La mayor experiencia del caos. Una tormenta en el mar

Por Andrés Manrique

(foto en palermoonline)

Aquí una narración sobre una tormentosa travesía en el mar durante una regata entre Buenos Aires y Río de Janeiro. Una experiencia muy especial para los que estamos habituados a movernos solo en tierra; y acorde al espíritu de la sección «Sitios, viajeros y exploradores», de este sitio cultural.

Andrés Manrique es escritor, poeta, fotógrafo. Con mucho entusiasmo participó en la primera etapa de Temakel. Y hace muchos años, casi accidentalmente, fue parte de la regata XIX entre la ciudad frente al más ancho río y la ciudad con un famoso Cristo en la alto de un cerro. A su manera, conoció la experiencia de la tormenta en el mar que, por ejemplo, Joseph Conrad narra con tanto vigor en Tifón. Recuerdos de navegación. En este sentido, en la historia náutica argentina, es inevitable recordar a Vito Dumas, en su vuelta alrededor del mundo en solitario, en un itinerario cercano al paralelo de 40º sur, en 1942.

Durante su navegación tormentosa, Andrés recuerda: «El viento rasguñaba el casco, los herrajes crujían. Todos los materiales, empujados a su máximo punto de resistencia, chillaban. El esqueleto entero gemía, esforzándose para pasar bajo el viento que lo trituraba contra el agua. Sumido en el torbellino, el barco era como el gato que soporta la caricia arqueando la columna vertebral para esquivar el peso de la mano que lo aplasta. El Chaval se estiraba y contraía, flanqueado por fuerzas que le imponían torsiones, forzándolo a una resistencia que acaso ningún ingeniero hubiera previsto.».

En medio de la lucha con el mar enojado habrá lugar también para encontrarse con delfines, y los paisajes del mar calmo.

Una narración fluida y envolvente sobre los humanos frágiles en un pequeño velero, entre la furia del viento y el mar.

E. I

Crónica de un polizón durante una tormenta en el mar

Por Andrés Manrique

«Oye, yo era como un mar dormido./ Me despertaste y la tempestad ha estallado./ Saludo mis olas, hundo mis buques, subo al cielo y castigo estrellas, me avergüenzo y me escondo entre mis pliegues, enloquezco y mato mis peces./ No me mires con miedo./ Tú lo has querido». -Alfonsina Storni

¿Recuerdan la Armada Brancaleone? Bueno, algo de eso tuvo la tripulación de la que participé. Y empezando por mí, donde se reunían la falta de experiencia y la escasez de conocimientos junto a una cuota de supina inconciencia.

Mi hermano Guido me enseñó todo lo que sé de navegación. Con él había navegado por el río a bordo de un velero de la clase 4,70, que había comprado con un compañero y amigo de la escuela secundaria, después de haberse quedado trabajando un verano. Guido navegaba desde principios de los ´90, y había cruzado el Atlántico dos veces. Además, surcó varios mares durante más de un año de navegación ininterrumpida. Esa experiencia había sido el motivo para que lo llamaran a formar parte del equipo de El Chaval, un Victory de 42 pies con velas nuevas, listo para la XIX regata, en 1999. Cuando me lo contó, me puso tan contento que me preguntó si me interesaba ir. Me dijo que si me daban ganas podía hacerme palanca con el capitán, además dueño del barco, para que me aceptara.

Cazar, filar, cornamusa, popa y proa, a babor y a estribor se reducían mis conocimientos. Pero eso no parecía importar demasiado, mi hermano quería compartir la experiencia, y yo la quería vivir. Por eso, esa misma tarde llamó al capitán y se lo propuso. Dos días después fuimos al YCA (Yacht Club Argentino), donde tenía amarra El Chaval. Al llegar, el capitán me miró y, sin saber más que mi nombre, le dijo a mi hermano: “Dale, que venga, si no pesa nada.” No entendí si ser liviano era útil y tampoco pareció importarle a nadie porque ese fue todo el examen que me tomó para formar parte de su equipo, apenas una semana antes de la largada. No se me ocurrió preguntarle cómo había reclutado al resto, aunque podría haberlo hecho. La carrera iba a ser interesante. Entonces, no podía imaginarme que no la olvidaría jamás.

El día de la partida había una nubosidad variable. Guido y yo fuimos los primeros en llegar. Aprovechamos para cargar los tanques de agua y hacer cosas a bordo, todo bajo su dirección. Durante el curso de la mañana fueron llegando los demás, salvo el capitán porque estaba retrasado. A último momento, llamó para decirnos que nos interceptaba en el agua. Cuando se hizo la hora, soltamos amarras. Poco antes de la largada, a punto de salir de la dársena, apareció el tipo sobre un gomón, rodeado de bolsas de Haus Brot y una caja pesada con un chinchorrito de esos Seahawk inflables de juguetería que revoleó a bordo. Después, subió y zarpamos en medio de la euforia y la celebración general.

Las primeras horas pasaron a toda velocidad, tal como nuestro barco surcaba el agua. Todavía podíamos llegar a dar la apariencia de un equipo entrenado. Después del almuerzo de empanadas alemanas, el letargo general se adueñó de todos. Algunos fumaron sobre cubierta mientras otros bostezaban en las cuchetas. Yo me quedé sentado en la banda, agarrado del guardamancebo, esa especie de baranda de hilos de acero que tienen los barcos a lo largo de las dos bandas. La tarde se había puesto increíble. Los últimos rayos de sol se colaban entre las nubes y el atardecer desparramaba la paleta más variada de colores. El azul predominaba al oeste junto a una extensa gama de violáceos que pintaba las nubes sueltas sobre el horizonte. Encima nuestro, el cielo estaba cubierto por unos cirros transparentes que componían mezclas que iban del oscuro al celeste, dando la nota más alta en manchas perdidas de un blanco casi abstracto.

Cuando los claros comenzaron a perderse, avanzó un frente de tormenta a una velocidad que no nos dio tiempo de reacción. El horizonte no soportaba el plomo sobre su delgada línea, y lo empujaba encima nuestro. Al principio, se hicieron comentarios livianos sobre la tormenta. Después, Guido sugirió arriar el spinnaker, la vela más grande que tienen los veleros –también llamada globo, por su forma-, pero el capitán, con el fin de aprovechar hasta el último instante los quince nudos de velocidad que llevábamos, hizo oídos sordos a la insistencia de mi hermano.

El agua empezó a golpearnos. Las olas cubrían el barco, como si manos invisibles echaran desde el agua frazadas de lana marrón encima del casco. Tres tripulantes corrieron a proa para arriar el spinnaker, que no terminaba de bajar. Yo miraba la escena desde la cabina, al lado del capitán. Cuando me levanté, no sé si para cuidarme o para sentirse acompañado, me ordenó que me sentara donde estaba. Mi hermano estaba en proa, entre los que tiraban de la vela. El viento cargaba y los revoleaba como si fueran de papel. No tenía sentido pensar que sesenta kilos podían contrarrestar la fuerza con que el viento cargaba contra la vela, pero en la emergencia la voluntad es enemiga de la razón y salí disparado: un poco por impulso; y otro, por una mal entendida fidelidad fraternal. Con la escora que tenía el barco, sumada a los bandazos, llegar a proa no fue nada fácil, pero al fin me agarré de la vela y comencé a tironear junto a los demás. En medio del zafarrancho, alguien por suerte pudo pensar, y se dio cuenta de que la vela había quedado pellizcada en una de sus cotas. Es por eso que no terminaba de plancharse, para ser arriada. Pero de eso no nos habíamos enterado los cuatro que, en proa, con la espalda casi apoyada sobre el casco inclinado por la escora, tirábamos de la vela. Cada vez que cargaba una racha sacudía toda la estructura del barco, nos hacía volar y nos golpeábamos contra todo: los herrajes duelen bastante. Por unos instantes, el que flotó a un metro del casco no fue Peter Pan, sino mi hermano flameando con la vela.

-¡La suelto! –gritó y cayó de rodillas. Las rachas nos arrancaban el cabo de las manos. En ese momento, gritaron algo desde la cabina, pero no entendí lo que decían. Los gualdrapazos chasqueaban frenéticos. Cuando logré afirmar los pies sobre los obenques[1], vi  que el capitán tenía una cuchilla en la mano. Cerca de la cabina de comando, estaba serruchando el cabo. La soga podría degollar a alguien, pensé mientras mi hermano decía: “A la cuenta de tres soltamos”. Pero el cabo desapareció de entre mis manos. El siseo fue seguido por los golpes de la vela, que quedó semi hundida en el agua. Me temblaba la mano izquierda. Un surco blanco, como una lombriz ciega me cruzaba la palma en diagonal, y se profundizaba en el dedo medio y el índice. La fricción del cabo me había socavada la piel. Un cosquilleo me recorrió el brazo, me erizó la nuca y bajó como un punzón a lo largo de toda la columna vertebral. Tuve arcadas. Hasta entonces no sabía que el dolor me podía hacer vomitar, tenía la muñeca y el brazo en llamas. A los tumbos, bajé a los camarotes mientras los demás arriaban la vela.

Desde ahí abajo me enteraba de lo que ocurría, de a pedazos, por algunos gritos que lograban imponerse sobre el ruido del viento y los golpes de las ráfagas contra las velas. Tenía la mano completamente inutilizada. No podía cerrarla, el dolor ya me tomaba del hombro, de donde latía, irradiando, hacia el resto del cuerpo. Busqué el botiquín y me puse lo que encontré. Rellené la canaleta que me había quedado en los dedos con una crema cicatrizante.

La maniobra terminó con la vela desgarrada, un cabo cortado, mi mano herida, y un par de tajos que se hicieron al golpear contra los herrajes. Guido bajó empapado, estaba de pésimo humor. El temblequeo del cuerpo, por el esfuerzo, comenzó a aflojar y, más tranquilos, me ayudó a vendarme la herida.

El pampero nos batió por más de cinco horas, sin cejar.

Dormí pésimo, a pesar de los analgésicos. Estaba nauseoso. La mano me latía como si me hubiera dormido apretando una brasa. Aunque la mirara toda la noche no iba a sanar más rápido. Tenía necesidad de salir a la luz, de sentir el aire, el día. Con los ojos todavía hinchados subí a cubierta y me senté en la cabina de mando. El Pampero ya había pasado, pero el río picado nos mantenía corcoveando desde hacía horas. De cada salto daba cuenta mi mano. A medida que las nubes iban esparciéndose, la tripulación fue asomando. Los primeros rayos de sol rozaron el río alrededor de las once de la mañana. La promesa del día y la energía a bordo no lograron que el dolor cesara.

Desayunamos tarde. La luz le daba tonos que jamás me habría imaginado para el Río de la Plata. Los colores contrastaban con las manchas dispersas en el río. Las nubes proyectaban sombras que interrumpían el resplandor. Hacia el este, las manchas parecían mariposas negras que se posaban y desaparecían, titilando sobre el agua. Con el correr de las horas, cruzando el mediodía, la luz era total y el río empezó a cambiar de tono. Finalmente, salíamos al mar. Disfrutamos de una navegación descansada que aprovechamos para conocernos un poco más. Cerca de las tres de la tarde, el capitán nos sorprendió con un guiso suculento. El barco avanzaba hacia la tarde del segundo día a una velocidad promedio de 8 nudos[2] y medio, un buen promedio de velocidad para la regata.

La última noticia de la contienda que tuvimos fue que íbamos terceros. Al atardecer, una masa gris cubrió el cielo. Para entonces, un imponente azul estriaba el marrón. Frente a Punta del Este, el río parecía haber quedado atrás. El Pampero que estrenamos la primera noche nos había dado una lección: si habíamos aprendido o no, era cosa nuestra. Esperamos la tormenta, ya enfundados en nuestros trajes de agua.

Las guardias se habían organizado de cuatro horas por pareja. La primera, que iba de 22:00 a 2:00 de la mañana, nos tocó a Guido y a mí. La lluvia y los sacudones nos acompañaron todo el camino. Nos entretuvimos cambiando la Genoa[3] grande por una más chica y tomamos una mano de rizo[4] de la vela mayor. Para toda maniobra, mi mano era una porquería. Agotados, entre sacudones, nos fuimos a dormir. De comodidad no se puede hablar cuando el barco se sacude, pero algo pudimos descansar gracias al violín, que es una especie de tela ubicada en el lateral de la cucheta para que el primer bandazo no te deje en el piso. Cerca de las once de la mañana, luego de haber dormitado las últimas horas en calma, sobre lo que creía que era un mar planchado, me asomé. Me asombró que el agua hubiera vuelto a ponerse marrón, después de habernos despedido el día anterior con un tono más bien azulado. La tormenta, me explicaron, la había revuelto. El color le daba otra textura: del río más aceitoso pasaba a la aspereza del océano. El olor dulzón ahora se había sazonado. Con el correr del día fue volviendo al azul hasta convertirse en pleno mar de nuevo. Aclimatados a la escora constante, la navegación venía bien, salvo para el capitán que nos había hecho reír a carcajadas, peleando un confuso equilibrio para no tirarse encima el almuerzo que nos preparó.

El horizonte nos rodeaba por todos lados.

Recién entonces, con la tierra más cercana a 40 millas de distancia[5], la inmensidad del océano se hizo evidente. Nunca me había rodeado una sola y misma cosa. Me sentí protegido y, a la vez, preso de la inmensidad. Todo pensamiento se había quedado quieto, o en tierra.

Al atardecer, un frente de tormenta cubrió el último sol. Entre el mar y el cielo las nubes hicieron que la luz combinara miles de tonos. La tormenta pasó cerca pero no llegó a quebrar el clima, que tan bien nos había tratado toda la jornada. La noche, en cambio, fue bastante movida. El mar golpeaba el casco y no pudimos relajarnos. En un momento, sentí que mi esqueleto era una de esas piezas de plástico manejadas por una mano sin motricidad controlada, en uno de esos primeros juguetes donde el bebé intenta meter la esfera por el lado donde tiene calado el cuadrado, y lo golpea y golpea, sin lograrlo.

La noche pasó lenta. La mano me había dejado de latir, pero el ardor volvía cada vez que pasaba el efecto de los analgésicos, cuando cerraba los dedos o cuando rozaba algo.

Al amanecer, el viento fue amainando, el agua se apaciguó y sobrevino la calma hasta un punto en que el barco dejó de moverse. Todos los instrumentos daban cero: la naturaleza parecía haber renunciado al más mínimo movimiento. Varados quedamos, como si el mar se hubiera convertido en plastilina azul. El barco era el punto que el compás deja en el centro de una circunferencia; desde ese centro, el mundo conocido estaba tan lejos que la vida en el continente podría haber sido parte de un sueño. Más allá del perímetro de la línea de agua y cielo, todo había cesado.

En la quietud, el tiempo repta. Se pone pegajoso. La calma chicha se prolonga. Alguien pregunta cuánto puede durar esa calma, alguien responde que puede durar algunas horas. Otro dice haber leído sobre una calma de una semana. La quietud extrema parece anular las cosas, tiene un alto poder de sugestión en un escenario en el que todo parece existir porque se mueve. Quedarnos sin agua dulce era la pesadilla que me seguía desde que el capitán nos había obligado a vaciar hasta la última gota de los tanques que habíamos llenado con mi hermano. En pro de lograr mejor promedio de velocidad, le había quitado todo lastre al barco. La calma siempre dura más de la cuenta, pero después de cuatro horas volvieron a la acción el mar y el viento. Con el movimiento, apareció un lobo de mar que le dio un par de vueltas al barco: ¿habría algún islote por la zona, se habría perdido? Atravesó por debajo algunas veces, y se fue tal como había llegado. El viento sopló de nuevo. El spinnaker que llevábamos laxo, semi enroscado, se infló y comenzó a tironear de la embarcación. El color de la vela anaranjada contrastaba con el techo de nubes que se ceñían sobre nosotros.

En nuestro cuarto día de navegación, la tormenta de nuevo fue inminente. El recuerdo fluido que me había dejado el lobo nadando en el agua iba quedando atrás a medida que el cielo se cubría. Eran las siete de la tarde; del sol no sabíamos nada desde hacía tres horas. Era ineludible el temporal. Tronaba afuera, y también dentro de cada uno. En pocos minutos, el vigor del viento que soplaba cada vez más, acompañado por el estrepitoso descenso del barómetro, no dejó lugar a dudas. A punto de prepararnos estábamos cuando estalló la tormenta. Rápidamente habíamos olvidado la lección del Pampero, desprevenidos nos volvía a sorprender, pero esta vez el temporal dañaría algo bastante más grave que mi mano.  

Voy a ajustar el relato a lo que vi, pero antes confieso mi impotencia. No hay signos que describan semejante desproporción. Hablar de lo que atravesamos como si se tratara de una tormenta sería negarle su naturaleza. No existen palabras ni Turners, ni cine que se aproxime a tamaña monstruosidad.

A las ocho de la noche comenzamos a lidiar con el Anticiclón Atlántico Sur, la fuerza que ejerce el aire que forma la atmósfera sobre la superficie terrestre. El anticiclón tiene un área de influencia y se desplaza en un radio bastante grande, siempre a la altura de la isla de Santa Catarina. Y este, es el mismo que hundió al Principessa Mafalda en 1927, luego de que el famoso barco trazara más de 90 veces la ruta entre Europa y América. Aquel barco, también conocido como el Titanic italiano, por sus 141 metros de largo, rendido a la fuerza del anticiclón con el que nos estábamos encontrando, se llevó al fondo del océano a 314 pasajeros, de los 1200 que naufragaron aquel último viaje.

Durante las primeras horas de tormenta, estoico y valiente, seguro pero muy poco avezado, el capitán se mantuvo firme en el timón. Mientras, Guido y yo intentamos lo imposible por estar preparados para cuando llegara nuestro turno. Intentamos conciliar el sueño, pero los crujidos de la fibra de vidrio y el mástil, donde convergían el viento y el agua como vectores de fuerzas descontroladas, multiplicaron la tensión.

Desde la cucheta, a través de un tambucho, alcanzaba a ver una banderita que flameaba a la velocidad de una cuchilla eléctrica. Guido estaba entre enojado y preocupado. A mí la ignorancia me mantenía a resguardo, aunque sospechara que lo que estábamos atravesando superaba todas las experiencias que él había recolectado.

Después de un rato más ahí encerrado, dentro del barco que sentía más parecido a un nicho que a un vehículo, apretado por la noche y ensordecido por ruidos que venían de todos lados, no aguanté más. Cuando mi hermano se levantó y logró llegar a la mesa de navegación para mirar por tercera vez en diez minutos el barómetro, le dije que necesitaba subir. A ciegas, los ruidos me infundían pánico. Tenía que ver lo que hubiera allá afuera. Si nos tocaba lo peor, mirar me daría alguna chance de anticiparme. Encerrado, el velero me trasmitía y contagiaba su fragilidad. Al mástil de la vela mayor, que pasaba por el medio de los camarotes, rugía como si le estuvieran pegando con discos de amoladora. El viento rasguñaba el casco, los herrajes crujían. Todos los materiales, empujados a su máximo punto de resistencia, chillaban. Todo el esqueleto gemía esforzándose para pasar bajo el viento que lo trituraba contra el agua. Sumido en el torbellino, el barco era como el gato que soporta la caricia arqueando la columna vertebral, para esquivar el peso de la mano que lo aplasta. El Chaval se estiraba y contraía, flanqueado por fuerzas que le imponían torsiones, forzándolo a una resistencia que acaso ningún ingeniero hubiera previsto.

Le dije a Guido que no soportaba más el estruendo y los golpes ahí dentro, y me pidió que lo esperase, que estaría tranquilo sólo si nos manteníamos juntos. Mientras hacía acrobacias para calzarse el traje de agua, le dije que ahora estábamos juntos y que igual él no estaba tranquilo. Con el traje abierto volvió a sentarse en el suelo, trabando las piernas para que los sacudones lo movieran menos. Le brillaba la piel, empapado como estaba en sudor. Nada quedaba del color que le había dado el sol. Del pálido pasó al blanco. Cuando se arrastró al baño ya estaba de color verde. De rodillas, metió la cabeza en la taza del inodoro y vomitó. Yo esperé sin decir nada. Siguió vomitando un rato. Después, sin levantarse, se dio vuelta, se acomodó en el piso como pudo, y se limpió la boca con la manga de la campera. A mi derecha estaba la pileta de la cocina y unos agujeros que habían dejado los cajones, ahora fuera de su lugar. Todos los utensilios desparramos se deslizaban de un lado al otro. Ante cada bandazo, se estrellaban contra las paredes, sumando sus tintineos y repiques al estruendo general.

Aguanté algunos minutos más, pero ya no podía quedarme. Estar dentro de un cuerpo que en cualquier momento podía llenarse de agua y arrastrarme a la profundidad me parecía lo peor, un suicidio casi. Tenía que ver qué pasaba. En el peor de los casos, mirar me daría alguna posibilidad de reacción. Si no, al menos me daba la esperanza de que algo podría anticipar. Werner Herzog, el cineasta, cuenta que cuando el helicóptero lo dejó en el pico del Cerro Torre para filmar Grito de piedra, un viento huracanado se levantó y el piloto tuvo que alejarse para que no lo derribara. Herzog quedó acostado cuerpo a tierra junto a Hans Kammerland, el montañista, agarrados al hielo con uñas y dientes. Como el viento no cesaba, en un momento Hans lo miró a los ojos y le dijo: “Si empiezas a deslizarte nada podrá sujetarte, acelerarás cada vez más y volarás dos kilómetros por el aire. Si eso sucede, quiero que me prometas una cosa: que vas a disfrutar de la vista.” Esa película la vi mucho tiempo después de la regata, pero sé que algo de eso hubo en mí esa noche.

Esa noche en que, lejos de una cima estábamos en medio de un clima descontrolado, metidos en un barco con mi hermano que, tirado en el piso todavía, intentaba convencerme de que me quedara abajo, y yo le grité que necesitaba salir, que ahí no aguantaba ni un segundo más. Todo lo que nos decíamos era a los gritos, no había otra manera de hacerse oír. Mientras subía, me pidió que me atase a la línea de vida, un cabo que va de popa a proa afirmado para que todo el que esté en cubierta, de noche o en medio de una tormenta, quede atado ante cualquier tropiezo o ante los sacudones, como los que en ese momento podrían catapultarnos al agua. En la escalera, cada escalón era un golpe, los bandazos casi me barrían y me golpeé por todos lados, siempre agarrado de la baranda. La quemadura me hizo arder la mano, pero no iba a soltar.

El escenario que voy a intentar describir me aplaza de antemano, ya lo dije: el lenguaje queda boqueando ante tal omnipotencia. Contra la piel de la cara se sentía el poder. Algo apretaba y aspiraba a la vez. Expuesto a esa fuerza, sólo me quedaba mirar. Busco recursos, intento recrear esa danza, pero enhebro metáforas blandas, previsibles construcciones sintácticas que quedan a la zaga. Quizás esa haya sido mi mayor experiencia del caos.

El capitán estaba al timón, acompañado por un tripulante. Mi presencia, no sé por qué les dio una suerte de esperanza. Nos mantuvimos (si es que mantenerse cabe en ese contexto) sentados en cubierta, asegurados por la línea de vida con las piernas tensas, en un precario equilibrio, prácticamente parados sobre la banda semi sumergida en el agua. Las olas eran cachetazos y nos mantuvimos en la bañadera[6] de la cabina para que las olas no nos arrastrasen.

El mar era un gigante estremecido, iluminado por las agujas de luz que la tormenta eléctrica inyectaba en el agua. El planeta era por completo desconocido, metidos en ese bosque de relámpagos. El miedo todavía no se me había hecho carne, todavía era otra cosa lo que sentía. Tal era la belleza de lo que me rodeaba, que el sentimiento prevalente era de admiración más que de miedo: una admiración reverencial. La potencia me trasmitía un nivel de euforia donde el miedo no hallaba cabida. Cuando llegábamos a la cresta de las montañas de agua, la vista no podía con las fulguraciones que iluminaban por todos lados masas inmensas y en movimiento. Entre noche y mar se daba una contienda en la cual yo era el convidado de piedra. Quizás ajenidad sea lo que haya sentido con más fuerza; algo de no pertenecer del todo a este mundo. El planeta donde había nacido era algo tan poco conocido como la estrella de una galaxia lejana.

Por momentos, el agua formaba un valle por el que navegábamos sin tener la menor noción de lo que ocurría sobre el nivel del mar. Las imágenes de distancia, dadas por el relampagueo constante, se entremezclaban con las de profunda oscuridad. El Chaval era barco y submarino, alternadamente. En rigor, no estábamos por debajo del nivel del mar, pero esa era la sensación cuando quedábamos metidos en los valles que armaban las grandes montañas de agua. Muy difícil es asociar que eso tiene algo que ver con el océano que contemplamos desde la costa. Médanos de agua en cambio constante se yerguen y sumerge hasta donde alcanza la vista. En un momento, pensé en la imagen que compara el barco con una cáscara de nuez, pero puedo asegurar que los cuatro centímetros de diámetro que tiene el fruto, son colosales ante la impresión que en esas circunstancias me daban los 13 metros del Victory 42. El mar era la metamorfosis más brutal que hubiera vivido.

Lejos de quedarme inmóvil, metido en la bañadera de la cabina de mando, la imaginación entraba en fuga y vagaba por zonas donde la conciencia se desvanecía. Arrastrado a regiones donde la razón no hacía pie, el pensamiento se apagaba. La conciencia, con chispazos esporádicos, se topaba con el yo que flotaba en ensoñaciones, para tratar de imponer su cotidiana supremacía. Yo era el terreno donde varios bandos luchaban sin motivo, detentando unos y otros un poder parejo que impedía todo definitivo triunfo.

Mi imaginación no encontraba el lenguaje para darle cabida a lo que ocurría.

Pasada la medianoche de sopapos, se largó a llover con toda. La piel se fue enjuagando, la dulzura del agua contrastaba con la sal que nos cubría desde hacía horas. Los macizos afilados de agua fueron redondeándose hasta quedar reducidos a nada. La lluvia, como una caricia que trajera repentina calma, aplacó al océano y volvimos a navegar estables, sobre un mar pellizcado por rachas de viento. Los relámpagos, algo más alejados, siguieron iluminando las inmediaciones.

El capitán volvió a desoír a Guido que, desde abajo, gritaba que no soltáramos nada. Y entonces le soltamos dos manos de rizo a la vela mayor. Terminada la maniobra, el óvalo de intensa oscuridad bajo el cual pasábamos, volvió a achicarse.

Dejar de sentir la lluvia y volver a ser golpeados por la saña del agua y el vendaval se dio casi al mismo tiempo. Al día siguiente o al otro, tal vez en tierra, entenderíamos que habíamos atravesado el ojo del huracán: que habíamos pasado exactamente por el centro de la tormenta. Pero en ese momento, deberíamos atravesar la segunda parte. Y resistir. Resistir toda esa furia.  

El capitán nos pidió que le volviéramos a dar las manos de rizo que habíamos acabado de deshacer. Entonces dudé. Por primera vez dudé. Tenía mucho frío y el espectáculo ya se había puesto monótono. Tal vez había llegado el momento de hundirse, tampoco íbamos a elegir cuándo. Ahora estaba agotado, y el cansancio le daba lugar al miedo. Desaliento, hambre y frío eran buenos cómplices del miedo, pero cuando vi al otro tripulante solo, luchando con la vela, sentí vergüenza y arrastré los pies por el casco, agarrándome de todo hasta llegar al mástil. Cuando llegué, me abracé fuerte; el miedo me caló el pecho. No había lugar donde ponerme a salvo. Ya había comprobado que, contra el viento, mi fuerza era inútil. No me quería soltar, pero me vi expulsado por un bandazo, atado a la línea de vida que arrastraba mi cuerpo inerte, sumergido, y pensé que cuando lograran devolverlo a bordo, yo ya me habría ahogado. No había oportunidad de salir con vida si caía al mar, la capa de espuma era tal que no importaba cuán bien nadaras. Para sobrevivir ahí había que tener branquias, o saber respirar bajo el agua. Y por todo eso no me pensaba soltar, pero el otro tripulante estaba en plena acción: había saltado sobre la botavara (el palo perpendicular al mástil donde la vela mayor) y como un mono, el tipo abrazado de brazos y piernas iba dando pequeños saltos con los que bajó centímetro por centímetro la vela, hasta dejarla de nuevo como un pequeño triángulo. Sorprendido por su coraje, tocado también mi orgullo, me solté del palo mayor y me tiré sobre el molinete que tenía cerca, desde el cual fui cazando la cota de la vela. Con la maniobra asegurada, volvimos a la posición de feto que llevábamos a los pies del capitán, acurrucados en la bañadera de la cabina.

Bastante antes de las dos de la mañana, Guido salió de las catacumbas y se puso al frente del timón. La guardia que teóricamente arrancaba en ese momento era de cuatro horas, pero a mí el cansancio y el frío me calaba los huesos. Desde abajo, el capitán nos alcanzó cinco bombones que tragamos sin saborear.

La tormenta no amainaba. Estaba muy debilitado, pero no quería dejar a mi hermano, y mucho menos volver al nicho que representaba bajar al camarote. Ya no sabía qué hacer, Guido tampoco hablaba, tenía una concentración de la cual yo no participaba. Por eso me puse a cantar. Y canté a los gritos, con rabia. Casi vengándome del mar pasé por todas las canciones que me acordaba, incluso por alguna que guardaba mi memoria, como Aurora, y hasta algunas de la iglesia cristiana que no escuchaba desde hacía más de una década puse en el aire con la voz rota, con el aliento entrecortado por los golpes del casco contra el agua. Necesitaba agarrarme a cualquier cosa que tuviera una organización previa, algo que aún pudiera ordenar era fundamental ante esa fiebre inmanejable. Algunas canciones las cantó Guido conmigo también, a quien siempre le envidié la afinación. Cuando agoté todo el repertorio, me puse a gritarle cosas al mar, lo empecé a putear. Su inmensidad era tal que no me quedaba otra que agrandarme, y lo desafié.

El barco, timoneado por Guido, crujía menos. Dibujaba el recorrido de las montañas líquidas, y barrenaba por algunas pendientes, deslizándose. Él sabía interpretar al viento y esto le permitía ir sorteando el choque de las fuerzas para que el barco sufriera menos. Yo no lo supe hasta pasado un tiempo, pero el rumbo se abandona en los temporales. La tormenta manda y sólo queda soportarla hasta que se canse. Forzar una dirección implica un riesgo demasiado alto para la embarcación. A flote, por más lejos que hayamos quedado, siempre hay oportunidades. Y sólo pasada la tempestad, una vez analizados los daños, se decide el nuevo rumbo, o se retoma el camino.

Cabeceando, decidí bajar a buscar una provisión. Para ese momento, tiritaba. En una de las cuchetas me encontré a uno de los tripulantes atado. Era el único a bordo que tenía el grado de Patrón, el más alto que había en El Chaval. Boca arriba lloraba el Patrón, con la mirada perdida. Se había pasado un cinturón por las piernas y otro por el pecho. Verlo así me llenó de odio y le dije algo para consolarlo, pero no reaccionó. Entonces, me acerqué y le dije con bronca, al oído: “No nos vamos a morir, nadie se va a morir” Y, por último, le repetí más fuerte, gritándole casi, que no nos íbamos a morir, que si podía entenderme. Recién ahí, vi que asentía con la cabeza sin pronuncia palabra, mientras una lágrima se le escurría entre los pelos de la sien. Lo hubiera tirado al agua con un cascote atado en los pies, pero había una misión más importante por delante: la de sobrevivir. Volví a cubierta golpeándome contra todo. Había bajado a buscar comida, pero se me había cerrado el estómago.

Yo estaba deshecho, la clara no llegaba y no sabía si el mar se había calmado un poco o ya nos habíamos acostumbrado. El cansancio era total, y empecé a cabecear. Cada vez eran más largos los momentos de ojos cerrados, de duermevela, asó como estaba, medio sumergido en el agua dentro del traje impermeable. Cada tanto me daban ganas de hacer pis y me aflojaba. Me hacía encima y el calor en la entrepierna me erizaba la piel. No me acuerdo qué soñaba, pero era algo lindo, cuando Guido me despertó tironeándome de la campera, diciendo que nuestro turno ya había terminado hacía rato, que la tormenta aparentemente estaba pasando. La siguiente pareja tomó el timón y el barco volvió a crujir, pero el clima estaba amainando.

Me desnudé con esfuerzo, tiritando. Helado estaba. El cansancio dificulta todo y la ropa pegada al cuerpo me hizo más difícil desvestirme. Encontré una caja de Garotos abierta y me zampé cuatro o cinco bombones al hilo, todavía desnudo. No sé cómo llegué a mi cucheta, lo último que recuerdo fueron las palabras de mi hermano, que decía: “¡Cómo cambia el humor la luz del día!” Después, en el sopor de esa humedad encerrada, me quedé dormido. Ninguno de los bandazos que interrumpieron mi sueño llegaron a despertarme. Los períodos de tiempo en los que dormí se fueron prolongando. La tormenta llegaba a su fin, o habíamos logrado dejarla atrás. Me levanté pasado el mediodía, Guido todavía dormía. Un cielo gris y chato nos acompañaba sobre el mar calmo. El silencio en la tripulación podía decir muchas cosas. Me animaría a decir que la mayoría estaría pensando en tierra firme, en cualquiera, ya no la de Río. La regata había quedado desdibujada.

Desayunamos un par de platos de cereal templados por la resolana. Alrededor de las tres de la tarde, el sol salió completo. Hasta ese día no había sido consciente de su importancia. Las charlas recobraron vigor y las anécdotas fueron sucediéndose entre risas que descomprimieron parte de la tensión que todavía sobrevolaba. Comimos unos sándwiches.

La tarde del quinto día tenía preparada una sorpresa grande. A poco más de cien metros, asomó una aleta que se fue acercando. Primero lo vimos bajo el agua cristalina hasta que, como si nos hubiera visto, empezó a saltar, azul grisáceo, estilizado y brillante. El delfín era más liviano en el agua que en el aire desde el cual colgaba un instante para hundirse de nuevo, casi como pidiéndole permiso al mar para abrirlo con la trompa. De golpe, fue apareciendo el resto de la manada. Arriba del agua, los ocho tripulantes contemplamos la función; por abajo, los delfines entraban en calor. Alineados, saltaban uno detrás del otro, con una prolijidad que tenía una lógica propia. La organización parecía tener juego; una coreografía ensayada con movimientos de improvisación. Bajo el agua pegaban coletazos, aceleraban a toda velocidad. Se formaban en parejas y nadaban pegados a la proa; pasaban de babor a estribor: formaban tríos, cuartetos, quintetos. Gráciles. Sencillos. Virtuosos. No había esfuerzo aparente en su velocidad ni en su potencia. Sus acciones parecían responder a una genética ajena a nuestra especie: también eso nos excedía. Sus ojos redondos, profundos, me transmitían paz. Al rato de mirarlos, me empezó a doler la cara que, sin saberlo, llevaba tensa en la contracción propia de la sonrisa. La alegría dejó definitivamente atrás los resabios del anticiclón: la tormenta ya pasaba a formar parte del pasado.

En medio de la calma chicha, consulté si podía zambullirme; quería establecer contacto con alguno, tal vez tocarlo. Soltamos un salvavidas al mar, atado con un cabo largo, y me tiré al agua. Los delfines, ante mi presencia ahí se sumergieron a toda velocidad. Cuando entendí que si me quedaba no se acercarían, volví a bordo. Enseguida, los tuvimos de nuevo bajo el casco. A babor, a estribor, se volvieron a dispersar. Cada tanto, uno u otro, esquivaba una medusa del tamaño de una olla de puchero, que flotaba gozosa en colorida fosforescencia.

La tripulación se habituó a esta compañía y perdió interés. Pero yo me acomodé en el púlpito (una especie de banquito en la proa del barco) y se me secó la malla mirándolos. Aunque no sé si fue al revés. Su curiosidad parecía mayor que la mía: saltaban casi hasta mi altura y, suspendidos del aire, podía sentir su mirada honda: ¿qué era yo para ellos, qué verían al mirar? Como estaban cada vez más cerca, pensé en zambullirme de nuevo. Con todo lo que me habían mirado, alguno ya me conocería y tendría que dejarse tocar. Cuando estaba por saltar, el tripulante que se había tirado encima de la vela en la tormenta, que también se había quedado mirándolos, saltó desde la cubierta justo en el momento en que uno pasaba por abajo, y pude ver cómo se sumergía el delfín a una profundidad a la que mi vista ya no llegaba. La manada volvió a desaparecer, en distancia y profundidad. Me tiré al agua y me alejé unos metros del barco para ver si se acercaban, pero nada, ni rastros. El contacto con ellos no se dio, pero el agua templada me dejó nadar en mar abierto. Suspendido sobre una profundidad de 300 metros, que así marcaba el sonar del barco, metido en ese cristal verde, miré el cielo: a mi alrededor todo era inmenso. Al abrir los ojos bajo el agua, el sol de la tarde se fraccionaba en cientos de rayos que penetraban la superficie, haciendo más vibrantes su color y transparencia. Los delfines me habían abierto el camino hacia el mar. Nadé un crol de brazadas largas, acompasadas, dejando caer los brazos sobre sobre la superficie, tratando de que mi cuerpo no opusiera resistencia para soltar del todo las imágenes de naufragios, pulpos gigantes, y tiburones. El agua era mucho más que la sustancia compuesta por moléculas de hidrógeno y oxígeno: era algo con inteligencia y, al tocarme, era una especie de aceite donde me tocaba resbalar sin esfuerzo. Conectado a esa inteligencia, en ese líquido amniótico del cual había salido nuestra especie, volví a sentirme parte de algo, de algo infinitamente grande.  

Avanzada la tarde, los delfines desaparecieron. Volvimos a la navegación de regata. Intentamos, sin éxito, establecer comunicación con la Corbeta de guerra que el Estado argentino destina para seguir al convoy durante cada regata, por si alguna embarcación necesita apoyo o remolque.

Quisimos dar parte a continente, pero en la radio todavía nadie respondía. Esto lo preocupaba a Guido. No teníamos idea precisa de dónde nos había dejado la tormenta, más que por las lecturas que hacían del radar los que entendían. A eso de las diez de la noche, conseguimos el contacto con una radio brasileña, que trianguló con la corbeta, y así pasamos la noticia a la Argentina. Recién ahora se enteraban que no habíamos naufragado, y que nos encontrábamos todos vivos y bien. Nos comentaron que había aún tres embarcaciones perdidas. Con el correr de las horas, todas dieron aviso y la tensión que quedaba terminó de disolverse. Dos habían decidido volver porque la tormenta les había roto los aparatos. Más tarde, también nos contarían que otras cuatro embarcaciones más también tendrían que abandonar. Cada vez éramos menos los participantes. Los que no habían encarado el temporal, eran los que más atrás estaban, porque se habían abierto y alejado del continente para evadir la conocida zona de tormenta. Y así los últimos serían los primeros, porque ese año, menos de la mitad de los barcos que zarparon lograron llegar a la meta.

Durante la navegación no se me había cruzado la idea de que, en continente, nuestras familias, compañeros y parejas pudieran preocuparse. Y tampoco me imaginé que, prendidos a los medios de comunicación que escarban lo que sea para mantener desesperadamente a su audiencia, escasos de noticias en medio del verano, estarían tan pendientes de los pormenores de la regata. Cuando la corbeta pierde contacto con alguna embarcación tiene la obligación de comunicar que el barco está perdido. Mucho después supe todo esto y, recién ahora que soy padre, puedo entender los días horribles que pasaron nuestras familias durante las casi 72 horas en que nos dieron perdidos.

El viento llegó con la noche después de un atardecer que explotó de colores. Las guardias se sucedieron en orden, y la oscuridad trajo aparejadas corrientes de viento cruzado que volvieron a sacudir el barco sin cesar. Cenamos, hicimos nuestra guardia y el cansancio me arrastró a la cucheta. Los sacudones fuertes no llegaron a ganarle al sueño.

Cerca de las seis de la mañana del sexto día, sentí un golpe seguido de un estruendo. Parecía que algo se había estrellado contra la base de las cuchetas, en popa. El timón había dejado de responder. Mi hermano, con otro de los tripulantes que entendía algo, revisaron el mecanismo. A simple vista, no había nada dañado. Guido dijo que revisaría desde el agua para ver si algo veía abajo. Nadie más se quiso meter y yo me metí con él. Nos calzamos los visores tipo lunetas, las patas de rana y los tanques de aire. De pronto quedamos suspendidos sobre un inmenso diamante, mi hermano y yo éramos fósiles incrustados en el planeta azul.

Los seguí en esa magia que es respirar bajo el agua. En un momento, pegados casi al casco, me señaló un perno de acero de tres centímetros de diámetro. El perno tenía un corte en diagonal, para mí no era raro, pero su expresión de horror me transmitió lo contrario. Desde la superficie, le comentó la tripulación que habíamos roto el eje del timón. El perno era lo que sostenía la pala. En cubierta evaluamos un arreglo de fortuna y volvimos a sumergirnos con algunas herramientas y unos metros de acero trenzado. Sujetamos el timón lo más firme que pudimos con un nudo que armó Guido.

Con el timón de nuevo funcional, pusimos proa hacia Río de Janeiro, pero se echó a votación si continuábamos con el desafío, o llamábamos a la Corbeta para que nos socorriera. Yo pensaba que por estadística (absurdo porque carecía de todo conocimiento) no nos íbamos a topar con otra tormenta, y que en dos días, más tardar, llegaríamos a Río. No me importaba en qué posición, la verdad es que nunca me había importado; lo que no estaba en mis planes era abandonar. Pero a los demás no les parecía no preocuparles para nada. De los ocho, solo dos votamos que debíamos seguir: el del salto sobre la vela, y yo. ¿Será que los dos sentíamos que, habiéndonos jugado tanto, no estábamos ya a tiempo de abandonar, o porque éramos unos obcecados inconscientes? No sé, la cuestión es que Guido explicó que, si en ese estado nos agarraba otra tormenta, aunque fuera la mitad de fuerte que la que habíamos atravesado, el barco iba a empezar a dar vueltas campana por no sé qué fuerzas de estabilidad que se perdía sin el timón. Y que sin timón, el barco nos iba a romper en varias partes a todos, antes de ahogarnos.

Alrededor de las cuatro de la tarde, en medio de un clima de viento y navegación ideal, nos comunicamos con la Corbeta. Explicamos la situación y enviamos la ubicación en la que habíamos quedado, bastante alejados del continente. Desde el buque, nos avisaron que tardarían algunas horas en llegar, pero que estarían en permanente contacto. Así, oficialmente quedábamos descalificados de la regata. La tarde pasó sin alegría. Cumplida la guardia, entré en un terrible sopor, y me fui a dormir casi sin decir nada. La aventura llegaba a su fin, por más ganas que tuviera de seguir.

Al día siguiente, alrededor de las siete de la mañana, sentí algunas voces que no pude identificar. En la cabina de mando, unas personas uniformadas conversaban con el capitán. Al subir, di con un tipo de enormes proporciones al que todos llamaban Almirante. Pegado al Chaval, estaba la corbeta Granville de Gendarmería Nacional. Habíamos entrado en otra calma chicha y la cercanía de tamaña mole no representaba peligro. Nuestra participación en la regata, había concluido materialmente.

Me sentí muy mal. No era el fracaso lo que me ponía así. Pila de veces había perdido y, aunque me siguiera haciendo mella perder, seguir hasta el final me daba siempre el consuelo de saber que había hecho todo lo que estaba a mi alcance. Lo que no me era común era abandonar; abandonar me dejaba huérfano de todo consuelo.

Después de un suave remolque que duró todo el día, y de haber descansado sin golpes ni despertares súbitos. Por cosas del azar, el desayuno del séptimo día tuvimos que hacerlo con un cañón antiaéreo que apuntaba en nuestra dirección. Decidí bajar con el bowl de copos para desayunar sobre la mesa de navegación. Después dormí una siesta y salí al sol en cubierta. Cada tanto pasaban cerca del barco unas botellas de espumantes que soltaban desde la popa de la corbeta, y que quedaban flotando en el mar. Se ve que ellos tenían algo que festejar.

Pasadas las tres de la tarde, divisamos tierra brasilera. Luego de la maniobra, quedamos liberados. El almirante de la corbeta, protocolarmente, nos despidió por radio.

Anchas playas se extendían a lo largo de toda la costa. La arena era una línea blanca entre el azul marino y la selva que la contorneaba por encima. Alguna que otra construcción estaba apenas a la vista, unas casitas desparramadas sobre la costa.

En Brasil también nos habían dado por perdidos, y aprovecharon para celebrar que estábamos con vida. Esa noche, en tierra, nos esperaba una fiesta sorpresa. Nos quedamos tres días en Florianópolis, donde comí camarones hasta la indigestión. Me acuerdo de eso y del brillo de los ojos de Gerardo, el capitán, la tarde en que me miró desde arriba del Chaval, y señalando Seahawk de juguetería que se zarandeaba en el agua, me dijo: “Qué ganas de saltarle encima y hundirlo.” Y pienso ahora en un cuento de Lispector, donde dice: “Y ahora pisa la arena. Sabe que brilla de agua, de sal y de sol. Aunque dentro de unos minutos lo olvide, nunca podrá perder todo esto. Y de algún modo oscuro sabe que sus cabellos que escurren son de náufrago. Porque sabe… sabe que ha sorteado un peligro. Un peligro tan antiguo como el ser humano.” [7]

El tercer día encontramos el astillero que estaba en condiciones de reparar la pieza, y nos despedimos de la tripulación. La última vez que nos veríamos sería en un almuerzo al que nos invitó Gerardo, en Puerto Madero. Nos dijo que iba a vender El Chaval. Después de eso, nunca nos volvimos a ver. Tuve unos años la campera del traje de agua que nunca usé. El pantalón lo tiré porque se había descosido durante la regata.

Con Guido volvimos de Brasil en colectivo, unos días después de visitar a unos amigos que, casualmente, estaban en Porto Bello, una localidad ahí nomás de donde nos habíamos separado de la tripulación.

En el continente, todo se veía más verde.

(Foto en sail.land)

  Citas                                                                                                          


[1] Tensores, generalmente de acero, que sostienen al palo mayor o mástil.

[2] Un nudo o milla náutica equivale a 1,8hora.

[3] Es una de las velas de proa, a veces también llamadas foque, aunque más grandes.

[4] La mano de rizo se emplea cuando se quiere disminuir la superficie de la vela, sin llegar a arriarla entera.

[5] Aproximadamente 64 kilómetros.

[6] Sector donde se instala el timonel y la tripulación que hará las maniobras, concretamente el espacio que queda alrededor del timón.

[7] Clarice Lispector, “Las aguas el mundo”, cuento reunido en Felicidad Clandestina.

El recorrido de la regata:

3 comentarios en “La mayor experiencia del caos. Una tormenta en el mar

  1. En un mundo sin sorpresas, donde la Historia se repite, se hacen necesarias las historias impredecibles, la magia y los que, como Stevenson, sienten que el mayor logro es ser «contadores de historias». Gracias por pinchar el globo de una realidad hinchada y sin salida con la proa de un velero maltrecho y el mar, a caballo de la fragilidad de hombres y palabras. (Adriana Billone)

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