Texto Esteban Ierardo; incluye Galería; fotos Laura Navarro y E.I, salvo las indicadas con otra fuente
Ronda es una ciudad en Andalucía, rodeada por un imponente paisaje, con un puente extraordinario sobre el Tajo de Ronda. Habitada por distintos pueblos y culturas, en el siglo XX, fue motivo de fascinación para Rainer Maria Rilke, Orson Welles, Ernst Hemingay. Muy cerca, a 20 kilómetros, se encuentra Setenil de las Bodegas, con casas en cuevas y bajo techos de rocas. Dos lugares de importante riqueza geográfica, histórica y cultural.
Ronda, la ciudad del puente increíble, y amada por Welles, Hemingway y Rilke
Cuando llegamos a Málaga asoma el recuerdo de Picasso, y sentimos la presencia del mar. En el aire respiramos fragancias marinas. Sorprende el nombre de la Estación Central de trenes dedicado a una pensadora: María Zambrano. A la espera de continuar viaje, pasamos delante de un grupo escultórico que homenajea a Blas Infante, historiador, político, ensayista, alma pensante del andalucismo, fusilado por el franquismo.
El lugar que buscamos está hacia el norte. Ronda. Al acercarnos en micro a través de la carretera nos deslumbramos con un paisaje de colinas, algunos poblados, casas solitarias y abandonadas, rebosantes de recuerdos irrecuperables, columnas eólicas.
La ruta se hace cuesta arriba. Entramos en una calle que nos sumerge en Ronda. Llegamos a su modesta estación. A un costado, un inmenso mural luce en la pared lateral de un edificio de mediana altura. Cuando ubicamos el lugar para nuestra estadía, nos acercarnos a la hondura de un valle. La línea del horizonte descansa sobre sierras lejanas. La ciudad parece suspendida en el aire, en un estado de flotación o ingravidez. En un vasto cielo, las nubes se mueven en caminos de viento.
Lo majestuoso del entorno anticipa lo atípico en Ronda. Lo no habitual: estar en una ciudad que, como dijimos, parece flotar rodeada por un inmenso valle; y su postal típica: el llamado «Puente nuevo», del siglo XVIII, que atraviesa el río Guadalevín; corriente de agua que ha excavado el Tajo de Ronda, una profunda e imponente garganta que flanquea el puente con colosales y ásperas paredes de roca. Ronda brilla como joya de una naturaleza magnificente.
En nuestro primer recorrido, por la Calle Virgen de la Paz arribamos a la Plaza de Toros y el parque Alameda del Tajo. El bello espacio público es un paseo, un mirador del majestuoso panorama circundante, un lugar de reunión de puestos de artesanías, árboles que sirven de asiento de muchos pájaros; y el recuerdo del legado de Cristóbal Aguilar Barea, artista nacido en Sevilla que convirtió a Ronda en su hogar adoptivo.
Cristóbal Aguilar Barea nació en Sevilla en 1939 y falleció en Ronda. Aquí respiró y creó gran parte de su vida, hasta su partida en mayo de 2019. Estudió Bellas Artes en la Universidad de Sevilla, vivió en París. Fue parte del movimiento de artistas Estampa Popular, integrado por grabadores e ilustradores que se constituyó en España, y más especialmente en Madrid, en el final de los años cincuenta. Su deseo más fuerte era la libertad y la democracia ante el totalitarismo franquista.
Barea se alimentaba de la belleza de Ronda y sus adyacencias. La Alameda del Tajo era de uno de los sitios favoritos para la inspiración de sus pinceles.

Y en el parque se alza un monumento de dos intensos norteamericanos que gustaban del espíritu español: Orson Welles y Ernest Hemingway.
La Plaza de Toros es una de las razones españolas que embrujaron a Welles. Primero, muy activo en programas teatrales radiofónicos, en 1938 produjo sorpresa y estupor al emitir una versión de La invasión de los mundos de H.G.Wells. Un supuesto periodista trasmite en directo mientras una nave extraterrestre desciende en New Jersey. Antes de la trasmisión, se aclaró que todo era ficción, pero esto no impidió el pánico. Quienes escuchaban la emisión radial creían que se estaba produciendo una invasión alienígena. Al día siguiente, todo se aclaró: no hay seres de otro mundo ganando terreno por ningún lugar, pero Welles se transformó en una estrella demandada por la prensa. La fama le abrió las puertas de Hollywood. Se le propuso libertad creativa. En tiempo récord vio, una y otra vez, la diligencia de John Ford para aprender la gramática del lenguaje cinematográfico. Realizó El ciudadano, la crítica a la vanidad del poder representado por el magnate de los periódicos William Randolf Hearst. Cuando continúo su itinerario artístico en la meca del cine en Los Ángeles, Welles advirtió que la maquinaria del entretenimiento cercenaba sus alas. Decidió buscar un mejor aire para su arte en Europa. Filmó entonces sus homenajes a William Shakespeare: Macbeth, Otelo, Campanadas de medianoche; esta última rodada en España. El país que fascinaba a Welles, por su vitalidad sanguínea, por sus paellas y la mística cervantina del Quijote.
Se le reprochó su avidez española en tiempos de Franco. Esto no menguó su admiración por las luchas de toreros. De ahí su amistad con el torero Antonio Ordoñez. Hoy, las cenizas del cineasta que encarnó a Charles Foster Kane, y que amaba a Shakespeare y España, se encuentran en la finca que fue propiedad de Ordoñez, el «Recreo de San Cayetano», a 6 kilómetros de Málaga.
Antes de su partida, Welles mucho amó a Ronda. A un lado de la estatua que recuerda al director de El ciudadano, Hemingway también pide algo de atención.
Ernst Hemingay era un gran aficionado a las corridas de toros. Admiraba la plaza de toros de Ronda: «Hay una ciudad donde sería mejor… ver tu primera corrida de toros si solo vas a ver una, y esa es Ronda». En un comienzo los torereos montaban a caballo para enfrentarse a la fuerza taurina. Luego, en Ronda, el torero local Pedro Romero se bajó del caballo. Enfrentó al toro de a pie. Un nuevo modo de matar a animales del todo inocentes.
Hemingway veía a Ronda también como un pueblo de exaltante romanticismo: «Todo el pueblo, y hasta donde alcanza la vista en cualquier dirección, es un telón de fondo romántico». Y el escritor le dedica a Ronda dos libros de no ficción: Muerte en la tarde (1932) y El verano peligroso (1985), publicado póstumamente, en el que se explaya sobre su buen amigo, el mencionado torero Antonio Ordóñez, al que sigue de plaza en plaza, en el verano de 1959.
Durante la guerra civil española, el Puente Nuevo es centro de una historia apócrifa: prisioneros republicanos, se dice, fueron arrojados al barranco desde el impresionante puente. Algo falso, pero que inspiró a Hemingway en su novela ¿Por quién doblan las campanas? (1940).
Luego de dejar atrás la Alameda del Tajo, arribamos por primera vez al puente extraordinario. Con inevitable asombro, contemplamos la profundidad de la garganta pétrea que se descuelga en los costados. La hondura de las paredes de rocas en picado recuerda el espesor no percibido de todas las cosas. Lo singular del puente sobre la hondonada y el río no es solo impresión pasajera o imagen estandarizada de postal, sino ocasión de retorno a un pensar sobre todas las profundidades.
El mencionado puente, con sus 98 metros de altura y 70 de longitud, y un arco de 14 m, posee características únicas en el mundo. Una versión anterior del puente se derrumbó en 1735, seis años después de su construcción, y mató a 50 personas.
En su parte superior, sobre dos arcos de medio punto, a ambos lados se apoya el peso de la calle. En la parte central, un espacio que otrora funcionó como prisión, y como mesón, hoy es centro de interpretación del entorno e historia de la ciudad.
Lo impresionante del puente rondeño no es solo su altura, sino también su mimetización con la roca. Del fondo del río se extrajo el material para la construcción. Por eso el color del puente parece indiscernible de las paredes del acantilado.
Y al caminar por Ronda damos con la calle que recuerda a uno de sus importantes visitantes: el poeta alemán Rainer Maria Rilke. Rilke permanece en Ronda desde el 9 de diciembre de 1912 hasta el 19 de febrero de 1913, alojado en el Hotel Victoria. Recién llegado a la ciudad, la describe en una carta dirigida a su madre:
«Una de las ciudades más antiguas y curiosas de España, se encuentra grandiosamente sobre dos mesetas rocosas entre las cuales existe una profundidad de 150 metros y un barranco que apenas tiene 90 metros de ancho por donde pasa debajo buscando su camino el río Guadalevin»…
Antes de llegar a Ronda, Rilke sintió el alma romántica española, durante un invierno en Toledo y un tiempo en Sevilla y Córdoba. En esta última ciudad, empieza a escribir sus elegías. No escuchó antes de Ronda. Arribó aquí sin que esto fuera un destino predeterminado.
Lo abrumaba el paisaje. En Ronda se refugió en el anonimato, en un hotel Reina Victoria casi vacío, como una parada de descanso, dentro de su peregrinación mayor por Europa. Lo alojaron en la habitación 208, con vistas hacia el parque con almendros, dehesas, cotos, alijares frente al valle de amplitudes verde azuladas, molinos y batanes, y las máquinas hidráulicas para moler alimentos, como salsas y ajíes.
La permanencia de Rilke en Ronda le inyectó mucho asombro en las venas. En la parte XXI de Los Sonetos a Orfeo afirma:
«Para escribir un solo verso hay que haber visto muchas ciudades…He buscado por todas partes la ciudad soñada, y al fin la he encontrado en Ronda. No hay nada más inesperado en España que esta ciudad salvaje y moñtanera».
Testimonio extraordinario: alguien que recorrió extensamente Europa, en Ronda encontró la «ciudad soñada». Un lugar de una inesperada sorpresa.
Rilke había nacido en Praga, en 1875. Murió en Suiza en 1926. Estimado como uno de los poetas más importantes en lengua alemana, también escribió en francés. Sus obras principales en poesía son Elegías de Duino, Sonetos a Orfeo; en prosa Cartas a un joven poeta, y la novela semiautobiográfica Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.
El arte de Rilke siempre buscó la trascendencia de «otra realidad», en la que el humano se identifica con la naturaleza y el universo; la unidad entre el individuo y el mundo, como medicina al sentimiento de soledad y separación, a la angustia, el sufrimiento y lo insalvable de la muerte.

Parte de un día lo dedicamos a visitar Setenil de las Bodegas, ubicado en la provincia de Cádiz. Uno de los llamados pueblos blancos. Su nombre procede de Setenil, del latino septem nihil, que significa «siete veces nada». Esto alude a los sietes intentos fallidos de los cristianos para arrebatar la ciudad a los musulmanes, aunque la última acometida sí fue exitosa.
El aspecto característico de Setenil son los techos de roca que componen un ancho alero sobre un vereda que bordea un delgado río que horadó en la sierra las actuales cuevas. Este paisaje ofrecen las calles Cuevas del Sol, Cuevas de la Sombra, Calcetas y Villa.
Antaño, las cavidades subterráneas de la ciudad fungieron como bodegas de vino; de ahí el origen de la otra parte del nombre de la población.
Al subir por una empinada calle de piedra, típica de muchos pueblos construidos hacia lo alto, alcanzamos un mirador. A sus pies se acomodan numerosas casas apiñadas y, a un costado, un pequeño museo, la ‘Casa de La Damita’, el primer espacio museográfico del municipio. Entre las piezas exhibidas, destaca una pequeña Venus, hallada en una excavación en la Calle Calcetas, en 1997. La estatua de barro, de seis centímetros de altura, de más de cinco mil años de antigüedad, del periodo del Calcolítico. En ese momento de la Prehistoria, los habitantes de la zona empezaron a fabricar piezas con barro cocido. Los cuerpos de mujer llamado Venus simbolizaban la fertilidad.
En Setenil existió un pasado troglodita, como en otras zonas de Andalucía, lo atestigua la Venus de Benoján, encontrada en la Cueva de la Pileta, Málaga.

De regreso en Ronda, volvemos al Puente Nuevo.
Con Laura nos gusta volver y volver aquí. Aquí hablamos con una pareja española tan asombrados como nosotros por la imponencia cinematográfica de los alrededores. Debatimos sobre la España contemporánea. Quedan huellas de la guerra civil española, son imborrables, nos dice el hombre de la pareja, un ingeniero. De qué forma adviertes eso, le pregunto. Ya no queda casi nadie de aquel tiempo. Pero está ese cementerio dentro de la montaña, en el Valle de los Caídos. Estuvimos allí hace poco. Por suerte ahora la violencia es solo verbal, y no la que aumenta las lápidas. Acordamos, y nos despedimos. El Valle de los caídos es un conjunto monumental, cerca del Convento del Escorial, con una basílica católica, una abadía, y una cruz de 150 m de altura enhiesta en una cumbre que domina todo un valle circundante; en su subsuelo, se oculta un cementerio con caídos en la Guerra Civil.
En el Puente Nuevo también hablamos con una pareja coreana, desde un mirador que merodea la hondonada. Tienen un hijo en España. Él, presumo, fue algún dirigente de una empresa multinacional. Es notable su conocimiento del mundo. Buenos Aires, de donde venimos, no le es ajeno. Nos dice que hoy Corea del sur es un pequeño país en Asia obligado a tratar de superarse y ser grande en la calidad de sus productos volcados a un gran flujo de exportaciones. Y toda la conversación que tuvimos fluyó espontáneamente en español y no en inglés.
El diálogo con el ingeniero español y el coreano, un posible gerente retirado, dentro del escenario del puente. Y caminamos por las calles de Ronda, por los alrededores de su estación de tren, la Iglesia de Santa Cecilia, donde en el siglo XVII hubo una ermita; en la Plaza del Socorro, en el barrio del Mercadillo, una estatua de Hércules, flanqueado por dos leones, en el lugar donde Blas Infante organizó la primera asamblea andaluza. Y transitamos por la principal calle peatonal: la Calle Espinel, popularmente conocida como «Calle La Bola», que atraviesa el centro histórico. Su nombre proviene de un juego tradicional con bolas de hierro que era practicado en la zona antes de la urbanización. Del otro lado del Puente Nuevo descubrimos el Barrio de San Francisco, en el que se observa la Puerta de Almocábar, la muralla árabe que rodeaba Ronda, modificada en tiempos de Carlos V, y el Convento de San Francisco, con su iglesia, de estilo gótico-mudéjar, y una portada de estilo gótico isabelino; y también deambulamos por la Calle Nueva con establecimientos tradicionales como la Casa Quino, o Bodega El Coto.
Y luego de atravesar, nuevamente, el Puente Nuevo, muy cerca del mismo, reparamos en el homenaje de Antonio de los Ríos Rosas, el gran jurista nacido en Ronda, que atravesó muchos complejos momentos en la aproximación de España a posturas republicanas en el siglo XIX. Su busto sorprende por el tapiz que le precede de intensas rosas rojas. Rosas murió «en la más absoluta pobreza, hasta el punto de que el Gobierno de la República tuvo que costear su sepelio», según el Diario malagueño Sur.
Y por un angosto camino descendemos hasta encontrarnos con el Puente Viejo. Luego de la inauguración del Puente Nuevo, se lo llamó el Puente Viejo. No hay claridad en cuanto a su origen, para algunos es inicialmente un puente romano, pero la mayoría de quienes lo han investigado coinciden en que fue construido por los Bereberes. Y en las cercanías pasamos por el arco de Felipe V, cuyo aspecto actual data de 1742. La puerta tiene un arco doble de sillería, con tres pináculos y emblemas de los Anjou y el escudo real de los Borbones en su cara exterior.

Y en los hilos de la historia de la ciudad, se trenzan los celtas, griegos, romanos, suevos, godos, y los musulmanes hasta los castellanos.
Primero, los celtas se establecieron aquí en el siglo VI a.C, y llamaron a los alrededores Arunda. Entonces, los griegos vinieron y dominaron, y Arunda se convirtió en Runda. Pero la actual Ronda fue fundada por los romanos durante la segunda guerra púnica y la campaña que el general romano Escipión el Africano emprendió contra los cartagineses, que tenían bajo su yugo a Hispania, a finales del siglo III a. C. En tiempos de Julio César, los habitantes adquirieron la ciudadanía romana, como la vecina Acinipo, de la que se conserva bastante bien los restos de un teatro.
Pero luego, el Imperio romano exhaló su gemido de muerte en el siglo V d.c. Entonces, la ciudad de Ronda fue ocupada por los suevos. Luego, llegaron los bizantinos. La población de Arunda decreció. Fue absorbida por el reino visigodo.
Y el estandarte de la Media Luna llegó al sur de la actual España. En el 711, los musulmanes invadieron la península. En el 713, Ronda no dio batalla. Aceptó el poder del jefe bereber Zaide Ben Kesadi El Sebseki. La ciudad se llamó entonces Izn-Rand Onda, capital de la provincia de Takurunna. El Califato de Córdoba colapsó, y la cora de Takurunna devinó en el reino independiente de la Taifa de Ronda (Banū Ifrēn), liderado por Abu Nur Hilal Ben Abi Qurra. En este periodo, surgieron en el casco histórico la mezquita mayor (hoy la Colegiata de Santa María), los baños árabes, edificios civiles y militares; y la alcazaba, que tuvo un esplendor perdido cuando los franceses la destruyeron durante su ocupación de Ronda en los tiempos de la arremetida napoleónica en la penínusula ibérica en 1808. Antes, la estrella musulmana se apagó el 23 de mayo de 1485. Entonces, el rey Fernando el Católico conquistó la bella Ronda al final de un largo asedio.
Y pasamos al otro lado del Puente Nuevo. Nos adentramos en el Barrio de San Francisco, y por un camino descendente llegamos a la planicie que se desenrolla hasta las sierras. Allí, como si regresaremos al siglo XIX, nos encontramos con lo que parece un pastor de ovejas. Laura habla con él, seguramente se sorprende por el interés de una visitante.
El viejo pastor parece una suerte de viajero en el tiempo. Camina alegre dando saltos entre sus queridos animales. Le dice a Laura que antes tenía un rebaño mucho más grande. Una sequía que se prolonga hace tiempo redujo el número de sus ovejas. Se acercó hasta los linderos de la ciudad en su parte baja porque aquí hay retazos de buenos pastos para alimentarlas. Es como para sentirse dentro de un cuento: apreciar que para este señor, vestido a su usanza campesina, el mundo sigue siendo el de sus padres y abuelos. Sus días son los que nacen con el amanecer y los primeros gritos de luz del sol, la procesión repetida de las mañanas, los mediodías, las tardes y sus faenas, hasta el obligado reposo cuando la noche se abre con su racimo de estrellas y sueños. La vida para él es fría y áspera en el invierno, abrazadora en el verano, reposada en otoño, florida en primavera. Un modo de existir que abre puentes con la cultura rural y el secreto que susurran los árboles, la tierra y los rebaños. El pastor demuestra que el tiempo no termina por ser cerradamente homogéneo; siempre en su devenir hay hendiduras que todavía comunican con otras formas de existencia.
El solitario cuidador del rebaño, una rara sobrevivencia de una vida perdida.
Y visitamos por última vez el Puente Nuevo cuando la tarde empieza a desfallecer. El sol rueda sobre la cima de las sierras lejanas. En el cielo se extingue, de a poco, su azulada vitalidad. Contemplamos, de vuelta, la inmensidad, la ciudad que parece flotar entre el cielo y la tierra, y la deslumbrante garganta del Tajo de Ronda. Recordamos los instantes finales, de vértigo y horror, de las personas que cayeron con el puente derrumbado en el siglo XVIII. Imaginamos también todas las personas que en los siglos posteriores, una y otra vez, transitaron por el nuevo puente suspendido sobre las altas paredes rocosas. Por el acostumbramiento, lo extraordinario se convierte en común. El puente es otra de las obras de ingeniería, desparramadas en el mundo, que muestran la capacidad humana de asentarse en la variedad de la geografía. Y dejamos el puente que une la altura y la hondura, una forma de unión de los opuestos. Volvemos a nuestro alojamiento al caer la tarde.
Y cuando las últimas luces del día se extinguen, Ronda es invadida por la noche inmensa. Indiferentes, las estrellas centellean. Y pensamos de nuevo en la ciudad soñada de Rilke, la ciudad en la que varios artistas encontraron el estímulo para renovar la vida.
Galería. (Fotos Laura Navarro y E. I; todas las fotos de esta galería, como las que ilustran el texto, se puede ampliar)





















