La última orilla, y Gene Kelly sin paraguas

Por Andrés Manrique

La última orilla /Ilustración Paola Pérez

La escritura creativa quiebra límites, formas aparentemente estáticas de ser, puede imaginar procesos de transformaciones y fusiones.

El ser que puede ser con el agua y esto lo transforma, lo convierte en parte del otro mundo de lo líquido, en un río; o cuando un hombre anda bajo la lluvia deviene «parte de una antigua fuerza, la misma que lleva y trae las mareas». En este devenir de fusiones poéticas respiran estas ficciones de Andrés Manrique (1), autor de estos textos que forman parte de SEA (Seres en Ayunas), un libro de autoría compartida con Adriana Billone, y con las ilustraciones de Paola Pérez (2).

La última orilla

La corriente del río le mostraba que no era posible quedarse inmóvil, pero el río era el mismo que el año pasado y el anterior, y él volvía como siempre a bañarse dos y tres veces en las mismas aguas. Lo que había cambiado era la corriente. Él venía de la ciudad que involucraba el aire bueno en su nombre, aunque más de cuarenta años no le habían bastado para confiar en ella.

Al saltar del muelle sintió las tablas secas de madera en las plantas de los pies. Por unos segundos quedó suspendido de ese último aire entre el muelle y el río. La caída le dio tiempo de ver las copas de los árboles zambulléndose entre juncos, el batido de verdes hundiéndose en lo blando del agua, y todo como un charco sobre el río.

La última orilla/Ilustración Paola Pérez

Desprendido del suelo, cuando su cuerpo todavía no había llegado al agua, alcanzó a sentir en el aire la velocidad de la tierra. Toda especulación se abría a un mundo impredecible entre el punto en que él, fruto de la tierra, se desgajaba y el lugar donde finalmente iba a parar. Después vino el irrumpir en el estruendo de espuma y burbujas que su cuerpo cavó en el río. Quizá ocurrió en el momento de pasaje de un elemento al otro, frotado por el burbujeo rápido. Acaso en el volver a ser parte del agua conectada a todos los ríos y mares del mundo. O habrá sido en el golpe sin dolor, envuelto por la piel del planeta, apenas más pesada que el aire.

Dentro del agua que además es dentro del planeta,ganó profundidad impulsándose con los brazos. Pataleó sin fuerza, apenas empujado por las piernas, dejando que las rodeara el agua, una prenda de gasa. En un momento, los brazos se comenzaron a articular sobre la base del cuello, directamente desde la columna vertebral. Todavía era cuello y eran brazos todavía. Siguió avanzando como si pudiera obviar las branquias que comenzaban a dilatarse detrás de las orejas.

Volvió a la superficie. El sol caía desde lo alto con fuerza. Se puso de espaldas sobre el agua y vio el cielo de añil como un túnel celeste. Se dejó llevar respirando lento. La corriente era constante. Braceó de espaldas y en tirabuzón se dio media vuelta. Nadaba que era lo más parecido a volar, dentro de otra consistencia. El río era angosto. Seis brazadas bastaban para alcanzar la costa de enfrente, pero se hundió unos metros poniendo como cuchillas las manos, abriendo los brazos para acercarse a la sombra de los sauces en el recodo del río, sobre el remanso donde la luz bajo el agua pasaba del amarillo al marrón como un tallo al secarse, y más abajo. Más abajo la noche. El silencio y la noche más abajo.

La última orilla/Ilustración: Paola Pérez

Dudó unos segundos, pero esa calma entre las sombras lo llamaba. Se fue acercando, giró con todo el cuerpo en una suerte de cortejo, intentando seducir con belleza la belleza del río. Sintió algo más denso en lo oscuro del agua, y fue apenas rozarlo para volver pronto a la luz de la superficie. Luego, de nuevo, se alejó de las voces del aire hacia el filo romo de la sombra: tres veces lo hizo. Ya las piernas no le respondían separadas, salían juntas de un tronco común.

De su piel, en pequeñas explosiones, brotaron membranas traslúcidas que enseguida se convirtieron en aletas. Al fondo del lodo detectó un caracol con el olfato y sintió un hambre nueva. El hambre era más que hambre, era parte del cuerpo; el hambre era el cuerpo.

No había manera de mantenerse ya a espaldas de la fuente. Todo él podía vivir del río; sólo le faltaba dejarse llevar por la fuerza del agua conectada al origen de la vida, quele pasaba sobre las escamas de sus manos y le acariciaba la cara, que ahora se le iba estirando mientras los ojos se desplazaban hacia los costados de la cabeza, muy cerca del lugar donde habían estado sus orejas.

Metió la boca que ya era trompa y acechó al caracol. El molusco se contrajo al fondo del caparazón: en la punta de la lengua sintió el cosquilleo de las antenas y aspiró con fuerza. Entre los labios se le escurrió la carne blanda. El agua lo impulsaba. Ahora el abismo era arriba y el vértigo, hacia la superficie.

En la oscuridad del barro, todo resplandecía.

La última orilla/Ilustración: Paola Pérez

Gene Kelly sin paraguas

Gene Kelley sin paraguas/ Ilustración: Paola Pérez)

Antes de abrir los ojos sintió la piel fría. El aire acondicionado le secaba la garganta, tenía el cuerpo adormecido. No sabía qué lo había despertado. Algo antiguo lo ponía en movimiento, pero se quedó acostado un poco más. Dos o más segundos duraba cada parpadeo, como si una especie de almíbar se le hubiera formado en los ojos. Rachas de viento golpeaban contra la vieja claraboya, el aullido lo había despertado. Necesitaba salir de la cama. Echado de espaldas, se sentía ahogado. A su lado había una mujer dormida. Estaba desnuda, tenía la mitad del cuerpo al aire. Se habían quedado dormidos en esos intervalos de tiempo que se daban. La cubrió con la sábana, pero ella volvió a destaparse. Recién cuando se puso de pie fue consciente de su propia desnudez.El cuerpo lo había acompañado bien hacía unas horas, pero ahora lo miraba como si no fuera del todo suyo. Buscó las medias, tanteando el cubrecama que había quedado enrollado, y encontró su calzoncillo apretado entre el colchón y la sábana. Se movió con cuidado para no despertarla. Prefería salir sin saludos, sin miradas. Nunca había logrado adaptarse a la primera hora de vigilia: todo le era extraño, inconveniente; hasta imposible después del sueño.

Cuando salió desnudo de la pieza, sintió una puntada en la panza. Hizo pis sentado, un ardor filoso le punzó la vejiga. Detrás del vidrio esmerilado de la puerta, apareció la figura de ella. En voz alta dijo que estaba ocupado. Al salir, la cruzó en la cocina y se saludaron calculando la distancia para no tocarse. Él pasó a la habitación en busca de la ropa. La mujer la había guardado hecha un bollo unas horas antes, en una especie de mueble que era un rectángulo vertical con tres estantes: un poco torcido, un poco desvencijado, un poco como todo en esa casa.

Se estaba abrochando las bermudas en el comedor cuando la vio salir de espaldas. Ella se las había ingeniado para apoyar de canto el viejo colchón que venía arrastrando marcha atrás. Se miraron un segundo y él dijo que tenía que irse, que en su casa habían quedado abiertas las ventanas, que el agua, que la gata. El colchón de dos plazas, parado, le sirvió de tabique para esconder la cara. Lo arrastraba moviéndolo hacia uno y otro lado, para esquivar las goteras que habían empezado a caer desde la claraboya de su pieza. Cuando se acercó para ayudarla, ella pegó un tirón fuerte, y él entendió todo lo que hacía falta.

Mientras se terminaba de vestir, ella apoyó el colchón contra la pared del comedor y pasó desnuda y blanca, y liviana hacia el baño. Sintió que su desnudez tenía una intencionalidad ofensiva. Todo lo que llevaba puesto era un aro de acero con forma de árbol en la oreja izquierda .Él, en cambio, ya tenía puesto su uniforme de bermudas, remera y sandalias. Preparado, esperó sentado mirando la descascarada piel del cielo raso. Cuando escuchó la descarga del baño, fue hasta la puerta que daba al patio. Ella atravesó desnuda el patio, y después a todo lo largo del pasillo del PH donde daban tres departamentos. Al fondo vivían unos viejos, y el de adelante estaba abandonado desde hacía años. A cielo abierto sintieron la humedad, la garúa penetraba en los intersticios más estrechos. Apoyada contra el marco, en una especie de saludo, levantó la mano como un trapo en el aire. Después, cerró la puerta sin esperar respuesta.

Afuera las gotas eran vagas, ya un poco más consistentes que la garúa, y se mojó mientras caminaba hasta el auto. Sentado en la cabina respiró profundamente. Se quedó quieto frente a los dibujos que el agua iba haciendo en el parabrisas. Grabada le había quedado la imagen de ella, un fantasma contra la puerta negra de chapa. Cuando la respiración y el calor de su cuerpo comenzaron a empañar los vidrios, arrancó.

Algo en la humedad de los pies atrapados por las sandalias franciscanas, lo hizo sentir blando. Apretó el embrague, metió primera y torció la dirección empujando el volante con todo el cuerpo. Hizo algunas cuadras. Las calles corrieron bajo las ruedas mientras la luz de los postes se fraccionaba en esquirlas brillantes contra el asfalto. La lluvia ponía linda a la ciudad, la volvía definitiva.

La sensación líquida que había tenido en los pies comenzó a treparle hasta los muslos, y de ahí al torso, y a todo el cuerpo. Los semáforos se abrieron verdes, y verdes, siguió pasándolos. Las piernas parecían resbaladizas, pero su consistencia todavía le alcanzaba para controlar los pedales. Recién a diez cuadras de su casa tuvo que aminorar la marcha cuando lo pasó un patrullero que venía sin sirenas y a todo lo que daba, con las luces como alfileres azules clavándose adentro de las casas. Volvió a apretar el embrague, qiele costó un poco más. Para presionarlo necesitó pararse encima, casi. Metió segunda haciendo gruñir la caja de cambios, soltó el embrague y el auto dio un pequeño respingo, como una rana. Entonces aceleró. Cuando quiso doblar, ya a tres cuadras de destino, sintió que las manos no le eran suficientes para conducir. Como si estuvieran buscando un lugar, y como si ese lugar sólo pudiera ser entre las gotas, pero alcanzó a doblar y el auto pasó justo entre otros estacionados. En la esquina siguiente la lluvia se hizo más copiosa, ese momento en que las gotas se vuelven delgadas lanzas que seccionan al mundo, antes de licuarlo; una de esas tormentas que el verano trae para decir que en su estación las cosas fuertes pasan rápido.

A pesar del modo en que también la luz se anegaba, no le costó reconocer la esquina de la casa naranja donde tenía que doblar de nuevo si todavía quería volver. Enfrente de su casa encontró un lugar para dejar el auto. No sabemos cómo fue la última maniobra, pero dudó unos segundos antes de abrir la puerta, porque el agua chocaba, golpeaba, barría y saltaba con furia sobre el mundo. La potencia de la lluvia no dejaba en el parabrisas figura alguna. El torrente era una película más sobre el vidrio: transparencia sobre transparencia. Tomó aire y salió del auto. El temporal lo sacudió con una racha de viento cargado. En los troncos de los árboles había sonrisas oscuras de agua .La corriente le sacó una sandalia que vio por última vez a la deriva, brillando calle abajo. Cuando quiso recuperar el equilibrio perdió la otra. Bajó la mirada y se le escaparon carcajadas. El agua le hizo cosquillas en la entrepierna. También lo lavaba. Una presión leve lo tomó de la cintura, con suaves embestidas lo fue disolviendo. Un torbellino rodeó su torso y sintió el alivio de no tener que llegar a ninguna parte. Hamacado por el vaivén, se dejó hacer por el agua. Giró, y girando se perdió en la corriente. Se hizo parte de la antigua fuerza que lleva y trae las mareas.

(1) Andrés Manrique es el autor de estos textos que forman parte de SEA (Seres en Ayunas), un libro de autoría compartida con Adriana Billone.
Licenciado y profesor en Ciencias de la Comunicación. A través de la literatura, la fotografía y la música busca vincularse con los demás, con las cosas y consigo mismo, intentando mantener cierto grado de libertad o, al menos, de autonomía. Trabaja en periodismo cultural para el medio de comunicación ANRed.org

(2) Paola Pérez: «Nací en Sierras Bayas en 1971. Hice dibujo, pintura, grabado, escultura, esculpido en piedra, orfebrería, vitrofusión y cerámica. Transmití los conocimientos que mis maestros me dieron en grupos diversos. Doy gracias a eso. Un día, por cuestiones personales, deje el barro y el fuego. Aún conservo algunas piezas de aquellas entre mis objetos queridos. Ahora tengo el placer de mostrar mi trabajo en esta página, y soy una agradecida. A disfrutar el viaje».

1 comentario en “La última orilla, y Gene Kelly sin paraguas

  1. Podemos imaginar lo difícil que es reproducir el proceso de las transformaciones. Ocurren multiplicadas, constantes, inconscientes. Andrés se zambulle con ojos de fotógrafo y obsesión de cronista a registrar este proceso y reproducirlo para nosotr@s, lectores, con todo su misterio y su verdad. Releyendo, se nos van revelando sus múltiples, infinitas capas.

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