Giorgio Agamben y la filosofía subordinada a la ciencia

Por Esteban Ierardo

En su libro la Filosofía primera filosofía última. El saber de Occidente entre la metafísica y la ciencia, desde el rigor de su pensamiento y la historia de la filosofìa, Giorgio Agamben intenta comprender el sometimiento de la filosofia a la ciencia.

Una tesis que quizá soslaya la posibilidad de que la ciencia ayuda hoy a renovar cuestiones tradicionales de la inquietud filosófíca ancestral.

La rueda de la filosofía gira traccionada por el deseo de entender. En su propia rueda giratoria de conceptos, el filósofo italiano Giorgio Agamben rebosa en filosofía política, como en su serie Homo Sacer, con el estado de excepción, la «nuda vida», el poder soberano, y en las arenas de la biopolítica, bajo la huella de Michel Foucault.

En el aire de sus días, Agamben respira también en el pensamiento de Simone Weil, los seminarios de Martin Heidegger sobre Hegel y Heráclito, junto a las influencias de Hannah Arendt, Walter Benjamin, Ludwig Wittgenstein, o su conocimiento de las investigaciones de Frances Yates durante su participación en el Instituto Warburg de Londres. Y también su pensar se oxigena en su ensayo sobre lo que la tradición occidental llama filosofía primera en Filosofía primera filosofía última. El saber de Occidente entre la metafísica y la ciencia, publicado por editorial Adriana Hidalgo Editora, con traducción de Rodrigo Molina-Zavalía.

La tesis que timonea la reflexión agambiana es que lo “primero” de la filosofía oculta en realidad su complementariedad y, más aún, su eventual subordinación a las ciencias físicas y matemáticas. La «filosofía primera» así es “filosofía segunda” en cuanto a que en “la filosofía primera –esta es nuestra hipótesis ulterior– se trata, en concreto, de la relación de dominio o de sumisión y, eventualmente, del conflicto entre la filosofía y la ciencia en la cultura occidental”.

La filosofía se identifica con la metafísica, y esta identificación no pertenece exactamente al horizonte de la Grecia clásica, sino que surge a partir del siglo I con Nicolás de Damasco al emplear la expresión ta metá ta physiká para aludir a los tratados de Aristóteles, y al rasgo filosófico que se ocupa de las formas completamente separadas de la materia. Así, los aristotélicos llamaban «teología o filosofía primera» a lo que está más allá de la física, lo que trasciende las realidades físicas que las ciencias estudian como un saber “secundario”. La filosofía entonces se diferencia de las matemáticas y la física; y se erige, o pretende erigirse, como principio soberano respecto al saber científico.

La traducción de palaia diaphora es «antigua disputa» o «vieja diferencia». En la historia de la filosofía griega clásica, esto alude a la confrontación entre poesía y filosofía en la discusión de Platón en su diálogo La República. Esta oposición se complementa con la desavenencia entre filosofía y ciencia en el punto de diferenciación de estos saberes bajo el alero aristotélico. Este desacuerdo, observa Agamben, trepa hasta una gravedad “que apenas empezamos a medir”.

La búsqueda de la soberanía de la filosofía respecto a otros saberes se impregna desde el principio de una precariedad insalvable. Lo más atinado habría sido, quizá, pensar la filosofía no desde la soberanía o dependencia respecto a las ciencias, sino desde “una autonomía plena y recíproca”. La filosofía confiere su sitio a las ciencias dentro de la dinámica del conocimiento necesario, y sin advertir que, por esta maniobra, la dimensión filosófica “terminó esclavizándose a ellas”, a las ciencias.

Luego, en el largo reino medieval, la filosofía fue ancilla theologiae (sierva de la teología), y ahora, entre los repliegues digitales de lo tecno-algorítmico global, la filosofía es “impotente ancilla scientiarum” (sierva de las ciencias).En el referido tiempo medieval, Juan Duns Escoto piensa la metafísica como “ciencia trascendente”. Luego medita la relación entre la «ciencia metafísica» y las otras ciencias; enfrenta la cuestión de cómo la metafísica, y por tanto la filosofía, es lo primero, pero a la vez no lo es.

Y “la precariedad de la primacía de la filosofía primera sobre las ciencias segundas”, observa Agamben, se hace nítida cuando las ciencias no necesitan de la metafísica para su validación, para el desarrollo del conocimiento que le es propio.

En la metafísica de los trascendentales medievales se alude a los predicados más generales que se corresponden a “Dios y a las criaturas, y estos predicados generales solo existen en nuestro intelecto”. Lo metafísico así ya no hablará tanto del Ser sino de los “principios del conocimiento humano” (que «solo existen en nuestro intelecto»). Y en esta dirección, en la modernidad, Kant transforma la metafísica en “ciencia de las condiciones de posibilidad del conocimiento” que le es posible al sapiens, al sujeto. La filosofía se afirma entonces como “ciencia de la ciencia”. Sin embargo, “la ciencia en sí misma” debe ser evidencia de algo, y ese algo es distinto en cada una de las ciencias particulares.

En el siglo XX, la metafísica en Heidegger se resiste a disolver el Ser, que es distinto, diferente ontológicamente, de los entes bajo el estudio científico.

Y, llegados a este punto, Agamben apela al capítulo XXI de la primera parte de El Quijote de la Mancha. Aquí, el encantado y hechizado Alonso Quijano confunde una cubeta de barbero con el yelmo de Mambrino. El yelmo es el Ser que el metafísico busca en las cosas particulares, pero que siempre se reduce “a bacines y otros utensilios de barbero”. Así es “el objeto supremo de la metafísica, que ‘siempre nos pone en un camino sin salida’ y que nosotros no podemos menos que buscarlo”. Y en esa evasión del objeto de la metafísica, la filosofía, nuevamente, cede ante la evidencia del conocimiento menos evasivo que las ciencias proponen. La «filosofía primera» así se convierte en “filosofía segunda” o “última»; la filosofía subordinada a la ciencia.

Este análisis es seguramente muy pertinente desde la estricta historia de la filosofía. Sin embargo, hoy este modo de comprensión de la relación filosofía y ciencia como dimensiones necesariamente separadas, en la que una se subordina a la otra, quizá debiera ser superada y entendida desde otros ángulos. Distintas ciencias son las que actualmente reviven la pregunta y la investigación sobre el origen de la vida biológica o del propio universo, cuestiones de alta relevancia filosófica, que no se subordinan a la ciencia, sino que interactúan con ella.

La vía y alcance de esta interacción entre filosofía y ciencia es un posible camino de reflexión a desarrollar hoy y en el futuro.

Esta es una versión levemente ampliada de un artículo previamente publicado en el suplemento Ñ del Diario Clarín, en la Ciudad de Buenos Aires.

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