Por Esteban Ierardo
(Última versión 29 de septiembre 2025)

Desde fines de 2021, el telescopio espacial Webb se enfila hacia las estrellas. Aquí solo recorremos algunos momentos esenciales del desarrollo de la Cosmología científica moderna desde la Grecia antigua y el siglo XVI, en pleno fervor de mutaciones culturales en el Renacimiento, hasta el telescopio ahora suspendido en el espacio sideral de cara a la selva de estrellas.
Desde la navidad del 2021, el telescopio espacial Webb se enfila hacia las estrellas. Su lente ultrasensible registra la luz de las primeras formaciones estelares en la honda y fría oscuridad cósmica. Tres décadas demandó su construcción, 10.000 millones de dólares su costo (1).
Según la concepción astronómica actual el universo es expansivo. La cosmología contemporánea es consecuencia de mutaciones cosmológicas anteriores y esenciales: del sistema geocéntrico al heliocéntrico dentro de la Revolución científica del siglo XVI, hasta el universo newtoniano de la gravitación universal, y el cosmos nacido de la supuesta gran explosión del Big bang, y en expansión constante.
Aquí solo recorremos algunos momentos esenciales del desarrollo de la Cosmología científica en la historia cultural occidental hasta el telescopio ahora suspendido en el espacio sideral de cara a la selva de estrellas (2).
Empecemos…
El atardecer se extingue. El Sol se apaga entre nubes y montañas nevadas. Una pareja abrigada en piel de mamut enciende el fuego con chispas nacidas del frotar de las piedras. La noche moteada de estrellas ya brilla en la bóveda.
Antes de ser vencidos por el sueño, el hombre y mujer de tiempos remotos observan las luces lejanas. Por el tanto ver imaginan otras figuras que le son conocidas entre los astros: un bisonte en ágil carrera; un cazador que arroja su lanza; un arco y una flecha sobre un mamut de hielo y cólera.
Al proyectarse al espacio nocturno, el humano intuye que su espíritu desborda a cada momento sus límites corporales. Y, sin advertirlo, empieza a tejer los hilos de un saber astronómico.
La astronomía nace como observación a simple vista.
Cuando el sapiens empieza a escudriñar el cielo une tres coordenadas: lo dado, lo imaginado y lo pensado. Desde los inicios, el cielo dado y percibido se mezcla con lo imaginado y proyectado sobre las estrellas; y con lo que se piensa sobre la naturaleza del universo desde la antigüedad en India, China, Egipto, la América precolombina o Grecia. Visión del todo compuesta desde un trasfondo mítico, religioso, filosófico y científico.
En sus comienzos, la astronomía no es claramente separable de la astrología, ni de las cosmogonías, los relatos míticos que imaginan el origen de las cosas, ni de las predicciones ni tampoco de la observación de los ciclos en la propia naturaleza. Los cambios estacionales y climáticos relacionados con el sol y la luna, son relevantes para la caza, la recolección, la supervivencia. En Sajonia, se descubre el disco celeste de Nebra, de 3600 años de antigüedad, que sería la representación más antigua de la bóveda celeste. Muchas construcciones megalíticas, como el círculo de Stonehenge, son seguramente observatorios impregnados de ritualismo religioso. Los chinos dividen por primera vez el cielo en constelaciones; y en Europa, dichos agrupamientos estelares, relacionados con el movimiento anual del Sol, se los llama constelaciones zodiacales.
Y entre los presocráticos, en la antigua Grecia, en el siglo VI a c, cobra entidad el paradigma geocéntrico. Los griegos educados aceptan el modelo de la Tierra en el punto central de todo y con forma esférica (forma sugerida por Pitágoras a través de la observación de los eclipses). Platón y Aristóteles robustecen el modelo geocéntrico. Para el pensador de La república, estrellas y planetas giran alrededor de la Tierra. Los cuerpos celestes en cuestión son la Luna, el Sol, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter, Saturno, y las estrellas fijas. Desde las matemáticas, Euxodo de Cnido impone el principio de que los cuerpos celestes se desplazan en movimientos circulares uniformes. El cielo es ámbito de los dioses, es lo divino, eterno, perfecto; lo que corresponde a esas cualidades superlativas es el círculo, el movimiento circular, regular, perfecto.
Aristóteles parte de Eudoxo. Alrededor de la Tierra esférica, centro de un universo también esférico y finito, se mueven los cuerpos celestes visibles. Dichos cuerpos son acompañados por esferas trasparentes y cristalinas; esferas compuestas de éter, una sustancia incorruptible. Las velocidades regulares de las esferas permiten la revolución de los cuerpos celestes alrededor de la Tierra.
Las estrellas se encuentran mucho más lejos de lo que suponen los griegos. Por eso, no detectan el paralaje estelar, el movimiento de las estrellas fijas. Este movimiento es demostrado recién en el siglo XIX.
Pero lo que sí advierten los antiguos son las trayectorias errantes de Venus y Marte, su movimiento a veces hacia adelante, y otras hacia atrás; esto junto a los cambios de claridad de los planetas por un aparente aumento de las distancias, cuestiona el modelo de los movimientos circulares regulares. En el siglo II dc., el astrónomo helenístico Claudio Tolomeo, de Alejandría, autor de El almagesto, intenta salvar la regularidad del movimiento planetario. Para esto acude a epiciclos y deferentes (3). Esto aumenta la complejidad del sistema que, en muchos casos, no se corresponde con las observaciones.
De todos modos, el modelo geocéntrico aristotélico ptolemaico es el paradigma cosmológico aceptado por los astrónomos europeos y musulmanes durante un milenio.

En tiempos de la contemplación aún pre-telescópica, la edad media prodiga estricta fidelidad a Aristóteles y Ptolomeo en su representación del cosmos. La Divina comedia de Dante Alighieri versifica el viaje visionario del poeta en un universo de este tipo junto a aditamentos específicamente cristianos. La Iglesia es guardiana de la Tierra inmóvil, en el centro de un universo esférico y cerrado. Pero el camino hacia las estrellas que escrutará el telescopio Webb empieza a allanarse a partir del siglo XV…
En Cracovia, un sacerdote observa fascinado la noche. Nicolás Copérnico (1473-1543), astrónomo, matemático, físico, jurista, diplomático, economista, sacerdote católico. Oriundo de Torún, norte de Polonia, entre 1506 y 1531, escribe su obra principal De revolutionibus orbium coelestium, en la que enuncia su teoría: los movimientos celestes siguen siendo uniformes, eternos, circulares o en epiciclos, pero en el centro del universo está el Sol. Alrededor del astro rey orbitan Mercurio, Venus, la Tierra, la Luna, Marte, Júpiter, Saturno (Urano, Neptuno, Plutón, serán descubiertos muchos después); las estrellas fijas y distantes giran alrededor del Sol; la Tierra ya es pensada con tres movimientos: rotación diaria, revolución anual, inclinación anual de su eje; la distancia Tierra-Sol es muy pequeña comparada con la distancia a las estrellas.
La ruptura filosófica es trascendental: la centralidad jerárquica ya no pertenece a la Tierra y la inteligencia humana sino a la fogosidad solar; es el cambio cardinal del sistema ptolemaico geocéntrico al sistema copernicano heliocéntrico. Copérnico es consciente de las dificultades que esto puede acarrearle con la Iglesia. Pero muere antes de la publicación de su obra magna. Actualmente, la revolución copernicana es sinónimo de revolución científica en la Europa occidental. Gesto transformador que abre a la modernidad y a una nueva física que derivará luego en Newton.

Aunque Copérnico no lo menciona en De revolutionibus, el gran precursor de la mutación heliocéntrica proviene también de Grecia. Nos referimos a Aristarco (310 aC.-230 a.C), nacido en la isla de Samos, en el mar Egeo. Estudia en la legendaria Biblioteca de Alejandría, lugar de reunión de las mentes más preclaras del mundo clásico. Examina la distancia y tamaño del Sol. Advierte su mayor dimensión respecto a la Tierra. Arriba así a conclusiones que lo alejan del sistema geocéntrico. En palabras de Arquímides:
“Aristarco ha sacado un libro…cuya hipótesis es que las estrellas fijas y el Sol permanecen inmóviles, que la Tierra gira alrededor del Sol en la circunferencia de un círculo…”
Según Plutarco, un contemporáneo de Aristarco propone procesarlo bajo el cargo de impiedad por poner en movimiento el “Hogar del universo”, o sea la Tierra.
Pero luego de Copérnico, la Tierra ya está lanzada al movimiento. Es indetenible. Entonces aparece Tycho Brahe (1546-1601), el gran astrónomo danés, que observa con pasión el cielo nocturno poco antes de la progenie de telescopios que llevarán hasta el Webb.
Brahe se establece veinte años en la isla de Ven, en el estrecho de Oresund, entre Dinamarca y Suecia (4). Allí hace construir Uraniborg, hoy museo, el primer instituto de investigación astronómica. Uno de los pocos restos que se conservan es la inscripción de entrada a lo que fue Uraniborg es: «Nec fasces nec opes, Sola Artis sceptra perennant» (Ni los honores ni las riquezas: sólo la perfección de la obra es lo que sobrevivirá). Toda una ética de una vida construida sobre acciones trascendentes, antes que en apariencias superficiales y efímeras.
En la isla, Tycho le da existencia al Stjerneborg («Castillo de las Estrellas» en castellano), un observatorio subterráneo, junto al que erige sobre Tierra. El Stjerneborg se halla a unos 80 metros al sureste de su palacio-observatorio Uraniborg.


Tycho Inventa sus propios instrumentos para medir las posiciones de estrellas y planetas. Poco antes de morir, sus profusos datos observacionales se los entrega a Kepler, el genio alemán a quien invita a investigar con él en Praga, bajo la protección de Rodolfo II de Habsburgo, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, gran mecenas del arte y la ciencia.
Para el danés, el Sol y la Luna se mueven en derredor de la Tierra inmóvil, en tanto que Marte, Mercurio, Venus, Júpiter, Saturno, giran en torno al Sol. La inmovilidad terrestre le es sugerida todavía, lo mismo que para los antiguos, por no poder determinar el movimiento de las estrellas, su paralaje, por su gran distancia, y por la falta de comprobaciones visuales directas.
Pero Tycho observa un nuevo habitante del cielo: una supernova en la constelación Casiopea (hoy conocida como SN 1572 o supernova de Tycho). Descubrimiento al que dedica la extensa obra Concerniente a la Estrella nueva y nunca antes vista en la vida o memoria de nadie (De nova et nullius aevi memoria prius visa stella.). La idea antigua de la inmutabilidad del cielo haría imposible una nueva aparición en la bóveda nocturna. Así, la supernova desacredita la concepción pre-moderna.
Cuando Brahe le entrega sus datos del cielo a Kepler, actúa más allá de sí mismo. En su lecho mortuorio piensa en el futuro. Kepler sabe qué hacer con la información del danés nacida de la contemplación amorosa de miles de noches.
Johannes Kepler (1571-1630) conoce las adversidades, las carencias, el frío, la amenaza del hambre. Debe hacer muchos esfuerzos para evitar que quemen a su madre por brujería; muchas veces, acude a los horóscopos de la astrología como su único medio de subsistencia; libera su imaginación en la novela post mortem Somnium, o El sueño, un imaginario viaje a La Luna, una de las primeras obras de ciencia ficción.
Gracias a los datos de Brahe, Kepler finalmente determina las órbitas reales de los planetas. El estudio del movimiento de Marte lo persuade de que su órbita es elíptica, no circular y perfecta. Apela entonces a la fórmula de la elipse de Apolonio de Pérgamo. Con asombro descubre que encaja en los datos observacionales de Brahe. Llega así a la primera ley del movimiento de los planetas que giran en torno del Sol:
“Los cuerpos celestes tienen movimientos elípticos alrededor del sol, éste está situado en uno de los 2 focos que contiene la elipse” (5).
Mucho se habla de la muerte nietzscheana de Dios en la modernidad, pero poco se advierte la otra muerte que Kepler asumió, aun en contra de sus previas creencias religiosas en cuanto a la perfección divina del cielo. Se somete a lo observable, lo comprobable. Entonces, sin dudarlo, mata la ilusión de las órbitas circulares perfectas. El giro moderno de la cultura ya no tiene retorno. El edificio antiguo y medieval aristotélico y ptolemaico se desploma, finalmente, en el fango y la nada. La elipse en lugar del círculo es la demostración del cielo como geografía mudable, irregular.
Mientras tanto, en 1600 perece en la hoguera el libre pensador Giordano Bruno, declarado hereje por la Iglesia. Las llamas salvajes queman su cuerpo, en Campo de’ Fiori, en Roma. Pero sobrevive su golpe heterodoxo: el cosmos no tiene jerarquías, ni siquiera en el centro está el Sol y los planetas en su derredor. El espacio detona toda frontera, es sin límite (6). Y dentro de ese universo extendido se abre un nuevo ojo, capaz de hacer visible lo invisible. Así…
El hombre de Pisa se entera de un instrumento de lentes inventado por el holandés Hans Lippershey. Decide perfeccionar ese ingenio. Comprueba el aumento del tamaño de los objetos. Entonces, invita a muchos incrédulos a una demostración. En día resplandece con sol y nubes sobre el Campanile, en la plaza de San Marcos, en Venecia. Entonces, ocurre lo imposible. Murano, a más de dos kilómetros de la ciudad de los canales, parece a 300 metros. El éxito del nuevo ojo revive en los telescopios espaciales. La óptica para ampliar la noche.
Cuando Galileo Galilei consigue un telescopio que aumenta 20 veces los objetos escruta el cielo. A través de sus lentes observa los anillos de Saturno sin identificarlos como tales todavía (cosa que hará Christiaan Huygens después); descubre cuatro satélites que giran en torno a Júpiter; estudia las fases de la Luna y de Venus; detecta las manchas solares; duplica la cantidad de estrellas conocidas. En 1610, publica Siderus nuncius (El mensajero de las estrellas), en Florencia, con el anuncio de sus investigaciones estelares.
Todo confirma la falsedad del antiguo modelo aristotélico. La inmutabilidad y perfección del cielo es una vez más confutada: las manchas solares y los satélites de Júpiter demuestran que los cuerpos celestes no giran solo alrededor de la Tierra. En sus Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo, Galileo introduce estas aseveraciones, que lo expondrán a su célebre juicio por la Inquisición romana.
Pero el poder de la observación no desaparecerá ya por la coacción del aguijón dogmático. El universo exige explicaciones racionales, no dependientes de un orden abstracto teológico. El materialismo mecanicista que se inicia en siglo XVII con Descartes, supone un camino metodológico hacia una racionalidad filosófica autónoma que, por sus propias potencias lógicas y deductivas, estudia la complejidad derramada del universo que, asimilado a la metáfora de una máquina o reloj, puede ser creado por Dios, pero funciona por leyes que deben ser estudiadas y postuladas matemáticamente.
Esto es lo que hace Newton, en 1687, en su Philosophiæ naturalis principia mathematica (Principios matemáticos de la filosofía natural), con sus leyes de la mecánica clásica: la ley de inercia, la relación entre fuerza y aceleración y la ley de acción y reacción, todas gobernadas por la ley de la gravedad universal.
La cosmología avanza con Kant y Laplace, y la teoría del origen del sistema solar a través de una proto nebulosa. Y Einstein y el tiempo y espacio relativos, como un continuum, y la curvatura del espacio por efecto de la gravedad, según los postulados de las dos versiones de su teoría de la relatividad.
El salto final hacia el universo que escudriñará el telescopio Webb lo da un sacerdote científico belga y un astrónomo en California…
En Lovaina, el joven hombre de dios camina en los corredores de la universidad de esta ciudad. Es 1927, y el clérigo cosmólogo Georges Lemaître piensa que un universo en expansión permanente debe desplegarse desde un espacio concentrado, al comienzo, en un solo punto de origen, un “átomo primitivo”, un “átomo primigenio”, un “huevo cósmico”, que irrumpe en los instantes iniciales a través de una gran explosión.
Fred Hoyle, un importante físico británico, referente del paradigma del universo estacionario (7), de forma irónica denomina al mega estallido Big Bang. Esta expresión se impone. Einstein sospecha detrás de esta idea el dogma cristiano de la Creación, por lo que no le atrae en términos de teoría científica.
En 1946 Lemaître publica La hipótesis del átomo primitivo, en la que robustece su propuesta del universo en crecimiento desde un primer átomo.
Y el astrónomo en California también entra en acción… Miles de veces ve la gran cúpula de acero, sobre un monte a más de treinta kilómetros de Los Ángeles. El observatorio del Monte Wilson, que a partir de 1930 pierde su validez astronómica por la contaminación lumínica de la cercana ciudad. Pero antes, en Monte Wilson, el astrónomo Edwin Hubble, en 1929, determina algo trascendental sobre el espectro lumínico de las estrellas. Dicho espectro contiene las frecuencias electromagnéticas de la luz. Hubble postula la ley de Hubble-Lemaître que determina que el corrimiento al rojo de una galaxia en el espectro es proporcional a la distancia; es decir: cuanto más lejos está una galaxia de otra, más rápidamente se aleja una de otra. El universo crece, se expande, las estrellas se alejan entre sí en la inmensidad espacial tachonada por incalculables cuerpos celestes encajados en sus propias órbitas y mundos.

Las investigaciones anteriores de la gran y poco conocida astrónoma Henrietta Swan Leavitt (1868-1921), determinan las distancias de numerosas estrellas. Este precedente es importante para Hubble y su descubrimiento en la constelación de Andrómeda de una galaxia, lo que empuja al astrónomo de Monte Wilson a afirmar, en 1924, que el universo no se reduce a la Vía Láctea, sino que existen muchas otras galaxias lejanas en expansión constante.
Y la cantidad apabullante de esos grupos estelares será lo que luego el primer telescopio espacial, el Hubble (en homenaje al astrónomo), impulsa a proporciones inabarcables. El Hubble también confirma que la expansión del cosmos se está acelerando por la acción de la misteriosa energía oscura. Esta energía oscura constituye aproximadamente el 70% de la energía total del cosmos. Su presencia es lo que determina el alejamiento de las galaxias a una velocidad cada vez mayor, en lugar de desacelerarse por la acción de la gravedad.
Hoy, el telescopio Webb, el más potente hasta ahora, flota en nuestro sistema solar, y en el universo expandido y surgido de una supuesta explosión hace unos 15.000 millones de años.
Así, el 25 de diciembre de 2021, desde la Guyana francesa, se repite un rito de la cohetería espacial…
Los pájaros se alejan. El viento se detiene, muestra su respeto a los motores que se encienden.
El Ariane 5 incendia su entorno. Es la pasión que quema la atmósfera. Ardiente, atraviesa la estratosfera. Por la fuerza titánica de llamas y metal, la puerta se abre. El cohete ya flota en el mar frío del espacio.
Entonces, el Ariane 5 deja libre su tesoro…
El telescopio Webb despierta. Se ubica en un punto de observación a 1.5000.000 kilómetros de distancia. Empieza a latir. Se despliega con su espejo primario, un reflector de berilio de 6,5 metros de diámetro, recubierto de oro, espectrógrafos de alta precisión para captar y analizar la radiación de la luz estelar para el análisis químico de estrellas y planetas. La delicada maquinaria astronómica en suspensión tiene una vida útil de 10 años. El Hubble, su precursor, es un comienzo ya superado; su espejo, que debió ser corregido por una famosa misión, es de solo 2,4m. Su labor está cumplida luego de 30 años de servicio.
El Webb es 100 veces más potente que el Hubble. Su misión es registrar la luz de las primeras estrellas (8). Luego de su misterioso y supuesto origen, el universo es dominado por la “edad oscura”: vacío y oscuridad por doquier hasta que, supuestamente, luego de 100 millones de años habrían surgido las primeras estrellas. Su luz que llega hasta nosotros viene del pasado. Los rayos de nuestro Sol tardan 8 minutos en llegar y reflejan la estrella solar hace ese tiempo; la luz de Andrómeda tarda 4 años para su arribo y refleja esa galaxia hace 4 años; la luz de las estrellas de más de 13 mil millones de años que el telescopio Webb busca captar nos remitirían a ese pasado remoto, a la búsqueda del universo cercano a su presunto origen. Ver el pasado, y a través de un registro de luz infrarroja.
El ojo telescópico es hipercomplejo. El máximo prodigio astronómico hasta la fecha. Observa cientos de galaxias a la vez. Aumenta nuestro conocimiento de los exoplanetas (los planetas más allá del Sol); determinará su estructura química, si en ellos existen cantidades significativas de metano, agua, dióxido de carbono; mensajeros de la vida. El nuevo salto del conocimiento astronómico es consecuencia de la óptica. La astronáutica. Y del contemporáneo modelo cosmológico a explorar. Luego de superar el geocentrismo, la física mecanicista, y la Vía Láctea como única galaxia.
La posibilidad de captar luz infrarroja, le permite al James Webb observar a través del polvo cósmico que oculta regiones de formación estelar y registrar la luz de las galaxias más antiguas.
Y uno de sus hallazgos inesperados son planetas, de un tamaño semejante a Júpiter, que flotan en el espacio sin una estrella como centro de su órbita. Así, como planetas errantes, se mueven libres de la atracción gravitacional de un astro «madre». Se desplazan en siempre en pareja. Se detectaron 20 de estos pares en un estudio de la Nebulosa de Orión. Se los llama Objetos Binarios de Masa de Júpiter, o «JuMBO» por sus siglas en inglés (Jupiter Mass Binary Objects).
El Webb ha registrado la luz de galaxias formadas poco después del Big Bang. Esto altera esquemas anteriores, porque demuestra que el universo primitivo ya producía galaxias altamente luminosas y masivas, en contra de lo que se pensaba.
El telescopio ha estudiado muchas galaxias antiguas y la composición química de numerosos exoplanetas. Y estudia el fenómeno llamado “anillo de Einstein”, constituido por dos galaxias separadas por distancias inimaginables; una tiene forma elíptica, y la otra aspecto de una espiral. La luz superpuesta de las dos galaxias produce un efecto denominado «lentes gravitacionales«.
El efecto de la curvatura permite mejor estudiar la misteriosa materia oscura que permanece invisible, y que es la causante de la curvada trayectoria de la luz.
La mencionada materia oscura es invisible dado que no emite ni absorbe ni refleja luz. Se estima hoy que constituye la mayor parte de la masa del universo. Se deduce su presencia por sus efectos observables en la materia visible, en particular su fuerza gravitatoria sobre galaxias y cúmulos de galaxias, lo que permite su unidad y estabilidad. A su vez, las galaxias giran más rápido de lo que permitiría su materia visible. Hasta la fecha se desconoce la real composición de la materia oscura. Quizá esté formada por partículas que interactúan a través de la gravedad.

Además de su significado astronómico y cosmológico, el telescopio Webb exuda también un proceso cultural: por un lado, el contraste entre su costosa sofisticación y las necesidades inmediatas aquí en la Tierra. Para muchos, el sapiens debe atender solo a la solución de las inequidades de nuestro mundo, y desentenderse del “inútil” conocimiento de lo muy remoto. Pero la evolución requiere del conocimiento abierto al mundo. El saber que no olvida que el humano existe como habitante de un planeta dentro de un sistema solar y éste dentro, a su vez, del tumulto apabullante de galaxias.
Y también podríamos postular: cuanto más poderosa y compleja una tecnología, la espacial en este caso, mayor la necesidad de que ese desarrollo sea acompañado por una paralela evolución ética que haga que el humano, por una “pasión en la razón”, genere acuerdos, supere las mallas negras de su egoísmo y avance en una sociedad de mayor racionalidad y justicia, y de un parámetro de bienestar que deje de ser de minorías para convertirse en abundancia universal. Cuanto mayor el avance tecno-científico más visible y lamentable es la ausencia de un avance semejante en la superación de la pobreza, las guerras y supresión de derechos que afectan a millones de seres humanos.
El sapiens necesita del pan y la dignidad, ante todo, y también de las estrellas.
Y el telescopio en el espacio sideral nos recuerda nuestra posición real en el universo de un feroz gigantismo que nos rebasa, y que patentiza nuestra pequeñez. Recordar el universo no es escapismo; es reconocer que somos parte de algo muy grande, que nos supera; es recordar la debilidad de todos los poderes de este mundo que tapan la realidad abismal, la indescifrable e inconcebible inmensidad del espacio, a la que pertenecemos.

Notas
(1) El nombre del telescopio es en homenaje a James Edwin Webb, el segundo administrador de la historia de la NASA entre 1961 a 1968.
(2) En este artículo hacemos una narración sintética y no podemos abordar muchos aspectos de la cuestión. Para quien le interese una completa introducción a la cosmología recomendamos el libro de Alejandro Gangui, investigador de la Universidad de Buenos Aires: El Big bang. La génesis de nuestra cosmología actual, de Eudeba (Editorial Universitaria de Buenos Aires); o Historia de las ideas científicas, de Leonardo Moledo y Nicolás Martín Olszevicki, ed. Planeta, Buenos Aires; excelente introducción de la historia científica en su conjunto. Muy significativo también para los orígenes de la astronomía: Guido Cossard, Firmamentos perdidos. Arqueoastronomía: las estrellas de los pueblos antiguos, de F. C.E.
(3) En el sistema de Ptolomeo, y esto era ya así por Hiparco de Nicea, los planetas se mueven en pequeños círculos, los epiciclos, que a su vez de desplazan en un círculo más grande, el deferente. Una complicación para tratar de “corregir” las irregularidades observables en el movimiento de los planetas.
(4) La isla de Ven se encuentra en el estrecho que separa a Selania, la isla más grande de Dinamarca, de Escania, la región más meridional de Suecia. Recomendación de esta visita muy bien documentada al Museo de Tycho Brae en la Isla de Ven.
(5) Además de la primera ley, de Kepler, hay dos más. El estudio de esas leyes condujo a Newton a su ley de la gravitación universal. Y Kepler vio también una supernova, lo mismo que Brahe, la SN 1604, también conocida como la supernova de Kepler, que el astrónomo alemán contempló en 1604, y que dio lugar a su libro Sobre la nueva estrella en el pie del portador de la serpiente.
(6) El aporte fundamental de la cosmología de Bruno es muy destacado por Alexandre Koyré, en su obra Del mundo cerrado al universo infinito, Madrid, Siglo XXI.
(7) A mediados del siglo XX, Hoyle fue uno de los principales defensores de la teoría del estado estacionaria, teoría alternativa al Big Bang, para la cual el universo no surge por un gran estallido, sino que al expandirse, el universo pierde densidad que compensa con la creación continua de materia. Lejos de lo que suele afirmase, la concepción del Big Bang no deja de ser una teoría con muchos indicios a su favor (como la radiación de fondo de microondas), pero no sería una certeza final.
(8) Así como el Webb superó al Hubble, un nuevo gran telescopio espacial superará al Webb; se estima que entrará en funcionamiento para la década de 2040. Se trata del Observatorio de Mundos Habitables (HWO), un telescopio de la NASA cuya misión será detectar exoplanetas, similares a la Tierra, con la posibilidad de contener vida en ellos. Su espejo superará los 6.5 metros del Webb.