Por Jorge Luis Borges

De alguien a nadie acaso pueda ser leído como un pequeño manifiesto borgeano sobre dos teologías, una que pretende que Dios habla y puede ser dicho, y la otra que sospecha a la divinidad como realidad misteriosa, insondable, rebelde a todo confinamiento en los límites de las palabras.
Borges siempre manifestó que las religiones y sus libros sagrados están más cerca de la inventiva humana que de una supuesta verdad revelada y absoluta. El agnosticismo borgeano no negaba de plano una divinidad, pero sí subrayaba que esta dimensión superior siempre desborda la compresión humana, las redes del lenguaje o de las interpretaciones teológicas. Por eso siempre diferencia la teología afirmativa de la teología negativa. Por la primera siempre sintió un instintivo rechazo, por la segunda, admiración intelectual.
La teología afirmativa supone que Dios se dice en la palabra sagrada; la otra, la negativa, niega que el ser absoluto pueda decirse porque esto sería incurrir en contradicción al pretender decir algo del ser absoluto (en tanto absuelto de todo condicionamiento) mediante palabras finitas, limitadas, condicionadas. Esto es como reducir, ilícitamente, el ser al no ser. Este tipo de postulaciones es la que Borges encuentra en la teología negativa, afín al silencio místico, y que explica en este texto De alguien a nadie perteneciente a su volumen de ensayos Otras inquisiciones, de 1952. En el Corpus Dionysiacum y, sobre todo, en Scoto Erígena, la reflexión borgeana encuentra los ejemplos principales de la equiparación de Dios con un «nadie», una «nada» en tanto no puede ser nombrado o cristalizado en una palabra o determinación particular.
El Dios no decible de la teología negativa se aproxima a una realidad impersonal y extra lingüística, distinto al Dios personal, ese alguien o sujeto con atributos decibles por palabras y proposiciones del lenguaje en la teología afirmativa.
El Corpus Dionysianum o Areopagiticum o Dionysiacum, es un corpus de manuscritos en griego antiguo cuyos autores y fechas de redacción son inciertos, aunque hoy se le atribuye al Pseudo Dionisio Areopagita, también conocido como Pseudo Dionisio, teólogo y místico bizantino entre los siglos V y VI d. C. Sobre este corpus Borges manifiesta: «A fines del siglo V, el escondido autor del Corpus Dionysiacum declara que ningún predicado afirmativo conviene a Dios. Nada se debe afirmar de Él, todo puede negarse.». El corpus fue traducido en el siglo IX al latín por Juan Escoto Eriúgena o Erígena (810-877), gran filósofo medieval del renacimiento carolingio.
Borges siempre sintió fascinación por la teología negativa, y De alguien a nadie lo demuestra.
E. I
De alguien a nadie
Por Jorge Luis Borges
En el principio, Dios es los Dioses (Elohim), plural que algunos llaman de majestad y otros de plenitud y en el que se ha creído notar un eco de anteriores politeísmos o una premonición de la doctrina, declarada en Nicea, de que Dios es Uno y es Tres. Elohim rige verbos en singular; el primer versículo de la Ley dice literalmente: En el principio hizo los Dioses el cielo y la tierra. Pese a la vaguedad que el plural sugiere: Elohim es concreto; se llama Jehová Dios y leemos que se paseaba en el huerto al aire del día o, como dicen las versiones inglesas, in the cool of the day. Lo definen rasgos humanos; en un lugar de la Escritura se lee: Arrepintióse Jehová de haber hecho hombre en la tierra y pesóle en su corazón y en otro, Porque yo Jehová tu Dios soy un Dios celoso y en otro, He hablado en el fuego de mi ira. El sujeto de tales locuciones es indiscutiblemente Alguien, un Alguien corporal que los siglos irán agigantando y desdibujando. Sus títulos varían: Fuerte de Jacob, Piedra de Israel, Soy El Que Soy, Dios de los Ejércitos, Rey de Reyes. El último, que sin duda inspiró por oposición el Siervo de los Siervos de Dios, de Gregorio Magno, es en el texto original un superlativo de rey: «propiedad es de la lengua hebrea —dice fray Luis de León— doblar así unas mismas palabras, cuando quiere encarecer alguna cosa, o en bien o en mal. Ansí que decir Cantar de cantares es lo mismo que solemos decir en castellano Cantar entre cantares, hombre entre hombres, esto es, señalado y eminente entre todos y más excelente que otros muchos». En los primeros siglos de nuestra era, los teólogos habilitan el prefijo omni, antes reservado a los adjetivos de la naturaleza o de Júpiter; cunden las palabras omnipotente, omnipresente, omniscio, que hacen de Dios un respetuoso caos de superlativos no imaginables. Esa nomenclatura, como las otras, parece limitar la divinidad: a fines del siglo V, el escondido autor del Corpus Dionysiacum declara que ningún predicado afirmativo conviene a Dios. Nada se debe afirmar de Él, todo puede negarse. Schopenhauer anota secamente: «Esa teología es la única verdadera, pero no tiene contenido».
Redactados en griego, los tratados y las cartas que forman el Corpus Dionysiacum dan en el siglo IX con un lector que los vierte al latín: Johannes Eríugena o Scotus, es decir Juan el Irlandés, cuyo nombre en la historia es Escoto Erígena, o sea Irlandés Irlandés. Éste formula una doctrina de índole panteísta: las cosas particulares son teofanías (revelaciones o apariciones de lo divino) y detrás está Dios, que es lo único real, «pero que no sabe qué es, porque no es un qué, y es incomprensible a sí mismo y a toda inteligencia». No es sapiente, es más que sapiente; no es bueno, es más que bueno; inescrutablemente excede y rechaza todos los atributos. Juan el Irlandés, para definirlo, acude a la palabra nihilum, que es la nada; Dios es la nada primordial de la creatio ex nihilo, el abismo en que se engendraron los arquetipos y luego los seres concretos. Es Nada y Nadie; quienes lo concibieron así obraron con el sentimiento de que ello es más que ser un Quién o un Qué. Análogamente, Samkara enseña que los hombres, en el sueño profundo, son el universo, son Dios.
El proceso que acabo de ilustrar no es, por cierto, aleatorio. La magnificación hasta la nada sucede o tiende a suceder en todos los cultos; inequívocamente la observamos en el caso de Shakespeare. Su contemporáneo Ben Jonson lo quiere sin llegar a la idolatría, on this side Idolatry; Dryden lo declara el Hornero de los poetas dramáticos de Inglaterra, pero admite que suele ser insípido y ampuloso; el discursivo siglo XVIII procura aquilatar sus virtudes y reprender sus faltas: Maurice Morgan, en 1774, afirma que el rey Lear y Falstaff no son otra cosa que modificaciones de la mente de su inventor; a principios del siglo XIX, ese dictamen es recreado por Coleridge, para quien Shakespeare ya no es un hombre sino una variación literaria del infinito Dios de Spinoza. «La persona Shakespeare —escribe— fue una natura naturata, un efecto, pero lo universal, que está potencialmente en lo particular, le fue revelado, no como abstraído de la observación de una pluralidad de casos sino como la sustancia capaz de infinitas modificaciones, de las que su existencia personal era sólo una.» Hazlitt corrobora o confirma: «Shakespeare se parecía a todos los hombres, salvo en lo de parecerse a todos los hombres. íntimamente no era nada, pero era todo lo que son los demás, o lo que pueden ser». Hugo, después, lo equipara con el océano, que es un almacigo de formas posibles. (1)
Ser una cosa es inexorablemente no ser todas las otras cosas; la intuición confusa de esa verdad ha inducido a los hombres a imaginar que no ser es más que ser algo y que, de alguna manera, es ser todo. Esta falacia está en las palabras de aquel rey legendario del Indostán, que renuncia al poder y sale a pedir limosna en las calles: «Desde ahora no tengo reino o mi reino es ilimitado, desde ahora no me pertenece mi cuerpo o me pertenece toda la tierra». Schopenhauer ha escrito que la historia es un interminable y perplejo sueño de las generaciones humanas; en el sueño hay formas que se repiten, quizá no hay otra cosa que formas; una de ellas es el proceso que denuncia esta página.
(*) Fuente: Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones, Emecé, 1952



(1) En el budismo se repite el dibujo. Los primeros textos narran que el Buddha, al pie de la higuera, intuye la infinita concatenación de todos los efectos y causas del universo, las pasadas y futuras encarnaciones de cada ser; los últimos, redactados siglos después, razonan que nada es real y que todo conocimiento es ficticio y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha.