
Aquí un momento poco conocido de Salvador Dalí, el gran artista surrealista. Su ensayo sobre El ángelus de Millet es el más apreciado. Pero aquí, En los viejos cornudos del arte moderno (1956), el genial catalán a pesar de ser referente esencial de la vanguardia, no reprime su desprecio por un arte moderno que privilegia la fealdad, y el desdén por una técnica con la excelencia para pintar como Rafael.
De ahí que, por momentos con rocambolesco desefanfado en su expresión, Dalí embiste contra el crítico de arte que quiere «asesinar la pintura «. En su estado de «cornudez», este tipo de crítico ha sido «engañado por lo abstracto «. En una inesperada pose combativa, Dalí defiende el clasicismo. Y con ironía, acude a Picasso, cuyas fealdades son «por miedo a Bouguereau»; es decir, miedo ante el trazo pictórico exquisito de ese pintor francés de belleza clásica. A Picasso le atribuye tambien el «mérito» de haber generado tanta fealdad en nombre del arte moderno que «tú , con toda la violencia de tu anarquismo ibérico, has llegado al límite y a las últimas consecuencias de lo abominable.»
La fealdad del arte moderno se agota en el malagueño, según su amigo, el «rinoceronte Dalí «. Por lo que el arte que se recupera en su poder de belleza sólo puede proceder de enderezar la vista asombrada hacia el «divino Rafael», hacia el Renacimiento de «lo «arcangélicamente bello». Amor por lo clásico del artista de los relojes ablandados y de La tentación de San Antonio. La fantasía desencadenada surrealista del nativo de Figueres se mantiene en la figuración, y en las formas que exigen el bello pintar.
Aquí, entonces, un ejemplo de la escritura del artista que no ve contradicción entre respirar en la vanguardia, y volver a abrazar con emoción y respeto lo clásico, como tradición viva, en este caso, en los pinceles de Rafael.
EI
Un momento de Los viejos cornudos del arte moderno, por Salvador Dalí, redactado en francés, en 1956)
Olé!, porque los críticos del muy viejo arte moderno -llegados de las Europas más o menos centrales, o sea, de ninguna parte- han metido en la olla del cassoulet cartesiano sus equívocos más deliciosamente rabelaisianos y sus errores de situación más truculentamente cornelianos de cocina especulativa. Los cornudos ideológicos menos magníficos -exceptuando a los cornudos estalinistas- son de dos clases: Primo: el viejo cornudo dadaísta de canosa cabellera, que recibe un diploma de honor o una medalla de oro por haber querido asesinar a la pintura. Secundo: el cornudo casi congénito, crítico ditirámbico del viejo arte moderno, que se autorreencornuda de entrada por la cornudez dadaísta. Desde que el crítico ditirámbico se casó con la vieja pintura moderna, ésta no ha dejado de ponerle los cuernos. Puedo citar al menos cuatro ejemplos de dicha cornudez:
1°. Ha sido engañado por la fealdad.
2°. Ha sido engañado por lo moderno.
3°. Ha sido engañado por la técnica.
4°. Ha sido engañado por lo abstracto.
La introducción de la fealdad en el arte moderno comenzó con la adolescente ingenuidad romántica de Arthur Rimbaud, cuando dijo: “La belleza se sentó en mis rodillas y me cansé de ella”. Gracias a estas palabras clave, los críticos ditirámbicos -negativistas a ultranza, que odian el clasicismo, como cualquier rata de alcantarilla que se respete- descubrieron los estremecimientos biológicos de la fealdad y sus inconfensables atractivos. Empezaron a extasiarse ante una nueva belleza, a la que llamaban “no convencional”, y junto a la cual la belleza clásica se convertía de repente en cursilería.
Todos los equívocos eran posibles, incluido el de los objetos salvajes, feos como los pecados mortales (que en realidad son). Para no desentonar con los críticos ditirámbicos, los pintores se aplicaron con ahínco a lo feo. Cuanto más feo, más modernos eran. Picasso, que le tiene miedo a todo, fabricaba fealdad por miedo a Bouguereau. Pero él, a diferencia de los demás, la fabricaba expresamente, poniéndoles así los cuernos a los críticos ditirámbicos que pretendían volver a hallar la verdadera belleza. Pero como Picasso es un anarquista, después de clavarle media estocada a Bouguereau, se dispuso a dar la puntilla y a acabar para siempre con el arte moderno fabricando más fealdad él solo en un día que todos los demás juntos en muchos años.
Porque el gran Pablo Picasso, junto al angélico Rafael, el divino Marqués de Sade y yo mismo -el rinocerontesco Salvador Dalí-, tenemos la misma idea de lo que puede representar un ser arcangélicamente bello. Esta idea, por otra parte, no se diferencia en nada de la que posee instintivamente cualquier hombre de la calle -heredero de la civilización grecorromana- cuando se vuelve, petrificado de admiración, al paso de un cuerpo -llamemos a las cosas por su nombre, de un cuerpo pitagórico. En la cúspide de su mayor frenesí de la fealdad, envié a Picasso, desde Nueva York, el siguiente telegrama:
Gracias, Pablo! Tus últimas pinturas ignominiosas han matado el arte moderno. Sin ti, con el gusto y la mesura característicos de la prudencia francesa, habríamos tenido pintura cada vez más fea durante al menos cien años, hasta llegar a tus sublimes adefesios esperpentos. Tú, con toda la violencia de tu anarquismo ibérico, has llegado al límite y a las últimas consecuencias de lo abominable. Y lo has hecho, como Nietzsche habría deseado, marcándolo todo con tu propia sangre. Ahora sólo nos queda volver de nuevo la mirada a Rafael. ¡Que Dios te bendiga
Fuente: Salvador Dalí, Los viejos cornudos del arte moderno, ed Tusquets


