Prólogo de Imposturas intelectuales.

En 1996, Alan Sokal, profesor de física de la Universidad de Nueva York, envío un artículo a la revista académica de humanidades Social text para su publicación. El artículo se titula «La transgresión de las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica» («Transgressing the Boundaries: Towards a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity» ). Adrede, el texto estaba colmado de sinsentidos. A pesar de esto, fue publicado…
Al día siguiente de la publicación, Sokal declaró que todo era un engaño. Así estalló lo que se conoce como el escándalo Sokal. Lo que buscaba Sokal era demostrar que una revista académica de humanidades podía publicar un artículo si «suena bien», y si apoya prejuicios ideológicos de los editores contra las ciencias empíricas. La tesis del artículo era que la gravedad cuántica es un constructo social, o sea que la gravedad solo existe porque se cree en ella; si esto no ocurriera no existiría. La gravedad sería una construcción social e intersubjetiva. Esto provocó una gran reacción de numerosos intelectuales y medios académicos vinculados con la llamada posmodernidad filosófica o relativista.
Al año siguiente, Sokal escribió con Jean Bricmont, Imposturas intelectuales. Bricmont es un físico teórico belga de la Universidad de Lovaina, defensor de la racionalidad científica, y presidente de AFIS (Asociación Francesa para la Información Científica). En este libro, Sokal y Bricmont pretenden demostrar que ciertos intelectuales «posmodernos» como Lacan, Kristeva, Baudrillard y Deleuze, y otros, se apropian de conceptos de las ciencias físico-matemáticas sin su correcta comprensión, y fuera de contexto, y en pos de un relativismo epistémico que asevera que todo es relato, incluso la ciencia.
Publicamos aquí el prólogo de Imposturas intelectuales, escrito por Bricmont para que, a partir de su conocimiento, cada quien elabore su propia posición. E.I
Prólogo de Imposturas intelectuales, de Alan Sokal y Jean Bricmont (por Jean Bricmont)
La publicación en Francia de nuestro libro Impostures intellectuelles parece haber provocado una pequeña tempestad en determinados círculos intelectuales. Según Jon Henley en The Guardian, demostramos que «la filosofía francesa actual es una sarta de bobadas». Según Robert Maggiori en Libération, somos unos científicos pedantes y sin sentido del humor que se dedican a corregir errores gramaticales en cartas de amor. Nos gustaría explicar brevemente por qué ambas caracterizaciones de nuestro libro son erróneas y responder tanto a nuestros críticos como a nuestros seguidores superentusiastas. Queremos, en definitiva, deshacer unos cuantos malentendidos.
El libro surgió de la ya famosa broma por la que uno de nosotros publicó, en la revista norteamericana de estudios culturales Social Text, un artículo paródico plagado de citas absurdas, pero desgraciadamente auténticas, sobre física y matemáticas, tomadas de célebres intelectuales franceses y estadounidenses. No obstante, sólo una pequeña parte del dossier reunido por Sokal en su investigación bibliográfica pudo ser incluida en la parodia. Tras mostrar esa recopilación a amigos científicos y no científicos, nos fuimos convenciendo (lentamente) de que quizá valiera la pena ponerlo al alcance de un público más amplio. Queríamos explicar, en términos no técnicos, por qué las citas son absurdas o, en muchos casos, carentes de sentido sin más; y queríamos también examinar las circunstancias culturales que hicieron posible que esos discursos alcanzaran tanta fama sin que nadie, hasta la fecha, hubiera puesto en evidencia su vaciedad.
Pero ¿qué es exactamente lo que sostenemos? Ni demasiado ni demasiado poco. Mostramos que famosos intelectuales como Lacan, Kristeva, Irigaray, Baudrillard y Deleuze han hecho reiteradamente un empleo abusivo de diversos conceptos y términos científicos, bien utilizando ideas científicas sacadas por completo de contexto, sin justificar en lo más mínimo ese procedimiento —quede claro que no estamos en contra de extrapolar conceptos de un campo del saber a otro, sino sólo contra las extrapolaciones no basadas en argumento alguno—, bien lanzando al rostro de sus lectores no científicos montones de términos propios de la jerga científica, sin preocuparse para nada de si resultan pertinentes, ni siquiera de si tienen sentido. No pretendemos con ello invalidar el resto de su obra, punto en el que suspendemos nuestro juicio.
Se nos acusa a veces de ser científicos arrogantes, pero lo cierto es que nuestra visión del papel de las ciencias duras es más bien modesta. ¿No sería hermoso (precisamente para nosotros, matemáticos y físicos) que el teorema de Gödel o la teoría de la relatividad tuvieran inmediatas y profundas consecuencias para el estudio de la sociedad? ¿O que el axioma de elección pudiera utilizarse para estudiar la poesía? ¿O que la topología tuviera algo que ver con la psique humana? Pero por desgracia no es ése el caso.
Un segundo blanco de ataque de nuestro libro es el relativismo epistémico, a saber, la idea —que, al menos cuando se expresa abiertamente, está mucho más extendida en el mundo de habla inglesa que en Francia— según la cual la ciencia moderna no es más que un «mito», una «narración» o una «construcción social» entre otras muchas. Amén de algunos abusos de grueso calibre (como en el caso de Irigaray), desentrañamos cierto número de confusiones bastante frecuentes en los círculos posmodernos y de estudios culturales: por ejemplo, la apropiación indebida de ideas procedentes de la filosofía de la ciencia, tales como la subdeterminación de la teoría por los datos o la dependencia de la observación respecto de la teoría, todo con el propósito de apoyar el relativismo radical.
Este libro, por tanto, está constituido por dos obras distintas (aunque relacionadas) reunidas bajo una misma cubierta. En primer lugar, está la recopilación de abusos más extremados, descubiertos, de manera un tanto azarosa, por Sokal: son las «imposturas» de nuestro título. En segundo lugar, está nuestra crítica del relativismo epistémico y de las erróneas concepciones sobre la «ciencia posmoderna»; estos otros análisis son considerablemente más sutiles. El nexo entre esas dos críticas es principalmente sociológico: los autores franceses de las «imposturas» están de moda en muchos de aquellos mismos círculos académicos de habla inglesa en donde el relativismo epistémico es moneda corriente. Existe también un débil nexo lógico: si uno acepta el relativismo epistémico, tiene menos razones para indignarse por la torcida representación de las ideas científicas, que en todo caso no son más que otro «discurso».
Obviamente, no hemos escrito el presente libro sólo para señalar unos cuantos abusos aislados. Apuntamos a blancos más importantes, pero no necesariamente aquellos que se nos atribuyen. El presente libro se ocupa de la mistificación, del lenguaje deliberadamente oscuro, la confusión de ideas y el mal uso de conceptos científicos. Los textos que citamos pueden ser la punta de un iceberg, pero el iceberg deberá definirse como un conjunto de prácticas intelectuales, no como un grupo social.
Supongamos, por ejemplo, que un periodista descubre documentos que prueban que ciertos políticos muy apreciados son corruptos, y publica dichos documentos. (Insistimos de nuevo en que esto es una mera analogía y que no consideramos que los abusos aquí descritos sean de gravedad comparable). Algunos saltarán, sin duda, a la conclusión de que la mayoría de los políticos son corruptos, y ciertos demagogos que tratan de sacar provecho político de esta idea los animarán a ello. Pero una tal extrapolación sería errónea.
De manera análoga, ver el presente libro como una crítica generalizada de las humanidades o de las ciencias sociales —tal como algunos críticos franceses hicieron— no sólo sería comprender mal nuestras intenciones, sino que constituiría una curiosa asimilación, a la par que revelaría, en las mentes de dichos críticos, una actitud despectiva hacia esos ámbitos de estudio. Por lógica, o bien las humanidades y las ciencias sociales son coextensivas con los abusos denunciados en el presente libro, o bien no lo son. Si lo son, estaríamos atacando —por lo menos implícitamente— dichos ámbitos en bloque, pero lo haríamos justificadamente. Y si no lo son —como creemos nosotros—, no hay ninguna razón para atacar a un estudioso por lo que dice otro de la misma especialidad. Dicho más en general: cualquier interpretación de nuestro libro como un ataque general a X —tanto si X es el pensamiento francés como si es la izquierda cultural norteamericana o cualquier otra cosa— presupone que la totalidad de X se halla impregnada de los malos hábitos intelectuales que denunciamos, y esa acusación corresponde probarla a quien la hace.
Los debates suscitados por la broma de Sokal han acabado abarcando un espectro cada vez más amplio de cuestiones cada vez más tenuemente relacionadas entre sí, referentes no sólo al estatuto conceptual del conocimiento científico o a los méritos del postestructuralismo francés, sino también a la función social de la ciencia y la tecnología, al multiculturalismo y a la «corrección política», a la oposición entre izquierda y derecha académicas y a la oposición entre izquierda cultural e izquierda económica. Queremos recalcar que el presente libro no trata de la mayoría de esos temas. Concretamente, las ideas en él analizadas tienen poca o ninguna conexión conceptual o lógica con la política. Cualquiera que sea la opinión que uno tenga de las matemáticas lacanianas o del carácter teórico-dependiente de la observación, puede sostener, sin miedo a contradecirse, cualquier opinión sobre el gasto militar, los sistemas de protección social o el matrimonio homosexual. Existe, desde luego, un vínculo sociológico —aunque con frecuencia se exagera su importancia— entre las corrientes intelectuales «posmodernas» que criticamos y algunos sectores de la izquierda académica norteamericana. Si no fuera por la existencia de ese vínculo, no haríamos alusión alguna a la política. Pero no queremos que nuestro libro se vea como una andanada más en la penosa «Guerra de las Culturas», y menos aún como una andanada disparada desde la derecha. El pensamiento crítico sobre la injusticia de nuestro sistema económico y sobre la opresión racial y sexual ha ido en aumento en muchas instituciones académicas desde los años sesenta y ha sido objeto, en los últimos años, de burla y de injustas críticas. No hay nada en nuestro libro que pueda ni remotamente interpretarse en ese sentido.
Nuestro libro se enfrenta a contextos institucionales muy diferentes en Francia y en el mundo de habla inglesa. Mientras que los autores que criticamos han tenido un gran impacto en la enseñanza superior francesa y cuentan con abundantes discípulos en los medios de comunicación, las editoriales y los medios intelectuales en general —de ahí algunas de las furiosas reacciones contra nuestro libro—, sus homólogos angloamericanos son todavía una minoría duramente combatida dentro de los círculos intelectuales (aunque muy bien atrincherada en algunas plazas fuertes). Esto tiende a hacerlos parecer más «radicales» y «subversivos» de lo que realmente son, tanto a sus ojos como a los de sus críticos. Pero nuestro libro no va contra el radicalismo político, sino contra la confusión intelectual. Nuestro objetivo no es criticar a la izquierda, sino ayudarla a defenderse de un sector de ella misma que se deja arrastrar por la moda. Michael Albert, escribiendo en Z Magazine, lo resumía muy bien: «No hay nada veraz, sabio, humano ni estratégico en confundir la hostilidad a la injusticia y a la opresión, que es de izquierdas, con la hostilidad a la ciencia y a la racionalidad, que es un sinsentido».
(*) Fuente: Alan Sokal, Jean Bricmont, Imposturas intelectuales, edición digital, 1997.
