Por Esteban Ierardo

William Golding, premio nobel de literatura de 1983, escribió la famosa novela El señor de las moscas (1954). Esta obra fue luego adaptada al cine por el célebre director de teatro Peter Brook, en 1963. Las grandes novelas suelen propiciar la reflexión sobre cuestiones fundamentales. En este caso, lo propuesto por el escritor son dos diferentes actitudes para enfrentar una situación desesperante: la razón, o el autoritarismo y la superstición.
En El señor de las moscas la situación desestabilizadoras sobreviene cuando unos niños quedan solos en una isla luego de un accidente. Y ante esta circunstancia extraordinaria se revelan las dos actitudes: la razón o el regreso al primitivismo como dos respuestas ante la adversidad, y, más allá, como dos rumbos posibles en la vida.
En la ficcion de Golding, la niñez y su condición de náufragos en una isla, se convierte en el medio para ejemplificar las dos respuestas contrapuestas a una misma experiencia de amenaza y desestabilización. En el ensayo que sigue a continuación acompañamos el encuentro entre literatura y cine a través de El señor de las moscas y su relación con la isla y los náufragos, como Robison Crusoe, y la niñez, el juego, la ofrenda, y la fragilidad de la condición civilizada ante la extrema necesidad y desesperación.
I. Entre lo civilizado y el regreso a lo tribal.
El avión se hunde. El cielo sólo es seguro para los ángeles. El impacto es letal para algunos viajeros. Algunos sobreviven. Los niños. Los adultos se mueren entre aguas y rocas en una isla perdida en el océano Pacífico. La muerte de los mayores es condición necesaria para la monopolización de la historia por los chicos. La isla y la niñez desprendidas de la ciudad y la civilización. Tal es el continente narrativo que domina El señor de las moscas (Lord of the Flies), de William Golding.
Los escritores a veces crean narraciones para halagar o entretener. En otras oportunidades, los relatos inventados nos lanzan a otros niveles de reflexión o comprensión. En el caso de Lord of the Flies, su autor se complace en demoler la supuesta inocencia de la infancia, y en destacar lo frágil que puede ser la razón ante circunstancias desestabilizadoras.
En El señor de las moscas, la isla en la que los niños naufragan se convierte en escenario único; unidad escénica en la que cada individuo es actor de una misma tragedia que revela la transformación humana ante la intemperie y la inseguridad. En el caso de La Balsa de la Medusa (1819), célebre pintura de Géricault, un grupo de náufragos del buque francés “La Medusa” encarnan la fragilidad humana. Entre el salvaje vaivén de las olas, flotan en una pequeña barca atestada de sobrevivientes. Algunos miran en lontananza, con la esperanza de un próximo rescate; otros, caen en el abatimiento y la desesperanza. Dos actitudes opuestas ante la adversidad. También dos reacciones muy distintas surgirán entre los niños ante la situación de desamparo y tragedia en la que se ven envueltos luego del inesperado accidente.
En El señor de las moscas los chicos sobrevivientes representarán dos paradigmas de comportamiento ante la misma desolación. Un paradigma: confiar en la racionalidad como camino a la supervivencia, mientras se espera ser rescatados; el otro: la regresión a la animalidad y la crueldad, los deleites de la caza y de un autoritario liderazgo tribal. La comunidad de los individuos libres y racionales frente a la horda cohesionada por su adhesión a lo sanguinario, lo primitivo y un líder. Una situación que adquiere un tinte simbólico que supera el hecho de los niños solos en la isla.
La dicotomía de paradigmas de comportamiento brota sólo ante una presión extrema. Sólo cuando se oprimen las partes de un limón abierto se aprecia cuánto jugo fluye y cuál es su verdadero sabor. En la vida moderna y urbana, la presión es reducida habitualmente al incremento del estrés. Pero la presión más fuerte es cuando esta es capaz de trasformar a las personas, y así, quizá, mostrar su verdadero rostro, antes oculto bajo máscaras.
La isla de El señor de las moscas se convierte en escenario revelador de la naturaleza humana bajo la presión extrema, bajo las situaciones límites en la terminología de Karl Jaspers. La obra de Golding puede ser leída entonces como una puesta en escena de la presión extrema que revela lo que la sociedad disfraza tras fachadas hipócritas. Pero lo que se revela en la ficción del escritor inglés, lo hace siempre bajo dos juegos básicos. Un juego niega la razón; y el otro juego es de la racionalidad que quiere restablecer el orden perdido. El juego de la vida sin ley como renuncia a la civilización, y el de la prudencia y el raciocinio.
Y en El señor de las moscas el miedo marca especialmente a los sujetos cuando éstos son arrojado a un espacio ya sin coordenadas. La isla como geografía desconocida en la que una criatura extraña puede latir agazapada entre vegetaciones espesas, en cuevas, o sobre la suave ondulación de las arenas…
II. Entre la novela de Golding y la versión cinematográfica de Brook.

William Gerald Golding (1911-1993) es agasajado con el Premio Nobel de Literatura en 1983. A pesar de su extensa obra El señor de las moscas es el cristal más brillante de su escritura. Estudia literatura inglesa, y la enseña como profesor. En 1940, ya iniciada la segunda guerra mundial, ingresa en la Royal Navy. Toma parte en la famosa persecución y destrucción del Bismarck, el célebre acorazado alemán. Interviene en el apoyo naval al desembarco de Normandia. Tras el apaciguamiento de las ametralladoras y cañones, vuelve a su oficio de profesor. En 1954, Faber and Faber edita Lord of the Flies. Vive en Bowerchalke, cerca de Salisbury. Aquí se hace amigo de James Lovelock, el científico independiente que difunde la teoría de la tierra como entidad viviente, como gran organismo inteligente. Su especulación biológica se llama Gaia, la diosa griega de la Tierra, por sugerencia de Golding. En 1962, renuncia a la docencia para entregarse de lleno a la creación literaria. Uno de los frutos de este periodo son sus ensayos sobre sociología y literatura The Hot Gates y A moving target; y la notable novela La construcción de la torre (The Spire). Aquí el escritor inglés, como Fulcanelli desde el saber alquimista, vuelve sobre la grandeza artística y simbólica de las catedrales medievales, y su poder para incitar la visión religiosa y trascendente. The Scorpion God (El dios escorpión, 1971) es un destacado libro de relatos. Escribe también un Diario. Y entre 1989 y 1991 construye la trilogía To the Ends of the Earth, páginas de evocación de la navegación marina, que absorben a su protagonista, Edmund Talbot. Poco antes de morir le da vida a su última novela: The Double Tongue (La lengua oculta), que trascurre bajo las águilas del imperio romano en Delfos.
El señor de las moscas de William Golding se agrega a la rica relación entablada entre la literatura y lo cinematográfico. El crítico teatral inglés Peter Brook adapta al cine la novela de Golding, en 1963. Ya antes Brook llevó la literatura o el teatro al cine, tal como ocurre en Marat/Sade (1967). La película recrea una obra teatral escrita por el Marqués de Sade (Patrick Magee) durante su internación en el sanatorio para enfermos mentales de Charenton. La obra es concebida para ser representada por los pacientes del mencionado manicomio. Deben representar a Marat, Carlota Corday, y otros personajes en el contexto de la Revolución Francesa. Y Brook expresa en el lenguaje de la imagen-movimiento Encuentro con hombres notables (1979), la recreación de la infancia y juventud de George Gurdjieff, el notable pensador esoterista ruso, difusor de las danzas derviches en Occidente.

Y Brook manifiesta en su libro de ensayo El espacio vacío, su fascinación por la potencia ritual del teatro. Lo teatral remite a lo vacío, a la vacuidad como espacio para la improvisación o la evocación por gestos, declamaciones o máscaras, de una fuerza que la razón, o un teatro reducido a la psicología, no puede avizorar. Esta impronta teatral habla de la marca de Artaud, habla del antecedente y el influjo del teatro oriental, de una sabiduría más alta y milenaria. Como la del Bhagavad Gita, incluido en el libro cuarto de El Mahabarata, el libro con un total aproximado de 215.000 versos, ocho veces más extenso que la Ilíada o la Odisea. Aquí se narra la guerra civil entre dos familias, los Pandavas y Koravas unidas por un antepasado común: el rey Bharata. El príncipe Arjuna teme ordenar el inicio del ataque porque lamentaría asesinar a miembros de su propia familia y de su propia sangre. Teme la muerte. La considera un acto definitivo. Entonces Krishna, avatar del dios Visnú, se le presenta para convencerlo de lo contrario. Sólo es posible asesinar el cuerpo, no el espíritu, atemporal e intocable. Arjuna cobra valor entonces para iniciar el caos del combate. Este hecho se revive en El Mahabarata de Peter Brook, de 1987.
Y El señor de las moscas también inspira al director teatral Peter Brook que incursiona en el cine. Aquí, la unidad de escenario será la isla, con sus distintos recovecos entre la selva, las cuevas, las playas o la cima de acantilados. Los distintos ángulos de la única escena giratoria donde la tragedia de la niñez, despojada de la inocencia, teatralizará lo que se muestra cuando se caen las máscaras.
III. El triunfo de la civilización en la isla de Robinson Crusoe.

La isla es motivo tradicional de ensueño utópico. El caso de la isla Utopía de Thomas Moro, las islas de los bienaventurados de la leyenda taoísta, o la isla de los feacios en la Odisea homérica.
La isla como región de vida mítica e ideal, abundante. En la isla de la historia de Golding no hay abundancia, y el hombre es despojado del control, y es incapaz de restablecerlo una vez perdido. Es el paso de la isla utópica a la distopica.
Situación opuesta a la recuperación del orden civilizado en la isla de Robinson Crusoe. La célebre ficción de Daniel Defoe publicada en 1719. La primera novela inglesa. La autobiografía ficticia de un náufrago que, durante veintiocho años, vive en una ignota isla tropical, cerca de la desembocadura del río Orinoco.
Robinson se hace a sí mismo entre las condiciones adversas e inéditas de la isla de su naufragio. Se autoconstituye desde el autocontrol, el aplacamiento del instinto sexual, la tozudez de la voluntad.
Por otro lado, y bien es posible que no haya sido el intento del autor, Robinson queda expuesto a las fuerzas arcaicas y primarias de la naturaleza, que lo exceden y abruman. Pero esta inferioridad del hombre frente a lo natural no lo conduce en modo alguno a una veneración de las fuerzas naturales que combine asombro y temor. Por el contrario, los saberes que Robinson tiene internalizados de su cultura lo guían hacia su dominio de sus nuevas condiciones ambientales por una mezcla de saber y voluntad.
Joyce ve en Robinson el archi-exponente de la voracidad colonial británica. La isla, al principio virgen, sólo dueña de sí misma, fuera de la ley humana. Pero ahora se convierte en la propiedad de Robinson. Y su propiedad sobre la tierra se extiende a la esclavización también de un indígena.
Y lo que Defoe imagina sobre Robinson tiene un trasfondo de hechos reales… En su momento, Melville escribe su Moby Dick, inspirado en una ballena que embiste y hunde un barco a través de la historia real del barco ballenero Essex. Papillon, la novela y el film, se basan en la historia real de Henri Charrière, convicto, encarcelado en la colonia penal de la Isla del Diablo, en la Guayana Francesa. Igual procedencia real tiene la aventura de Billy Hayes, en su célebre escape de una cárcel turca en la época de Nixon, que luego es recreado en Expreso de medianoche. Las aventuras de Arthur Gordon Pym de Poe y la escena de naufragio acompañada de actos de antropofagia como única vía de supervivencia también se inspira en hechos reales precedentes.
La experiencia de Defoe de un solitario que vive largo tiempo en una isla le es sugerida igualmente por acontecimientos reales. Estos modelos inspiradores son las historias de Perro Serrano y Alexander Selkirk. El marinero escocés Alexander Selkirk es rescatado en 1709 tras cuatro años de abandono en una isla desierta rotulada hoy con su nombre y sita en el archipiélago Juan Fernández, ante las costas de Chile. Allí se encuentra también la Isla Robinson Crusoe, así denominada por la celebridad de la obra de Defoe nutrida de los hechos vividos por el náufrago escocés. El otro náufrago, el capitán de marina Pedro Serrano, es el único sobreviviente del naufragio de un patache español que se encastra en un banco de arena del Caribe. Permanece ocho años aislado. En 1534 es rescatado. Ese banco de arena hoy conserva su nombre.
Defoe crea el subgénero del náufrago en una isla desierta. La isla de coral es una de sus continuaciones novelísticas (de importante relación con El señor de las moscas), de la que después hablaremos, y también Relatos de un náufrago, de Gabriel García Márquez. En el orden fílmico el célebre cineasta francés Georges Meliès dirige una primera versión de Robinson Crusoe en 1902. Luego, la adaptación de Luis Buñuel, rodada en México, que es quizá la más destacada. Y a esta forma de la humanidad insular y aislada puede agregársele Cast Away (El náufrago), de Tom Hanks. Aquí el hombre solitario y asilado se sobrepone, pero sufre los estragos de la superioridad de las fuerzas naturales. Primero personalidad arrogante, avasalladora, hiperactiva, se diluye luego en la nadidad, en la soledad. Fuerza una amistad imaginaria con Wilson, una pelota de volleyball. Es el hombre no re-construido (como Crusoe) sino de-construido.
IV. Los niños en la isla de El Señor de las moscas.

Una de las motivaciones de El señor de las moscas es la sátira de la infancia buena e inocente.
El modelo que ridiculiza el escritor inglés es la mencionada La Isla de Coral, novela del escocés Robert Michael Ballantyne, de 1857. Su impacto y difusión fue notorio en su momento. A diferencia de Pablo y Virginia, exitosa novela popular del escritor francés Jacques-Henri Bernardin de San Pierre, del siglo XVIII y hoy devaluada, La isla de Coral aún continúa suscitando reediciones.
En esta novela ocurre un naufragio en una isla de la Polinesia. Los únicos sobrevivientes son tres niños ingleses, Ralph Rover, de quince años (que oficia de narrador), Jack Martin, de dieciocho, y Peterkin Gay. En la difícil circunstancia, la amistad entre ellos se profundiza, y consiguen comida abundante, frutas, pescado y cerdos salvajes.
Exploran la isla, y construyen un refugio y un bote. Descubren la cueva «del diamante», a la que sólo se accede sumergiéndose en el agua. La serenidad idílica del comienzo se fractura después por lo inesperado: la llegada de indios y piratas. Ralph traba amistad con un pirata, «Bill el Sanguinario » disconforme con el trato violento de su capitán. Y un cacique pagano, Tataro, antes amigo, se convierte en una amenaza para los muchachos. Pero la civilización, y su promesa de redención a través de la evangelización cristiana trae finalmente la medicina liberadora del “barbarismo” de Tataro. Porque una vez evangelizado el nativo comprende su violencia y se convierte a la fe de Cristo, y arroja después sus ídolos paganos al fuego.
Los muchachos luego regresan a Inglaterra. Nunca dejaron de practicar su estricta educación civilizada, aun ante la necesidad de comida, y el peligro de salvajes y ladrones del mar. La moral e inocencia incorruptible de los buenos niños ingleses. Una historia que pretende demostrar que la civilización triunfa ante el barbarismo y su amenaza. Una vifion optimista del hombre civilizado y bueno, inmune al mal.
Muy distinto es el destino de la infancia abandonada en la isla de El señor de las moscas, de William Golding.
En un período de guerra, un avión con estudiantes británicos es derribado y se estrella en una isla desierta. Sólo los niños sobreviven. Todos los adultos mueren.
Entre los niños hay dos grupos, los más pequeños, entre siete u ocho años, y los mayores de trece años. Ralph, uno de los chicos grandes, es elegido como líder del grupo. Al manipular una caracola por primera vez, el niño se asegura el derecho de hablar ante los otros niños reunidos. La caracola será el símbolo del derecho a la palabra ante los demás, o el monopolio de esa palabra. Su rival en esta detentación de la autoridad es Jack, jefe de un coro de niños que, al principio, no se desprenden de sus capas negras. Jack es secundado por Roger. El coro antes cantaba piezas angelicales.

A Ralph se unen Piggy, “el cerdito”, siempre preocupado por retener sus gafas. Ralph y Piggy son la voz de la adultez prematura; representan la acción según reglas y principios racionales en pos de la supervivencia y el pedido de auxilio. Por eso, la primera disposición de Ralph es ordenar la creación de una hoguera en lo alto de un cerro costero, para generar el humo que como estela revoltosa y ascendente pueda atraer la atención de eventuales aviones o barcos de búsqueda. Las lentes de Piggy acrecientan el brillo solar para encender las ramas.
Ralph y Piggy prolongan la civilización en la isla perdida. Son la resistencia de la lógica, el recuerdo del pensar racional de la civilización. Piensan con realismo y pragmatismo. Su acción parte del presente para proyectarse hacia el futuro. Jack, por su parte, construye su propia ilusión de liderazgo de un grupo de cazadores, que no son otros que los niños antes cantores refinados y ahora trasformados en buscadores ávidos de carne. El grupo cazador encarna la fascinación creciente por lo salvaje, por el goce de la caza, por el sentimiento de fuerza que la cacería exitosa aporta. Y su grupo es también la gradual suspensión de la memoria de lo civilizado; el olvido de du educación, y el desinterés por proyectarse al futuro. Así, de a poco, a Jack y su cazadores les interesa más el placer salvaje del mommomenm y la caza de cerdos salvajes, que el razonamiento de un plan para ser rescatados. Por eso, se desentienden de la conservación del fuego, y el humo como señal de auxilio.

Entre los dos grupos se sitúa la figura de la mayor singularidad: el niño Simon. Solitario. Introvertido. Soñador.
Y entre los más pequeñitos nacen sueños poblados por una fiera. Un niño asegura que la criatura habita en el mar. Es un monstruo al acecho. El miedo aparece. Crece. Y se metamorfosea. Jack se beneficia con ese temor para afianzar su manipulación de los niños cazadores. Su tribu caza un cerdo, y le cortan la cabeza, y lo clavan en una estaca como ofrenda a la bestia. A la manera de guerreros o cazadores tribales gritan con sus caras pintadas. La ofrenda se convierte en «El señor de las moscas», cuando la cabeza decapitada es invadida por un borbollón de moscas y zumbidos.
Durante una noche, unos aviones se enfrentan en un combate que no es advertido por los náufragos. Uno de los pilotos pierde su avión. Su única escapatoria es arrojarse en paracaídas. Muerto, cae en una montaña de la isla. Su cuerpo inerte se enrolla entre las rocas. Sam y Eric (mellizos llamados habitualmente Samyeric) hallan al paracaidista. La sorpresa y el temor les hacen creer que es «la bestia». En un refugio revelan el incidente, aseguran que la fiera los amenaza. Es de noche todavía. Jack, Ralph y Simon se lanzan a la caza de «la fiera». En la montaña, al acercarse, creen que la figura exangüe del aviador es un gran mono. Este incidente aviva el temor entre los niños.
Simon es el temperamento introspectivo y contemplativo. Entre la selva isleña goza de especial placer en un «lugar secreto». Allí se topa con “El señor de las moscas”; es decir con la cabeza mutilada del cerdo. Un nuevo coletazo de ilusión convence al niño de que la cabeza le habla. El parlante Señor de las moscas le revela que él es el propio salvajismo que rebulle en los chicos. Le hace ver que la bestia no es más que parte de la agitación violenta que vive en cada uno de los niños. La alucinación desploma a Simon, que luego visita la montaña en la que supuestamente mora la fiera. Y descubre que el monstruo es sólo un paracaidista derribado, que se agranda o contrae al moverse su paracaídas entre el viento. Corre con la pretensión de revelar este hecho. Pero en la noche, la oscuridad resplande en medio de truenos y rayos. Entre el tremor de la tempestad, los cazadores matan a Simon confundiéndolo con la bestia al acecho.
Jack aumenta su presión para concentrar todo el poder. Desafía la autoridad de Ralph. Numerosos incidentes y tensiones agudizan la separación entre los dos grupos. Ralph, Piggy y los mellizos Eric y Sam componen el grupo racional, aunque los mellizos, presionados, finalmente se integran a la tribu de Jack. En las agresiones sin interrupción, una piedra se descuelga desde un risco empujada por miembros del grupo de los cazadores. Piggy sufre el impacto. La caracola, signo del poder del habla, se despedaza, y se quiebra también el cráneo del niño gordito en su caída violenta.
Ralph comprende: los tentáculos de la violencia se engrosan y se propagan libremente por la isla para buscar capturarlo y gozar con su muerte. La inminencia de este plan de Jack y Roger les es asegurada por los mellizos que hacen guardia. Ralph pernocta en un escondite, mientras Jack arrebata la estaca que sostenía la cabeza sacralizada del Señor de las moscas. Entonces, ordena un fuego masivo para que Ralph no tenga oportunidad de esconderse. El niño se convierte así en un perseguido. Alaridos y contorsiones bruscas, movimientos amenazantes de lanzas, cohesionan a los cazadores en una sola fuerza que se arroja como flecha hacia el niño que no renunció a la razón. Ralph corre. Desesperado. Escapa. Llega a la playa. Acaso entreve su final. Pero al levantar su cabeza descubre la repentina aparición de un miembro de la marina británica, arropado en un impoluto uniforme blanco. Aparición milagrosa. Llegada de la salvación.
El oficial se sorprende por el aspecto salvaje de los niños, que contrasta con los niños ingleses de La isla del coral. Pero para Jack y su tribu la reacción inicial no es la alegría. Los domina la sorpresa y su tristeza por el retorno al mundo donde sólo serán niños. No amos. Y uno de los niños, ante la vista del oficial, se queda mudo, no puede hablar. La imposibilidad de regresar al lenguaje como un código común y civilizador.
V. Las distintas lecturas, o caminos para el pensamiento, desde una novela

Los temas que detona la novela de Golding son múltiples, como toda obra literaria que roza vetas profundas. Algunos de ellos son directos y obvios: la pérdida de la inocencia infantil y la contraposición civilización y barbarie.
El colapso de la supuesta inocencia infantil no es sólo una maduración prematura, también es consecuencia del mal como fuerza en sí misma inexplicable. “Ralph lloró por la pérdida de la inocencia, las tinieblas del corazón del hombre”. Esta última imagen recuerda la intuición que Jodeph Conrand le impone a Kurtz en El corazón de las tinieblas (1899), con su esencial captación de la oscuridad abismal de la vida. Y también expresa la convicción de Golding sobre la propensión del hombre hacia el mal. Su paso por la Royal Navy en la segunda guerra hartó sus ojos de horror. Lo convenció de la falacia de toda ingenuidad sobre la bondad del hombre a la manera de Locke o Rousseau. Pero esto no significa que Golding niegue la posibilidad del predomino final del bien sobre el mal. Esto es parte de una creencia religiosa de raigambre cristiana, que permite interpretar el salvajismo desatado en la isla como una posible metáfora de la caída del hombre.

Y la inocencia que se diluye en El señor de las moscas es derrumbe de toda imagen idealizada de la niñez. La niñez primero fue una figura inexistente en la historia. El niño empezó a existir como sujeto diferenciado recién a partir del siglo XVIII, tal como destaca, por ejemplo, Giorgio Agamben en Infancia e historia. En el siglo XIX, el movimiento ilustrado y aún más el romanticismo contribuyen a esa mutación. A partir de este momento de la cultura moderna, el niño es un estadio particular e independiente del desarrollo humano.
Para la filosofía del romanticismo en particular, la niñez es el reino inicial de las intuiciones mágicas y poéticas, de una apertura asombrada y filosófica al mundo. La sensibilidad mágica del niño no deviene plenamente en sabiduría por la ausencia todavía de un desarrollo intelectual. Pero la infantil percepción mágica del mundo es convertida por los románticos en la prehistoria de la sensibilidad que el adulto debiera buscar y recuperar como un paraíso o tesoro perdido. Idealización de la infancia como la representada típicamente por las Recollections of early Childhood u Oda a la inmortalidad de William Wordsworth; el relato sobre la vida de Kaspar Hauser; o, a su manera, el Emilio de Rousseau.
En la famosa teoría pedagógica del autor de los Discursos sobre la desigualdad social o El discurso sobre las ciencias y las artes, el niño puede devenir un adulto sano si la sociedad no interfiere en sus sentimientos naturales, y en los principios éticos superiores que la naturaleza escribe en el corazón humano.
La niñez como manantial de poesía y ternura siempre fue una mirada sesgada y parcial. Claro. La niñez, como la psiquis humana en general, no escapa a la ambivalencia. Y en el caso de la infancia lo ambivalente es la espontaneidad y alegría del juego, por un lado, y la crueldad y ferocidad, por el otro. El rostro cruel de la niñez, su lado oscuro, ocupa el centro de la escena en El Señor de las moscas. Un acto de realismo psicológico respeto a la mente infantil.
El sondeo literario de la crueldad primaria del niño es posible hallarla también en las obras de las escritoras argentinas Beatriz Guido y Silvina Ocampo; o en Los niños del maíz de Stephen King; o, por ejemplo, en el film de Narciso Ibáñez Serrador, hijo del inolvidable Narciso Ibáñez Menta, ¿Quién puede matar a un niño?
Pero un sentido de la crueldad infantil que no debiera ser olvidado es su condición lúdica. Lo cruel que Jack, Roger y los cazadores encarnan es parte de un juego. Si hay una realidad psíquica común y constante de la infancia es lo lúdico. La trasformación de las acciones y estímulos en juego. Para Jack y los suyos la crueldad es parte de una vida más divertida, de más alegría y libertad en un medio en el que los controles o presiones de la civilización han desaparecido.
Y la racionalidad de Ralph y Piggy también es parte de una acción lúdica, pero que no se asume como tal. La seriedad adulta que algunos niños quieren imitar es el particular juego que se niega como tal: “La hoguera es lo más importante de todo. Sin ella no nos van a rescatar. A mí también me gustaría pintarme el cuerpo como los guerreros y ser un salvaje, pero tenemos que mantener esa hoguera encendida. Es la cosa más importante de la isla…” dice Ralph. El niño que representa el juego de la voz de la razón.
Generalmente, la racionalidad se piensa como lo contrario del juego. Una evaluación quizá sesgada o directamente incorrecta. La esencia del juego ha sido pensada por Huizinga, Schiller, Wittgenstein, Gadamer, entre otros. Pero aquí sólo nos interesa pensar que el juego, en su ritmo más profundo, es una respuesta posible a las exigencias o misterios de la vida. La razón como razón teórica o como racionalidad instrumental, a pesar de sus pretensiones de seriedad anti-lúdica, también es un jugar. En El Señor de las moscas, por su parte, entran en conflicto dos paradigmas del juego (el de la liberación de la violencia y el de la planificación lógica de las respuestas y acciones; o simplificando: el juego de la barbarie y la civilización). Pero nada escapa al jugar, a un específico juego de lenguaje en terminología wittgensteniana.
La clave política es otra lectura posible. Ralph es el liderazgo democrático, es la autoridad racional que se justifica por una libre elección y por acciones que buscan el bienestar para todos. Piggy, por su parte, es la lucidez del observador que preserva su independencia, y el valor irreductible de la libertad individual. Simon es la personalidad artística (imaginativo, introspectivo, el que escucha otro tambor, el que ve), el individuo que siempre fluctúa en los márgenes del orden social y político. Jack, por el contrario, es la ambición de poder, aliado con la violencia, crueldad o sadismo de Roger para consolidar el poder jerárquico y autoritario que se ejerce principalmente sobre los más pequeñitos. El lugar de los más chicos también es el del hombre común sometido a la manipulación de una dirigencia autocrática. Es decir: la oposición o conflicto entre democracia y autoritarismo, colectivismo homogeneizador y preservación de lo individual.
Y la dinámica del conflicto en El Señor de las moscas desnuda también el poder del miedo. La isla es lo desconocido, sin ningún mapa con nombres orientadores. La isla así está fuera de la civilización; es decir, del lenguaje que conoce, define y sabe. La isla es lo no conocido, y la reacción emotiva más primaria ante lo desconocido es el miedo. Antes de ser conjurado, el miedo es el peligro no controlable. En esa indefensión crece lo monstruoso, que se concretiza en la isla de El señor de las moscas como la fiera o la bestia que vive en el mar primero, y en la tierra después.
La fuerza amenazante que provoca miedo, sólo es aliviada por el pacto mítico de la ofrenda y la retribución. La ofrenda para recibir como retribución la protección o la suspensión de la amenaza. Es la cabeza clavada en la estaca como ofrenda a la fiera, a la deidad de la isla. La cabeza del cerdo como ofrenda es efecto de la distorsión de los hechos que trae el miedo. Regreso a la psicología del hombre arcaico frente al mundo amenazante. La forma de conjurar esa amenaza es a través de la creación de seres míticos a los que se pueda controlar mediante ofrendas.
Pero quedarse sólo en la obvia distorsión que no comprende que la cabeza de cerdo es sólo eso, es no ver, creemos, un aspecto de la novela que suele ser soslayado o ignorado. La institución de la ofrenda, la imaginación que inventa una fiera en la isla, es también la trasformación imaginativa del mundo inmediato a partir del efecto de misterio que provoca la naturaleza virgen. En la isla, la realidad física vuelve a ser enigma, intriga, que permite no sólo la seca respuesta racional sino también la proyección de un sesgo imaginativo que hace de las cosas una realidad más encantada y sugerente.
Esta faceta de la ofrenda en El señor de las moscas como re-imaginación del entorno físico, habla del origen mismo de lo mitopoético, cuando la humanidad no se contenta con la descripción lógica del mundo (actitud moderna muy posterior) sino que, a pesar de las distorsiones y errores, responde de forma creativa a las exigencias y demandas de un universo abierto a la exploración, y vivido como fuente de amenaza y de asombro a la vez.
En lo primitivo tribal que regresa como juego en El señor de las moscas regresa también la imaginación simbólica que crea un mundo que se yuxtapone al mundo primario de la naturaleza. Claro que esto no libra a Jack y Roger de manipular el encantamiento imaginativo del entorno para su deleite de mandar y controlar.
A su vez, en el desarrollo de la civilización, el fuerte desafío es que la imaginación que se proyecta sobre lo circundante no niegue la razón, sino que impida un exceso de razón, o racionalismo, que reduzca todo solo a la comprensión lógica de los fenómenos.
Y otro cariz de El señor de las moscas, antes ya insinuado y que no puede ser subestimado, es la trasformación de las reacciones humanas corrientes ante circunstancias excepcionales. La situaciones límites que trasforman al hombre, y lo llevan a actuar de forma muchas veces inesperada, que puede suponer la negación de principios de civilización. Por ejemplo, la transformación de Jack y Roger y los demás niños en seres crueles e intolerantes, recuerda el resultado de numerosos experimentos sociales que demuestra que aún el hombre más civilizado puede, bajo circunstancias determinadas de presión extrema, convertirse en un ser violento, dominado por instintos destructivos, y despojado de sensibilidad hacia el prójimo. Es el caso por ejemplo del experimento Milgram (recogido en el film I… como Icaro); el experimento de la cárcel de Stanford (recreado en la película alemana Das experiment); o lo que muestra el film La ola en base a una comprobación experimental de la seducción generada por las consignas de grupos autoritarios por el profesor Ron Jones en la Cubberley High School, colegio de Palo Alto, California, en 1967.
Así, más allá de todo lo dicho antes sobre la isla, la isla de El señor de las moscas muestra las tensiones que pueden producir la aparición del salvaje que duerme bajo el delgado barniz del hombre civilizado. Ese salvajismo reprimido se disfraza tras la fachada de las buenas maneras o costumbres.
El impacto de la novela de Golding es mostrar qué cerca está el hombre civilizado de lo salvaje y tribal, del goce del poder y la manipulación, y de las distorsiones que surgen en la interpretación de la realidad cuando se niega la razón; esas distorsiones que hacen imagibar uba cabeza de cerdo como la ofrenda a un ser furtivo y amenazante.
