Por Esteban Ierardo

Venecia es una de las ciudades más singulares del mundo. Al recorrerla, todo lo construido por mano humana parece flotar sobre el agua que fluye por los canales. Sus callejuelas estrechas componen un suerte de laberinto, cuyo centro radiante es la Plaza de San Marcos, con su famosa basílica.
Y entre las calles y los canales también ondulan y se preserva una intensa historia del arte, carnavales, la huella de Casanova o Vivaldi, una particular forma de gobierno y la comunicación con el mar como vía hacia los viajes, el comercio, y la proyección mundial que Venecia tuvo en otro tiempo. Aquí un relato del viaje que, en 2019, nos llevó con Laura a encontrarnos con la ciudad en el agua que inspiró los lienzos con los que Turner intentó captar su belleza, singularidad y misterio.
También se puede visitar Galería Venecia, con muchas fotos de lugares aludidos en el relato.
Venecia, ciudad en el agua
I
Las gaviotas vuelan sobre las olas y la costa. Por las ventanas del micro, al atravesar el Puente de la libertad, vemos el mar, barcos, un puerto, una fábrica de paredes blancas.
Venimos de la cercana ciudad de Mestre, un destino en el que es posible alojarse de forma más económica. El rodado sigue su marcha y llegamos hasta la Piazalle Roma.
Bajamos, y debajo de nuestros pies nos sostienen más de cien pequeñas islas de la laguna véneta, al norte del mar Adriático. Cerca de Venecia se encuentra la isla de Murano, a un kilómetro, lugar famoso por su artesanía de vidriería, y la otra isla de Burano, muy próxima también, con casas pintadas de varios colores, y que se distingue por la producción de encaje de hilo.
Venecia, la Sereníssima, hogar de decenas de artistas, músicos, pintores, escritores, hombres del poder o del mundo; y de edificios de estilo gótico, barroco, neoclásico. La ciudad de 160 canales, 455 puentes, con calles estrechas, divididas en sestieris o barrios.
No vemos autos, bicicletas, semáforos, cruces de avenidas. Solo las callejuelas entre canales, góndolas, lanchas, o el legendario vaporetto. Queremos llegar hasta la Plaza San Marcos. Sabemos que tenemos que caminar un largo trecho a través de un laberinto de calles y canales. Laura rápidamente consigue un mapa. En este caso es más práctico que consultar los mapas virtuales y el GPS.
Y empezamos a movernos. Nos hacemos primero la pregunta por el origen del nombre de la ciudad y por su propio origen. Sobre lo primero Venecia podría proceder de los vénetos, habitantes de la Galia Cisalpina. O el vocablo latino venetus como «color azul marino» tal vez se relacione con Venetia para aludir a quienes viven junto al mar.
Y nos acercarnos a una primera iglesia veneciana. Nos queda pendiente la cuestión del origen de la ciudad. Recordamos que leímos que la ciudad nació en el 421, al final del Imperio Romano de Occidente.
Luego de destruir Aquilea, la capital del Véneto romana, los longobardos y hunos continuaron su invasión al norte de Italia. Entonces, los vénetos, antes mencionados, pueblo celta de pescadores, ciudadanos romanos desde la época de Julio César, se refugiaron en las marismas de la desembocadura del río Po. Allí, las islas en una laguna impedían los ataques de caballería e infantería.
Después de la caída del imperio romano, el imperio bizantino se anexó Italia. Por eso, la influencia cultural bizantina ejercida desde la cercana Ravena, hasta que Venecia se independiza en el siglo IX.
Y ya estamos dentro de las calles estrechas. Hablamos brevemente con unos españoles que encontramos frente a una primera tienda de máscaras. Nos dicen que a esta ciudad querremos volver una y otra vez. Tienen razón.
II
Venecia fue primero un poblado lacustre de Bizancio. Después gran ciudad-estado atravesada por canales. Ante Tenochtitlan, la capital del imperio azteca, rodeada también de agua, los españoles, sorprendidos, dijeron que era como una Venecia en el continente americano.
En el mar Venecia encontró la conexión con el mundo. La vía hacia el comercio, la riqueza y el prestigio. Su poder marítimo abarcó el Mediterráneo. Los venecianos derrotaron a su competidor, la República de Génova. Y construyeron una gran red comercial. Tuvieron intercambios con China, la India, y los árabes. Y nunca se interesaron en una paralela expansión religiosa o militar.
En Venecia, la tolerancia religiosa hacia judíos y musulmanes fue de la mano de sus buenas relaciones con los países protestantes del norte europeo. Y también Venecia se propagó en tierra firme, con los llamados domini de teraferma que, además del Véneto, llegó a incluir parte de Lombardía; o los stato da terra, sus posesiones de ultramar.
Su gobierno aparentó una república pero, en la práctica, era una suerte de monarquía electiva. Su figura central era el dux o dogo. Un cargo surgido de la rica y poderosa aristocracia de mercaderes.
En los comienzos de la modernidad, Venecia se convirtió en una de las ciudades europeas más pobladas, con 18000 habitantes. En el siglo XVII, entre los jóvenes aristocráticos se extendió la práctica del Gran Tour, un viaje por varios sitios europeos, antecedente del turismo de masas actual. Venecia fue uno de los destinos favoritos de aquellos viajeros.
Y Napoleón invadió Venecia en 1797. Con esto terminó su orgullosa independencia. Así, la Serenissima conoció después la dominación austríaca, y su anexión a Italia en 1866.
III
Con Laura nos adentramos en el laberinto de calles. Un negocio destinado a artículos de navegación nos sorprende, lo mismo que la cantidad de lanchas de un canal que atravesamos mediante un angosto puente de madera.
Sumergirse en un laberinto puede ser un acto físico, que a la vez está impregnado de una carga mitológica heredada. La imagen del laberinto clásico de Creta remite a un dispositivo arquitectónico para el extravío, y para simbolizar la confusión del humano, su estar atrapado en una realidad en la que no sabe dónde está situado. Pero si el laberinto tiene su propio hilo de Ariadna, su forma de entrada o salida indicada, avanzar aquí no es perderse, sino una manera enrevesada y difícil de avanzar para vivir, después, más intensamente el momento del llegar al ansiado centro del dédalo.
Y ya dentro del laberinto veneciano, frente al costado de una iglesia encontramos un lugar de venta de libros reclinados, uno sobre el otro, dentro de cajas de cartón. Laura da con un libro dedicado a Marco Polo, gran hijo de Venecia. El legendario viajero y mercader, el autor de Il milione. Allí describe sus viajes a Asia y China. Hoy discutido en su autenticidad, sin embargo, en el siglo XIV acercó a los lectores al exotismo del Lejano Oriente.
El cielo es diáfano. La luz del sol casi no es cegada por ninguna nube. Descubrimos una inmensa iglesia franciscana: la basílica de Santa María dei Frari.De estilo gótico, su construcción en ladrillo se completó a mediados del siglo XV. Dentro del templo nos sorprenden grandes columnas. En un costado se encuentra la tumba del exquisito escultor neoclásico Antonio Canova (1757-1822). El artista triunfó en Roma pero sintió un fuerte vínculo con Venecia. La tumba, que contiene solo su corazón, fue construida en 1827, y muestra una forma piramidal, cuyo vértice conduce a una abertura luminosa en el día, señal de la vida eterna a la que se eleva el alma. Tránsito también indicado por una puerta abierta, ya presente en los sarcófagos romanos. La forma piramidal algunos la vinculan con la supuesta filiación masónica de Canova, y con la pirámide como símbolo del Gran Arquitecto de los masones. Pero, seguramente, más que con una estirpe egipcia o masónica, la forma piramidal es de procedencia romana: la pirámide Cestia, que Canova conocía bien. Al pie, un ángel que apaga la antorcha que representa la vida, y un león y un cortejo de tristeza funeraria.
El diseño de su tumba surgió de una idea no realizada para la tumba del corazón del Tiziano, que luego derivó en su gran obra el Mausoleo de María Cristina de Austria en la iglesia de los agustinos de Viena. La idea de la elevación del alma, su destino post mortem luminoso, es afín al neoclasicismo, y se aparta de la visión barroca más sombría.
Continuamos la travesía, y llegamos a la Scuola Grande di San Rocco. Las Scuolas eran las hermandades religiosas laicas, con gran participación en la vida social de la ciudad. Y San Roque es el protector de Venecia.
Entramos al edificio renacentista. En su piso superior se aloja la sala grande con obras de Tintorreto. Un gran ciclo de pinturas de temática religiosa en la madurez del gran maestro, discípulo de Ticiano.

La escuela veneciana de pintura, con su cromatismo intenso y sensual, une a artistas como Vittore Carpraccio, los hermanos Bellini, Paolo Veronese y el Tiépolo, Guardi y Canaletto. O el singular grabador Giovani Piranesi, natural del Véneto, autor de las Cárceles imaginarias, un ciclo de grabados que manifiesta, acaso, el sentimiento de encierro del hombre moderno.
Pero, claro, la escuela de pintura veneciana quedaría incompleta sin mencionar al Tiziano y el Giorgione. El Ticiano del color luminoso y vívido, versátil en diversas temáticas: cuadros religiosos, paisajes, retratos, escenas mitológicas; y contratado por Carlos V para inmortalizarlo.
Y el Giorgione, muerto joven por la peste, a los treinta años. Su pincel tiene una misteriosa cualidad poética que expresa en su famosa La tempestad, de 1508.
La escuela veneciana es la sensualidad del color, un antecedente del romanticismo y el impresionismo posteriores, también embelesados por la fuerza expresiva de los diversos colores. El sensualismo de la escuela de Venecia se diferencia del rigor armónico en el trazo del dibujo y la simetría del estilo florentino romano renacentista. Aquí la simetría, la geometría, acerca la pintura a un ejercicio de racionalidad estética. En la pincelada veneciana, por su parte, no se niega la armonía pero se la envuelve en la vivacidad del color más capaz de hipnotizar al ojo o de despertar las emociones.
Al salir de la Scuola Grande, Laura me comenta que le impactó la tumba de Canova. Canova no era nativo de Venecia como sí Giacomo Casanova. Un gran personaje veneciano conocido principalmente como célebre mujeriego, posible modelo de Mozart en su ópera Don Giovani.
En la calle Milpiero se recuerda que allí, en un lugar exacto perdido, se encontraba la casa de Casanova, el gran seductor. Hombre del post Renacimiento, personalidad múltiple, aventurero, abad, abogado, matemático, violinista, filósofo, escritor, tahúr y curandero; y también, aunque descreído de estas prácticas, conocedor de la alquimia, lo esotérico, la cábala, la masonería, la diplomacia, e incluso espía.
Y, como gran viajero, Casanova conoció en las cortes europeas a personajes como Voltaire, Rousseau, Cagliostro, Mozart, Madame Pompodur, o la zarina Catalina II de Rusia.
Los restos del gran seductor no reposan en Venecia,sino en Duchcov, hoy República checa, lugar en el que murió pobre y olvidado, en la última parada del viaje de su vida, como bibliotecario de un noble.
IV
Seguimos camino, y entre las callejuelas descubrimos muchos negocios, con las conocidas máscaras venecianas, y remeras con distintos motivos de diseño. Uno de los más frecuentes es la imagen de Leonardo. En la ciudad de los canales hay un museo dedicado al genio florentino. Y, al lado la Galería de la Academia de Venecia, en la que se conserva su célebre dibujo El hombre de Vitruvio, icono del cuerpo como armonía, obra de arte de un Dios o del azar, que dota al humano de piernas para desplazarse, y de manos y brazos para tocar y abrazar, e indicar la dirección del cielo como en su juvenil San Juan Bautista.
Leonardo trabajó por un tiempo al servicio de la Serenissima como ingeniero militar, luego de la caída de su mecenas en Milán, Ludovico Sforza.
Y nos seguimos sumergiendo en el laberinto. Pero nunca olvidamos nuestra meta: la Basílica de San Marcos.
En uno de los espacios abiertos entre las callejuelas que actúan como una suerte de plazas secas, encontramos a un artista callejero que le arranca sonidos a un conjunto de vasos.
Y al doblar una esquina se nos aparece una gran estatua. Merece un momento de atención. Se trata de Carlo Goldoni. Goldoni, el gran dramaturgo veneciano. Hombre del siglo XVIII. Uno de los padres de la comedia italiana, reformador de la Comedia della arte.
Su reforma consistió en el paso de la comedia de “enredo”, y con improvisación, a otra de “carácter”, basada en la dignificación literaria de los textos, y en personajes dotados de una psicología individualizada y situados en un medio ambiente real. La Locandiera (La posadera) es una de sus grandes obras.
Goldoni estuvo veinte años en Versalles, en la corte de Luis XV. El estallido de la Revolución francesa lo dejó sin pensión. Su último año fue de miseria y privaciones.
Y al volver a una de las callejuelas, vemos la explanada del Mercado del Rialto.
Allí, la Chiesa di San Giacomo di Rialto, la iglesia de Giacomo del Rialto, en el sestieri de San Polo. En su pórtico gótico, en su fachada principal, se destaca un gran reloj. La pequeña iglesía es conocida también como San Giacometto. Se la tiene como la iglesia más antigua de la ciudad. Según la leyenda, fue construida en 421, por un carpintero llamado Candioto, quien había escapado de un incendio. Como agradecimiento hizo un voto a San Giacomo y construyó la pequeña iglesia. Fuera de lo legendario, su existencia está más asentada desde el siglo XI.
Más allá de la leyenda, la realidad fue un incendio que, en 1514, destruyó la isla del Rialto. Pero, milagrosamente, la iglesia salió indemne. El templo también contiene un Museo de la Música, con una colección de instrumentos del Instituto Vivaldi, con distintas joyas musicales.

En este lugar, el recuerdo de Vivaldi es inevitable.
Vivaldi, radiante hijo de Venecia, apodado Il prete Rosso, “el cura rojo” por su condición de pelirrojo, y gran consolidador del género de concierto. Su célebre Las cuatro estaciones es una joya musical barroca y de la escuela musical de Venecia, tan pródiga como su escuela de pintura.
Laura está fascinada con los instrumentos musicales. Los ve una y otra vez. Pero le digo que es momento de seguir.
V
Y visitamos la expresión más importante del espíritu musical veneciano: el Teatro de La Fenice, creado en 1792. La sala teatral que sustituyó en importancia al Teatro San Cassino, demolido en 1812, el primer teatro de ópera del mundo, en el que, por primera vez, se cobraba una entrada por ver una ópera.
En su aspecto exterior La Fenice finge recato y austeridad, pero sus numerosos pisos de palcos y alto techo, hechizan con su resplandor dorado. En el siglo XIX Gioacchino Rossini y Gaetano Donizetti estrenaron varias de sus óperas allí, y le dieron renovado prestigio, a lo que contribuyó también Giuseppe Verdi, que en el gran teatro veneciano estrenó Rigoletto y La Traviata. La ópera veneciana se convirtió, entonces, en toda un organizada industria del espectáculo, antes de los tiempos de la llamada industria cultural.
Pero todo es una recreación. Porque el edificio se destruyó totalmente por un incendio intencional, en 1996. Fue reconstruido después por el arquitecto Aldo Rossi respetando el estilo original y reinició sus funciones en 2003.
Al seguir camino, llegamos a otro de los iconos de la Serenissima: el puente del Rialto, el más famoso de la ciudad. La cercanía de lo que fue el Mercado de Rialto incrementó la importancia del puente.
Primero fue de madera, hasta que en 1444 se desplomó por la multitud allí agolpada para presenciar un desfile náutico. Se convino entonces que el puente debía tener la solidez de la piedra. La ciudad lanzó una convocatoria para la obra. De ella participaron personajes como Miguel Ángel, o el gran arquitecto Andrea Palladio, del que volveremos a hablar. Pero Andrea del Ponte ganó el encargo. Ejecutó entonces un diseño de ingeniería innovadora, temeraria. Algunos dudaron de su estabilidad. Vaticinaron su futuro derrumbe, como Vicenzo Scamozzi. Su predicción no se cumplió. Por lo que respecto a los vaticinios fallidos podría decirse que son casos de una “falsa predicción de Scamozzi”.
El puente es de 49 metros de largo y 22 de ancho. Desde una de sus aberturas de sus arcos de medio punto, contemplamos la procesión de lanchas y góndolas en el Gran Canal.
Para el siglo XVIII, por los canales flotaban miles de góndolas, diez mil en su pico. Después, la aparición del barco motorizado creó el vaporreto. Y, en la actualidad, sobreviven solo un centenar de góndolas para los turistas.
El Gran Canal es el más importante de Venecia, lo secunda el Canal Regio o Cannaregio. Con su forma en S, y sus 4 kilómetros, divide a Venecia en dos partes: la de la Plaza de San Marcos más patricia, y la otra más popular. Su itinerario empieza en el Mar Adriático. Además del Puente del Rialto, recorre el de la Academia, el de los Descalzos y el de la Constitución. A su paso se levantan numerosos palacios, como el Palacio Delfin Manin, en el que vivió el último Dogo de Venecia, Ludovico Manin.
Y recordamos al Canaletto, otro gran pintor veneciano, el principal impulsor del género pictórico típicamente veneciano de las vedutas, los paisajes urbanos de la Sereníssima. Sus pinturas sorprenden por su realismo, por su valor de documento costumbrista, con las vistas de los canales y las regatas, pero también del arsenal o la Plaza de San Marcos.
VI
En nuestra caminata nos encontramos con un grifo, de delicado tallado, que regala generosamente agua a una señora que trae su valde para cargarlo con el líquido elemento. La mujer carga el recipiente y rápidamente vuelve a un negocio. Los venecianos todo lo hacen con paso más veloz, sin ningún ánimo explorador de su entorno; son parte ya del ambiente de la ciudad. No deben descubrirla como los turistas. Y encontramos también a un artista que pinta sus imitaciones de las iglesias y edificios que lo rodean.
Su habilidad y concentración es asombrosa. Esos artistas no están destinados a las grandes colecciones o museos, o a los clamores de la fama y lo más pedido por el «mercado»; pero son el humilde talento que repite la ciudad en sus cartulinas. Por ellos, la ciudad se hace muchas nuevas ciudades en imágenes que, como postales pictóricas, pueden llegar a lugares muy lejanos.
Sumergidos de vuelta en las estrechas calles, nos desviamos por un momento en un pasaje. Allí la luz solar se vierte como un río de intensos rayos.
Frente a ese torrente luminoso, comprobamos que nuestros cuerpos proyectan abultadas y divertidas sombras. En nuestros dobles sombreados parecemos creaturas estiradas y ensanchadas, una suerte de síntesis entre el Greco y Botero. ¿La sombras como residuos, como lo que la luz no puede iluminar, o como recuerdo de que todo lo que vemos irradia algo más oculto y profundo que las sombras parecen revelar?

Dejamos nuestro juego de sombras chinas, y de inquietudes filosóficas, y pasamos frente a nuevos negocios. Vemos nuevas máscaras. Una es diferente: la reproducción grotesca de líder de Corea del Norte, Kim Jong-un.
Y encontramos nuevos locales con oferta de funghí porcini; y también panaderías, confiterías, otras vidrieras con las máscaras. Y así, al final, casi de repente se insinúa el retazo de algo que al acercarnos se amplía hasta componer la forma de la Plaza y la Basílica de San Marcos.
La Plaza de San Marcos. Lugar de frecuentes procesiones ceremoniales, como lo testimonia la Procesión en la Plaza San Marcos, de Giovanni Gentille, pintura de 1496, hoy en la Galería de la Academia, en Florencia.
El piso de la plaza muestra un diseño geométrico de piedra volcánica oscura y figuras geométricas en piedra blanca. En la parte sur se encuentra el ala napoleónica, construida por orden del emperador francés luego de ocupar la ciudad. Se modificó los edificios de las Procuradurías nuevas de Scamozzi en estilo clásico, para edificar un Palacio Real digno de las nuevas autoridades francesas. Pero luego, cuando Napoleón fue derrotado, la desaparecida República veneciana se convirtió en el Reino lombardo-véneto, vasallo del imperio austríaco. Los austríacos continuaron con las obras, pero el Palacio Real finalmente se convirtió en el hoy Museo Correr.
Nos detenemos. En nuestras mochilas tenemos algo de comer. Y comemos, rápido, junto a unos pequeños leones ornamentales. Y volvemos a ser con lo que observamos.
En otro ángulo de la plaza se yergue el campanile, un tipo especial de campanario, otros de los símbolos de la ciudad. Tiene 98,6 metros, con cinco campanas coronadas por una aguja piramidal. Su forma original es de 1514, pero esa primera versión se derrumbó en 1912. Luego, el alcalde pronunció dov’er e com’era (donde estaba y como era), al anunciar su reconstrucción.
Y en lo alto del campanile hay que imaginar a Galileo Galilei haciendo una demostración de su famoso telescopio al dux de Venecia.
En la Plaza de San Marcos también se encuentra la Torre dell’Orologio, es decir la Torre del reloj, el reloj de San Marcos, con varias esferas concéntricas, una de ellas representa los signos del zodiaco. Sobre el reloj, Mauro Coudussi, el arquitecto de la obra, dispuso una Virgen y un niño, un león de San Marcos, y dos figuras de bronce oscurecido, que tocan una campana cada hora y que le dan a la torre el nombre alternativo de Torre del reloj de los Moros. La torre fue construida como otra expresión de la opulencia veneciana.
Y contemplamos, finalmente, la basílica de San Marcos. La obra de arte máxima del arte bizantino véneto, que se construyó con el fin de alojar las supuestas reliquias de San Marcos evangelista traídas desde Alejandría. La actual basílica se inició en 1063. El edificio se fue enriqueciendo por una ley de la República de Venecia que imponía que los mercaderes exitosos en sus negocios debían hacer donaciones para embellecer el santuario. La parte inferior de la fachada muestra arquivoltas del siglo XIII y XIV, con una gran puerta de bronce. El orden superior se caracteriza por un gótico florido.

En el nártex, el techo sobre el atrio, resplandece la llamada Cúpula del Génesis, decorada con mosaicos dorados. La cúpula describe la semana de la creación según El Génesis. Su rica decoración quería demostrar la autonomía veneciana respecto a la iglesia de Roma. A diferencia de otras iglesias bizantinas que pasaron a manos de los musulmanes y que fueron cubiertas, los mosaicos del nártex de San Marcos nunca fueron tapados ni perdieron su brillo original.
En el presbiterio está el iconastasio que, como su nombre lo indica, contiene iconos, junto a estatuas de San Juan, los Apóstoles y la Virgen.
En el altar mayor brilla la Pala d’oro, el retablo de oro, una exquisita obra de orfebrería bizantina, encargada en el 976 a artesanos de Constantinopla. En su elaboración se unen piedras preciosas y esmaltes para representar a numerosos santos, la vida de San Marcos y el Pantocrator, la imagen de Cristo presidiendo el universo desde la altura de su trono celestial. Con Laura recorremos el interior de la basílica.
Hay algo que no podemos ver: la fuerte historia de la música que resuena dentro del templo…
Adrian Willaert, compositor flamenco, fue el iniciador de la escuela musical veneciana. Mastro di capella de la basílica en 1540, escribió música para los coros de modo que cantaran no superpuestos sino de forma sucesiva. Así surgía un efecto sonoro estéreo que fascinó a los oyentes. La arquitectura de la basílica fue condición para el nacimiento de un nuevo estilo musical policoral que implicó la transición del Renacimiento al barroco.
Los distintos conjuntos corales en alternancia se desenvolvieron hacia el concierto, la cantata coral, el concerto grosso y la sonata. La contribución de Giovanni Gabrieli, a la sazón organista de la basílica en 1580, fue decisiva en el nuevo estilo.
Y en la parte superior de la terraza de la Basílica hay cuatro caballos. Son en realidad las copias de los cuatros caballos originales que se exhiben en el museo de la basílica. ¿Pero por qué están ahí? ¿De dónde vienen?
VII
En 1202 se organizó la cuarta cruzada. Para ser trasladados hasta Egipto, en camino a Tierra Santa, los cruzados pactaron con la República de Venecia una cantidad de 85.000 marcos. Como no consiguieron esa cantidad, quedaron varados en la playa de la isla de Lido. El líder de la cruzada, Bonifacio de Monferrato, acordó finalmente con el dogo Enrico Dandolo una forma alternativa de pago: los cruzados se comprometieron a ayudar a los venecianos a tomar la ciudad de Zara en Dalmacia, objetivo muy querido por la Serenissima. Así pasó. Y luego, un heredero con pretensiones al trono de Constantinopla, les propuso a los cruzados marchar sobre la gran ciudad, para ayudarlo a tomar el trono. Los cruzados, francos y venecianos, aceptaron. Pero, luego, frente a la capital del imperio bizantino, olvidaron el acuerdo. Seducidos por su riqueza se dedicaron a su conquista y saqueo, en 1204.
John Julis Norwich, en su Breve historia de Bizancio, recuerda que en Santa Sofía, los cruzados:
“…introdujeron caballos y mulas a la iglesia para poder llevarse mejor los recipientes sagrados, el púlpito, las puertas y todo el mobiliario que encontraban; y cuando algunas de estas bestias se resbalaban y caían, las atravesaban con sus espadas, ensuciando la iglesia con su sangre y excrementos. Una vulgar ramera fue entronizada en la silla del patriarca para lanzar insultos a Jesucristo y cantaba canciones obscenas y bailaba inmodestamente en el lugar sagrado (…) Tampoco mostraron misericordia con las matronas virtuosas, las doncellas inocentes e incluso las vírgenes consagradas a Dios”.

Y tampoco los cruzados tuvieron respeto con los cuatro caballos que arrebataron del Hipódromo de Constantinopla. Las esculturas son quizá del célebre escultor griego Lisipo, del siglo IV a.c. No son caballos de bronce, en realidad, sino de cobre.
Ya antes de reparar en los caballos, en una esquina de la Basílica nos llama la atención un curioso grupo escultórico con cuatro personajes con armaduras que se abrazan. Es El retrato de los cuatro tetrarcas hecho con pórfido y tallado alrededor del 300 d.c. Muy probablemente sea otra de las piezas saqueadas de Constantinopla durante de la Cuarta cruzada.
Los personajes en la escultura representan a la Tetrarquía, el sistema político creado por el emperador romano Diocleciano. Su propósito era la mejora del gobierno mediante la división del Imperio bajo la conducción de dos emperadores mayores o augustos, y dos Césares menores. Los representados serían el propio Diocleciano y Maximiano como augustos, y Galerio y Constancio Cloro como césares.
Para quien se interesa por ver e indagar, la historia romana y bizantina, y también de la era napoleónica, se cruzan a cada momento en la plaza más emblemática de Venecia.
IX
Al salir de la Basílica y antes de visitar el Palacio Ducal, encontramos la iglesia de Santa Maria della pietá, a uno pocos pasos. Junto a la misma, entre los siglos XVII y XVIII, funcionó el Ospedalle della Pietá, un convento, hospedaje, orfanato y escuela de música.
Aquí, donde hoy hay un hotel, el gran Vivaldi organizaba los coros de las niñas huérfanas que vivían allí.
Vivaldi fue profesor de violín y canto del Ospedalle por más de veinte años. Los miembros del coro y de la orquesta no eran solo las huérfanas. Al aumentar el prestigio del lugar, las familias patricias ofrecían también a sus hijas para ingresar a la escuela liderada por el Il prette rosso.
La música era parte esencial de la República veneciana. Un autor anónimo del siglo XVIII afirmó sobre la ciudad que “en cada casa, alguien está tocando un instrumento musical o cantando”.
Venecia, ciudad en el agua, ciudad musical, la música de los humanos y del rumor de las aguas fundidas; delicada expresión de lo musical como parte del espíritu de un lugar.
Y vamos hacia la costa y disfrutamos de la vista de la Iglesia de San Giorgo Maggiorre, rodeada por el canale della Giudecca, erigida en 1576. Una obra de Andrea Palladio. La fachada de la iglesia semeja un templo clásico, con cuatro columnas sobre altos plintos
o pedestal, y entablamento sobre la que se acomoda un tímpano heredero de los templos griegos. En su interior está la gran obra del Tintoretto, su Última cena, con colores intensos, de ritmos fascinantes.
Y al ir hacia al Palacio Ducal, vemos Il Ponti di Sospiri, el Puente de los suspiros, que une el Palacio ducal con el Piombi, la antigua prisión de la Inquisición. En ella estuvieron prisioneros Giordano Bruno, el de la visión de los infinitos mundos, y el inefable Casanova.
Y a Casanova mucho le gustaban los carnavales de Venecia, otras de sus costumbres más características.
X
¿Y cómo surgieron los carnavales venecianos?
El patriarcado de Aquilea fue un estado político-religioso que existió hasta 1751, y que ejerció su dominación sobre un amplio territorio en Friuli. Venecia tuvo una importante victoria en su lucha contra el Patriarcado.
Para festejar, los venecianos acudieron a la Plaza de San Marcos. Su alegría fue el origen del carnaval veneciano. Con el tiempo, se oficializó cuando el secretario del dux propuso alentar los carnavales como estrategia de integración entre las clases altas y bajas.
La igualación social se manifestaba, por ejemplo, en la Fiesta de las Marías, parte de los festejos carnavalescos mayores. En ella, se elegían doce de las jóvenes más pobres para ser engalanadas con los vestidos más lujosos. Unos piratas desembarcados en la ciudad raptaron a esas muchachas, que luego fueron rescatadas. La fiesta celebra esa liberación.
Los disfraces fueron la característica sobresaliente de los carnavales. Las máscaras con formas puntiagudas procedían de las que usaban los médicos durante los periodos de peste.
En el siglo XVII, los carnavales alcanzaron su mayor esplendor por los príncipes y nobles de distintas partes que venían a la ciudad para disfrutar de la fiesta. En 1797 el furor carnavalesco terminó junto con la república veneciana por orden de Napoleón. El gran corso creía que los carnavales podían promover conspiraciones.
Pero la fiesta más importante en tiempos de la República de Venecia fue la Fiesta de la Sensa (ascensión en véneto), celebrada el día de la ascensión. Su origen es el festejo de la conquista de Dalmacia por Venecia en el año 1000. Luego de la reconciliación de Alejandro III y Federico Barbarroja en Venecia, el Papa le regaló al dux un anillo en señal de agradecimiento.
El obsequió se convirtió en símbolo de la unión veneciana con el mar. Al comenzar la fiesta el dogo y las autoridades de la República se embarcaban en el Bucintoro, el buzino de oro, la barca de oro. El dux usaba la famosa galera solo en esa ocasión, una vez al año. El gran barco estaba decorado en el metal parecido al sol, y fue destruido por orden de Napoleón, no para decapitar un símbolo de la gloria pasada veneciana sino para despojarlo de su oro.
En la Fiesta de la Sensa, el dogo y el gobierno veneciano se adentraban en el mar con el Bucintoro.
El dux lanzaba el anillo a las aguas para sellar su matrimonio o unión con el mar mediante la formula ritual: Desposamus te, mare nostrum, in signum ven perpetuique dominii (“Te desposamos, mar, como signo de eterno dominio”).
Pero las fiestas venecianas no se reducen a los carnavales. La fiesta del Redentor se celebra en julio para recordar la liberación de la peste de 1577 en Venecia. Como agradecimiento se construyó la Iglesia del Redentor y se instituyó la festividad. En 1630 la epidemia regresó y como nueva acción ex voto (una ofenda hecha a Dios o a las dioses) en esta ocasión se erigió la gran Iglesia de Santa María de la Sallute.
Frente a otro tienda con máscaras, mientras Laura y yo charlamos, se detiene a nuestro lado un señor entrado en años. Nos pregunta si somos argentinos. Asentimos. Entonces, en un español con cadencia italiana nos dice que vivió varios años en Argentina, hace mucho tiempo, cuando era joven. Le gustaba la lectura y después de tres años en Buenos Aires pudo leer Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla, y el Facundo de Sarmiento. Al volver a Italia, estudió letras, estaba jubilado como profesor de literatura de hecho, y siempre recordó el asombro que le produjo descubrir que el controvertido Sarmiento conocía muy bien la organización del gobierno de Venecia cuando era una república orgullosa.
XI
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Ese gobierno tenía como cabeza al dogo o dux, el magistrado supremo, el principal gobernante de la República de Venecia. Siempre vigilado por varios Consejos. Como el Consejo Mayor o Gran Consejo que elaboraba las leyes, y principalmente por el Consejo de los Diez que garantizaba la seguridad del Estado a través de un cuerpo de policía y un eficaz red de espionaje. El dogo será especialmente vigilado como mecanismo para impedir su concentración del poder, o para obstruir que cualquier sector de la aristocracia se impusiera sobre el resto.
En el Palacio ducal que recorremos nos llama la atención una tela negra con una inscripción: Hic est locus Marini Paletro decapitati pro criminibus (“Este es el sitio de Marino Faliero, decapitado por su crímenes)”.
Faliero era el dogo que quiso concentrar el poder y arrebatárselo a la aristocracia. Los comerciantes que reclamaban más influencia lo habrían en parte estimulado. Pero el sistema de espionaje forzó delaciones. Por lo que Faliero y sus diez cómplices rápidamente fueron descubiertos. Faliero fue decapitado en el Palacio Ducal; sus cómplices fueron ahorcados en la Plaza de San Marcos. Una demostración de que en Venecia nadie escapaba a la vigilancia del Estado, ni siquiera el dux.
Ni de los rumores o denuncias. En una de las paredes del Palacio se conserva intacto la famosa Boca di Leone (Boca de León). Un buzón con un rostro tallado en el que cualquier veneciano podía dejar una denuncia en contra de cualquier vecino o autoridad, si se atrevía.
Hoy por hoy, el palacio aloja un gran tesoro artístico. Como el inmenso El paraíso, de 22 metros de largo por 9 de ancho, del Tintorreto para decorar la sala del Gran Consejo. Y también el Palacio alberga obras de Domenico Tintorreto, hijo del maesto, Francesco Bassano, Giambatistta Tiepolo, Giovanni Bellini, el Ticiano, Paolo Veronese, Vittore Capraccio, o del Bosco, el Tríptico de Santa Wilgefortis.
XII
Y ya es casi el atardecer.
La luz se debilita, las figuras se difuminan. Y mientras emprendemos el regreso, recordamos a uno los grandes artistas extranjeros enamorados de Venecia. Nos acordamos de Turner.
Turner llegó a Venecia para buscar otro ángulo de la belleza. Aquí hizo además de mil dibujos a lápiz, 150 acuarelas. Visitó tres veces Venecia, en 1819, 1833 y 1840. En la exposición de la Royal Academy de 1833, presentó varias escenas venecianas, en el tiempo en el que Venecia estaba de moda entre los artistas británicos. En el libro Venecia negra, de Javier Cófreces y Alberto Muñoz, en su capítulo llamado “El cuaderno rescatado” se ofrece una versión de los escritos de Turner hallados en 1874 en los que escribió sus impresiones venecianas.
Allí expresa su necesidad desesperante por traducir las escenas venecianas en luz y el color. Como lo hizo con una vista en el atardecer de la Giudecca;
con una góndola que se estremece en una tormenta, en la que las nubes parecen colosales olas que se elevan hasta el cielo; o como lo hizo con una vista de la Iglesia San Giorgione en el ocaso; o la visión del Campanile y el Palacio ducal desde el mar; o la tonalidad del amarillo casi espectral del atardecer dentro de la que reposa la iglesia de Santa Maria de la Salud.
Y Turner entendió la rareza veneciana.
El agua de los canales que une la ciudad con el mar crea una criatura urbana que aun hundida conserva su secreto: “Venecia, dice, es una ciudad amenazada por el sortilegio de las aguas; quizás algún día se la trague el mar como una piedra y todos nosotros (los que verdaderamente la hemos comprendido) bajemos a recorrerla conteniendo el aire en los pulmones”.
Y Wagner, otro de los grandes visitantes de Venecia. Aquí compuso el segundo acto de Trista e Isolda. Y entre los canales y puentes testimonió su sentimiento: “Respiré por primera vez ese aire siempre igual, delicioso, limpio; la naturaleza mágica del lugar me mantiene en un encantamiento melancólico-afable, cuya energía surte en todo momento un efecto beneficioso”.
En el Palazzo Vendramin, un edificio de Mario Codussi de 1509, a la vera del Gran Canal, hoy Casino, vivió y murió Wagner. Sobre la entrada, bajo un relieve con la efigie del creador de La marcha fúnebre de Sigfrido, una placa de mármol blanca preserva unos versos de Gabriele D’Annunzio sobre el “último suspiro de Wagner”, en el palacio veneciano.
Y en un vaporetto que avanza sobre el Gran Canal podríamos descubrir a Gustav Aschenbach, el personaje de La Muerte en Venecia de Thomas Man, novela corta de 1912. Luchino Visconti la trasformó en película de culto. Aschenbach, el artista cansado, inspirado acaso en Gustav Mahler, viaja a la ciudad de los canales en búsqueda de renovación. En el joven bello Tadzio percibe un símbolo de su resurección. Pero en la costa de Lido, frente al mar, sospecha una belleza superior, cuyo santuario siempre le estará vedado.
Y también tendríamos que imaginar a Shakespeare que visita la ciudad de los canales en El mercader de Venecia. El drama shakesperiano en el que el prestamista judío Shylock le presta dinero a Antonio bajo el acuerdo de que si la suma no le es devuelta, el deudor deberá dar una libra de su propia carne según como lo disponga el acreedor. La obra transcurre en los tiempos de la intolerancia antisemita.
Y el momento más notable de El mercader de Venecia es cuando se exalta la “música de las esferas”, de origen pitagórico, como medio de elevación del alma. Francesco Giorgi, sacerdote cabalista veneciano, pensador vinculado al neoplatonismo mágico, relacionó la música con la armonía universal en su obra De harmonia mundi, de 1525.
Y quizá Giorgi es la secreta fuente de inspiración del breve manifiesto de una música mística en el drama que Shakespeare imaginó en Venecia. Así lo cree la historiadora Francis Yates en La filosofía oculta del Renacimiento.
XIII
Y casi al apagarse el día, las pinceladas del atardecer acarician la ciudad melancólica.
Vemos una vez más el mar, las góndolas, la cercana iglesia de San Giorgione.
Pensamos entonces en una Venecia secreta y paralela. Una Venecia en la que en todas las casas se toca algún instrumento musical, en la que los carnavales rebosan de colorido y máscaras; la Venecia de Vivaldi y Monteverdi, con los coros sublimes dentro de la Basílica de San Marcos; la ciudad en la que siguen pintando Turner y Canaletto, o los pintores de la belleza sensual, sacra y profana, mitológica y cortesana, como el Tintorreto, el Tiziano, el Veronese o Tiepolo; la Venecia del dogo embarcándose en el Bucintoro y adentrándose en el mar Adriático para renovar el matrimonio de la ciudad con las aguas; la Venecia de las seducciones de Casanova y de las diez mil góndolas; o la de Franceso Giorgi buscando la armonía universal mientras muchos urden conspiraciones e intrigas; o la Venecia de Wagner, o la del renacimiento espiritual de Aschebanch; o la Venecia de la pasión por el comercio, o la de Galileo orientando su telescopio hacia las estrellas desde lo alto del campanile.
Imaginamos que todos los venecianos se embarcan en sus góndolas.
Reman hasta el mar.
Luego, regresan con la marea.
Desembarcan.
Caminan entre las calles, los puentes, los canales empapados de ecos y sueños. Y otra vez se embarcan en las góndolas.
Y a Laura y a mí nos dicen: ¡Vieni qui, vieni qui! . Y navegamos por el Gran Canal. Y respiramos, hondo, hondo, el arte y las pasiones que fluyen entre el aire y la ciudad en el agua.