Agrigento y Siracusa, y la Grecia antigua en Sicilia.

Vista panorámica del Valle de los Templos, en Agrigento.

Hace unos años, junto con Laura, llegamos a Sicilia para visitar Agrigento y Siracusa. Agrigento, el hogar de Empédocles, el gran filósofo presocrático, es la ciudad que alberga el Valle de los Templos, donde se conserva el Templo de la Concordia, uno de los templos mejor conservados de la Grecia antigua, junto a otros que sufrieron fuertes estragos durante el tiempo. En Siracusa, el gran centro de la Magna Grecia, encontramos una rica acumulación de historia en la que sobresale la brillante figura de Arquímedes, uno de los máximos genios de la antigüedad.

También hemos armado una galería para alojar muchas otras imágenes de los lugares a los que aludimos durante el relato.

Galería de imágenes de Agrigento y Siracusa, y la Grecia en Sicilia.

Una visita que seguramente los sorprenderá y enriquecerá. Saludos!

Agrigento y Siracusa, y la Grecia antigua en Sicilia

Texto Esteban Ierardo, fotos Laura Navarro y Esteban Ierardo, salvo las que indicamos con otras fuentes; todas se pueden ampliar

I. Agrigento y el Valle de los Templos

El aeropuerto en Catania suele estar tranquilo, solo atareado por su rutina de aterrizajes y despegues. En principio es una terminal aérea más. Pero una sombra siempre se proyecta sobre los aviones que suben y bajan. Cada tanto, renacen los humos amenazantes del cercano volcán Etna, el de tanta historia y leyenda manchada de lava y fuego. La imponente silueta volcánica puede verse al salir del campo de aviación.

Y un micro nos traslada a Agrigento. Por el camino, esparcidos en las colinas, pululan casas abandonadas, habitadas solo por recuerdos que nadie recuerda. Ruinas de depósitos o fábricas, y de lo que fueron hogares de familias esperanzadas, o resignadas a una vida de estrechez y frustración. Casas de piedra, silbidos de viento y soledad. Allí, la mirada romántica aún verá las personas de otrora, envueltas en su fe, sus graneros y animales, panes y vinos. Por contrapartida, la visión más ásperamente realista solo reconocerá escombros y abandono, algo perdido que el viento no devolverá.

Como tampoco volverán los soldados aliados, olvidados en sus tumbas, en un cementerio que vemos a un costado de la ruta. Allí reposan los huesos de los que combatieron en el desembarco a Sicilia. En 1943, durante la segunda guerra mundial, en las costas sicilianas se produjo el mayor desembarco anfibio hasta ese momento (la Operación Husky); una operación tan importante como la posterior Overlord, el Día D, el desembarco a Normandía. Sin embargo, la memoria de esos hechos de coraje y desesperación, apenas sobrevive en las letras dormidas de los libros.

Y Agrigento ya se ve delante, luego de dejar atrás varias ciudades de formatos estandarizados, sin mayor brillo o historia. Sabemos que aquí encontraremos todo lo contrario. La primera satisfacción es descubrir que nuestro humilde alquiler para alojarnos es una remozada habitación de piedra de quizá más de dos siglos; el segundo grato hallazgo: al salir y bajar por una escalera, y al llegar a la calle frente al mar, nos encontramos con una casa que nos llama la atención por una gran placa. Nos acercamos, y descubrimos que estamos frente a la casa de Luigi Pirandello, el gran escritor siciliano, el autor de De seis autores en busca de su autor.

Casa de Luigi Pirandelo

Cerca, hay una estación de tren; y, algo más allá, sobre duras rocas se alza, ya lo sabemos, el motivo principal de nuestro arribo a Agrigento: el Valle de los Templos, uno de los lugares con construcciones de la época de la Grecia antigua en mejor estado de conservación. Pero eso lo descubriremos, y discutiremos, luego.

Hacia un costado, vemos una particular tienda con la forma de templo griego, y, no lejos, sobre la vereda, un asiento de mármol con la foto de un par de ojos femeninos y con la frase La violenza é l’último rifugio degli incapaci (La violencia es el último refugio de los incapaces), de Isaac Asimov.

Subimos una escalera, y divisamos un modesto café. Nos atiende un muchacho que Laura rápido valora por el amor que empeña en prepararle un expreso. Quello che fai è un’arte, le dice Laura. Sì, è una passione, le responde. Escuchamos a algunos parroquianos departir en su italiano

Hacer un café como un acto de entrega total

empapado de acentos locales. Vemos a los lugareños en su vida diaria; y en la calle contigua a la escalera que luego nos devolverá a nuestro rústico albergue, nos topamos con unos jóvenes, vestidos a la usanza típica, que reviven su música tradicional siciliana. En un pequeño supermercado hablamos con el carnicero, que se sorprende por nuestra presencia, y le causa curiosidad la lejanía de la que venimos.

Laura luego, en la habitación de paredes de piedra, prepara unos fideos barilla, aquí totalmente populares, como sus condimentos, muy baratos, que orillan el néctar de un plato místico; y dedicamos parte de nuestra charla a presentir la vida histórica de lo que nos rodea.

Aquí, en Agrigento, existió la antigua ciudad griega de Acragante, una de las ciudades más importantes de la Magna Grecia, fundada por los antiguos griegos procedentes de Gela y Rodas. La Magna Grecia era el conjunto de colonias fundadas por los griegos en su expansión por el mar Mediterráneo. En Acragante, que se fundó en el 580 a.C, vivieron unos 60 000 habitantes durante su era de esplendor. Una población apreciable. Tuvo un tirano, Fálaris que, a pesar de haber elevado a la ciudad en su importancia, no pudo evitar una revuelta, que lo derrocó y asesinó.

La ciudad adquirió su libertad, y fue importante para su crecimiento la derrota de los cartagineses en su primer intento de invasión en el 480 a. C. Hubo muchos prisioneros, y su destino fue cultivar los campos y la construcción de obras públicas. Los vecinos que crecen demasiado se convierten en una amenaza el uno para el otro. Y ese peligro se dirimió con una guerra con Siracusa, en la que los agrigentinos fueron derrotados en la batalla del río Hímera (446 a. C.). Y Empédocles de Agrigento, el gran filósofo presocrático, intervino luego de este colapso para aplacar los enconos.

En la segunda guerra púnica, el enfrentamiento entre los cartagineses y los romanos, atrajo a estos últimos a la gran isla. Los agrigentinos sufrieron la dominación de los hijos del Lacio, pero antes conocieron también el azote de Cartago, un asedio de varios meses en los que cedieron por el hambre, y luego parte de su población fue masacrada, y la ciudad destruida. Con los romanos, los habitantes de Agrigento fueron primero esclavizados pero, mucho después, se beneficiaron con la ciudadanía romana; y hasta los tiempos de Augusto se emitió en la ciudad la moneda con la inscripción «Agkigentum».

Y luego de la caída de las águilas romanas imperiales, Agrigento conoció el yugo de los ostrogodos, bizantinos, sarracenos, normandos, españoles… Ya nunca volvió a recuperar sus oropeles de antaño. En el siglo XIX elevó sus voz en favor de Garibaldi y la unificación de Italia durante Il Risorgimiento, y en la centuria pasada padeció los bombardeos de los aliados durante la segunda guerra mundial.

La escalera de los turcos (foto en http://www.italia.it)

En la geografía cercana de la ciudad, en la costa, de cara al mar, se descuelgan desde la altura de un acantilado de roca caliza, los peldaños que componen cómodas terrazas, conocidas como La Escala dei Turchi o Escalera de los Turcos. Hace mucho tiempo, era el lugar en el que desembarcaban saqueadores árabes que llegaban desde la actual Turquía (por eso su nombre), y de otras partes. La rareza del lugar es ambiente inspirador de la serie de novelas del comisario Montalbano, escritas por Andrea Camilleri, oriundo de la cercana localidad de Porto Empedocle.

Y las mañanas en Agrigento, como en todas partes, reciben la claridad del sol que alumbra nuestro camino, por un breve tramo de una carretera hasta llegar, a pie, a la entrada del Valle de los Templos. Ya no solo nos desplazamos por el espacio siciliano, ahora regresamos a la gloria de la antigua ciudad perdida. Caminamos por un áspero sendero de polvo y piedrecillas, y tenemos la primera visión de conjunto del lugar en el que la luz brilló entre una danza de templos en un área, antes sagrada, en la parte sur de la antigua ciudad. Allí, entre los siglos VI y V a. C., se erigieron siete templos griegos en estilo dórico, como el de la Concordia, el de Hera( o Juno), el del Zeus Olímpico, o el Templo de los Dioscuros.

Sin duda, el único templo plenamente íntegro aún es el Templo de la Concordia, nombre con reminiscencias humanistas, no el original; se desconoce la divinidad a la que estaba consagrado. Compite en su conservación con el templo de Hefestión en Atenas, el templo de Poseidón en Paestrum, el templo dórico en Segesta, o del Hera en Selinunte.

El Templo de la Concordia nos sorprende bajo un cielo casi sin nubes. Es una magnifica muestra de la arquitectura dórica. Las columnas se suceden con solidez, regularidad y armonía. Las partes bajas del templo, otrora, eran decoradas con estuco blanco, mientras las partes altas, frisos y metopas, mostraban unos llamativos colores. En el techo se acomodaban tejas de mármol. Es decir, en su condición prístina el templo relucía como un prodigio arquitectónico de hipnótico equilibrio.

El templo de la Concordia, en el Valle de los Templos, de Agrigento.
Templos de Juno

Y el imperio romano que sojuzgaba a Agrigento se hizo al final cristiano; y luego de su derrumbe, la fe en Cristo sobrevivió como autoridad espiritual. Por eso, por el 597, el obispo Gregorio de Agrigento convirtió al templo en iglesia. La anterior edificación griega mutó en basílica para honrar a los apóstoles Pedro y Pablo. Se emparedaron intercolumnios y la sacristía se acomodó en lo que antes fue el antiguo pronaos (el atrio o pórtico de los templos griegos y romanos). La hibridación entre la construcción pagana y el culto cristiano contribuyó a su conservación durante el largo periodo medieval. Para el siglo XVIII, la construcción griega recuperó su fisonomía original.

Damos la vuelta en torno al templo, que acumula mucho tiempo irrecuperable. Por unos momentos, hablamos con una pareja brasileña que, rápido comprobamos, están más interesados en selfies que en intercambiar impresiones sobre la antigüedad del lugar. Y al avanzar un poco más, por un instante, creemos que el tiempo antiguo de dioses y héroes envió a uno de los suyos… Recostado, a unos metros del templo, reposa una impresionante estatua de Ícaro, creada en 2011, por Igor Mitoraj, un famoso escultor polaco-francés, que le dio al cuerpo una entonación monumental y clásica, y que murió solo tres años después de acomodar al personaje mítico aquí. En Cracovia ya habíamos visto su obra Eros Bendato, una inmensa cabeza también yacente, en la Plaza del Mercado, en el casco histórico de la ciudad polaca.

Ícaro (2011), de Igor Mitoraj, junto el templo de la Concordia

Ícaro acaso medita en su mito que se repite una y otra vez: hijo de Dédalo, el ingeniero que, a los órdenes del rey Minos, construyó en Creta el laberinto en Cnosos, accedió a un pedido de su hijo: construirle alas para volar. Dédalo aceptó, pero con la condición de que su hijo no olvidara su límite humano y no pretendiera llegar a una altura que solo es propia de los dioses. Por eso le hizo sus alas de cera, para que si Ícaro osaba volar demasiado alto, al acercarse al sol, estas se derritieran, y lo condenaran a caer. Y eso ocurrió. El mito dice que cayó en las aguas del mar. Ícaro víctima de la hybris,la desmesura, símbolo de la pretensión humana de no asumir sus límites y pretender elevarse a una altura que es ajena a su naturaleza finita. La sabiduría antigua que percibe el peligroso sueño de la ambición desmadrada. Luego del castigo a su exceso, Ícaro yace ahora cerca de uno de los templos griegos de Agrigento, entre la lejanía de las nubes y la aspereza del suelo.

El templo de la Concordia, al final del camino

Mientras el sol avanza, recorremos otras supervivencias, como las columnas del templo de Hera ( o Juno), la diosa esposa de Zeus, construido sobre un basamento de cuatro grados, a fin de compensar desniveles del terreno. El templo fue pasto de las llamas en la primera invasión de los cartagineses; los romanos lo repararon tres siglos después; el mármol fue entonces reemplazado por tejas de terracota.

Luego, vemos los fragmentos diseminados del gran templo del Zeus Olímpico. Goethe visitó el Valle de los Templos en 1797. Y en su Diario de viaje en Italia, consigna: «..las ruinas del Templo de Zeus. Como la osamenta de un gigantesco esqueleto, están diseminadas a lo largo de un amplio espacio». El edificio habría sido destruido por un terremoto en el 797, según lo que informa el monje benedictino Pablo Diácono. Sus escombros, primero enterrados, fueron removidos y descubiertos en el siglo XVI. El templo contenía los telamones, unas estatuas colosales de 8 metros de alto, embutidas en nichos, que soportaban el peso del volumen superior. Sus rasgos cartagineses representaban a los hombres de Cartago vencidos por los griegos durante su primera invasión. Raffaello Politi, pintor, arquitecto, arqueólogo y teórico del arte italiano, nacido en Siracusa, en 1825 reconstruyó en el suelo a uno de los gigantes, uniendo los fragmentos diseminados. Ese gigante hoy puede contemplarse en el Museo arqueológico de Agrigento; otro descansa en el Valle.

Las telamones o atlas gigantes que fueron parte, otrora, del hoy derruido Templo de Zeus Olímpico. Izquierda una reconstrucción, a partir de unir los fragmentos diseminados, exhibidos en Museo arqueológico de Agrigento; derecha, otra reconstrucción en el Valle de los Templos (Wikimedia Commons)

Hace poco, en este 2023, al cavar entre los templos, los arqueólogos encontraron una colección de ofrendas votivas ( o también llamadas «exvoto», objetos dejados en un lugar sagrado por motivos rituales). Lo descubierto eran tal vez ofrendas para obtener de los dioses la protección de la ciudad luego de su saqueo y destrucción en el 406 a.C.

Ofrendas descubiertas en 2023. (Portal Institucional de la Región de Sicilia)

Recorremos por largo rato la zona con el visible Templo de la Concordia, como referencia orientadora, entre todo los demás que perdura más como fragmentos, ruinas, partes descoyuntadas de lo que fue un gran organismo arquitectónico vivo, rebosante de aires sagrados y sobrecogedora magnificencia visual. Imaginamos a los visitantes de los templos de hace dos milenios. Hombres y mujeres que creían en los dioses y diosas, como fuerzas tan consistentes como las piedras talladas de sus santuarios.

Y también imaginamos, de forma inevitable, a Empédocles, caminado meditabundo entre los templos. Por momentos, ve el cielo y el mar. Sus pensamientos fluyen cerca del misterio de la naturaleza. Quisiera hablar con él, pero solo puedo recordar el pensamiento de alguien que también era un político y que, según la leyenda, para morir eligió arrojarse al caliente cráter del Etna.

Empédocles pensó un Sphairos (esfera), como una divinidad que es toda la realidad que incluye y mezcla todos los elemento en armónico equilibrio. Pero, a diferencia de Parménides, para el que también lo real es una esfera pero como razón pura e inmóvil, en Empédocles, todo es movimiento, todo se mueve y mezcla; y el equilibrio siempre se esfuma por las dos fuerzas que se repelen y confrontan: las fuerzas del Amor y del Odio. El Amor es el poder de integrar y unir bajo la concordia de la diosa del amor Afrodita; el Odio es regido por Ares, dios de la guerra, el poder que separa, destruye, aniquila. Freud estimaba a Empédocles como antecesor de su teoría del Eros y el Thanatos en su obra Análisis terminable e interminable, aunque aclara que lo del filósofo es una “fantasía cósmica”, mientras que lo suyo se basa en postulados biológicos.

Empédocles pensó todo aquello entre los templos, los vientos, y el cercano mar, con sus olas y gaviotas, de su amado Agrigento.

Y cuando la tarde ya promedia, la sensación de pasado en la piel nos abandona, cuando volvemos a la ciudad, en la que nos espera, al día siguiente, las ruedas que nos llevarán hasta Siracusa.

2. En la Siracusa de Arquímedes.

Estatua en bronce de Arquímedes, el gran genio de Siracusa, y una de las mentes más privilegiadas de la antigüedad. Con una de sus manos sostiene uno de los espejos que usó para concentrar la luz en los barcos romanos que asediaban la ciudad y quemarlos.

Desde Agrigento, llegamos en poco tiempo a la Siracusa moderna, de 125.000 habitantes. Su nombre quizá sea de origen griego o fenicio. Al descender en una parada antes que en una estación, ya sabemos que tenemos que caminar en línea recta para atravesar un puente y adentrarnos en el casco histórico de la ciudad, en Ortigia, donde rápido reconocemos un estatua dedicada a Arquímedes.

Aquí los precios del alojamiento son muy amables respecto a otras partes de Europa, cosa que agradecemos. En el camino hacia el lugar vemos, por primera vez, la fuente de Diana cazadora, en la Plaza de Arquímedes. La bella diosa, primero la griega Artemisa, luego la Diana romana, goza del agua cristalina, y de los gualdos reflejos de seres marinos

modelados en bronce. En un modesto bar, descubrimos la amabilidad de los residentes, y vemos una pecera con un solitario pez, que se refleja en un fondo de cristal; nada inmerso en su mundo, ignorante de nuestro interés, y tan lejano de nosotros como remotas galaxias. Luego recordamos que estamos muy cerca del Mar Jónico. El mar no envejece, sí se contamina y aumenta su nivel; y su actual faz líquida y azulada es la misma que vieron los antiguos siracusanos.

Cada lugar de densidad histórica es una red de capas de tiempo en las que vivieron, rieron, sufrieron y murieron personas y animales irrecuperables. Algo de sus huellas reaparecen cuando imaginamos sus últimos suspiros, encerrados en círculos de aire que rozan la piel, como una suave brisa. Al caminar por las calles de Ortigia pienso en esos habitantes más lejanos de estas latitudes bañadas por las aguas de un golfo, que nació como ciudad cuando griegos de Corinto la eligieron para ser su nuevo hogar en el 734 a. C. Con el tiempo, Siracusa se convirtió en una fuerte ciudad-estado, aliada de Esparta y su metrópoli-madre. Fue el gran faro de la Magna Grecia ya en el siglo IV a.C. Entonces, tuvo un desarrollo parejo al de Atenas. Como su vecina Agrigento, pasó por diversas dominaciones; llegó a ser capital incluso del Imperio bizantino (663-669) con el emperador Constante II. Finalmente, Palermo superó su fulgor en la Sicilia que se uniría a Nápoles en el Reino de las Dos Sicilias. Siracusa fue habitada por notables personajes que luego encontraremos entre sus calles…

En la primera mañana, vamos a desayunar, y no puedo evitar comentarle a Laura que, en el 415 ac, los atenienses organizaron una notable expedición para conquistar Sicilia. Siracusa era su principal objetivo. Corrían los tiempos de la guerra del Peloponeso. Atenas había emergido con gran prestigio de las guerras médicas, la lucha contra los medi, los persas. Envalentonada, la ciudad de Palas Atenea pretendió construir su imperio a través de su dominio del Mediterráneo, y el usufructo de su gran flota para enriquecerse por el comercio. Esparta se opuso a su pretensión imperial. Para atacar a su enemigo espartano con un golpe sorpresivo y por las espaldas, los atenienses enviaron a Sicilia una fuerza de casi cincuenta mil hombres dirigidos por Nicias. Los hechos de esa aventura son narrados por Tucídides en la Historia de la Guerra del Peloponeso. El oráculo de Delfos habría dado vaticinios favorables para los expedicionarios, pero la realidad aleatoria, más poderosa que la tejida por los dioses, hundió a la expedición en el fracaso. Una debacle en la que fue masacrada buena parte de la fuerza expedicionaria, quizá más de cuarenta mil combatientes, por la brava defensa siracusana apoyada por un asesor espartano. Nicias y Demóstenes, sus jefes militares, fueron capturados y ajusticiados rápidamente. En las canteras siracusanas, unos 7000 prisioneros murieron de hambre y enfermedades, hacinados y bajo trabajos forzados. Según Plutarco, solo se salvaron los cautivos que sabían recitar versos de memoria de Eurípides! Así sobrevivieron, pero como esclavos. Siracusa fue el límite de la ambición imperial ateniense.

Siracusa es origen de la famosa leyenda de Damocles. Este era un cortesano en la fastuosa corte del tirano Dionisio I, del que hay constancia que se hizo venerar como Dios antes que Alejandro Magno, o Augusto. Al advertir el rey que Damocles mucho deseaba disfrutar de su lujosa vida, este se la concedió por un día; pero entonces, mientras se entregaba a un gran banquete, Damocles advirtió que del techo colgaba sobre él una espada solo sostenida por una delgada cuerda. Así surgió la expresión «estar bajo la espada de Damocles», lo que supone vivir bajo una sensación de constante peligro.

El heredero de Dioniso I, su hijo Dionisio II, también fue un tirano. En el 334 a.C, sus detractores solicitaron ayuda a Corinto, su ciudad-madre. El general enviado por Corintio fue Timoleón, de notables cualidades. Con su fuerza militar, derrotó al déspota. Luego de devolver la libertad a la ciudad, y de dictar nuevas leyes, renunció a su poder armado, y a todo cargo público. Decidió quedarse en la ciudad. No tenía propiedades. Siracusa se encargó de darle una residencia.

Cuando era criticado por sus acciones militares, Timoleón respondía que tenían razón y que todo lo que había hecho fue precisamente para que todos pudieran criticar libremente, incluido a él, sin ningún temor. Plutarco escribió que su muerte produjo una profunda conmoción, se le otorgaron grandes funerales, y se dispuso » honrarlo para siempre con competiciones musicales, hípicas y gimnásticas, porque, tras derrocar a los tiranos, vencer a los bárbaros y repoblar las principales ciudades devastadas, dictó sus leyes a los sicilianos.»

Los funerales de Timoleón (1874) del pintor siciliano Giuseppe Sciuti

Luego, la ciudad-estado fue absorbida por Cartago cuando la nación del norte africano estaba enfrascada en lucha mortal con Roma, en las guerras púnicas. En ese contexto, los romanos sometieron a Siracusa a un famoso asedio en el 214 a.C. Aquí se dio el célebre enfrentamiento entre la fuerza militar organizada romana y el genio de Arquímedes, el matemático e inventor, cuya estatua descubrimos ni bien entramos en Ortigia. El general Marco Claudio Marcelo activó la aceitada estrategia de ataque romana, y Arquímedes, quizá por grandes espejos que reflejaban la luz del sol, quemó y hundió varios barcos de Roma. Luciano de Samosata fue el primero que informó sobre unos espejos cóncavos o ustorios («que queman»), que Arquímedes habría empleado. Esta maniobra incendiaria de Arquímedes ha sido cuestionada, apoyándose en que historiadores como Tito Livio, Plutarco o Polibio, no la mencionan; pero hoy hay cierto consenso sobre su realidad histórica, luego de varios experimentos realizados.

Finalmente, los romanos ingresaron en la ciudad. Había órdenes de no tocar a Arquímedes. A pesar de esto, un oscuro soldado lo atravesó con su espada. Siracusa perdió así la joya de su independencia, y se convirtió en parte de la provincia romana de Sicilia.

En el 878 d.C., fue conquistada por los árabes después de nueve meses de asedio. La ciudad entonces fue incendiada. Sus habitantes asesinados. Luego llegarían los bizantinos, y después el notable Federico II ocupó a su vez la ciudad tan castigada por las espadas y el fuego, pero también por dos devastadores terremotos entre los siglos XVI y XII. Así al ser reconstruida, la ciudad vieja adquirió el estilo barroco que hoy reconocemos por doquier en sus calles, esquinas y balcones. También fue asolada por plagas, epidemias de cólera.

Y todo ocurrió frente al océano, como ahora está una persona que vemos cuando caminamos por la costa. Solitario, alguien contempla el vasto mar por el que llegaron tantos barcos cargados de guerreros para asolar la magnífica Siracusa. Nos llama la atención el desconocido que escudriña la vastedad marina. Parece un símbolo, una presencia que mira hacia lo que ya no vemos ni reverenciamos.

Hombre mirando al mar frente a Siracusa

Caminamos luego hacia la fuente de Diana, la diosa no se cansa en su juego entre las aguas y sus recuerdos del bosque salvaje y lejano en el que fue deidad oculta y cazadora temible.

La fuente de Diana

Y descubrimos las ruinas del templo de su hermano: Apolo. Apolo, el dios que Nietzsche, en su célebre obra El nacimiento de la tragedia, contrapuso a Dioniso en su simbolismo mítico-filosófico. Dionisio es la embriaguez, el estallido de las formas, la percepción del fondo abismal de la vida. Apolo, por contrapartida, es la armonía de las formas, el esplendor y el encanto, la lógica y la luz.

Ruinas del Templo de Apola, en Ortigia.

El templo de Apolo en Siracusa se construyó en el siglo VI a. C., es el monumento dórico más antiguo en Sicilia. Como otras construcciones iniciales paganas, se convirtió en iglesia paleocristiana, después en mezquita árabe, y luego de la llegada de los guerreros de Normandía, en basílica. En 1537, Carlos V, emperador de Alemania y rey de España, dispuso que el templo se convirtiera en cantera para proveer piedras durante la edificación de las murallas de Ortigia. Lo que quedó devino también cuartel español; ya en el siglo XX se tiraron abajo las casas del entorno para permitir una mejor visión de los muros que sobrevivieron. Hoy, cerca del templo en ciertos días renace el mercado más antiguo de Ortigia. Caminamos entre sus puestos. La mesas rebosan en frutas, coloridos tomates, naranjas, y pescados, ostras …. Observo que uno de los dueños de los locales provisorios le da órdenes a un empleado, de malas maneras. El infortunado parece uno de los africanos que, por la pobreza y el desamparo, llegó a esta tierra extranjera, dispuesto a soportarlo todo. Antes, en el aeropuerto de Catania, mientras esperábamos continuar viaje, un muchacho venezolano, con visible angustia, me refirió las jornadas de explotación que padeció en unas plantaciones de naranjas. De sus facciones juveniles había desaparecido toda frescura. Tras las apariencias de normalidad, y las coreografías turísticas, suele esconderse a los que sufren su destino adverso, bajo sol o lluvia. El africano sobrelleva su mala fortuna en un rincón del mercado.

Y al regresar a las ruinas del templo de Apolo encontramos a un músico que emite sonidos tradicionales con su flauta, mientras mueve un muñeco unido a su pierna con una delgada cuerda.

El flautista y su muñeco «viviente»

Nos encaminamos ahora a la catedral de Siracusa. Luego del devastador terremoto de 1693, el arquitecto Andrea Palma edificó una notable iglesia, hoy la catedral, con su repertorio estilístico barroco, que incluye adornos con volutas en los capitales, elípticas y óvolos para conformar una atmósfera de luz y sombras, y las columnas salomónicas con sus entramados serpentinos. Pero lo que más nos sorprende es que el nuevo templo cristiano se erigió sobre las columnas todavía en pie del templo de Atenea. De vuelta, la superposición de lo cristiano sobre lo pagano.

Al caminar dentro del recinto catedralicio, vemos en las paredes laterales las columnas dóricas sobrevivientes, que otrora fueron sostén del templo de la diosa de la sabiduría.

Interior de la catedral de Siracusa, con las columnas del viejo templo de Atenea.

Y por las calles siracusanas caminó Caravaggio, el gran pintor barroco, el de los claroscuros, el tenebrismo, la luminosidad que aviva los cuerpos contrastados por un fondo de

Retrato de Caravaggio,por Ottavio Leoni

oscuridad. Como Cellini, Caravaggio era de temperamento desmesurado, violento, dado a las riñas. Muy famoso en Roma. Primero fue protegido por sus comitentes, pero luego de cometer supuestamente un asesinato, escapó de la ciudad eterna hacia Nápoles, luego Malta, luego Sicilia, y Siracusa. Y aquí, la Iglesia de Santa Lucía, guarda su última pintura: El entierro de Santa Lucía (1608). Lucía de Sicarusa, cristiana en tiempos del emperador Diocleciano, cuando los soberanos romanos todavía perseguían a los adoradores de la cruz. Según la historia tradicional, a Lucía se le ordenó hacer sacrificios a los dioses. Se rehusó. Unos soldados intentaron violarla. Pero no pudieron doblegarla. Y finalmente la mataron o decapitaron por golpes de espadas.

El entierro de Santa Lucía (1608), por Caravaggio, en Iglesia de Santa Lucía (Chiesa di S. Lucia)

Caravaggio pintó a Lucía, muerta, mientras indiferentes sepultureros excavan su tumba, bajo la mirada de afligidas damas cristianas, y acaso de unos curiosos. No es la mejor de sus obras, pero tiene el atractivo de ser el último regalo de sus pinceladas llenas de técnica e inspiración, antes de su muerte en Porto Empedocle.

Y por estas calles aun deambula Arquímedes, la gloria intelectual de la ciudad, una de las mentes más privilegiadas de la antigüedad; físico, inventor, astrónomo, matemático, ingeniero. Es famoso su principio «Dame una palanca y moveré el mundo». Y definió la espiral, se acercó a la formulación correcta del número pi; inventó el «tornillo de Arquímedes», una máquina que permite la elevación de agua y otros materiales excavados; y, cómo ya dijimos, usó espejos que incendiaron las naves romanas; y sus escritos matemáticos no conocidos en la antigüedad, como si se tratara de una novela, aparecieron en Constantinopla, en un palimpsesto, con capas previas y superpuestas de textos después borrados. Y, por supuesto, es necesario recordar su célebre Eureka, «lo he descubierto», su grito al resolver un problema que le propuso el rey tirano Herón II, para determinar el volumen de una corona de oro que descubrió en la bañadera cuando vio el agua que se desbordaba al sumergir ese objeto tan apreciado como signo del poder real. La expresión hoy es sinónimo de celebración de un descubrimiento, de un gran hallazgo en el que se ha empeñado mucho esfuerzo.

La estatua de Arquímedes, su espejo y el sol.

Y Platón, nada menos, también conoció la Siracusa de antaño, el gran centro cultural de la Magna Grecia. Dion, su discípulo y admirador, cuñado del rey Dioniso, invitó al pensador de La república para incuncarle al monarca las premisas de su concepción del rey filósofo. Misión imposible. Por sus molestas pretensiones moralizadoras, Dion fue desterrado. Y también caminó por aquí Hicetas, el astrónomo que descubrió el movimiento diario de la rotación del planeta Tierra sobre su eje. Cicerón asegura que Hicetas determinó que «la Tierra gira y pivota sobre su eje a muy alta velocidad».

Solo tiempo después, descubro que Adelardo de Bath también residió aquí. Adelardo era un erudito, traductor y buscador de un nuevo saber, en el siglo XI; fundamental para entender la influencia de la cultura árabe en la apertura de Occidente al conocimiento científico de la naturaleza, mientras la edad media cristiana ardía entre fanatismos y la persecución de herejes. En camino hacia Antioquia, donde se nutrió del saber árabe, Adelardo pasó primero por Ortigia; aquí también se consagró a sus estudios. Por su ubicación en medio del Mediterráneo, Siracusa era una importante estación intermedia para llegar por mar al Cercano Oriente.

Agrigento y Siracusa con su casco histórico Ortigia, y como muchas otras ciudades, no todas, nos transmite la sensación de un presente urbano de la caras simultáneas. Ese tipo de ciudades rige la silenciosa mezcla de lo antiguo y lo contemporáneo, mientras se acerca lo que trae el futuro.

Y durante nuestra estancia, Laura lee un libro que me comenta; es de Kavafis, el poeta de la ciudad de Alejandría, que murió en 1933, y que tanto se nutrió de los griegos y romanos antiguos. Y charlamos sobre todo lo que descubrimos, y coincidimos en que aquí la riqueza cultural fluye por todos lados, para quien quiera ver o investigar, incluso fuera de la ciudad. Por ejemplo, en el cercano Parque arqueológico de Neapolis se conserva un teatro griego, y un anfiteatro romano. No lejos del teatro están las latomías, las canteras de piedra que oficiaban de prisión en la antigüedad; y se destaca la gruta conocida como Orecchio di Dionisio («Oreja de Dionisio»). Envuelta en la leyenda, quizá inventada por Caravaggio, Dionisio I de Siracusa habría empleado la cueva para encarcelar a los disidentes y, por la acústica del lugar, podía escuchar todos sus planes y secretos apenas susurrados; o, quizá, la nítida resonancia acústica hacía más estridentes los gritos de los prisioneros al ser torturados. O la oreja también puede simbolizar el ansía de vigilancia de parte del poder.

Y, en una ocasión, nos encaminamos a la parada a la que habíamos llegado al comienzo de la visita. Queremos averiguar por algún transporte a Ragusa, a cien kilómetros de distancia. Al bordear parte de la bahía hacia nuestro destino, descubrimos a un muchacho, con su bicicleta, que se detuvo allí para abrir un

Leer, entre el agua, el cielo, y la ciudad

libro y sumergirse en una lectura, rodeado por el paisaje circundante. Nos parece, como el solitario que antes contemplaba el mar, un símbolo quizá de la simple decisión de no olvidar la lectura en la era de los estímulos incesantes que condenan a la dispersión, y apagan la curiosidad y el estudio. Bueno, eso quisiéramos creer.

Al llegar a la parada, encontramos a una muchacha encerrada en una casilla, angosta, muy estrecha. La empleada de la empresa de micros, bastante joven y de rasgos finos, nos contesta con amabilidad, pero percibo en ella una tormenta de soledad tronando en el fondo de sus ojos. Algo me hace percibir un sufrimiento, una incomodidad callada, una resignación ante algo no querido. Al final, asumimos que no tenemos tiempo suficiente para ir a Ragusa. Nos conformamos entonces con agotar nuestro tiempo en Siracusa, entre un periplo ya conocido: la caminata por la costa, la llegada a un mirador en la tarde, la contemplación del mar y del discreto Castillo Maniacies de la época normanda; el paso por la fuente de Aretusa (una ninfa que, según la mitología, tenía un célebre manantial cerca de Siracusa). Y atendemos también a la necesidad doméstica de ir a comprar algo de comida a un pequeño supermercado, y escuchamos otras voces argentinas, como un joven jugador de fútbol con su novia, que antes jugó en Chicago, nuestro conocido equipo de Mataderos, qué coincidencia.

Bella viajera cerca del mar

Y la noche anterior a nuestra partida, Laura me dice que soñó en el mar, terremotos, invasiones, incendios entre los que se movía un sabio o un mago con unos espejos poderosos. Por la ventana abierta, el aire circula cuando nos levantamos muy temprano para viajar a Catania y abandonar Sicilia. Remontamos el camino de llegada: pasamos así por la fuente de Diana, las ruinas del templo de Apolo, el puente, y la larga avenida Umberto I, y en su fondo la parada que ya conocemos. Pasamos frente a negocios en los que vimos antes muchas personas que conviven con las limitaciones y las presiones de una supervivencia difícil. La angustia se derrama y esconde por todas partes. Y llegamos a la parada que buscamos para esperar el bus que nos devolverá al aeropuerto de Catania.

Y cuando llegamos a la parada, sorprendidos, vemos que la muchacha a la que le hicimos la consulta sobre Ragusa está desmayada; nos acercamos a ayudarla, viene rápido una mujer policía, llama a una ambulancia, la joven no vuelve en sí al principio, luego entreabre los ojos, le decimos que estará bien. En unos minutos llega la madre de la joven, y la ayuda médica. La llevan a un hospital. Nos queda la intriga de qué habrá sido de esa muchacha cuyo rostro irradiaba tristeza y sufrimiento.

Ya en la pista del aeropuerto de Catania, el Etna nos hace recordar que su historia milenaria no es algo del pasado. Empieza a lanzar largas columnas de negra humareda. La capitana del avión acata la orden de suspensión del despegue, pero a la espera de que el volcán se calme. Luego de casi una hora, el viejo Etna vuelve a dormirse. Entonces, empieza el vuelo. Nos despedimos. Pero Siracusa, con toda su vida de guerra, templos y conocimiento, nos resultará siempre luminosa, como esos espejos con los que Arquímedes la defendió, cuando la atacó un gran imperio.

El mar y el día brillante ante la costa de Siracusa
Estrecho que separa Siracusa dela isla de Ortigia
Calle dentro de Ortigia, Siracusa, al fondo el mar
La vista del Etna, desde la pista de despegue el aeropuerto de Catania, cuando empezó a arrojar extensas columnas de humo

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