) mediante un mensajero o salvador que recupera el puente o comunicación con el manantial olvidado. Es el retorno a la fuente abismal, respecto a la que el hombre de la religión de la Ley es un exiliado. El mundo de la Ley separa al sujeto de la fuente no humana de la realidad. Y en la fuente no es el ser, como ley, orden, sino el no-ser profundo; y por no-ser entendemos aquí el poderoso enigma de la realidad que fluye libre de cualquier sofocante legalidad.

   Ahab es un mensajero. Pero no es el mensajero del Dios de la Ley, sino del retorno al misterio de la fuente. El mal es lo que expulsa e impide el recuentro del humano con el abismo-fuente. Ahab es mutilado por la ballena. Acción de mutilación que es también expulsión. Exilio. El hombre bajo la cultura de la Ley (del monoteísmo judeocristiano) ha sido exiliado de un libre devenir sin Ley. Esa expulsión es una mutilación (analógicamente representada por la mutilación física de Ahab), y es lo que alimenta la angustia del exiliado, su odio, que es también desesperación por el regreso a una profundidad velada.

   Ahab, hombre exiliado del Occidente moderno lucha por cazar la fuente esquiva e indescifrable, de la que hemos sido expulsados, exiliados, por la Ley. Ahab, hijo de la tradición occidental, sólo puede regresar a la fuente mediante la agresividad, el resentimiento, el afán de conquista. La caza. El desquite. Ahab lo manifestó en su momento: todo lo visible es máscara, disfraz. La ballena blanca no es un pez, es corporeización simbólica del Dios padre, de la Ley que mutila, expulsa y prohíbe el camino de regreso a la fuente inicial, que vive simbólicamente replegada en las profundidades. La caza de la ballena es demolición de la ley-prohibición que separa de la intensidad real o absoluta del ser. Por eso, el cazador Ahab parece sujeto demoníaco y blasfemo que se rebela ante el orden de la divinidad ortodoxa en la que cree Starbuck. Ahab repite la rebelión de los gnósticos frente al Dios carcelario e ilusionista del Antiguo Testamento.

 Y Ahab aparentemente perece; aparentemente sufre una derrota definitiva. Pero Ahab vuelve al fondo del mar, sitio simbólico del abismo-fuente, lugar de donde fuimos expulsados por los múltiples gritos dogmáticos de la Ley. La única forma de superar la distancia entre el hombre exiliado y la fuente madre es el sacrificio de la individualidad separada. No se puede entrar en el magma del comienzo blandiendo el arpón de un ego que amenaza y ataca. La única esperanza para el cazador del abismo es su inmersión en la profundidad acuática, su disolución en la fuente abismal.

Pero no sólo Ahab regresa. Toda la tripulación del Pequod (salvo Ismael) acomete el descenso. La tripulación del ballenero está integrada por marinos de diversas latitudes. En el capítulo XL, en un canto compartido, en medianoche, en el castillo de proa, se advierte esa diversidad cuando, en sucesión, numerosos marinos de distintos países sobresalen como primera voz del coro entre los movimientos de pandereta del negrito Pip. La multitud de nacionalidades parece cifra de lo cosmopolita, de la universalidad de lo humano. El descenso final a la profundidad marina de la tripulación del Pequod no es un naufragio más. Es tal vez el cifrado retorno de la humanidad diversa a la libre y extraña realidad donde no domina la Ley de la imposición y el castigo.

Y antes de Ahab o la tripulación ecuménica del Pequod, el tripulante en apariencia más insignificante, Pip, en el capítulo XCIII, había hecho ya su descenso, que quizá era un preludio o anticipación del retorno a la fuente oscura y absoluta, a lo real del máximo valor. En un ballenero los individuos desmirriados deben quedar en cubierta. Siempre ocurría esto con Pip hasta que el remero de popa de Stubb se accidentó. El negrito tuvo que reemplazarlo en una de las lanchas cazadoras. Y cuando se agregó un nuevo momento en la cacería de los cetáceos, la lancha de Pip quedó aislada. Pip se convirtió entonces en un naúfrago. Luego fue rescatado, pero el mar «había ahogado el infinito de su alma»; el mar se había llevado su alma «viva allá abajo, a maravillosas profunidades…donde…la sirena Sabiduría revelaba sus tesoros amontonados» (43). Luego de esta inmersión en lo profundo de la verdad líquida y escondida, Pip veía a Dios en la «cárcola del telar», y lo llamaban «el loco». Pero el humilde negrito había ya entrevisto «un pensamiento celeste que para la razón es absurdo y frenético». Por su humildad y su presencia frágil, Pip es la contraposición de la adusta grandeza de Ahab. Pero antes del torvo y prometeico capitán, el negrito «en espíritu» había descendido a la profundidad donde, secreta, late la sabiduría, con «sus tesoros escondidos».

Y en el orden del símbolo siempre late la ambigüedad. Moby Dick, como símbolo, y como antes destacamos, también destila lo ambiguo. Primero, el blanco de la ballena es terror de la pérdida y la imposición. Pero, en su otro perfil opuesto y positivo, el blanco de la ballena es la rara belleza de un color que contiene y supera todos los colores, y que acaso anticipa el reencuentro del hombre con una profundidad perdida.

Citas:

(1) Aquí, un olvidado crítico señalaba: «En  las escenas en las que el cetáceo desempeña el principal papel activo o pasivo, el trazado y la acción alcanzan gran vigor o interés. En todo otro sentido, se trata de una triste mezcolanza, tediosa y sombría, o ridícula. Los cuáqueros del señor Melville son los más infelices necios y fatuos, y su enajenado capitón…es un montuoso pelma…Sus delirios, y los delirios de algunos personajes secundarios, y los delirios del mismo Melville, destinados a la elocuente exclamación, conforman un material que justificaría un mandamiento judicial de lunático contra todos los partícipes», citado en Prólogo de Jaime Rest a la traducción de Enrique Pezzoni de Moby Dick, Buenos Aires, ed. sudamericana, 1970, p.20.

(2) Sobre el significado simbólico de Ismael en las Biblia Génesis, 16,1-16, 18-25; 21,6-21; 25, 9-17.  

(3) Herman Melville, Moby Dick, Buenos Aires, ed. Planeta, publicado en Biblioteca La Nación, p.25; traducción de José María Valverde, catedrático de la Universidad de Barcelona. Todas las citas de la obra que consignaremos en el texto proceden de esta versión española, pero también, en lengua castellana, es muy recomendable la traducción de Enrique Pezzoni, editada por ed. Sudamericana.

(4) Sobre el simbolismo acuático, con su relación con cosmogonías acuáticas, puede consultarse Mircea Eliade, «Las aguas y el simbolismo acuático», en Tratado de historia de las religiones, México, Biblioteca Era, pp. 178-200.

(5) Herman Melville, Moby Dick, op.cit., p.28.

(6) El nombre del capitán Ahab está emparentado con Acab, en hebreo «hermano del padre.» Acab fue el séptimo rey de Israel, que sucedió a su padre Omri en el año 918 a.C. y reinó veintidós años. En Samaria levantó un templo consagrado a Baal, y persiguió a los profetas de Dios. En la Biblia se asegura que despertó la ira de Dios en una proporción nunca antes provocada por ninguno de los reyes anteriores a él.

(7) Ibid.,p.33.

(8) Ibid.p.63.

(9) Ibid.,p.193

(10) Ibid.

(11) Ibid., p.163.

(12) Ibid, p.198.

(13) Ibid., p. 179-80.

(14)  Mikhail Kohlhaas, personaje de la novela homónima de Heinrich von Kleist. Kohlhaas convierte una venganza familiar en un necesario acto de justicia cósmica. 

(15) En el Hiperion de Holderlin, el personaje homónimo, cual si fuera Lord Byron, puja por la independencia de la Grecia moderna respecto al poder turco, aunque los viejos ideales atenienses por los que el héroe batalla no son ya los de los griegos modernos. Ver Friedrich Holderlin, Hiperión, Buenos Aires, ed. Marymar. 

(16) En Los bandidos de Schiller, unos personajes épicos, a fin de defender la libertad individual, se resisten a los tentáculos de una legalidad universal que sofoca

(17) En El monje ante el mar, el gran pintor romántico Kaspar David Friedrich muestra en primer plano, una diminuta presencia humana, la del monje, frente a un gran cielo y el mar. El artista pretendió trasmitir la sensibilidad humana que se abre a lo infinito, y que acepta la imposibilidad de una equilibrada integración con lo infinito o absoluto en la modernidad donde el sujeto se escinde de la naturaleza. 

(18) Herman Melville, Moby Dick, op.cit., p.198

(19) Ibib., p.199.

(20) Ibib.

(21) Ibib.

(22) Ra y Horus combaten contra Apofis, este combate represente la batalla entre lo solar creador y el caos de lo oscuro y lo líquido. Así «… su salida (la del sol) ya no se veía como debida a una capacidad de renacer pasiva, sino como una batalla mantenida por el sol sobre su barca, navegando a través del cielo del día y por el mundo subterráneo de la noche. Su barca está, pues, tripulada por los dioses aliados y el enemigo es Apofis, la serpiente o el dragón de la oscuridad.»; en Henri Frankfort, en La religión de Antiguo Egipto, Barcelona, ed. Lartes, p.100-101.

(23) Ver la excelente edición Enuma Elisch. Poemas babilónico de la creación, Madrid, ed. Trotta, edición y traducción de Federico Lara Peinado.

(24) La victoria del héroe védico Indra sobre un dragón que retiene las aguas, se asemeja a la liberación y los límites que Yaveth le impone a las aguas: «Construiste la tierra sobre bases / tan firmes que jamás se moverán./ Tu la vestiste del mar como de un manto/ y sus aguas cubrían las montañas./ Se retiraron ante tu amenaza / y escaparon al ruido de tu trueno;/ por los cerros subían,/ bajaba a los valles / hasta el lugar que tú le señalaste «(Salmo 103, 5-8).

(25) Ver Fr. García Bazán, Gnosis. La esencia del dualismo gnóstico

(26)  Un excelente obra que compendia todas las principales figuras míticas de la dracomaquia en las diversas culturas y tradiciones mitológicas es Antonio Medrano, La lucha contra el dragón, Madrid, Ediciones Yatay. 

(27) El Nuevo navegante práctico americano, es obra del matemático, oriundo de Salem, Nathaniel Bowditch (1773-1838). 

(28) En el canto IV de Childe Harold, obra de Lord Byron, Harold manifiesta:  «¿Sigue moviéndote, hondo, sombrío mar azul!/ Vanamente diez mil balleneros te cruzan».

(29) Thomas Cramer (1489-1556) fue arzobispo de Canterbury. Murió quemado por orden de María Estuardo. La dispersión de sus cenizas estimula en Melville la imagen de un regreso panteísta del alma a la totalidad divina. 

(30) Ver el discurso de Diotima de Mantinea sobre el eros, que recuerda Sócrates, en  Platón, El banquete, ed. Gredos.

(31) Sobre el pensamiento de Emerson puede consultarse sus Ensayos (1841), o su otra gran obra: Hombres representativos (1847). 

(32) Así, Thoreau expresa: «No me interesan las filosofías del universo en las que le hombre y sus instituciones ocupan mucho lugar y absorben demasiada atención…El universo es más extenso que lo que uno siempre cree para albergar al hombre»; en Henry David Thoreau, Elogio de la vida salvaje, Buenos Aires, Rinzai, p.54.

(33)  H. Melville, Moby Dick, op.cit., p.200

(34) Ver La canción del Viejo Marinero, de Samuel Taylor Coleridge.

(35) H. Melville, Moby Dick, op.cit., p.22-23.

(36) Ibid., p.227.

(37) Ibid. p.321.

(38) Ibid., p. 587.

(39) En el 1820, el ballenero Essex fue hundido por un cachalote. Es un ejemplo histórico de un embarcación ballenera destruida por la supuesta víctima de los arpones. Este episodio seguramente inspiró la arremetida mortal de Moby Dick contra el Pequod

(40) H. Melville, Moby Dick, op.cit., p.168

(41) Eugenio Trías,»Los tres principios de la experiencia religiosa», en Pensar la religión, Buenos Aires, ed. Altamira, pp.57-75.

(42) En el capítulo donde se describe la gran tormenta, Ahab celebra el «poder sin lenguaje ni lugar» de los rayos, de la luz del fuego celeste. El enigma es destacada a propósito de la luz de la tormenta porque «Tú no sabes cómo has nacido, y por ello te llamas inengendrado; ciertamente, no conoces tu comienzo, y por ellos te llamas incomenzado». Pero este enigma del fuego paterno, «tú sólo eres mi padre feroz», dice Ahad, convive con otro enigma «a mi dulce madre no la conozco». Esa madre no conocida podría quizá ser enlazada con el enigma del abismo creador originario de lo líquido, de lo inicial. 

(43) H. Melville, Moby Dick, op.cit., p.460.

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