Por Esteban Ierardo
El film La mirada de Ulises (1995) del griego Theo Angelopoulos es una obra quizá atípica en esta edad sin grandes anhelos trascendentes. Un viajero, variación del héroe mítico Ulises, se lanza a la busca de una mirada primera, de unas cintas de los hermanos Manakis, pioneros de la fotografía y el cine en los Balcanes. Una película de un cine poético que propone un viaje artístico hacia lo originario.
Todo lo que es viaja. Viaja el aire y el agua por la tierra; viaja el esférico planeta azul en el espacio vacío. Y los hombres viajan de distintas maneras. Y viaje el héroe. Su viaje es regreso al origen; travesía que recupera la mañana radiante, algo prístino y embriagante.
En la antigua saga homérica, Ulises abandona su hogar. Sale del propio origen para, en la lejanía, encontrar la gloria en la Troya destruida, gracias al ingenio del célebre Caballo. Luego de la victoria de las armas, el griego recuerda que, para ser plenamente, se debe volver al principio, a su hogar, a Itaca. Ulises quiere su reino, el reencuentro con su hijo, Telémaco, y su esposa, la fiel Penélope. El héroe debe volver a su origen perdido en Itaca, volver para cerrar el círculo de su viaje, y para restituirse el origen perdido en la patria, en la geografía que acoge y da sentido. Allí, podrá realizarse y brillar.
En La mirada de Ulises, de Theo Angelopoulos, se tejen isomorfismos entre el poema homérico y la aventura del director de cine «A», protagonizado por Harvey Keitel (La lección de piano). Pero el viaje de Keitel-«A» no es a través de un mar henchido de olas y seres mitológicos. Su camino es la tierra de los Balcanes, hervidero de dolor y guerra. Son dos viajes distintos, aunque paralelos. Tal como ocurre entre la Odisea homérica y las sagas posteriores que inspira: el Ulises de Joyce, o el poema épico del griego Kazantzakis, La odisea: una secuela moderna (1938).

El director «A» inicia su viaje para encontrar una mirada primigenia desvanecida. Los hermanos Manakis iniciaron el cine griego. A comienzos del siglo pasado, filmaron tres rollos que nunca fueron revelados. En ellos palpita una mirada matinal que todavía nadie ha visto. Esos tramos de cintas vírgenes atraen al viajero; esa ausencia guía su destino. Un origen que buscar, una patria a la que volver.
«En el final está mi principio», afirmación del viajero. En el comienzo de su viaje, Keitel-«A» descubre a su mujer arquetípica. Observa a Penélope que camina sin verlo a él, al Ulises moderno que espera. Primera simetría de lo homérico antiguo y su variación moderna. Por la magia de la metamorfosis actoral, Maia Morgenstern será una campesina en una casa sobre un río que desea retener al viajero ( como Circe que quiere retener a Ulises); o la que se enamora del viajero entre el fuego y la neblina de Sarajevo. Será entonces la Princesa Nausícaa que descubre y ama al Ulises que arriba a la isla de su padre, el rey Alcínoo.
El director «A», continúa su ansioso viaje hacia la primera mirada de los artistas griegos del cine de antaño. En su tiempo auroral, los hermanos Manakis impregnaron sus celuloides con las imágenes de escenas campesinas, desfiles, funerales, funcionarios, multitudes populares. La diversidad de lo humano. La filmación de muchas personas en distintas situaciones por los Manakis, desde una salud primaveral y la alegría primera.
La obsesión por la primera mirada hacia la que viaja el héroe transfigura el lenguaje corriente. El viajero no habla ya con la pobreza de la lengua corriente. Ahora habla líricamente. Su hablar es espontáneo soplido de flautas poéticas. Su lenguaje sustrae al protagonista del continuun de lo cotidiano. «A» no sólo se mueve en el espacio físico, se desplaza también en barcos de palabras extrañas. Habla con poesía. Su decir es salto de lo profano a lo sagrado, de la insipidez diaria a la expectativa por la novedad extraordinaria. El viaje heroico de «A» mitiga en algo la nostalgia por la lírica verbal perdida por el hombre moderno.
Con su verso poético, el viajero seduce a la empleada de un museo. Con una breve narración lírica la atrae hacia sí, la hace saltar a un tren en movimiento. Pequeña historia donde Keitel-«A» recuerda una expedición arqueológica. Una aventura hechizada por el aura de lo arcaico que, al fin, desentierra una cabeza de Apolo. El origen antiguo que vuelve, un signo que prefigura la primera mirada a la que se quiere regresar.
Todo viaje profundo es en soledad. Una forma de mitigar esa sensación es pensar que el ser solitario es continuación de una soledad cosmológica. El hombre es solo porque la naturaleza, superior a él, también lo es. Un taxista que transporta al nuevo Ulises, detiene su automóvil en un desértico páramo invernal de Grecia para consolar a la Señora Naturaleza. Le obsequia unos bizcochos. Quiere acompañar a la Tierra en su soledad. Si la Gran Madre está sola, ¿qué le queda entonces a sus hijos?
Sobre las figuras de la tierra sigue el viaje. O más exactamente sobre las aguas, sobre los ríos que comunican a los vivos con el reino de los muertos. Para la imaginación mitológica, un río puede ser el puente de agua hacia el más allá.

En el viaje por los ríos de «A», el ojo cinematográfico de Theolopoulos se complace en la lentitud. Frente a las secuencias vertiginosas del cine convencional, largo y lentos planos como unidad no fragmentada. La lentitud del plano provoca también un efecto de extrañeza, como el de las palabra líricas de «A». Ambas formas, el plano que respeta la sucesión gradual del tiempo y el verbo poético, fracturan lo pedestre, y nos emplazan en lo distinto.
Lentas respiraciones del primer plano siguen a una estatua de Lenin que viaja en un barco de carga. La estatua está desmontada, divida en grandes partes. Cuando llega la embarcación a un puerto, en la noche, una voz pregunta: «¿Cuál es tu nombre?». «Nadie», se escucha, como la respuesta de Ulises ante el gigante Polifemo. El héroe oculta su identidad y engaña al cíclope-Lenin. El líder del Octubre Rojo, ingenuo e idealista, víctima del engaño de Ulises (o con más rigor histórico de Stalin). Burla y engaño que hostigan los sueños del político revolucionario a pesar del gigantismo de su estatua, de su utopía.
El viajero «A» convive con Circe-Morgenstern en una casa abandonada a la vera de un río. La Circe del nuevo Ulises no es ya la diosa segura de sí. Circe-Morgenstern es ahora efecto, no causa. Es la marcada, no la que marca y cambia la forma de otros a voluntad (como la Circe que convierte en cerdos a los hombres del héroe que regresa a Itaca). En medio de la guerra, la afligida mujer confunde al viajero con un familiar desaparecido. Luego de acompañar la ficción de la mujer de la destruida casa del río, el viajero llega, en la noche, a Sarajevo. La ciudad que lo saluda con manos de sangre en medio de la Guerra de la ex- Yugoslavia.
En esa ciudad Ulises-Keitel se encuentra con Ivo Levi, el rey Alcínoo que custodia los rollos deseados. Levi es el responsable de unos Archivos Fílmicos que recibieron en el pasado las cintas sin revelar de los Manakis. El rol de protector de las imágenes antiguas es encarnado por Erland Josephson, el mítico actor de Bergman, que también resplandeció en Sacrificio de Tarcovski.
Ocurre así el encuentro del viajero Keitel con el «rey» que protege, con el monarca sabio que conoce el secreto de la correcta combinación de químicos para revelar los rollos del origen, la perdidas películas de los hermanos Manakis. El rey-coleccionista cumplirá su papel de hierofante, de custodio de lo sagrado, de las cintas que guardan el secreto de una primera mirada, la emoción de lo visto por primera vez.
Entre las ruinas de Sarajevo, el rey-cinéfilo protege los films clásicos (El nacimiento de una nación, Metrópolis, El ciudadano). Su función de custodio de secuencias reveladas le hace asumir su condición de coleccionista de «miradas esfumadas». Pero el viajero que llega es el héroe que lo estimula a superar su rol de guardián de archivos. Al revelar los rollos de los Manakis, el coleccionista experimentará también la mirada de lo que brilla por primera vez.
El rey-sacerdote, el revelador de lo originario, y el héroe temerario y obstinado, ven por primera vez lo que muestran los rollos-tesoros, los rollos-memoria. Recuperan una alegría infantil. Renacen en la mirada fresca de lo primero. Breve restitución, al fin, de una salud paradisíaca.
Como en la mentalidad mítica, el origen, lo que es en una primera vez, se recupera luego de atravesar el caos y el no ser. Luego del viaje a través de la desolación, el rey y el héroe recuperan la realidad como la radiación una primera mañana llena de sentido.

Y en la ciudad en guerra impera una niebla que confunde, que no deja ver lo que los ojos de la primera mirada ven. Entre la niebla en Sarajevo, el héroe viajero oye los disparos que fusilan a la familia del rey-coleccionista, a mujeres, a niños, a la Princesa Nausícaa. La niebla que oculta el mal nada sabe del viaje que regresa a la primera mañana.
Pero, al final, aunque el viajero ve el origen, esto no impide que la tragedia se amontone en su cuerpo. Tiene que volver. Sabe que nunca recuperará la primera mirada. Sin embargo, en las noches no se cansará de contar el viaje. En el mundo nocturno donde ya no se viaja hacia el origen sólo queda el relato de ese derrotero. Un relato que, aun entre heridas volcánicas, conserva la esperanza. Preserva la memoria de la mirada que ansía ver el regreso a una mañana radiante.
Trailer La mirada de Ulises:



