Texto y fotos de Matías Wiszniewer.

Samarcanda, en la República de Uzbekistán, resplandeció como el mítico enclave en el camino de la Ruta de la Seda.
La ciudad ya llevaba varios siglos de esplendor cuando llegó Alejandro Magno, tres siglos antes de Cristo. En ese entonces, Samarcanda se beneficiaba de su posición estratégica en la mencionada Ruta de la seda, la extensa ruta comercial que unía China con Europa. El flujo de mercancías procedentes de remotos lugares confluía en un mercado de exuberante riqueza comercial, animados colores y residentes y viajeros. Numerosas caravanas recalaban en Samarcanda, hasta que su plenitud fue mutilada con brío salvaje y exterminio meticuloso por la invasión de las hordas mongolas, en 1220.
Durante su lento renacer la ciudad, que siempre anheló regresar a su imagen perdida, conoció la fe musulmana y el Corán, y sus escuelas, las madrazas; y luego el dominio de Tamerlán. Y también el estrago de la peste negra que asoló a la Europa medieval, y la dominación soviética en el siglo XX.
En la crónica de su viaje a Samarcanda, el viajero, periodista, y escritor Matías Wiszniewer, autor de la novela Invierno sueco en torno a la vida de René Descartes, Wiszniewer nos guía en el descubrimiento de la Samarcanda contemporánea, con resonancias de su exuberancia de otrora y que insiste en resistir la erosión de los vientos del desierto.
(Todas la fotos de Matías Wiszniewer en este texto, se puede ampliar)
«Ni el libro ni la arena tienen principio ni fin».
Borges, El libro de arena
Más allá del impactante Museo del sitio, creado en los 1960’s por arqueólogos soviéticos, la cima de la colina de Afrosyab, en el centro de la Samarcanda actual, solo me deparó doscientas hectáreas de polvo. Había cruzado cuatro continentes, un océano, cordilleras y mares para encontrarme con esa nada. Pero la ciudad amurallada que allí había brillado, cuyo espíritu pervive entre el promontorio y sus dunas, fue durante siglos o milenios una de las más asombrosas de la tierra. Cuando arribó Alejandro Magno en el 329 antes de Cristo, dejó su testimonio: “Todo es cierto lo que oí sobre Samarcanda, pero la veo aún más bella de lo que imaginaba”. Luego de Alejandro, pasaron los herederos griegos, los persas y las centurias, y vino la conquista musulmana, pero la mítica ciudad, desde su lugar estratégico en la Ruta de la Seda, sobrevivió a todos los avatares, y resplandeció en cada etapa como foco de la cultura, las ciencias y el comercio de su tiempo. Eso hasta que, como a cada cosa en este mundo, le llegó su hora: quince siglos más tarde de la conquista de Alejandro, en el 1220 de nuestra era, las hordas mongolas de Gengis Kan la arrasaron sin piedad. Perpetrada la masacre, los sobrevivientes se dieron a la ardua tarea de reconstruirla en los alrededores, y en el centro, donde todo había sucedido, quedó la nada que ahora me tocaba contemplar. Siempre soñé con ese momento, y ahora que mis pies y mis ojos se hundían en aquel mar seco de tonos beiges, debía hacerme cargo, reflexionar y tomar registro.

En la centuria siguiente a la destrucción, la Peste Negra (la misma plaga mortífera que devastaría a Europa), comenzó en territorio mongol, socavando al Imperio creado por Gengis Kan. Fue en ese momento que Tamerlán, un hábil conductor político y militar de la región, vinculado tanto a los clanes mongoles como a la tradición islámica, aprovechó las circunstancias, emprendió la edificación de un nuevo Imperio, y designó a lo que quedaba de Samarcanda como su capital. Entonces, el trabajo de hormiga iniciado por las generaciones anteriores empezó a dar frutos, y no la vieja urbe, pero sí su sosía extramuros, resurgió de las cenizas. Regresaron las caravanas, y las mercancías abarrotaron los renacidos bazares; las madrazas (escuelas islámicas donde todas las artes y las ciencias conocidas eran enseñadas) volvieron a atraer a los más sabios de su tiempo, y hasta el emperador se dio el lujo de “importar” los restos del profeta bíblico Daniel, durante sus conquistas en territorio persa. La flamante Samarcanda tuvo por centro comercial al Registán (la “Plaza de Arena”), y los timúridas (sucesores de Tamerlán) construyeron, en los bordes de esta otra arenisca, las tres imponentes madrazas que, magníficamente restauradas en la época soviética, hoy deslumbran hasta al viajero más indiferente. La vista in situ del complejo edilicio me pareció descomunal: solo comparable, quizás, con la impresión que me transmitió el Taj Mahal (y el vínculo no es casual, porque fue Babur, un timúrida, el fundador de la dinastía que en la India erigió esa otra maravilla del mundo). Pero la Samarcanda de hoy, con todas sus maravillas medievales, y con sus preciosos barrios, avenidas y jardines rusos y soviéticos, no deja de ser un eco de su gemela aniquilada por los atacantes de las estepas, de aquella desaparecida encrucijada de chinos y turcos, califas y nómadas, camellos y mercaderes, portadores de la Torá y del Corán, místicos y poetas, zoroástricos y budistas.
A la actual República de Uzbekistán -que tiene en Samarcanda su hito más destacado-, la fundaron los revolucionarios bolcheviques en la década de 1920, y formó parte de la Unión Soviética hasta la disolución de ésta en los ’90 del siglo pasado. Así que no hubo ningún “Uzbekistán” antes de la Revolución Rusa. Su desértico territorio, salpicado de oasis y de ciudades extinguidas y enterradas, había sido hasta entonces un conjunto de reinos y emiratos -a veces independientes, a veces dominados por los más diversos imperios- con orígenes perdidos en las arenas inmemoriales.
El desarrollo agrario e industrial emprendido a mediados del siglo pasado tuvo, muchas veces, un alto costo. Por ejemplo, el precio de haber convertido al país en una potencia internacional de producción algodonera, con los desvíos de cauces fluviales necesarios para lograr la irrigación deseada, fue la cuasi pérdida del gran lago que supo ser el “Mar de Aral”, generando graves problemas tanto en la fauna como en la vida humana que habitaba sus riberas. Con la disolución del vínculo soviético, no hubo un corte abrupto. Continuidades varias se notan en las calles, y pervive cierta nostalgia de paraíso perdido. “Los mayores” -me dijo Oyatillo Achilov, habitante de Tashkent, la capital del país- “piensan que se vivía mejor en la era comunista, aunque reconocen que estaba restringida la libertad de expresión”. En 1966, un brutal terremoto obligó a la reconstrucción casi completa de Tashkent, y en el que fuera el epicentro del temblor hay un emotivo “Monumento al Coraje”, que exalta la solidaridad de los pueblos de la URSS para con las víctimas del desastre. El espléndido metro capitalino, por otra parte, tiene un notable parecido con el de Moscú, ambos de la época soviética. Establecida en 1991, la nueva República autónoma impuso un régimen, digamos, “presidencialista fuerte”, cuyo primer mandatario fue Islam Karimov, hasta entonces Secretario General del Partido Comunista uzbeko. Karimov se mantuvo en el poder hasta su muerte en 2016, y lo sucedió su primer ministro, Shavkat Mirziyoyev, que continúa en el cargo (“¡se dice ‘Mirdziaiév’, no ‘Mirsiyoyév’!” me corregían, divertidos, los uzbekos). Sin embargo, más allá de las limitaciones del sistema político, Uzbekistán da la impresión de ser un país en marcha, con un pueblo afable, sencillo y tranquilo, que busca su destino en la nueva era. Un país donde la remota nostalgia de su música brota en cada rincón, junto a las artes plásticas de miniatura, los tapices y las alfombras, y en el que se trata de armonizar, a mi criterio no sin éxito, la historia varias veces milenaria con un presente dinámico. Un país donde, entre notables inversiones chinas, rusas y occidentales, las decenas de dialectos de múltiples nacionalidades conviven con el idioma ruso que todos hablan y con el inglés que solo manejan los más jóvenes, y donde el ateísmo y la relativa igualdad que fueron patrimonio de los tiempos comunistas, tratan de hacer buenas migas con la religión islámica que ha regresado, y con un capitalismo global insoslayable.
Al despegar de Tashkent, sobrevolé inmensas extensiones sin verde del centro de Asia Central, y todo fue quedando atrás: las ciudades en pie y las extinguidas, las dunas y los oasis, las leyendas y las historias tejidas por generaciones innumerables. El Mar Caspio, el Cáucaso, Anatolia, el Egeo, África y el Atlántico, separaban esos misterios de los que me esperaban, a quince mil kilómetros, en alguna esquina de Buenos Aires. De pronto, entre las oscuras nubes que cubrían el Mar Negro, recordé la noche en que había llegado al guest house atendido por sus dueños en Samarcanda, al fondo de un callejón detrás del Registán: padre e hijo me habían recibido, invitándome a compartir su cena familiar. Al enterarse de mi argentinidad, el hijo me tradujo al inglés las palabras del padre: “Yo era un soldado del Ejército Rojo cuando aquel partido contra Inglaterra de 1986. Todos en el cuartel alentábamos a Maradona: nunca olvidaré ese gol hecho con la mano de Dios.”
