
El mito del eterno retorno, una de las grandes obras de Mircea Eliade.
Aquí tres tres textos breves de Mircea Eliade, una de las autoridades máximas en el estudio de la mitología y la historia de las religiones comparadas en el siglo XX.
De origen rumano, luego se radicó en Francia primero, y escribió en francés, y después se arraigó finalmente en Chicago, Estados unidos. El mito del eterno retorno es una de sus obras esenciales, una introducción a la concepción del mundo del hombre antiguo basada en el mito y su simbolismo. En su juventud tuvo adhesiones a extremismos que luego repudió. Perteneció al Circulo Eranos, en el que tuvo gran gravitación Karl Gustav Jung. Pero Eliade fue también un entusiasta novelista, narrador, ensayista y articulista. Aquí elegimos tres artículos, cada uno con su valor propio, y una propuesta para una reflexión incisiva y crítica. En el primer texto, » El miedo a la desconocido», se propone que este miedo no es ante lo «desconocido», sino por algo ya conocido que genera una sensación de confusión y debilidad, de incapacidad para asumir una necesaria transformación o «revolución mental» como desafío. En el segundo texto, «El camino hacia el centro», se sintetiza un perfil fundamental de su comprensión del sapiens del mito y el símbolo. La realización del individuo dentro del universo mítico es la de un «centro» como símbolo de las mejores potencialidades de la plenitud espiritual. En el último texto elegido, que lo hemos denominado «La novela sin ideas» (su nombre original es «Las ideas en la épica»), Eliade cuestiona el gusto por la novela despojada de ideas, de referencias culturales, de potencialidad reflexiva. Todo esto se lo ve como defectos, carencias ante un modelo novelesco para el que la narración debe ser «épica pura» en tanto puro devenir de acciones, descripciones, deslizamientos ajenos a reflexiones que conduzcan a los lectores hacia dimensiones de profundidad espiritual o amplitud cultural.
Tres textos que podemos leerlos como textos olvidados, en cuantos pocos leídos, y cuya lecturas es impulso hacia fuertes intereses culturales.
E. I
(1) El miedo a lo desconocido
El «miedo a lo desconocido» es y ha sido, desde los tiempos de Lucrecio, un pretexto «suculento» para todos los filósofos y aficionados que se proponían descifrar los orígenes de las religiones, de las mitologías y de la moral. Cada vez que quieres hablar del «hombre primitivo», te ves casi obligado a recordar su miedo a lo «desconocido», fuente inagotable de todas las creencias, supersticiones o éxtasis que han humillado la condición humana.
El miedo a lo desconocido ha ofrecido a los eruditos la oportunidad de verter sus cajones repletos de fichas, y no sería exagerado decir que la biblioteca escrita por el prodigioso sir
James Frazer se fundamenta, en gran parte, en el miedo y la fascinación que lo desconocido ha ejercido siempre sobre el alma humana. Por eso sería arriesgado lanzarnos a una discusión en la que los argumentos, en su mayoría de orden estadístico, se suceden a lo largo de miles y miles de páginas de etnología, antropología y folklore.
Pero podríamos apuntar aquí unas cuantas observaciones relacionadas con este controvertido problema y dedicárselas a aquel lector inconformista y curioso para quien escribo, casi exclusivamente, desde hace bastante tiempo. Me parece que no se ha subrayado con suficiente claridad uno de los motivos del miedo a lo desconocido, del miedo que experimentan los «hombres primitivos», les moins civilisés [los menos
civilizados], ante las cosas o las personas nuevas. Podríamos formularlo así: el hombre primitivo teme las cosas o las personas desconocidas, porque no coinciden con, ni se adaptan a, la imagen que tiene de sí mismo.
Cualquier cosa o persona que modifique o, para decirlo más exactamente, que contradiga el conocimiento que el hombre primitivo tiene de sí mismo, se vuelve peligrosa; pero no porque sea «desconocida», porque no hubiera sido conocida hasta
entonces, sino porque no cuadra ni se armoniza con el icono que había plasmado de sí mismo. En esta interpretación del miedo a lo desconocido, el acento se desplaza desde el océano de fenómenos que le rodean a la idea de hombre, tal como es intuida o vivida por cada tribu salvaje y por cada nación. La imagen que se construye de sí mismo ejerce una influencia tanto más tiránica y rígida en sus limitaciones, cuanto menos «civilizado» es el hombre. La norma domina la conciencia humana desde sus inicios tan oscuros, desde las así llamadas etapas prelógicas.
Un «primitivo» que piensa haber nacido de una planta tiene una imagen de sí mismo (y del hombre en general) tan coherente y exacta como la de un hombre que se sabe vivíparo. El primero, presuponiendo que no conoce todavía la metalurgia, experimentará ante el primer herrero el mismo miedo que ha podido sobrecoger a cualquier hombre civilizado ante el primer aeroplano. En ambas situaciones, el miedo deriva de la violenta deformación sufrida por la imagen antropológica y no del carácter «desconocido» del herrero o del aeroplano. A veces, este miedo puede revestir formas paroxísticas; y aun cuando los hombres han dejado de temblar o aullar delante de una cosa o persona nueva, el miedo seguirá persistiendo. Nada puede atemorizar más el alma del hombre que el miedo que provoca la
deformación o la supresión de la imagen que tiene de sí mismo.
El miedo a la muerte hunde sus raíces en esta misma imagen antropológica. No es éste el lugar adecuado para plantear este grave problema, pero intentaré demostrar, en un trabajo de próxima aparición, que el miedo a la muerte hunde sus raíces en la negación de la idea que el hombre se ha construido de sí. mismo. Lo que llamamos «sentimiento de la muerte» y «miedo a la muerte» es, por otra parte, algo derivado; al principio existía solamente el miedo a los muertos.
Pero volvamos al pretexto de este artículo. Decíamos que, muchas veces, el miedo a la destrucción de la imagen que el hombre se ha hecho de sí mismo puede revestir formas más benignas. En este caso se limita a un tipo de resistencia pasiva, que pocas veces llega a convertirse en violencia. El mensaje de Cristo, que invierte la caduca economía del mundo antiguo, es decir, que arranca de cuajo la antigua imagen que el hombre se
había forjado de sí, no tropieza solamente con la violencia del paganismo, sino también con la resistencia pasiva de cada hombre, de cada convertido por separado, porque a cada uno le costará desprenderse de ciertas formas mentales y de una cierta imagen antropológica. Pero qué ocurre con la resistencia que encuentran los genios, los reformadores, los moralistas o cualquier otra personalidad creadora? Todo esto es demasiado obvio para que sigamos insistiendo en ello.
Hagamos en cambio una pequeña observación, relacionada exclusivamente con el mundo moderno (postmedieval) que goza, en sus ámbitos urbanos, de una gran variedad de imágenes antropológicas; en el mundo moderno despiertan desconfianza y temor no solamente las personalidades fuertes, sino cualquier hombre vivo que, por su mera presencia, puede llegar a ser una fuente inagotable de inquietudes y angustias. Tal como decía Goethe (que entendía perfectamente la lógica y el símbolo del
hombre moderno), cada individuo es un demonio para el compañero en cuya intimidad vive durante un lapso más largo de tiempo; es decir, la fuerza que acabará por arruinar la imagen que tiene de sí.
Estos hechos se vuelven, sin duda, cada vez más evidentes a medida que avanzamos hacia las fuentes de la vida espiritual del hombre. Hemos demostrado en un libro muy reciente (Cosmologie şi alchimie babiloniană, Vremea, 1937) que la importancia del descubrimiento de la metalurgia radicaba en la modificación que había provocado en la imagen que el hombre tenía de sí mismo y del cosmos, y no en el mero hecho en sí o en
sus consecuencias técnicas y civilizadoras. La revolución mental provocada por la presencia de los metales en la experiencia humana, presencia que, a través de interminables homologaciones, ha permitido el acceso del hombre a otros niveles cósmicos, inalcanzables hasta entonces, precede y sobrepasa en importancia al progreso técnico y económico que la explotación de los metales había facilitado. En otro libro, Los orígenes de la agricultura, intentaré demostrar la revolución mental que ha desencadenado el descubrimiento de las técnicas agrícolas y de los ritmos de la vida vegetal. Estos descubrimientos (por no recordar otros como el calendario, la astronomía, etc.), al poner al hombre en contacto con cosas tan nuevas, no solamente llegaron a adoptar durante mucho tiempo el disfraz de las técnicas mágicas (porque atemorizaban), sino que también destruyeron por completo la antigua imagen que
aquél tenía de sí mismo.
(*) Fuente: Mircea Eliade, Fragmentarium, editorialTrotta.
(2) El camino hacia el centro
La técnica socrática se fundamenta en la certeza de que cualquier hombre tiene la verdad en sí mismo; lo único que hace falta es recordársela, hacer que salga a la luz.
Algunas filosofías hindúes parten de la misma certeza. Por ejemplo, el samkhya y el yoga, al perseguir —como cualquier «sistema» de filosofía hindú— la autonomía absoluta del
espíritu, su libertad, llegan a hacer la siguiente afirmación: cualquier alma (purusha; spiritus) es, de hecho, libre, autónoma; lo que ocurre, sencillamente, es que el hombre no se da cuenta de esta verdad. El fin de la filosofía es, pues, según el samkhya, llegar a comprender, a darse cuenta de esa libertad del alma.
Tanto para Sócrates como para algunas filosofías hindúes, el hombre sufre porque ignora el valor y la «condición» de su propia alma. Es decir, ignora su propio «centro». El sufrimiento, el drama, el desastre de la condición humana se deben a una absurda amnesia: el hombre no recuerda la verdad (Sócrates), no reconoce su propia alma (samkhya-yoga). Pero conviene matizar que «alma» no se refiere aquí (como en ningún otro sitio de la metafísica hindú) a la psyché o al anima, a la vida psicomental considerada como una manifestación sutil de la materia, sino al noûs, al spiritus, es decir, a una entidad ontológica.
La salvación, tanto para Sócrates como para la filosofía hindú, consiste en la capacidad del hombre de recordar, o de reconocer, la verdad. Ahora bien, esta «verdad» está ya en el
hombre y constituye el centro mismo de su ser. Poco antes de Sócrates, las Upanisad habían proclamado: ¡Tú eres esto! (tat tvam asi). «Esto», es decir, Brahma, la realidad absoluta, idéntica con ātman, con el «alma» (spiritus) del hombre.
El camino hacia la «sabiduría» o hacia la «libertad» es un camino hacia el centro de tu ser. Ésta es la definición más simple que podemos dar de la metafísica en general. Y es interesante observar que la religión puede recibir una definición similar: el camino hacia el «centro». Ciertamente, cualquier acto religioso presupone una salida del ámbito profano (que correspondería, en el orden metafísico, a la salida del devenir, de la vida y de la
historia) y una entrada en una zona sagrada (templo, lugar de sacrificio, tiempo litúrgico, estado de oración, etc.). El ámbito sagrado por excelencia, el templo o el altar, es considerado —en todas las tradiciones religiosas— el «centro del mundo» (cf.
nuestro libro Cosmologie şi alchimie babiloniană, 1937, pp. 31 ss.). Así pues, la entrada sacrificial en una zona sagrada es el camino hacia el centro, hacia la realidad absoluta. Porque lo sagrado significa esto: el esse, la realidad absoluta, opuesta a lo profano: el devenir, la vida, en una palabra, el non esse.
Por supuesto que estos «caminos hacia el centro» —tanto el camino de la metafísica como el de las religiones— tienen direcciones contrarias: la metafísica descubre el centro en el
hombre (tat tvam asi); la religión lo descubre en lo sagrado, fuera del hombre (das ganz Andere). Pero aun así, esa diversidad de «direcciones» no tiene por qué confundirnos, haciéndonos pensar en una incompatibilidad de ambos caminos, el metafísico
y el religioso. Porque si es verdad que, en el caso del itinerario metafísico, el hombre descubre la realidad absoluta (el ātman) en sí mismo, también es verdad que este principio ontológico no pertenece al hombre en cuanto tal, sino que le precede y le trasciende.
Fuente: Mircea Eliade, Fragmentarium, editorialTrotta
(3) Las novelas sin ideas
La desconfianza que muestran los críticos literarios y las elites hacia la «novela de ideas», su gran admiración por lo épico puro, no es más que una forma derivada de esnobismo. Casi la mitad de las grandes obras maestras de la literatura son novelas de ideas. Toda la obra de Dostoievski desborda de «ideas»; Dickens está lleno de controversias eruditas; Proust está obnubilado por «abstracciones»; las obras de Rabelais, Cervantes, Manzoni,
Thomas Mann, están saturadas de «cultura», «erudición», «ideas». Y qué decir de Tristram Shandy, donde toda la novela no es más que una interminable divagación teológico-histórico-militar?
Incluso novelas tan «puristas» como Ana Karenina abundan en controversias y monólogos. Tendríamos que contabilizar las páginas de teoría social y agrícola que se encuentran en Ana Karenina; o el espacio que ocupan en Guerra y paz las informaciones históricas y las controversias ideológicas entre personajes. La mitad de la obra de Balzac consiste en
«ideología». Novelas enteras como Illusions perdues (3 vols.), Splendeurs et misères des courtisanes (2 vols.) están formadas por una sucesión de pequeñas monografías sobre la imprenta, el comercio de libros, la condición del escritor, el arte del teatro, el secreto de las grandes finanzas, la organización de la policía y de las cárceles, etc. No existe ninguna novela de Balzac en la que la «idea», la «cultura», la «teoría», el «diálogo filosófico» no
campen a sus anchas. El más épico de los novelistas, el más grande creador de personajes desde Shakespeare hasta ahora, nunca ha tenido miedo a contaminarse con las ideas y la cultura.
Y lo que es más grave: esta cultura es aproximativa y sus ideas son casi siempre comunes. Pero ni siquiera este defecto ha logrado hacer envejecer su obra… ¿Cuál es entonces el origen de nuestra superstición de lo «épico puro»? En primer lugar, la culpa la tiene la influencia francesa o, mejor dicho, la formación francesa de nuestros críticos y de nuestras elites. Francia, que ha creado y abusado de las ideas, que ha tenido a los más grandes y gloriosos «escritores teóricos», ha empezado a sentir horror frente a cualquier épica
impura, cualquier teoría, o frente a la «cultura» presente en una novela. Éste es el origen de la grande y melancólica admiración que Francia confiesa por las novelas inglesas, que le parecen «puras» y «sencillas», cuando en realidad abundan tanto en ideas como en hechos.
Y como el gusto rumano es, casi siempre, una prolongación del buen gusto francés, también nosotros hemos empezado a suspirar por lo épico puro, aunque nuestros escritores, dicho sea de paso, no han sufrido nunca de un exceso de inteligencia o de
cultura. Pero, además de la influencia francesa, también podemos adivinar una nueva forma de esnobismo en el cansancio que provocan las novelas de ideas. El esnobismo de la
«santa simplicidad» y de la ignorancia. Desde que todo el mundo ha aprendido a leer y la cultura está al alcance de todos, ya no es un signo de distinción manifestar preocupaciones
intelectuales, buen gusto o información. Todo lo contrario: ahora está de moda una dosis de ignorancia, y, si puede ser, de mal gusto. Si confiesas que una película es mejor que el Fausto, todo el mundo sabrá apreciar tu elección. Y esto ocurre en toda Europa. Entre nosotros, en menor medida, de momento.
Cualquiera que se tome la molestia de leer una sola obra maestra de la novela, se dará cuenta de la hipocresía que esconde esta actitud. Solamente La Princesse de Clèves, Manon Lescaut y Paul et Virginie, que más bien son cuentos que novelas,
pueden presumir de «pureza».
Además, se argumenta que las citas y las «referencias eruditas» estropean la economía de una novela. Balzac, Dostoievski, Tolstoi o Proust abundan, sin embargo, en referencias precisas. Por otra parte, es absurdo creer que si dices: «Vasilescu me ha hablado de la inmortalidad del alma», haces épica, y si escribes: «He leído en un libro de Bergson», haces teoría. Si el personaje ha pensado y vivido el problema por sí mismo y según sus fuerzas, seguimos teniendo un hecho, sin importar que éste haya sido provocado por la lectura de Bergson o por la conversación con Vasilescu.
También me parece injustificable el miedo al diálogo inteligente e interesante. La gente también puede hablar de cosas importantes, no solamente de tonterías. ¿Por qué es absolutamente imprescindible que un diálogo sea tierno e insignificante para ser considerado épico?
(*) Fuente: Mircea Eliade, Fragmentarium, editorialTrotta
