Muerte en el agua

Por Esteban Ierardo

(foto Infobae)

En 2013, la ciudad de la Plata, en Argentina, sufrió una devastadora inundación. Aquí un relato que evoca la tragedia.

Entre el 2 y 3 de abril, llovieron más de 400 mm en cuatro horas. La cantidad de muertos fue de 89, aunque algunas fuentes postulan que las víctimas fueron muchas más. La causa de la tragedia no fue solo un atípico fenómeno natural. La responsabilidad política, el desdén por el mantenimiento de los arroyos que cruzan la ciudad, y por la realización de las obras necesarias ante una eventualidad semejante, le agregan un manto injusto e impune a todo el dolor que fluyó salvaje en las aguas.

Aquí un relato personal con personajes ficticios, pero inspirada en la dramática realidad del inenarrable morir por la furia del cielo y la negligencia.

Muerte en el agua

Por Esteban Ierardo

El matrimonio López le encontró un lugar a la estatuilla, que llegó por correo hace dos días. Era una figura hecha por su hijo, Bernardo.  Él, el artista, aparece en el medio abrazando a ellos, a Pedro y Juana, sus padres; todos lucen unos zapatos verdes.

Bernardo era escultor. El destino le sonrió en Zaragoza. Con muy poco dinero, tentó suerte en España hace tres años. El recién llegado escapaba de un presente quebrado en su país, sin puertas en el horizonte. Quería crear y ser, escaparle a la condición de sombra encadenada en un trabajo que sangraba rutina y paga miserable. Comprendió que tenía que irse, dejar atrás la ciudad de la Plata, la de las diagonales, con sus ínfulas de misterio masónico desde su fundación; con una plaza rectangular coronada por un inmensa iglesia en falso antiguo; la ciudad con una casa de La Cobusier, o un museo de Ciencias naturales que antes fue un cáliz de cultura preservada, y después un lugar en el que se apiñan polvo y desdén entre piezas arqueológicas de indígenas, tumbas egipcias y huesos de dinosaurios.

 El joven escultor exiliado tenía a La Plata en el cuerpo. Cuando uno se va a otra parte, su ciudad de origen le cuelga de los brazos y las piernas. Al caminar en Zaragoza, alguna calle o algún árbol de La Plata le raspaba algún hueso, y la añoranza le removía las vísceras. La nostalgia delata que aún se extraña las primeras mañanas del niño que sobrevive en la propia piel.

 Se tuvo que ir. Pero sin perder los lazos con su lugar de procedencia, con el deseo siempre de volver a ver a  Pedro y a Juana, que lo educaron con todo el esfuerzo que solo sostiene el amor incondicional. Juana, vendedora en un mercado; Pedro, empleado municipal. Poca plata, pocos recursos, nunca le hicieron al hijo grandes promesas que no pudieran cumplir. Por suerte,  Pedro heredó la casa en el barrio platense de Tolosa; casa chica, humilde, pero orgullosa, con fachada blanca y amarilla, con un pequeño jardín delante, y una habitación con herramientas al fondo.

Cuando Bernardo trabajaba como albañil en Zaragoza, un día, en las afueras de la ciudad, encontró unos metales dispersos y abandonados; podría decirse que eran solo chatarras cubiertas por un óxido renuente a reflejar la luz. Pero se le ocurrió entonces hacer lo que hacía en la ciudad de las diagonales: remover la capa oxidada de las piezas, unirlas en un diseño de su invención. Y vendió primero una pieza, después otra. El dueño de una tienda le pidió figuras de poco tamaño, de venta casi asegurada, para decorar una esquina solitaria, o una pared con alguna imperfección a cubrir. Así comenzó un demanda más o menos constante. Al fin pudo saborear el jugo de la supervivencia más holgada que brotaba de sus esculturas con restos descartados fundidos con un fuego desesperado.

 Y en la mesa de su habitación alquilada, Bernardo hizo la estatuilla, con plastilina, pintada con colores de acuarelas, con las marcas de sus dedos concentrados en parir la forma. Así apareció la figura de Pedro, de Juana, y del hijo que quería volver, al menos de visita. En algunos meses algún avión, esos pájaros del ingenio humano que suprimen distancias, despegaría para llevar la estatuilla con Pedro, con Juana.

 Y pintó los zapatos de Pedro, de Juana, con el color de las hojas de los bosques; y una mañana, que lustraba con un tibio dorado su cuarto invadido de invierno y soledad, recorrió unas calles, vio una paloma entre una nube y una balcón con rosas, y mandó la muestra de su afecto por correo.

 El paquete salió rápido de España, pero en su destino permaneció retenido varios días en la Aduana, por una ineficacia tan misteriosa como los tribunales de Kafka. Al final, llegó. Juana desempacó la estatuilla. Esposa y esposo se emocionaron con el presente. ¿Y dónde la ponemos, viejo? Acá. Una mesita de luz, junto a un sillón donde Pedro se sentaba a leer el diario. Tenían un gato, Francisco, muy hábil para desordenar y tirar cosas. Pero si la pones acá, hay que pegarla, o si no éste la va a tirar y romper.

 Pedro fue entonces al cuarto de herramientas a buscar pegamento. Pegó la estatuilla de ellos, el hijo, todos con los zapatos verdes. Y ahí relucían Pedro y Juana a los dos costados, y en el medio Bernardo, más alto, como era, abrazándolos a los dos. Y en la carta que acompañaba al envío al final decía: “…el 4 de abril estaremos tan abrazados como en la figura”.

 Y Pedro leía el diario junto a los seres de plastilina. ¿Para qué leés siempre el diario si te pones tan nervioso? Sí, tenés razón. Pedro leyó, de vuelta, sobre la falta de obras públicas, el desinterés por la mejora de la vida, los pozos oscuros que drenan la desfachatez; la insensibilidad que ciega los ojos del gigante con la suma de la fuerza pública; los ascensores políticos que suben y suben hacia el oro y el aplauso; y los sótanos que se inundan con lo que hay que mantener oculto.

 En dos días estaremos todos unidos, como antes, dijo Juana. Pedro sonrió con ternura, no habitual en él. Y rápido ejércitos de nubes anegaron el cielo. A las 18hs, un color plomizo en las alturas anunciaba un cielo presto a deshacerse en una catarata universal.

Al principio, Pedro y Juana pensaron que era una lluvia más. Pero sobre los techos, sobre la piel de paredes y calles, se sucedió primero una hora, y después otra, cargada con las gotas salvajes. La lluvia. Infinita. La asfixia del agua. El empapado recuerdo del desamparo. Pedro y Juana se miraban asombrados, perplejos, mientras una mosca zumbaba, y Francisco, nervioso, abría sus orejas.

 Y el esposo y la esposa escucharon una criatura, que nunca antes habían presentido, que estaba suelta, con su inmensa musculatura mojada corriendo entre calles, adoquines, casas, humanos, gatos, perros, insectos, polvo, muebles, vidrios, techos, ventanales y pisos.

Los alcantarillados no podían absorber esa fuerza que aplastaba asfaltos y veredas, y arrollaba árboles, postes de luz y automóviles, y que pujaba por entrar por puertas abatidas, ventanales rotos, la inocencia hundida, y devorarlo todo con el agua, sin moral ni voluntad, que solo buscaba su lugar. 

 Y Bernardo llegó dos días después de la retirada del monstruo. Las marcas húmedas alcanzaban a dos metros de las paredes. El caos nadaba en el dolor incalculable.

 El hijo que se fue a Zaragoza gritó todos los nombres que ya eran ausencia. Y sobre una mesita de luz, junto a un sillón decolorado, reconoció algo; mientras con dedos temblorosos, acariciaba unos zapatos verdes, todavía mojados.  

(Foto Infobae)

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