Alquimia e iniciación

Por Mircea Eliade

Alquimista en su laboratorio (Wikimedia Commons)

La alquimia (del árabe, al-khīmiyā) es una antigua disciplina que combina elementos de la metalurgia, la física, la medicina, la astrología y el misticismo. Mircea Eliade escribió Herreros y alquimistas, una de las mejores obras de interpretación del lenguaje simbólico de este arte que, hoy, es aceptado como preludio de la química.

No se conoce con precisión el origen de la alquimia, pero esta se practicó en Mesopotamia, el Antiguo Egipto, Persia, la India y China, en la Antigua Grecia, el Imperio Romano, el Imperio islámico, y luego e Europa hasta el siglo XVIII. El devenir de la alquimia occidental está muy ligado con el hermetismo, un sistema filosófico atribuido al legendario Hermes Trismegisto, deidad sincrética grecoegipcia. Esta tradición influyó en el surgimiento del rosacrucismo, movimiento esotérico del siglo XVII, y luego ejerció gran influencia en el desarrollo de la química como disciplina científica moderna.

La finalidad de la alquimia empírica, y su búsqueda del opus magnum o piedra filosofal, era la transformación de metales innobles, como el plomo, en nobles, plata y oro. Esto permitiría el acceso a la vida eterna. Pero, en un sentido más profundo, el propósito era la comprensión de la materia como expresión espiritual del poder creador de Dios. La transformación de la materia en el laboratorio alquímico, así habría sido parte de un proceso simbólico orientado hacia el autoconocimiento, la redención y realización espiritual, como lo sugiere Carl Gustav Jung en su Psicología y alquimia, 1944; y aquí Mircea Eliade, en el capítulo que hemos elegido de su mencionada Herreros y alquimistas (1956), «Alquimia e iniciación», en el que lo alquímico surge de lo metalúrgico, del fuego y la transformación de los metales y la materia, como parte de un proceso iniciático, de «muerte» de la materia conocida hacia una materia renacida y una nueva conciencia espiritual, tras una vuelta al origen. E.I

Alquimia e iniciación, por Mircea Eliade, en Herreros y alquimistas

No vamos a abordar aquí el estudio de los principios y métodos de la alquimia alejandrina, árabe y occidental. El tema es inmenso. Basta con referirse a las obras clásicas de Marcelin Berthelot y Edmund von Lippmann y a las investigaciones de Julius Ruska, J. R. Partington, W. Gundei, A. J. Hopkins, F. Sherwood Taylor, John Read, W. Ganzenmüller, etc., sin perder de vista el hecho de que todos estos autores conciben la alquimia como una etapa embrionaria de la química. Por otra parte, no faltan trabajos en los que la alquimia se considera en su calidad de técnica, al propio tiempo, operatoria y espiritual. El lector que sienta curiosidad por conocer el punto de vista tradicional puede consultar las obras de Fulcanelli, Eugenio Canseliet, J. Evola, Alexander von Bernus, Renato Alleau, para citar solamente las publicaciones del último cuarto de siglo dedicadas a la doctrina alquímica tradicional. En cuanto a la interpretación psicológica de C. G. Jung, forma capítulo aparte en la historiografía de la alquimia.

Es suficiente para nuestros propósitos hacer resaltar brevemente algunos simbolismos y operaciones alquímicas y mostrar su solidaridad con los simbolismos y técnicas arcaicas vinculadas a los procesos de la Materia. Es en las concepciones que conciernen a la Madre Tierra, los minerales y los metales y, sobre todo, en la experiencia del hombre arcaico ocupado en los trabajos de la mina, de la fusión y de la forja donde hay que buscar, a juicio nuestro, una de las principales fuentes de la alquimia. La «conquista de la materia» comenzó muy pronto, tal vez en el mismo período paleolítico; es decir, tan pronto como el hombre consigue no sólo fabricar, sino dominar el fuego y utilizarle para modificar los estados de la materia. En todo caso, ciertas técnicas —en primer término la agricultura y la cerámica— se desarrollaron ampliamente en el neolítico. Ahora bien: estas técnicas eran al mismo tiempo misterios, pues implicaban por una parte la sacralidad del Cosmos y por otra se transmitían por iniciación (los «secretos del oficio»). El laboreo de las tierras o la cocción de la arcilla, como un poco más adelante los trabajos mineros y metalúrgicos, situaban al hombre arcaico en un Universo saturado de sacralidad. Sería vano pretender reconstituir sus experiencias: hace ya demasiado tiempo que el Cosmos ha perdido esa sacralidad, como consecuencia sobre todo del triunfo de las ciencias experimentales. Los modernos somos incapaces de comprender lo sagrado en sus relaciones con la Materia; todo lo más podemos tener una experiencia «estética», y lo más frecuente es conocer la Materia en tanto que «fenómeno natural». No hay más que imaginar una comunión no limitada a las especies de pan y vino, sino ampliada al contacto con toda clase de «sustancias», para medir la distancia que separa tal experiencia religiosa arcaica de la experiencia moderna de los «fenómenos naturales».

No es que el hombre de las sociedades arcaicas estuviese aún «sepultado en la Naturaleza» y fuese incapaz de desprenderse de las innumerables «participaciones místicas» de la Naturaleza y, en suma, incapaz de pensamiento lógico o de trabajo utilitario en el sentido que hoy damos a esta palabra. Todo lo que sabemos de nuestros contemporáneos «primitivos» invalida estas imágenes y juicios arbitrarios. Pero es evidente que un pensamiento dominado por el simbolismo cosmológico había de crear una «experiencia del mundo» completamente distinta de la que hoy posee el hombre moderno. Para el pensamiento simbólico, el mundo no sólo está «vivo», sino también «abierto»; un objeto no es nunca tal objeto y nada más (como sucede con el conocimiento moderno), sino que es también signo o receptáculo de algo más, de una realidad que trasciende el plano del ser de aquel objeto. Para limitarnos a un ejemplo: el campo labrado es algo más que un trozo de tierra; es también el cuerpo de la Tierra Madre; la azada es un phallus, sin que por ello deje de ser una herramienta; el laboreo es al mismo tiempo un trabajo «mecánico» (efectuado con herramientas fabricadas por el hombre) y una unión sexual orientada hacia la fecundación hierogámica de la Madre Tierra.

Pero si nos resulta imposible revivir tales experiencias, sí nos es dado, al menos, imaginar su resonancia en la vida de los que las sufrían. El Cosmos era una hierofania, y al estar sacralizada la existencia humana, el trabajo implicaba un valor litúrgico que aún sobrevive oscuramente entre las poblaciones rurales de la Europa contemporánea. Importa particularmente subrayar la posibilidad ofrecida al hombre de las sociedades arcaicas de insertarse en lo sagrado mediante su propio trabajo, su calidad de homo faber, de autor y manipulador de herramientas. Estas experiencias primordiales se han conservado y transmitido durante numerosas generaciones gracias a los «secretos del oficio»; cuando la experiencia global del mundo se modificó como consecuencia de las innovaciones técnicas y culturales consecutivas a la instauración de la civilización urbana, a lo que se ha convenido en llamar «Historia» en el sentido principal del término, las experiencias primordiales vinculadas a un Cosmos sacralizado se reanimaron periódicamente por medio de las iniciaciones y ritos del oficio. Hemos hallado ejemplos de transmisión por iniciación en los mineros, los fundidores y los herreros que conservaron en Occidente hasta la Edad Media, y en otras regiones del mundo hasta nuestros días, el comportamiento arcaico frente a las sustancias minerales y los metales.

Las obras de metalurgia y orfebrería del antiguo Oriente representan un testimonio suficiente de que el hombre de las culturas arcaicas había llegado a conocer y dominar la materia. Hasta nosotros han llegado numerosas recetas técnicas, algunas de las cuales datan del siglo XVI a. C. (por ejemplo, el Papyrus Ebers), que se refieren a las operaciones de aleación, de tintura e imitación del oro (por ejemplo, los Papiros de Leyden y Estocolmo, que datan del siglo III a. C.). Los historiadores de las ciencias han subrayado oportunamente el hecho de que los autores de esas recetas utilizaban cantidades y números, lo que, a su juicio, probaría el carácter científico de estos documentos. Es cierto que los fundidores, los herreros y los maestros orfebres de la antigüedad oriental sabían calcular las cantidades y dirigir los procesos físico-químicos de la fundición y la aleación. Pero habría que saber si se trataba únicamente para ellos de una operación metalúrgica o química, de una técnica o una ciencia en el sentido riguroso de estas palabras. Los herreros asiáticos y africanos, que aplican recetas análogas con los resultados prácticos que conocemos, no consideran tan sólo el lado práctico de estas operaciones, sino que van acompañadas de un sentido ritual. Sería por tanto imprudente aislar, en los principios históricos de la alquimia greco-egipcia, las recetas de la «tintura de los metales»; ningún oficio, incluso en la antigüedad posterior, era considerado como una simple técnica. Por avanzada que estuviese en tal época la desacralización del Cosmos los oficios conservaban aún su carácter ritual, sin que el contexto hierúrgico fuese necesariamente indicado en las recetas.

De todos modos es cierto que los documentos históricos permiten distinguir tres épocas en los principios de la alquimia greco-egipcia: 1) la época de las recetas técnicas; 2) la época filosófica, inaugurada muy probablemente por Bolos de Mendes (siglo II a. C.) y que se manifiesta en los Physika kai Mystika, atribuidos a Demócrito; 3) finalmente, la época de la literatura alquímica propiamente dicha, la de los apócrifos, de Zosimo (siglos III y IV de nuestra Era) y de los comentadores (siglos IV-VII). Aunque el problema del origen histórico de la alquimia alejandrina no esté todavía resuelto, podría explicarse la brusca aparición de los textos alquímicos en los comienzos de la Era cristiana como el resultado del encuentro entre la corriente esotérica representada por los Misterios, el neopitagorismo y el neoorfismo, la astrología, las «sabidurías orientales reveladas», el gnosticismo, etc. —corriente esotérica producto, sobre todo, de las gentes cultivadas, de la intelligentsia—, y las tradiciones «populares», que conservaban los secretos de oficio, las magias y técnicas de gran antigüedad. Un fenómeno análogo puede comprobarse en China con el taoísmo y el neotaoísmo, y en la India con el tantrismo y el Hatha-Yoga. En el mundo mediterráneo estas tradiciones «populares» han prolongado hasta la época alejandrina un comportamiento espiritual de estructura arcaica. El creciente interés por las «sabidurías orientales» y las técnicas y ciencias tradicionales relativas a las sustancias, las piedras preciosas, las plantas, caracteriza toda esta época de la antigüedad, brillantemente estudiada por Franz Cumont y el reverendo padre Festugière.

¿A qué causas históricas debemos atribuir el nacimiento de las prácticas alquímicas? Sin duda nunca lo sabremos. Pero resulta dudoso que la alquimia se haya constituido como disciplina autónoma a partir de las recetas para falsificar o imitar el oro. El Oriente helénico había heredado todas sus técnicas metalúrgicas de Mesopotamia y Egipto, y sabemos que desde el siglo XIV anterior a nuestra Era los mesopotámicos habían puesto a punto la prueba del oro. Querer emparentar una disciplina que durante dos mil años ha intrigado al mundo occidental con los esfuerzos realizados para hacer oro por medios artificiales es olvidar el extraordinario conocimiento que los antiguos tenían de los metales y las aleaciones y subestimar sus capacidades intelectuales y espirituales. La transmutación, meta principal de la alquimia alejandrina, no era en el estado contemporáneo de la ciencia ningún absurdo, pues la unidad de la materia era desde hacía muchísimo tiempo un dogma de la filosofía griega. Pero resulta difícil creer que la alquimia haya surgido precisamente de las experiencias llevadas a cabo para convalidar ese dogma y demostrar experimentalmente la unidad de la materia. Es difícil ver la fuente de una técnica espiritual y una soteriología en una teoría filosófica.

Por otra parte, cuando el espíritu griego se aplica a la ciencia da pruebas de un sentido extraordinario de observación y razonamiento. Y lo que precisamente nos llama la atención al leer los textos alquímicos griegos es su falta de interés por los fenómenos físico-químicos; es decir, justamente la ausencia de espíritu científico. Como acertadamente señala Sherwood Taylor:

«Todos cuantos utilizaban el azufre no podían dejar de observar los curiosos fenómenos que se producen tras de su fusión y el consecutivo calentamiento del líquido. Ahora bien, aun cuando se mencione centenares de veces el azufre, jamás se hace alusión a ninguna de sus características, aparte de su acción sobre los metales. Hay en ello tal contraste con el espíritu de la ciencia griega clásica que no podemos por menos de concluir que los alquimistas no se interesaban por los fenómenos naturales que no servían a sus fines. Es, sin embargo, un error no ver en ellos sino a buscadores de oro, pues el tono místico y religioso que se advierte en sus obras, sobre todo en las de época tardía, se acomoda mal con el espíritu de los buscadores de riquezas (…). No se encontrará en la alquimia ningún rastro de una ciencia (…). El alquimista no emplea jamás procedimientos científicos».

Los textos de los antiguos alquimistas demuestran que «estos hombres no se interesaban por hacer oro y no hablaban en realidad del oro real. El químico que examina esas obras experimenta la misma impresión que un albañil que quisiera extraer informaciones prácticas de un tratado sobre la francmasonería». (Sherwood Taylor, ibíd página 138).

Si, por consiguiente, la alquimia no podía nacer del deseo de falsificar oro (es decir, crearlo por medios de laboratorio), ya que la prueba del oro era conocida desde hacía varios siglos, ni de una técnica científica griega (acabamos de ver la falta de interés de los alquimistas griegos por los fenómenos físico-químicos en cuanto tales), forzoso nos resulta buscar en otro lugar los «orígenes» de esta disciplina sui generis. Es probable que, más que la teoría filosófica de la unidad de la materia, haya sido la vieja concepción de la Madre Tierra, portadora de minerales-embriones, la que cristalizó la fe en una transmutación artificial; es decir, verificada en un laboratorio. Fue probablemente el encuentro con los simbolismos, las mitologías y las técnicas de los mineros, fundidores y herreros lo que verosímilmente dio lugar a las primeras operaciones alquímicas. Pero, sobre todo, fue el descubrimiento experimental de la Sustancia viviente, tal como era sentida por los artesanos, el que debió jugar el papel decisivo. Efectivamente, es la concepción de una Vida compleja y dramática de la Materia lo que constituye la originalidad de la alquimia en relación con la ciencia griega clásica. Existe, pues, fundamento para suponer que la experiencia de la vida dramática de la Materia fue posible precisamente gracias al conocimiento de los Misterios greco-orientales.

Es sabido que la esencia de la iniciación a los misterios residía en la participación en la pasión, muerte y resurrección de un dios. Ignoramos las modalidades de esta participación, pero bien podemos suponer que los sufrimientos, la muerte y la resurrección del dios, ya conocidos del neófito como mito, como historia ejemplar, le eran comunicados durante la iniciación de modo «experimental». El sentido y la finalidad de los Misterios eran la transmutación del hombre: por la experiencia de la muerte y resurrección iniciáticas, el místico cambiaba de régimen ontológico (se hacía inmortal).

Ahora bien, el argumento «dramático» de los «sufrimientos», la «muerte» y la «resurrección» de la materia, está atestiguado desde el comienzo de la literatura alquímica greco-egipcia. La transmutación, la opus magnum, que conducía a la Piedra filosofal, se obtiene haciendo pasar la materia por cuatro grados o fases denominadas, según los colores que toman los ingredientes, melansis (negro), leukosis (blanco), xanthosis (amarillo) e iosis (rojo). El negro (la «nigredo» de los autores medievales) simboliza la «muerte», y más adelante habremos de volver sobre este misterio alquímico. Pero conviene subrayar que las cuatro fases de la opus aparecen atestiguadas ya en los Physika Kai Mystika seudodemocriteanos (fragmento conservado por Zosimo) y, por tanto, en el primer escrito alquímico (siglos II-I a. C.). Con innúmeras variantes las cuatro (a veces cinco) fases de la obra (nigredo, albedo, citrinitas, rubedo y, a veces, viriditas y otras cauda pavonis) se mantienen en toda la historia de la alquimia árabe y occidental.

Más aún, es el drama místico del Dios —su pasión, su muerte, su resurrección— lo que se proyecta sobre la materia para transmutarla. En definitiva, el alquimista trata a la Materia como el Dios era tratado en los Misterios; las sustancias minerales «sufren», «mueren», «renacen» a un nuevo modo de ser; es decir, son transmutadas. Jung ha llamado la atención sobre un texto de Zosimo (Tratado sobre el arte, III, I, 2-3), en el cual el célebre alquimista refiere una visión que tuvo en sueños: un personaje de nombre Ion le revela que ha sido perforado por la espada, cortado en pedazos, decapitado, chamuscado, quemado en el fuego, y que ha sufrido todo eso «a fin de poder cambiar su cuerpo en espíritu». Al despertar Zosimo se pregunta si todo lo que ha visto en sueños no está relacionado con el proceso alquímico de la combinación del Agua, si Ion no es la figura, la imagen ejemplar del Agua. Como Jung ha demostrado, este Agua es el aqua permanens de los alquimistas, y sus «torturas» por el fuego corresponden a la operación de separatio.

Observemos que la descripción de Zosimo no sólo recuerda el desmembramiento de Dionisos y otros «Dioses moribundos» de los Misterios (cuya «pasión» es en cierto modo homologable a los diversos momentos del ciclo vegetal, sobre todo las torturas, la muerte y la resurrección del «Espíritu del trigo»), sino que también presenta sorprendentes analogías con las visiones de iniciación de los chamanes y, en general, con el esquema fundamental de todas las iniciaciones arcaicas. Es sabido que toda iniciación incluye una serie de pruebas rituales que simbolizan la muerte y resurrección del neófito. En las iniciaciones chamánicas, estas pruebas, aun cuando sean experimentadas «en estado segundo», son a veces de una extremada crueldad: el futuro chamán asiste en sueños a su propio descuartizamiento, su decapitación y su muerte. Si tenemos en cuenta la universalidad de este esquema de iniciación y, por otra parte, la solidaridad entre los trabajadores de los metales, los herreros y los chamanes; si se piensa que las antiguas hermandades mediterráneas de metalúrgicos y herreros disponían verosímilmente de misterios que les eran propios, podremos situar la visión de Zosimo en un universo espiritual que hemos tratado de descifrar y circunscribir en las páginas precedentes. Al mismo tiempo advertimos la gran innovación de los alquimistas: éstos proyectan sobre la materia la función de iniciación del sufrimiento. Gracias a las operaciones alquímicas, asimiladas a las «torturas», a la «muerte» y a la «resurrección» del místico, la sustancia es transmutada, es decir, obtiene un modo de ser trascendental: se hace «oro», que, repetimos, es el símbolo de la inmortalidad. En Egipto se consideraba que la carne de los Dioses era de oro: al convertirse en un Dios, el Faraón alcanzaba también la conversión de su carne en oro. La transmutación alquímica equivale por ello a la perfección de la materia; en términos cristianos, a su redención.

Hemos visto que los minerales y los metales eran considerados como organismos vivos; se hablaba de su gestación, su crecimiento y su nacimiento e incluso de su matrimonio. Los alquimistas adoptaron y revalorizaron todas estas creencias arcaicas. La combinación alquímica del azufre y el mercurio casi siempre se expresa en términos de «matrimonio», mediante el cual se simboliza una unión mística entre dos principios cosmológicos. Aquí reside la novedad de la perspectiva alquímica: la Vida de la Materia no está ya definida en términos de hierofanías «vitales» como en la perspectiva del hombre arcaico, sino que adquiere una dimensión «espiritual»; dicho de otro modo, al asumir la Materia la significación del drama y del sufrimiento asume también el destino del Espíritu. Las «pruebas de iniciación» que en el terreno del espíritu conducen a la libertad, a la iluminación y a la inmortalidad llevan en el terreno de la materia a la transmutación, a la Piedra filosofal.

La Turba Philosophorum expresa con absoluta claridad la significación espiritual de la «tortura» de los metales: eo quod cruciata res, cum in corpore submergitur, vertit ipsum in naturam inalterabilem ac indelebilem (porque la cosa torturada, cuando se sumerge en el cuerpo, se convierte en una naturaleza inalterable e indeleble). Ruska estima que entre los alquimistas griegos la «tortura» no correspondía aún a operaciones reales, sino que era simbólica, y que sólo comenzó a designar operaciones químicas a partir de los autores árabes. En el Testamento de Ga’far Sâdiq se lee que los cuerpos muertos deben ser torturados por el Fuego y por todas las Artes del Sufrimiento para que puedan resucitar, porque sin sufrimiento y muerte no puede obtenerse la Vida eterna. La «tortura» implicaba siempre la «muerte»: mortificatio, putrefactio, nigredo. No existe esperanza alguna de «resucitar» a un modo de ser trascendente sin «muerte» previa. El simbolismo alquímico de la tortura y de la muerte resulta a veces equívoco; la operación puede comprenderse tanto referida a un hombre como a una sustancia mineral. En las Allegoriae super librum Turbae se dice: accipe hominen, tonde eum, et trahe super lapidem… donec corpus eius moriatur (toma al hombre, córtalo, y arrástralo sobre la piedra…hasta que su cuerpo muera). Este simbolismo ambivalente impregna toda la opus alchymicum. Es importante, por tanto, comprenderlo bien.

(*) Fuente: Mircea Eliade, Herreros y alquimistas, ed. Alianza.

Deja un comentario