Por Esteban Ierardo

El caso histórico de la ciudad de Toledo está emplazado en lo alto de una colina. En su historia se une la presencia romana, junto a la cultura musulmana, judía y cristiana.
La convivencia pacifica de cristianos, musulmanes y judíos derivó en una fuerte actividad intelectual que benefició al pensamiento en la Baja edad Media. Supo albergar a brillantes eruditos traductores, y en su tejido urbano coexistieron iglesias, mezquitas y sinagogas. Fue el hogar, en su última etapa, del artista cretense El greco, cuya obra máxima, El entierro del conde de Orgaz, se encuentra en la iglesia de Santo Tomé. Fue también por un corto periodo la capital de España. En la guerra civil española, su alcázar fue motivo de feroces combates.
Hace unos años, visitamos este lugar excepcional. Aquí un relato de esa visita a un lugar que invita al interés por la historia, el arte, y la atmósfera de un ciudad rodeada por el río Tajo.
(Pd: en este caso, y por ahora, no podemos acceder por un tema técnico, a las fotografías que en su momento obtuvimos, por lo cual no podremos ilustrar el texto con dichas fotografías, aunque sí quizá lo hagamos si logramos recuperarla)
I
Llegamos desde Madrid en tren. Al bajar en la estación con decoración del siglo XIX, trepamos una cuesta gradualmente empinada. Atravesamos el Puente de Alcántara sobre el río Tajo. Así arribamos hasta la colina con muchas construcciones centenarias. Vemos primero una estatua de Cervantes. Caminamos después por la Plaza Zocodever. Descubrimos multitud de negocios.
Al subir sabemos que descendemos en el tiempo hacia el lugar donde convivieron tres culturas distintas.
Permanecemos un poco más oteando la distancia. Distinguimos un alcázar. Y al girar hacia atrás, iniciamos el camino hacia el casco histórico de la bella Toledo.
Al iniciar nuestro recorrido dentro de las calles estrechas de origen medieval, encontramos un negocio toledano con su típica oferta de relucientes armaduras. En una caja rectangular de madera cubierta de metal descansan varias espadas. Jugamos con Laura a empuñar las armas. Nos sorprende su peso. Y mientras intentamos elevar el metal ya no destinado a matar sino a decorar, empiezo a recordar todo lo leído sobre los orígenes toledanos…
II
La ciudad empezó como un asiento amurallado de los carpetianos, una tribu prerromana, que habitaba el centro de la península ibérica. De origen céltico o indoeuropeo, construyeron su ciudad en lo alto de la colina.
Laura intenta alzar su espada y en el 193 ac, luego de feroz resistencia, el pretor Marco Fulvio Nobilior, al frente sus tropas romanas, doblegó la resistencia carpetiana. A la nueva conquista de las legiones del águila la llamaron Toletum. Aquel nombre aparece por primera vez en la obra del historiador romano Tito Livio. Toletum deriva de Tollitum, que después se convierte en Tollito, Tolleto, hasta Toledo, y su presunto significado de “levantado, en alto”.
Insisto con la manipulación de otra espada, ésta más liviana y angosta, y recuerdo que por el 411 d.c. empiezan a llegar los alanos, hábiles jinetes guerreros que luego fueron subyugados por los visigodos, en el 418.
El Rey Atanagilio se hizo fuerte y estableció su corte en Toledo. Luego llegó Leovigildo, monarca excepcional, de los 18 años de su gobierno combatió todos salvo uno. Redactó el Código de Leovigildo o Codex Revisus. Su señorío se extendió a casi toda la península ibérica. Convirtió a Toledo en capital del reino hispano-visigótico.
Con Laura dejamos las espadas, y en el 711 Toledo cayó bajo las garras de Táriq ibn Ziyad, general que dirigió la conquista musulmana de la Hispania visigoda. Gibraltar, el famoso lugar de valor geo-estratégico en el punto de encuentro del Mediterráneo y el océano Atlántico. se llamó la “montaña de Tariq”, tras el desembarco del invasor musulmán.
En Toledo predominaba la población mozárabe, es decir cristianos que habían asumido costumbres árabes. Esto causaba recelos en el Emirato de Córdoba. Por lo que el emir envió a Amrus ben Yusuf para someter sin dubitaciones la plaza toledana.
Supuestamente, en 797, Amrus convocó a su palacio a las más destacadas personalidades por su riqueza e influencia, alrededor de 400. Brindó un banquete. Todos los invitados fueron degollados. Hizo arrojar luego sus cabezas en un foso. Para algunos una leyenda; un hecho histórico para los cronistas andalusíes Ibn Hayyan y Al-Tariji. La matanza también, legendaria o histórica, se la relaciona con la frase “pasar una noche toledana”; aunque, para otros, simplemente alude a la dificultad para conciliar el sueño en las tórridas noches veraniegas.
La presencia musulmana no estaba destinada a la continuidad indefinida. Porque después de varios años de asedio, en 1085, Alfonso VI de León tomó la ciudad. El proceso de la Reconquista. El conquistador leonés, sin embargo, garantizó a los musulmanes la vida y sus propiedades. Así surgieron también los fueros para cada una de las minorías en la ciudad: musulmanes, cristianos (muchos mozáberes) y judíos. La base de la cohabitación de las tres culturas. En el siglo XVI, en tiempo de Carlos I, antes del traslado de la corte a Madrid, Toledo fue capital de España y el imperio. La Toledo imperial.
Volvemos sobre la Plaza Zocodever. En un itinerario solo parcialmente planificado nos dirigimos hacia el Museo de Santa Cruz. Antes fue el Hospital de Santa Cruz. Institución sanitaria creada a fines del siglo XV por el Cardenal Mendoza, obispo-guerrero, consejero de Castilla, personaje modernizador. Promovió el viaje de Colón a América. Fue responsable también de la creación del Palacio Arzobispal de la ciudad. Mendoza fue enterrado en el presbiterio de la catedral toledana, en cuya construcción también intervino.
La fachada del que fue primero Hospital es una portada con un arco ricamente labrado y un tímpano con la escena de la Santa Cruz y Santa Elena.
Al principio lugar de atención de los niños huérfanos. Hoy museo, alberga una importante colección de pinturas entre los siglos XV y XVII, un busto de un personaje con el que nos encontraremos luego, y un pendón de la batalla de Lepanto. Y las obras del pintor que abre el cielo: La Asunción, La sagrada familia, La coronación, La verónica.
El pintor que abre el cielo. Algunas primeras campanadas que nos llaman hacia él, empiezan a resonar…
III
Volvemos a las calles estrechas. En el camino nos detenemos ante una librería. En su vidriera vemos títulos de autores españoles contemporáneos junto con libros de historia de Toledo, de su arquitectura o su industria del hierro y la plata. Y entre las portadas hay también uno que recuerda la Escuela de traductores de Toledo.
Varios eruditos, traductores y algunos también pensadores, tradujeron multitud de textos clásicos desde el árabe o el hebreo al latín y el castellano. Proceso fundamental que, desde Toledo, recuperó el legado de Aristóteles, de árabes y hebreos que, como una benéfica ola, empapó todo Occidente con un renacimiento cultural. La tolerancia de los reyes leoneses y castellanos respecto a musulmanes y judíos favoreció ese fervor por el conocimiento. Textos filosóficos, astronómicos, médicos, científicos, de fuentes griegas y árabes, endulzaron de sabiduría las bibliotecas europeas gracias a la brillantez intelectual toledana.
Juan Hispalense, Gerardo de Cremona, Marcos de Toledo, estuvieron entre los grandes traductores. Y el notable filósofo medieval Domingo Gundisalvo, o Gundissalinus. Tradujo a los grandes árabes como Al-Farabi, Al-Kindi, Al-Ghazali, Ibn Garibol, y Avicena. En la intimidad de la vida medieval toledana, Gundissalinus escribió cinco tratados en los que fundió el saber árabe y hebreo con la filosofía latina emergente de Boecio o los pensadores de la Escuela de Chartres. Pero a pesar de todo lo dicho, hoy se discute si corresponde hablar de una escuela o de un conjunto de traductores que actuaron sin ninguna unidad orgánica, por su propia iniciativa o por estímulo del clero y la aristocracia.
IV
Con Laura hablamos con el encargado de la librería de sus libros preferidos, y lo que observa como hábitos de lectura en la ciudad. Luego departimos con una señora toledana que nos pregunta de dónde venimos. De Argentina. Ah, sí, ya me parecía. Nos habla un poco del Toledo de su infancia. Y llegamos a un lugar de productos regionales y embutidos, y queso manchengo. Le preguntamos allí a un gentil caballero cuál es el camino para no perdernos. Y con su guía, pasamos por el Teatro de Rojas, la Plaza mayor, la calle de Sixto Ramón Parra, hasta la calle del Cardenal Cisneros. Ya estamos rozando lo que buscamos. Y al llegar a la Plaza del Ayuntamiento, nos quedamos inmóviles.
Pasmados.
Ante la gran catedral.

Con su estilo gótico medieval, toda catedral rompe la horizontalidad. Sus torres de piedra elevan la mirada hacia las nubes y la cúpula celeste, y el más allá de un poder divino. El espacio fuera de la construcción eclesiástica, el ámbito de lo profano, remite a lo conocido; pero al ingresar al templo por la portada central, o aun por una entrada lateral, el vuelo hacia la altura se magnifica al sentir que el cielo se hace más cercano en la forma de la bóveda y de los vitrales luminosos.
Esa magnificación de la mirada, ese florecimiento sensorial, es lo que experimentamos ya dentro de la catedral. Ascenso hacia la verticalidad, y percepción más nítida de lo alto por la cúpula y las vidrieras policromadas. Hechiza también la atención las paredes laterales de la nave.
Estamos en la catedral de Santa María de Toledo. Con sus 129 metros de longitud por 59 metros de ancho. Catedral Primada de España. Gema arquitectónica del estilo gótico español. En 1226 se sentó su piedra angular con Fernando III el Santo. La epopeya de su edificación alcanzó su apogeo en 1493. Entonces, se concluyeron las bóvedas de la nave central. Todo bajo el estímulo de los Reyes Católicos.
Pero antes, en tiempo de la Hispania visigoda, el sitio catedralicio fue sede episcopal. Allí, el rey Recaredo abjuró del arrianismo. Al producirse la ocupación musulmana, el edificio fue reconvertido en mezquita mayor. Y cuando el rey cristiano Alfonso VI conquistó la ciudad, el padre Mariana en su Historia de España relata que el arzobispo envío gente armada para apropiarse de la mezquita. Esto estuvo a punto de provocar una rebelión y derramamiento de sangre. Pero la intervención de un alfaquí o experto en jurisprudencia islámica negoció un acuerdo pacífico. Una leyenda, quizá. Pero suscribe el singular entendimiento tolerante entre cristianos y musulmanes en Toledo. Y siempre se suele repetir que no sabemos el nombre de los constructores de las catedrales medievales. Esto no es siempre así. En una lápida dentro de la catedral toledana hay una leyenda que recuerda a Petrus Petri (o Pedro Pérez), maestro arquitecto del siglo XIII, “el cual construyó el templo y aquí descansa, pues quien tan admirable edificio hizo, no sentirá la cólera de Dios”. Pero hoy se cree que hubo un maestro anterior, el maestro Martín. Personajes de todos modos de los que poco o nada se sabe a pesar de lo épico de la obra que encauzaron.
La catedral tuvo sus mecenas, como el cardenal Cisneros, o Juan Prado de Tavera; y sus artistas toledanos como el escultor y rejero Juan Francés, o Nicolás de Vergara el Mozo, escultor, arquitecto, rejero y vidriero; o el gran escultor Alfonso de Burruguete (hijo del pintor Pedro Burruguete).
-Podremos sobrevivir a tanta belleza-me dice Laura.
-Sobreviviremos, pero tendríamos que tratar de acercarnos algo a cómo pensaban y sentían los que crearon todo esto, no?- le respondo.
Laura se adelanta, y después gira y me advierte:
-Preparate para lo que viene. Otra obra del que tanto te gusta…
En la sacristía el techo barroco de Lucas Jordan, y en el retablo del altar del fondo, El Expolio. Una de las obras cumbres del pintor que abre el cielo. Su propósito fue representar a Cristo como humano antes que como Dios en el momento de su Pasión, en el que es despojado de sus ropas. La serenidad de su rostro, la vehemencia de su manto rojo, contrasta con la agitación de quienes lo rodean. A sus pies se distribuyen las tres Marías, la virgen, María Magdalena y María Cleofás, poco mencionada en los Evangelios canónicos, y sí más presente en los apócrifos.
El cabildo de la catedral que encargó el lienzo no quedó satisfecho. Estimó que la agrupación de gentes en torno al Salvador desmerecía su grandeza divina. Pero el maestro se había inspirado en los íconos de su formación griega y bizantina en Creta, en la que es frecuente la multitud que rodea al Hijo de Dios.
La catedral deslumbra con su tesoro artístico, miríadas de capillas, como la de San Idelfonso, la capilla mozárabe y la mayor; el coro; las vidrieras; la sala capitular; la trasparente, una excelsa escultura barroca de Narciso Tomé en el muro absidal hecho con mármoles, jaspes y bronces traídos de Génova; la sala con el tesoro mayor de la catedral en el que sobresale la custodia o el ostensorio, la pieza de oro donde se coloca la ostia después de ser consagrada para su adoración; grácil composición del orfebre Enrique de Arfe; y el claustro; las puertas de los leones y la puerta del reloj.
Y el retablo de la capilla mayor.
Labrado panel de madera policromada y esmaltada en dorado, con “calles” en las que suceden imágenes de la iconografía cristiana. Obra encargada por el cardenal de Cisneros en 1497. Magia colectiva en la que concurren, lo mismo que en la catedral misma, las elegidas manos de una plétora de artistas, como Juan de Borgoña, que introdujo la policromía del Quatroccento en Castilla, y los escultores Juan de Perti y Rodrigo Alemán, escultores entalladores y hacedores de magníficas filigranas. El retablo que irradia reflejos y figuras en el que parecerían confluir todas las palpitaciones del templo.
Salimos de la catedral. Es difícil volver a sentir los pies.
V
Lo visto sería suficiente quizá para sentirnos satisfechos por la visita. Pero delante tenemos un gran recorrido aún. Atravesamos la Calle del Comercio, seguimos el trazo zigzagueante de dos nuevas calles. Estamos ahora frente a la mezquita mejor conservada de Toledo: la del Cristo de luz, construida durante el esplendor del Califato de Córdoba, hacia el 999 o, según la cronología musulmana, el 390 de la Hégira, con el fin de acoger la devoción de la creciente población árabe. Una inscripción recuerda a Musa ibn Alí y de Saas como su constructor, acaso sufí.
Por este templo, como en todo el casco histórico toledano, funge como una suerte de “geología arquitectónica” en la que se sedimentan las capas de las distintas y sucesivas presencias culturales en la ciudad. Primero el edificio levantado por los musulmanes y, luego, la llegada cristiana y la construcción de un ábside en el siglo XII, cuando el rey Alfonso VI entregó el templo a la Orden de San Juan, también conocida como Orden de Malta, creada al calor de las cruzadas por los comerciantes amalfitanos en el siglo XI. En lo que era la mezquita la orden emplazó un eremita con una imagen de la Virgen de la luz, desparecida luego. En la edificación histórica sobreviven rasgos del arte mudéjar, la corriente artística con caracteres hispano-musulmanes.
Al caminar dentro del otrora templo, recorremos muchas columnas con sus capiteles. Arriba la quibba o cúpula. Luego de algunos minutos dentro del recinto solitario, la mezquita de antaño comienza a producirnos una impresión de encantamiento. Frente al vacío total, nuestra imaginación intenta recrear a quienes se congregaban allí hace siglos, musulmanes o cristianos que acudían al santuario con pocas o ninguna duda. Con el solo deseo de sentirse más cerca de algo divino.
VI
Nos sentimos envueltos en una atmósfera de cierta atemporalidad. Esa sensación sobrevive hasta que volvemos a las calles. En ese momento, frente a la vidriera de un negocio de antigüedades veo un busto que me hace recordar otra escultura de cabeza que habíamos visto en el Museo de la Santa Cruz: la de Juan Turriano. Avanzamos hasta una calle que precede a la Calle del Comercio, y encontramos la Calle del Hombre de Palo. Le habló entonces a Laura de Turriano, ese personaje tan excepcional de Toledo.
Juan Turriano fue relojero de Carlos V. Nativo de Cremona, llegó de Italia precedido de gran fama, lo que le abrió las puertas de la corte. Para el monarca de España y el Sacro Imperio romano-germánico construyó dos famosos relojes astronómicos. Construyó también el Palacio de Yuste. Felipe II le nombró Matemático Mayor. Entre 1534 y 1585, año de su muerte, vivió en Toledo. Su fama se incrementó por su invención del artificio de Juanelo, una máquina hidráulica que succionaba agua del río Tajo hacia la ciudad de Toledo, salvando un desnivel de 100 metros. Uno de los máximos inventos del Renacimiento.
En La vista de Toledo del pintor que abre el cielo se ve el ingenio práctico de Turriano.
Pero la gran leyenda vinculada con la huella del Relojero de Corte es el Hombre de Palo, un supuesto autómata que avanza torpemente por las calles toledanas mientras pedía limosnas. El relato legendario oculta la inventiva de Turriano capaz de continuar la tradición de la creación de los autómatas de Herón de Alejandría; lo que también lo emparentaba con el propio Leonardo que diseñó un modelo precursor de robot. El Turriano que tanto deambuló por Toledo, un Arquímides del siglo XVI, impresionaba por su aspecto descuidado que encubría su genio:
“Sus manos y sus gruesos y enormes dedos están siempre sucios de óxido. Es sucio, viste siempre mal y en modo excéntrico- escribía Marco Girolamo Vida en 1550, obispo y humanista también oriundo de Cremona-. Sin embargo… es a la vez inventor y creador destacado. Además, a menudo, con aplomo y sabiduría, contradice a eminencias”.
Muchos relacionan la historia de los automátas con los tiempos recientes. Pero ese tipo de inventiva tiene lejanos inicios; como el anhelo humano de volar respira desde los orígenes cavernarios.
Y por Toledo caminó también Gustavo Adoldo Bécquer. Ya lo sabíamos antes de ubicar el “grafitti” becqueriano en el friso de caliza de la entrada del Convento de San Clemente. Allí escribió su nombre completo a cinco metro de altura.
La primera visita del poeta a Toledo fue para escribir su Historia de los templos de España. Y de hecho el único volumen que luego publicó fue Templos de Toledo. En el número 8 de la toledana calle de San Idelfonso, vivió por varios años.
Como buen romántico, Bécquer estimaba que la creación literaria se alimenta de las creencias, pensamientos y leyendas de las gentes. Autor de las Rimas y leyendas, una de sus leyendas más difundidas es la de «Las tres fechas», cuya historia le surgió al pasar frente al Convento de Santo Domingo el Real. Entonces, vio al pasar a una mujer, bella y fugaz. Anotó en su cuaderno la fecha de ese primer encuentro. Luego consignó una segunda fecha al entreverla nuevamente entre las tapias de un convento. Entonces la tercera fecha la dejó anotada en su cuaderno tras descubrir que la joven que lo embelesaba era de buena familia, pero huérfana, por lo que debió hacerse monja. El poeta la vio de soslayo, por última vez, mientras su cabellera era cortada antes de su encierro en la abadía.
Las calles del ensueño toledano también se continúan en cuevas, como las del barrio de San Miguel. O la cueva de Hércules, en el callejón de San Ginés, espacio subterráneo de la época romana que fue depósito de abastecimiento hidráulico. Debajo de lo que fue luego una iglesia visigoda, y mezquita, y finalmente la iglesia de San Ginés demolida en 1841.
En la cueva entramos y nos asombramos de sus piedras milenarias. Y entonces empiezo a escuchar esas campanadas…
Toledo y sus cuevas y leyendas, sus misterios entre edificios en silencio o tocados por campanadas solemnes y poéticas; el Toledo nocturno con sus calles intrincadas y anuncios de laberintos e historias de brujas y hechiceras e inquisidores; de casas encantadas; pisadas de templarios y evocaciones del Grial; de los cadáveres momificados por los suelos rocosos de las criptas en las que fueron sepultados.
Ciudad de algo oculto.
Misterioso.
VII
Y entonces empiezo a escuchar nuevas campanadas, cuando con Laura, sin oportunidad de cansarnos o pensar en beber o comer, nos percatamos de que sin saber bien cómo, nos encontramos en El callejón del infierno. La leyenda dice que el joven hidalgo Felipe de Pantoja se encontró aquí con una temida bruja toledana. Felipe le solicitó un conjuro que le ayudara a conquistar a la bella judía Rebecca, que vivía en la judería. Para esto tenía que liberarse de Samuel, el prometido de la joven. Samuel apareció en una callejuela con ojos ciegos e inmóviles. Y Felipe se reunió de vuelta con la bruja para darle el pago convenido por su mágica intervención. Entonces, la hechicera se encendió, y emanó un fuerte viento que derribó al hidalgo. Y desapareció.
Y entonces llegamos hasta la iglesia de Santo Tomé en la que sé descansa la obra máxima del pintor que abre el cielo.
Ahora prefiero relatarles una forma distinta de entrar a ese templo, que, en la más opaca realidad, fue puramente burocrática: pagar unos tickets, seguir las indicaciones.. Entonces, prefiero imaginar que el templo con el gran tesoro, nos espera cuando el cielo, antes azulado y diáfano, se cubre con nubes de un denso gris. Y escucho ya las campanadas, tomo la mano de Laura; le digo que no tema y que caminemos hacia el encuentro que esperábamos, en la bella y misteriosa Toledo…

Mientras las campanadas son más fuertes; y el cielo se convierte en una nieve fina y lenta; y las ráfagas de frío que nos alcanzan no son las que hacen tiritar sino las que aumentan la expectativa cuando ya asumimos que es momento de entrar en la Iglesia de Santo Tomé.
Las puertas de la iglesia se abren con el viento, y entonces ni bien transponemos el umbral de ingreso, a un costado está la gran pintura que queríamos ver. Ahí está todo el genio del pintor que abre el cielo, en un lienzo de casi cinco metros de largo por casi cuatro de alto.
En la parte inferior del gran lienzo, yace el conde Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de la villa de Orgaz, exánime, con su armadura, alcalde, notario mayor del rey don Sancho el Bravo, gran benefactor de la parroquia de Santo Tomé. El primer mártir San Esteban, con su capa dalmática se inclina y toma al fallecido desde las piernas, y el obispo San Agustín lo hace de los pies. Entonces empieza el ascenso del alma del conde mientras una voz dice “Tal galardón recibe quien a Dios y a sus santos sirve”.
En la parte inferior del lienzo se ven dos frailes, varios caballeros, algunos con la cruz roja bordada en pechera negra de la Orden de Santiago. Todos muestran semblantes apesadumbrados.
La historia del entierro milagroso nació dos siglos antes de la pintura, pero se representan también personajes contemporáneos al momento de la misma, como el monarca Felipe II, o Alonso de Cavarrubias, clérigo amigo del pintor. Un cura con capa pluvial escudriña lo que acontece mientras celebra el responso. Otro sacerdote sostiene la cruz procesional.
El cielo se abre. Su lazo con la tierra es el alma inmortal del señor de Orgaz que asciende como un feto en manos de un ángel que lo guía hacia la luz eterna. La muerte es el parto hacia la nueva vida.
En la altura celestial un Jesucristo glorioso, como juez de los vivos y los muertos, irradia serenidad y misericordia. Al apóstol Pedro le ordena que abra las puertas del cielo para recibir el alma del difunto. Y todo se manifiesta dentro de una inaudible música de réquiem u oficio de difuntos, que tenemos que imaginar.
Un niño que ahora sabemos que es el hijo del pintor, mira hacia el espectador y señala el milagro que está aconteciendo, como buscando una complicidad que avale la realidad de lo representado. Y el espacio tridimensional se ha suprimido, la imagen pictórica se amolda a la composición de un icono bizantino, que nuestro pintor aprendió en su juventud cretense. Un tipo de imagen que orienta la vista desde lo horizontal hacia lo vertical y espiritual. Lo radiante de arriba, lo contemplativo de abajo en un solo movimiento. Todo rebosa vivacidad. Fantasía. Mística. La impresión del cielo cerca de lo humano, mientras las campanadas no se suspenden. Y todas las iglesias toledanas parecieran confabularse en una sola música, cuando damos la última mirada de admiración frente a El entierro del conde de Orgaz, la creación más enérgica de Domenikos Theotokopoulos, El Greco.
VIII
La visita al Museo del Greco es natural luego de salir de la iglesia de Santo Tomé. Ubicado a escasa distancia, fue originalmente una casa del siglo XVI, de la duquesa de Arjona, cerca del lugar, perdido, en el que realmente vivió el Greco.
El marqués de la Vega-Inclán tuvo la iniciativa del museo, nacida del fuerte reconocimiento de la obra del pintor que abre el cielo a fines del siglo XIX. En el catálogo de una exposición en Madrid se afirma que para el Greco había llegado “el momento solemne de su rehabilitación”.

Dentro de los amplios recintos y mobiliario de antigua talla, en una larga galería se ubican varios lienzos del maestro, algunos cedidos en depósito por el Museo del Prado. Allí vemos El apostolado, San Bernardino, El redentor, algunos retratos de Diego de Covarrubias. Y lo que más nos hechiza: Vista y plano de Toledo. La pintura seguramente fue pedida por Pedro de Salazar y Mendoza, administrador del Hospital de Tavera. Un joven muestra el plano de la ciudad, y detrás la urbe representada con fino y preciso detalle, mientras que sobre el cielo flota la virgen María circundada por un coro de ángeles que sostienen la casulla de San Ildelfonso. El hospital de Tavera parece flotar sobre una nube. Rasgos de fantasía, junto con colores y pinceladas vivaces que auguran el impresionismo a la manera de un Cézanne. La obra en cuestión no debe ser confundida con la Vista de Toledo, a veces Toledo in Storm (Toledo en una tormenta) en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. En este caso, la ubicación de los edificios no es la exacta. El puente de Alcántara se extiende, cual una serpiente de piedra, hacia el laberinto de la ciudad enquistada en la colina. El cielo rezuma una presencia magnética como La noche estrellada de Van Gogh, La tempestad de Giorgione, o los firmamentos de magia casi etérea de Turner. Toledo es recreada desde una libertad que pincela los edificios, las laderas de la colina toledana, y lo celeste tormentoso con una fuerza expresiva que se adelanta al expresionismo.
Y decidimos con Laura ir a un bar a descansar y beber algo. Nos atiende un joven mozo. Cuando le preguntamos por sus rutinas y si estudia además de trabajar, se sorprende y con animada cordialidad nos dice que estudia Letras. Nos sorprende ahora a nosotros. Le pregunto algo sobre el Lazarillo de Tormes, o El sí de las niñas, como para probarlo en literatura histórica española. Nos dice que ya leyó esos libros, por cuenta propia. Al darse cuenta de que somos argentinos nos habla de nuestro compatriota Manuel Mujica Láinez, gran escritor de cuentos y novelas de inspiración histórica. Para nuestra sorpresa, nos comenta algo que no sabíamos del autor de Bomarzo o Misteriosa Buenos Aires. Nos habla de su obra El laberinto. La novela El laberinto de Mujica Láinez transcurre en buena parte en Toledo, protagonizada por el hijo de un hidalgo toledano: Ginés de Silva, quien conoce al Greco, y se convierte en su ayudante. Y el pintor que abre el cielo lo incluye en El entierro del conde Orgaz. Un escritor argentino y Toledo.
Le agradezco el comentario de la lectura, y le pregunto por Cervantes y Toledo. Nos habla entonces de la estatua del Manco de Lepanto en el Arco de la Sangre, donde estuvo la Posada de la Sangre, una hostelería histórica de la ciudad. La figura cervantina es de dos metros de altura fundida en bronce, que ya habíamos visto y que, sin pedestal, está a la altura del transeúnte. En la Posada de la Sangre se ubicó, equivocadamente, el lugar del Mesón del Sevillano, del libro de Cervantes La ilustre fregona. Pero más importante es el antiguo barrio toledano donde Cervantes afirma haber encontrado el manuscrito de Cide Hamete Benengeli, el imaginario autor del Quijote.
Luego averiguaríamos también de la Calle de Cervantes, de la Asociación cervantina de Toledo, de muchas placas en su homenaje, y en una cuesta que sube al castillo de San Servando el recuerdo de sus versos de La galatea:
¿Qué tengo de despedirme
de ver al Tajo dorado?
¿Qué ha de quedar mi ganado
y yo triste he de partirme?
¿Qué estos árboles sombríos
y estos anchos verdes prados
no serán ya más mirados
de los tristes ojos míos?
El nos despedimos del joven que también nos atendió e informó. Hablamos con Laura de todo lo visto. Y mientras ella contesta algunos mensajes en su celular, yo hago lo propio. Y al terminar, saco un cuaderno de mi mochila, y leo parte de una narración sobre Toledo que había escrito en un viaje anterior:
“La ciudad bajo una tormenta inminente. Un viento intenso. En la iglesia de Santo Tomé, donde brilla El entierro del conde de Orgaz, algo extraño ocurre. Una columna de luz surge de allí como si quisiera iluminar la oscuridad de la tormenta, o como si quisiera unir lo que está arriba con lo que está abajo. Acaso una bruja toledana podría ver aquella misteriosa luminosidad. Y frente al río Tajo, no muy lejos del Castillo de San Servando, en el camino de descenso hacia la estación de tren y el viaje de vuelta a Madrid, descubro entre las sombras alguien que despliega un caballete, y manipula una paleta de pintor…
Y cierro el cuaderno.
IX
Laura me pide que sigamos. Nos espera Santa María la Blanca, un templo que originalmente fue sinagoga, en 1180, y así funcionó por 211 años, hasta su expropiación y conversión en iglesia durante la masacre antisemita de 1391, que ocurrió en casi todos los reinos cristianos de la península ibérica, y en muchas ciudades castellanas, entre las que estaba Toledo. El edificio sigue perteneciendo a la iglesia católica, pero sin realizarse allí ritos o cultos. Hoy museo y centro cultural, su estilo mudéjar procede de los canteros musulmanes. De paredes blancas y lisas, y de una tipología cercana a la de una mezquita, luce sus cinco naves, arcos puntados y de herradura, pilares, yeserías y artesonados. Recorrer su interior nos depara una sensación parecida a la de la mezquita también carente de actividad ritual, la de Cristo de la Luz. Su atractivo es parejo a la Sinagoga del Tránsito que, en la judería toledana, se levantó entre 1355 y 1357, por orden del miembro de la comunidad Samuel ha-Leví, consejero del Reino de Castilla, en el reina de Pedro I de Castilla. En 1964 se convirtió en el Museo Sefardí, que no alcanzamos a visitar. Allí se destaca un Hejal fascinante: el armario o recámara en la que se guardan los rollos con pergaminos de la Torá, que generalmente se ubican en una pared de la sinagoga que se orienta hacia Jerusalén, y lugar de alto valor primordial que preserva una fascinante diversidad estilística en la que se enlazan yesería mudéjar heráldica con caligrafía hebrea, y gran cantidad de inscripciones en sus muros, como las inscripciones bíblicas que recogen textos sobre el Éxodo, Crónica, Reyes y Salmos.
Luego de descansar nuevamente vamos hacia los últimos lugares que habíamos proyectado para la visita toledana.
El Hospital de Tavera es el primer gran edificio del Renacimiento en Castilla. Con estilo florentino renacentista y proyectado por el gran arquitecto Alfonso de Covarrubias. Fundado por el cardenal Tavera se encuentra extramuros en la ciudad. Por eso, cuando funcionaba como hospital se le llamaba “el hospital de afuera”. Hoy es un palacio-museo, con una botica, con balanzas y redomas, morteros y el botamen, con los botes de cerámica. Dentro de las salas del museo hay muebles, tapices, alfombras. Y nuevamente tres lienzos del pintor que abre el cielo: La sagrada familia, Las lágrimas de San Pedro. Mediante una mascarilla mortuoria del cardenal Tavera, 60 años luego de su muerte, el Greco hizo un retrato del mismo; y Alfonso Burreguete realizó su notable sepulcro que está bajo la cúpula del crucero de la iglesia del Hospital de Tavera.
Y vemos otro de los logros más conmovedores del cretense: El bautismo de Cristo, con sus rasgos manieristas y su particular forma de integrar el imaginario bizantino. San Juan, el que bautiza, y Cristo, el bautizado, exhiben una musculatura que acusa la influencia de Miguel Ángel, pero siempre dentro del alargamiento estilizado de las figuras. Nos sorprende también, sobremanera, una réplica de Carlos V a caballo en Muhlberg, del Ticiano, cuyo original se encuentra en el Museo del Prado.
Al regresar a nuestro punto de partida, nos disponemos a contemplar mejor la mole del Alcázar.
Por su ubicación en lo alto era ideal para la defensa. Por eso fue primero guarnición militar romana, y luego “Al Qasar” para los árabes, fortaleza.
Alfonso VI reconquistó la ciudad, y según una tradición su primer alcaide fue el Cid campeador. Sufrió grandes incendios. Primero en 1710 y, en 1810, al retirarse las tropas de Napoleón también lo entregaron a las llamas. Con Carlos III se convirtió en “Fábrica nacional de armas de Toledo”, el precedente del hoy Museo del Ejército. En 1936, durante la guerra civil española sufrió un famoso asedio. El lugar en ruinas fue visitado por el nefasto Heinrich Himmler en 1940, ya dentro del fragor de la segunda guerra mundial.
En una gran sala, en el Museo del Ejército se muestra una colección del arma blanca, en su evolución desde el cuchillo de silex hasta las espadas de acero toledanas, o la colección de armas de fuego, desde los comienzos con la polvora hasta las sofisticadas armas automáticas actuales. Un salón de las batallas, y un salón de las Órdenes militares. Órdenes que fueron muy importantes en el proceso de la Reconquista.
A Laura se cansa de tantas armas y fastos militares. Dejamos entonces el Alcázar y su museo. Recorremos nuevamente algunas calles toledanas. La tarde comienza su declive. Nubes antes de clara blancura mutan hacia un gradual rosa, y un incipiente naranja. Confluimos en la plaza Zocadover, una vez más. Escuchamos a una familia de turistas del interior de España. Dicen que vieron aquí tantas iglesias como en su ciudad, Sevilla. Ahora nos limitamos solo a ver a las gentes que pasan, y que también se demoran, como nosotros, en la plaza.
Sabemos que se aproxima el momento de volver a Madrid. Dejamos atrás la estatua de Cervantes en la Arcada de Sangre. Vamos hacia el puente de Alcántara, la construcción de origen romano, sobre el Tajo, cuyas aguas apreciamos en su suave discurrir. Escuchamos sus murmullos. Vemos el torreón occidental del puente, que proyecta su sombra desde tiempos de Alfonso X y los Reyes Católicos.
Y al avanzar nos impresiona, como algo espectral y anacrónico incluso, la silueta del Castillo de San Servando. Primero fue un monasterio, por el 1024, en la época de Alfonso VI. La amenaza del regreso de los desplazados musulmanes lo convirtió en alcázar, en castillo con su diseño de sigilo y defensa, y de custodia templaria. Al ser los moros totalmente derrotados luego de la conquista de Granada en 1492, perdió su valor estratégico. La edificación medieval se desvaneció en el olvido. Para evitar su deterioro y demolición fue declarado “Monumento histórico nacional”, en 1874. Llegó a ser sede de las Cortes de Castilla-La Mancha, el órgano legislativo de la comunidad autónoma homónima, que hoy sesiona en el Convento de San Gil de Toledo.
En el comienzo del ocaso, la fisonomía del castillo parece moverse como un cansado puma al acecho de algo intangible. Por eso quizá no es de sorprender las leyendas que asocian al castillo con ocultas actividades de los templarios, la orden de los guerreros monjes nacidos durante las cruzadas, que acopiaron gran poder e influencia en la baja edad media, y que finalmente fueron perseguidos por el monarca francés Felipe el hermoso, quien disolvió la orden. Su último maestre, Jacques de Molay, fue quemado en la hoguera.
Una leyenda habla de Nuño Alver, templario que, en una noche de guardia en el castillo, escucha sonidos inesperados. Presiente lo sobrenatural. Una misteriosa anciana se hace presente. Busca al templario agitado. A la memoria del guerrero regresan los recuerdos de muchas de sus víctimas inocentes durante las feroces cruzadas. Y luego de la noche y una tormenta, encuentran su cuerpo inmóvil con su rostro deformado por el espanto.
Muchos otros lugares de Toledo evocan huellas templarias cono la Iglesia de San Miguel Alto, la cueva en el barrio de San Miguel, o la divisa templaria en el Monasterio de San Juan de los Reyes.
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Tomo la mano de Laura otra vez, y el cielo se oscurece, rápido. La noche se avecina con nubes de tormenta. Y no muy lejos del Castillo de San Servando, en el camino de descenso hacia la estación de tren y el viaje de vuelta a Madrid, imagino entre las sombras alguien que despliega un caballete, y manipula una paleta de pintor. Desde allí puede ver toda la ciudad. El cretense que terminó sus días en la bella ciudad imperial de la época de Carlos V, repite su vista famosa de la Toledo.
Y vemos hacia atrás. La antigua capital española titila con luces acosadas por la noche y las nubes espesas.
Y entre los últimos pasos para llegar a la estación del tren, sentimos de nuevo el eco de las calles de origen medieval; escuchamos las campanadas lejanas; imaginamos presencias misteriosas en las noches de invierno; las cuevas sumidas en su oscuridad subterránea; recordamos las invenciones de Turriano; las andanzas poéticas de Bécquer; las huellas de Cervantes o los templarios; el brillo de armaduras y choques de espadas. Se rehace en nuestros oídos la música del encuentro de tres culturas. Y sabemos que el pintor que abre el cielo nunca abandonará la ciudad de El entierro del conde Orgaz.
La ciudad de los retablos, las iglesias y los campanarios, que conviven en rara amalgama con el tren veloz, al que nos subimos, y que se abre paso entre los rieles y el viento.
