(Texto Esteban Ierardo, fotos Laura Navarro)
(última actualización el 6/9/24)
Borges siempre estuvo fascinado por la cultura irlandesa celta y los caminos de dolor en su historia de conflicto con Inglaterra. Aquí, entre Dublín y Galway, una inmersión en la tierra del trébol, el arpa y James Joyce. Incluye también una galería al final
Llegar a Irlanda es sumergirse en un pasado celta que se mezcla con el cristianismo, es visitar una tierra con las huellas de muchas calamidades: las invasiones vikingas, la gran hambruna del siglo XIX, la lucha por la independencia contra el dominio británico; la dura vida de otrora en casas de monjas católicas, el IRA; pero también la Irlanda convertida hoy en modelo de desarrollo.
Pero para quien ame la literatura, Irlanda es Laurence Sterne, William Butler Yeats, Oscar Wilde, Jonathan Swift, Bernard Shaw, James Joyce. Joyce en Dublin. Sus relatos de Dubliners, sus estatuas en distintos lugares de la capital irlandesa junto con indicaciones de eventos o personajes de la novela. El Joyce del Ulises, la epopeya de Stephen Dedalus, Leopold Bloom y Molly Bloon en un solo vibrante día. El 16 de junio de cada año, en las calles de Dublín, se celebra en honor de la monumental obra cumbre de Joyce, el Bloomsday o día de Bloom, la evocación de la radiante intensidad de la jornada de Leopold Bloom dentro del cuerpo urbano y vivo de la capital de la República de Irlanda.
Y Dublín es el Joyce de Finnegas wake, la literatura del experimentalismo extremo y sublime. Y la ciudad del río Liffey, corriente del libre y hondo fluir.
Irlanda, con menos de 5 millones de habitantes, y con sus hermosas ciudades, además de Dublín, Galway, donde iremos, Belfast, la capital de la Irlanda del Norte protestante, en la que se construyó el Titanic; Cork, en el Sur; Limerick, en el Sudoeste, con un bello castillo; Kilkenny, la llamada «urbe del mármol»; Waterford, la primera ciudad fundada por los vikingos; Derry, atravesada por el río Foley. Y todas distribuidas en las cuatro provincias tradicionales de Leinster, Munster,Connacht y Úlster.
Dublín proviene de la palabra irlandesa «Dubh Linn»: «laguna negra» o «charca oscura» por una laguna oscura en lo que hoy es el centro de la ciudad. E «Irlanda» deriva del nombre irlandés «Éire», y éste de «Ériu», una diosa de la mitología irlandesa que, junto a sus hermanas, Banba y Fódla, eran divinidades de la soberanía y la tierra. En la mitología, los Tuatha Dé Danann («el pueblo de la diosa Danu»), son los antepasados míticos de los irlandeses. Cuando estos llegaron a la isla, la nombraron «Éire», que combinada con la palabra germánica «land», vía anglización, dio lugar a «Ireland», Irlanda.
Primero bajo dominio vikingo, luego de la invasión de los normandos, Dublín devino centro del poder irlandes en torno al castillo de Dublín hasta el momento de la independencia.
Y en la corriente de nuestro andar por Irlanda recordamos su cultura en el mundo. El Trinity College de Dublín es una de las universidades antiguas de Gran Bretaña e Irlanda. La Biblioteca del Trinity es la más grande del país, y protege el Libro de Kells, el famoso manuscrito iluminado (es decir decorado) con motivos ornamentales por monjes celtas hacia el año 800 en el pueblo de Kells, en el condado de Meath, cerca de la ciudad de Navan; y también el arpa de Brian Boru, el arpa celta más antigua que se conserva y que la tradición, sin fundamento empírico en realidad, atribuye al Ard Rí (gran rey) Brian Boru, del siglo XI. Por un lado, un libro que entrega la herencia artística céltica y, por el otro, ese legado es también el instrumento de las cuerdas que aparece en el escudo de Irlanda como su símbolo nacional.
En la gran biblioteca puedes sentir los libros como entidades misteriosas, radiantes, vivas, dispuestas en imponentes bloques de cientos de anaqueles de viejas tapas de volúmenes que contienen millones de letras.
Un universo de cultura del que brotaron grandes artistas e intelectuales como, por ejemplo, Oscar Wilde, Jonathan Swift, Bran Stoker, Samuel Beckett, George Berkeley o Edmund Burke. Profesor de la Universidad fue también el gran físico cuántico Erwin Schrodinger.
Otra biblioteca fundamental en Dublin exhala su patrimonio invaluable de libros en St Patrick’s Close, Dublin 8: la Marsh Library, fundada por el arzobispo Narcissus Marsh en 1701, deán de la cercana catedral de San Patricio. En las sillas de roído barniz de su sala de lectura, acomodaron sus cuerpos y curiosidad Jonathan Swift, Bram Stoker o James Joyce. Es notable que Bram Stoker consultó en julio de 1866 un mapa de Transilvania. Tres décadas después de su pluma salió a las noches su célebre Drácula.
En Dublín la literatura siembra de huellas la red de sus calles. Los pubs abrigan música, cerveza y, en algunos casos, fueron techo acogedor para escritores, poetas, sirvientes de la palabra escrita. En este sentido, el Palace Bar de Fleet Street es el pub literario más popular de Dublín. Con toneles celestes en su frente y placas de homenaje en su vereda, en el siglo XX lo frecuentaron, por ejemplo, escritores como Flann O’Brien, Brendan Behan y Paddy Kavanagh. O’Brien es autor de En nadar-dos-pájaros (1939), notable obra de ingenio en dirección ya posmoderna, y columnista del Irish Times; Behan osciló entre la cultura y la militancia política en el IRA; y Kavanagh, en cuya literatura destacan su poemario La gran hambruna y otros poemas (publicado en español por Pre-textos), y su novela Tarry Flynn (1948), sobre un poeta granjero.

Los pubs de Dublín son también ámbito de resonancia de la música tradicional folk irlandesa representada en grado sumo por The Dubliners, la banda emblema, con Ronnie Drew como su figura conductora, activa entre 1962 a 2012. El grupo se denominaba originalmente The Ronnie Drew Group (El grupo de Ronnie Drew), pero luego abrazó el nombre The Dubliners, en homenaje a la novela de James Joyce.
Cerca del Trinity, encontramos unas rocas que recuerdan la presencia vikinga. Los vikingos fundaron Dublín. Aquí reverberaron sus espadas y hachas, su locura guerrera. Su amor por navegar, combatir, comerciar, y morir llegó al Liffey para instalarse y expulsar a quienes negaran su soberanía. Luego ellos también fueron expulsados por los normandos.
Desde la ciudad muchas ofertas de autobuses turísticos van a muchas partes. Así, luego de rodar una hora por una carretera, llegamos a un cementerio de cruces celtas y arbolados cerros que ocultan un lago, donde vivió el ermitaño San Kevin, en el siglo V d.c. , en Glendalough. Vemos una pequeña iglesia en ruinas, una casa de piedras, cruces y lápidas por doquier. Y hay que imaginar al ermitaño Kevin respirando su soledad en días y noches solo acompañado por pájaros, árboles, viento, las piedras y el lago. Por eso Kevin quizá se sintió hecho de tierra, agua y aire, y de otras creaturas del bosque y los cerros. En una pared del centro de visitantes del lugar, cuelga la imagen de Saint Kevin con un pájaro en la mano. El humano como naturaleza. La experiencia del paganismo céltico, que luego el cristianismo niega.
Lo celta es fusión con el paisaje, el cuerpo dentro del cielo y la tierra. Sentirse parte del río, de la madera, la tormenta, es hoy enunciado poético, retórico, palabras sin sentido. En la antigua Irlanda celta era un sentir cotidiano.
Y en tiempos prehistóricos, de dolmenes y menhires, en Irlanda se emplazó New Grawge, un imponente montículo funerario; y la Colina de Tara, cerca del río Boyne, con el menhir de la Piedra Lía Fáil o Piedra del Destino, lugar de coronación de las Grandes Reyes irlandeses; o Navan Fort o Emain Macha, antiguo monumento ceremonial en la provincia del Ulster, uno de los grandes lugares de la Irlanda gaélica.
De regreso en el Liffey
Y el agua del Liffey fluye al borde de las calles dublinesas. Al atravesar un puente sobre el río, la primera arteria urbana que recorremos es la calle O’ Connell, así llamada desde 1924, antes ‘Sackville Street’.
La calle corazón de la ciudad se abre con una estatua maltratada por los pájaros. El monumento de Daniel O’ Connell, el líder nacionalista que luchó por la autonomía de la Irlanda católica bajo el dominio inglés en el siglo XIX.
El centro histórico de la avenida es sin duda el edificio de la Oficina de correos, construido en 1814, con forma de templo griego, con seis columnas jónicas estriadas y, en lo alto de su frontón, tres estatuas de Caduceo, Hecate y Hibernia (nombre latino de Irlanda).
La calle O’Connell era la vía de circulación de los tranvías que confluían en la Columna Nelson, símbolo de la dominación británica. Nelson: el almirante de la batalla de Trafalgar, el gran estratega de los barcos escupiendo cañonazos. Una declaración de dominio así claro debía alzarse en “la calle principal de Irlanda» obligada a ser parte de Gran Bretaña.
Pero la Columna Nelson ya no existe. El IRA la voló en 1966. En su lugar, en 2003 se inauguró el Spire de Dublín. Su nombre oficial es Monumento de la Luz, escultura de acero inoxidable, de unos 120 metros de altura, una de las esculturas más altas del mundo. Tenemos que levantar mucho la vista para ubicar la punta de la metálica columna que se pierde en el cielo.
Frente, sigue en su sueño de viva historia, el edificio de Correos, el centro del Alzamiento de Pascua de abril de 1916 cuando Patrick Pearse leyó la Proclamación de la República de Irlanda. La rebelión fue derrotada por el mayor poder de fuego inglés, pero abrió el camino hacia la insurrección posterior exitosa. Junto con otros rebeldes, Pearse fue ejecutado.
El levantamiento de 1916 reafirmó la voluntad de emancipación de la ocupación inglesa que en la época moderna se profundizó con la invasión de Irlanda en 1649 por el controvertido y calvinista Oliver Cromwell, jefe de la rebelión parlamentaria inglesa que llevó a la decapitación del rey Estuardo católico Carlos II. Para 1652, los católicos y Realistas en Irlanda se habían desplomado en los charcos de barro y sangre de la derrota. Muchos pueblos fortificados fueron conquistados con el recurso a la acción cruel y exterminadora de toda la población soliviantada en una proporción que aun es motivo de debate. La invasión se «justificó » por las matanzas de familias de colonos ingleses que también se discuten hoy cuál fue su real alcance. La verdadera motivación superior, claro, era la confiscación de la tierra de los propietarios católicos y los beneficios económicos que esto suponía.
Tras el arribo sangriento de Cromwell, mucha turbulencia y violencia tendrá que vomitar el Liffey todavía para que Irlanda grite su independencia. En 1921, el Tratado anglo-irlandés creó el Estado Libre de Irlanda, pero como parte de la Mancomunidad Británica de las Naciones. Estalló entonces una guerra civil entre los pro-tratado y los anti-tratado. La Guerra Civil fue ganada por las fuerzas del Estado Libre pro-tratado, gracias al apoyo armamentístico del Gobierno británico. El líder revolucionario Michael Collins (interpretado en una conocida película por Liam Neeson), uno de los firmantes del tratado, fue asesinado en una emboscada. En 1931, Irlanda ratificó su completa independencia legislativa y en 1937 adoptó una nueva constitución.
En las turbulentas latitudes de entreguerras una irlandesa protagonizó también un intento de magnicidio en Italia: el 7 de abril de 1926, Violet Albina Gibson, una dama de Dublín, hija del Lord Canciller de Irlanda, se zambulló en la multitud que vitoreaba al líder fascista Mussollini. Le disparó un tiro. Apenas le rozó la nariz. En la ciudad de Joyce una placa la recuerda.
Hoy, el Edificio de Correos es símbolo del nacionalismo irlandés. Por eso detrás de una vitrina en el centro del histórico edificio se acomoda la estatua de Cúchulainn, el héroe celta por excelencia; el héroe mitológico irlandés del Ciclo del Úlster; Cú Chulainn, «el perro de Culann», el «Aquiles irlandés».
Y en la noche vemos una larga fila a un costado de una mesa improvisada en el pasillo bajo las columnas del ex edificio postal. En un principio nos miramos con Laura y nos preguntamos por el sentido de aquella aglomeración de personas. Rápido entendemos. A pesar de la bonanza económica irlandesa de la que hoy tanto se habla, algo del sinsabor de la pobreza sigue raspando el aire. Personas humildes, acaso desocupadas, acuden a la generosidad de una ONG que distribuye alimentos, algo de calor, un suspiro de esperanza. Una mujer intenta consolar a un hombre de gesto desesperado, justo delante de Cúchulainn, como si el tiempo de la épica mítica y el realismo gris de la carencia se tocaran.
El edificio que fue parcialmente demolido en el alzamiento contra los ingleses, hoy es una suerte de pantalla en la que, mediante unos proyectores coordinados, se reflejan imágenes de la historia irlandesa y de la fantasía celta en coloridas secuencias de seres fantásticos, ciervos, árboles y duendes.

Al recorrer la calles O’Donell descubrimos estatuas que, para la mirada indiferente, son pura decoración, pero para quien gusta enlazar la imagen con la historia, se convierten en una galería de legados. Vemos a Sir John Gray (1815-1875), el político y periodista, nacionalista y firme opositor a las Actas de Unión de 1800, las actas de la fusión de los Parlamento de Irlanda y de Gran Bretaña en el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, y la concesión de libertad de cultos a los católicos,. Y vemos a James Larkin (1874- 1947), Big Jim, líder sindical y político socialista, sobreviviente de la pobreza. Tuvo que trabajar siendo un niño. El fundador del Partido Laborista Irlandés.
Y vemos a Theobald Mathew (1790-1856), un buen y abstemio sacerdote católico irlandés. No se conformó con su labor parroquial, y participó del Movimiento por la Templanza; movimiento que, en Estados Unidos por ejemplo, emplazó fuentes para tomar agua potable en lugar del «pecaminoso» alcohol. Muchas de esas fuentes se conservan hoy día.
Y nos topamos con la estatua del notable Thomas Stewart Parnell (1846- 1891), el protestante y político nacionalista irlandés, miembro del Parlamento del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, extraordinario personaje de gran capacidad de negociación en pos del auto gobierno. Murió de un infarto a los 45 años. Quiso una Irlanda independiente pero dentro de la comunidad británica. Hoy, un interesante ejemplo de ambigüedad política: todavía no se sabe qué es exactamente lo que pensaba.
Al volver por otra vereda damos con una curiosa inscripción en una pared: IRA 2023, y luego descubrimos el Café Nero, una cadena de origen italiano. Ambiente acogedor, amable como sus precios. Nos sentimos en nuestro lugar. Escuchamos hablar a muchos turcos, hindúes, algún latino, junto con los nativos irlandeses.
En una estación de tren cercana, un atento irlandés nos explica cómo llegar a Howth, en las afueras de Dublín. Simplemente con un bus urbano. El recorrido es agradable. Llegamos. En principio es un sitio no muy atrayente, pero rápido cambia esa impresión cuando percibimos el azul del mar cercano y una calle perpendicular que se dobla en una cuesta ascendente. Al poco de subir hallamos los restos de una iglesia, la St. Mary´s Abbey, descubierta por un arqueólogo en 1800. Una iglesia del siglo XI, lugar de oración de piedra frente a la bahía de Howth, nombre derivado del nórdico antiguo Hofuth, promontorio. Joyce menciona la iglesia, después abadía, en el Ulises.
Por un camino de tierra que se desvía de una ruta, al cabo de un kilómetro de caminata aproximadamente arribamos hasta una senda que bordea un acantilado que da al ancho océano. A los pocos pasos un banco nos sirve de cómodo mirador de la inmensidad marina. Entre la vastedad de agua y olas, la imaginación puede divisar distintos tipos de navíos a través de la historia. Cerca, hacia abajo, un faro; y en la altura del sendero unas infografías que recuerdan un punto de observación del ejército de la posible actividad de barcos alemanes durante la Primera Guerra Mundial. Conversamos brevemente con una mujer inglesa que se pasea con su perro y que nos confirma el privilegio de tener ese paisaje como compañía diaria de sus caminatas.
Regresamos a Dublín. Recorremos nuevamente la calle O’Connell. Exploramos los alrededores, muchos negocios, pubs, una iglesia recogida en su soledad a pesar estar muy cerca de la avenida. Volvemos al Liffey. Como un fino cuerpo etérico, las nubes trasparentan una luna plateada y enigmática al lado de un edificio de una oscura mansarda.
Las luces de la ciudad se reflejan en una imaginaria serpiente que flota y se hunde en el río legendario. Otras «serpientes», las aerodinámicas formaciones de modernos tranvías de la ciudad, ruedan sobre sus ágiles rieles. Al día siguiente, damos con la cervecería The temple bar. Escuchamos la música tradicional que vibra entre vasos de cerveza y paredes esmaltadas de fotografías, pinturas y carteles. Quisiéramos hablar con alguien pero todos están demasiado dispersos entre el alcohol y la saturación sonora.
En la dureza de la vida, este lugar no vende solo cerveza sino un refugio, como todo bar, y la ilusión de fugaz comunidad y el olvido de la existencia hostil.
Hacia Galway.
Esperamos un bus frente al Liffey. Una bella muchacha que parece una supervivencia de las mujeres celtas del mito, pregunta por Cork, la segunda ciudad en importancia de Irlanda. Comenzamos el viaje de poco más de dos horas, y aparecemos en la pequeña estación de buses de Galway. Debemos buscar un alojamiento en las afueras. Salimos a las calles con un solo dato para orientarnos. Un amable chófer percibe nuestra desubicación. Nos acerca a Eyre Square, la plaza central, y nos indica que ahí está la clave, es decir el transporte que buscamos. Llegamos a destino y nos alojamos luego de recibir las mordeduras de un frío que no habíamos sentido antes y que no sentiremos después.
Cuando volvemos al pueblo percibimos con claridad lo que antes vimos al pasar: la plaza central acoge una feria permanente, a un lado de unos juegos, de una magnífica calesita y una noria de feria.
En esta plaza ocurrió lo que para muchos es el hecho más extraordinario de la historia de Galway: la visita del 29 de junio de 1963 del presidente de Estados Unidos John Fitzgerald Kennedy. Poco meses antes de su asesinato en Dallas, el sentimentalismo lo atrapó y Kennedy, de origen irlandés, volvió a la tierra de sus ancestros. La cálida acogida del pueblo de Galway compensó el frío de la jornada. A Kennedy lo acompañaba
el Taoiseach (jefe de gobierno), Seán Lemass. Ante la multitud, en parte de su discurso, Kennedy expresó:
«…Quiero expresarles a ustedes, los habitantes de este país, ahora que nos disponemos a marcharnos, lo mucho que ha significado esta visita. Es extraño que hayan pasado tantos años y tantas generaciones y que, sin embargo, algunos de los que hemos venido en este viaje hayamos podido volver a casa, a Irlanda, y sentirnos como en casa, y no sentirnos en un país extraño, sino entre vecinos, aunque nos separen generaciones, tiempo y miles de kilómetros«.

Hoy, en Eyre Square, un monumento recuerda la visita del malogrado presidente de la «nueva frontera «. Y la plaza también alberga una estatua de Pádraic Ó Conaire, personaje de tierno encanto infantil, hijo de un tabernero.
En Londres, Pádraic se involucró con la Liga Gaélica, pionera en la recuperación del gaélico en el siglo XIX, el antiguo y genuino idioma de los antepasados de la isla. Algunos carteles en inglés son acompañados con su equivalente en gaélico. Pádraig Pearse y Ó Conaire son los dos más importantes autores de cuentos cortos en lengua irlandesa. Ó Conaire es además autor de la novela Depraiocht, de 1910, el gran libro del resurgimiento gaélico. Su mensaje social evita la idealización del mundo rural en contraste con la aspereza urbana.
Galway es la tercera ciudad más poblada de toda la República de Irlanda y la más grande de la costa occidental de la isla, con aproximadamente 80.000 habitantes, y con dos universidades e importante presencia juvenil.
Galway viene del gaélico Gaillimh (de gall y am, «río rocoso»), por el lecho de piedras del río Corrib que la atraviesa.
Y el Dún Bhun na Gaillimhe (Fuerte en los bajos del Gaillimh), el origen del actual Galway, fue levantado en 1124. En torno al fuerte se agrupó un pequeño asentamiento bajo la soberanía del rey de Connacht. Luego, un siglo después, Galway fue invadida por los anglonormandos. Desde entonces, protegida por una muralla, la villa fue fiel al rey inglés. Unas cuantas familias se apoderaron de todo, las llamadas catorce tribus de Galway. Una de ellas era la familia Lynch, la más poderosa de la época medieval, de ascendencia anglo-normanda. Entre Shop Street y Abbeygate Street, donde ahora funciona un banco, se mantiene en pie una casa fortificada medieval, cuyo aspecto actual data del siglo XVI, con su cuatro pisos de altura, de piedra caliza con ventanas y cornisas ornamentales, gárgolas y moldura. En 1493, un miembro de la familia Lynch, James Lynch Fitzstephen, entonces alcalde de Galway, no dudó en ahorcar a su propio hijo por asesinar a un marinero español.
Y Galway es puerto, salida al mar, tramos de agua serena y veloz. Unas casas de varios colores se levantan de cara a la bahía de Galway, parecen lejanas y casi etéreas, como hechizadas por los ocasos y las aguas.
Muy cerca se levanta el Arco español, construido en 1584 como parte de una muralla defensiva. Recuerdo del fuerte lazo de la ciudad con España, vínculo por el comercio marítimo compartido. España exportaba sus vinos a Galway. También buscaba la pesca del salmón, por lo que Felipe II pagó un derecho español de pesca de 1000 libras. El compartido repudio a Inglaterra estimuló la cooperación. Hastiados de la presencia inglesa algunos nativos de Galway se radicaron en España, o en Chile. El capitán John Augustine Evans fue el segundo irlandés influyente en Chile luego de Bernardo O’ Higgins. Evans cambió su apellido a Ibáñez siendo el primero de una ascendiente familia chilena. Uno de sus descendientes, Carlos Ibáñez del Campo, fue presidente de Chile en dos oportunidades. Y también de Irlanda procede otro personaje célebre en la historia de la Guerras de emancipación en Sudamérica en el siglo XIX: el almirante Guillermo Brown (1777- 1857), militar irlandés naturalizado argentino, comandante de las fuerzas navales de la Argentina durante su Guerra de la Independencia. A los 15 años abandonó su pueblo, Foxford, al norte de Galway, a la vera del río Moy, en cuyas aguas residen los salmones que en ocasiones nadan enérgicos contra la corriente. Luego de diez años en barcos estadounidenses, y siendo ya capitán, fue capturado por los ingleses, y en 1809 llegó al Río de la Plata, a Montevideo y luego a Buenos Aires, ciudad en la que se ganó sus insignias como sobresaliente estratega combatiente entre las velas, el mar y el fuego de la guerra.
Y en 1588, el mencionado Felipe II lanzó contra Inglaterra su famosa Armada Invencible, una gran flota para el desembarco e invasión del país protestante gobernado por Isabel I Tudor. Pero las tormentas se opusieron a la voluntad de conquista del monarca español. Muchos barcos se hundieron, otros perdieron el rumbo atrapados por corrientes que los llevaron a la costa oeste irlandesa, y más al norte inclusive.
Casi todos los naufragados de la Armada Invencible tuvieron un muy triste final… El virrey inglés de Irlanda William FitzWilliam, y el gobernador Richard Bingham, ordenaron la ejecución de 300 náufragos de la flota española, el 9 de octubre de 1588. Otros 700 sufrieron idéntico destino en otras localidades costeras irlandesas. La cantidad de prisioneros hacinados, muchos enfermos, la falta de recursos para alimentarlos o mantenerlos bajo vigilancia, el clima de hostilidad y resentimiento, condujeron a la decapitación masiva de quienes no eran responsables de las decisiones del poder imperial hispano. Los prisioneros fueron sacados de la prisión, paseados por las calles de Galway y, en las afueras, masacrados sin contemplaciones.
Hoy, en el cementerio de Forthill de Galway, cerca del centro de la ciudad, yacen en una fosa común los marinos, soldados y nobles españoles asesinados tras ser pasados por el hacha. En el pueblo de Galway sintieron compasión por los desdichados. Muchos hombres se encargaron de darles sepultura, y las mujeres de tejer los sudarios para envolver sus cadáveres.

Felipe II no se resignó y en 1601 acudió en la ayuda de los irlandeses en Kinsale que, en el sur del país, se levantaron contra sus enemigos, los ingleses. La fuerza española con el apoyo de un fuerte contingente de guerreros irlandeses llegados del norte, fracasaron, y los hijos de España regresaron a Galicia de donde habían partido sus naves embriagadas con ansías de victoria.
Luego del desmembramiento de la Armada Invencible, los españoles católicos fueron víctimas de las ejecuciones brutales, y también, mucho después, niños y niñas bajo la fe católica padecieron el helado filo de la muerte precoz.
En Tuam, en el condado de Galway, funcionó un centro de monjas, las Hermanas del Buen Socorro, una casa de acogida para madres solteras entre 1925 y 1961. Un lugar por el que pasaron alrededor de 35000 madres y sus niños en toda su historia que, en muchos casos, padecieron enfermedades, maltratos, desnutrición, y la presión de una ideología que amonestaba el nacimiento de los niños fuera del matrimonio. Producto de la investigación de la historiadora Catherine Corless, en 2017 se hallaron en las cámaras subterráneas del Hogar cerca de 800 esqueletos de niños de entre las 35 semanas de gestación a los dos años. En otros lugares de Irlanda y Escocia también se estima que otras fosas podrían contener los restos de muchísimos niños desventurados.
Y recorremos Shop Street, la vía principal de Galway. Allí escuchamos a varios artistas callejeros. Nos atrae en especial un muchacho que toca la gaita irlandesa. Concentrado, y siguiendo el ritmo con uno de sus pies, el músico intenta exhalar la mejor armonía sonora de su instrumento, la gaita irlandesa o gaita de codo, en gaélico irlandés uilleann pipes, a veces llamadas Irish Bagpipes. Un señor irlandés, de muchos recuerdos afiebrados en su mirada, se para junto a nosotros para escuchar; quizá le sorprende la atención con la que escuchamos la música tradicional, ante la que muchos siguen de largo. Me comenta algo, le respondo. Pregunta de dónde venimos. Le sorprende mi respuesta, y le preguntó a su vez si estaba más difundida la gaita regional en sus años de juventud. Me dice que sí, y agrega que es muy difícil llegar a un uso maestro del instrumento, porque el gaitero tiene que, a la vez, usar un fuelle auxiliar para avivar el odre o depósito de aire, digitar un puntero, y con la muñeca derecha mover las llaves de tres reguladores, para entonar acordes mientras toca. Los escoceses lo tienen más simple me dice, y sonríe.
Desde la zona del Arco español, al recorrer Shop Street se atraviesa el Latín Quartet, también recuerdo de los vínculos comerciales con España. Al poco andar hacia el norte irrumpe el afamado pub Tig Neachtin que fue la casa de Richard Martin, un político pionero en la defensa de los animales. Y poco más allá unos murales de veleros y esplendor marino, la Catedral protestante del siglo XIV. En la noche su impronta misteriosa se incrementa. A un costado, son visibles algunas tumbas, cuyas lápidas lucen muy deterioradas. ¿Quiénes serán lo que allí yacen?
Si volviéramos sobre nuestros pasos, tras cruzar el río Corrib nos encontraríamos con la Catedral católica de San Nicolás, terminada en 1965 por una recolecta de fondos de irlandeses católicos emigrados. Kennedy, el gran visitante de Galway, fue uno de los principales donantes. Las dos catedrales recuerdan a San Nicolás, por ser este el patrón de los marineros y pescadores.
En la noche, en Galway relumbran muchas luces en su calle principal, pero también se percibe en el aire algo espectral que queda de los muchos marinos que, por siglos, salieron a navegar para comerciar y pescar, siempre temerosos de la ley superior del mar.
El acantilado de Moher

A 75 kilómetros de Galway, derraman su imponencia los acantilados de Moher, con paredes verticales de más de 200 metros de alto, a través de 8 kilómetros en la costa, formadas hace más de 300 millones de años, en el condado de Clare. En su parte noroeste se encuentra The Burren, una zona de paisaje kárstico, que es visible en varias partes del mundo, con sus típicos relieves conformado en rocas fácilmente solubles con calizas, yesos y sal.
El nombre de los Cliffs of Moher (Acantilados de Moher) proviene del gaélico Mothar, una fortaleza de antaño totalmente desaparecida.
Para llegar a los acantilados, en Galway esperamos un transporte a unos pasos de Eyre Square. Llega un bus cuya máquina expendedora de billetes no funciona. El muy atento conductor irlandés se toma el trabajo de repararla. Luego el viaje se inicia y nos sumergimos en una geografía de dispersos árboles, ovejas, vacas, caballos, lagos, pueblos y castillos, como el castillo de Dunguaire, una casa-torre del siglo XVI, cerca de Kinvara. El nombre del castillo procede del fuerte del rey Guaire, legendario rey de Connacht del siglo Vll dc. La actual construcción se emplaza sobre lo que habría sido la fortaleza del rey Guaire Aidne mac Colmáin. El sitio irradia su magnetismo señorial entre las piedras y aguas cercanas, entre las luces y vientos de los meses del año, y empapado por numerosas leyendas. Una de ellas, el antiguo relato llamado Tromdámh Guaire (La pesada compañía de Guaire) que narra que el rey Guaire recibió la visita del Ollam Principal de Irlanda, Senchán Torpéist. El Ollam era el poeta o bardo profesional en la Irlanda antigua, condición a la que se llegaba luego de doce años de estudio. El Ollam Torpéist llegó con otros ciento cincuenta poetas, y ciento cincuenta alumnos, y «con un número correspondiente de sirvientas, perros, etc.». De tal modo, aquel contingente colmó el castillo del rey por «un año, un trimestre y un mes».
Hoy es difícil comprender el poder y prestigio de los colegios de poetas de Irlanda y Gales en tiempos antiguos y medievales. Su autoridad no era solo artística, desde cánones modernos, sino religiosa, de sabiduría y videncia asociada a una tradición viviente que se inicia con los viejos druidas, los sabios celtas por excelencia. Finalmente, tantos reverenciado poetas se convirtieron en un peso demasiado gravoso para las arcas reales.
Cerca de Kivara también se halla una de las más importantes «rocas de misa». Luego de la invasión del país por Cromwell, el catolicismo fue proscripto. Las misas declaradas ilegales se desarrollaban en la clandestinidad, fuera de los iglesias, sobre una roca. Los sacerdotes católicos eran buscados por «cazadores de sacerdotes», una suerte de caza recompensas que los asesinaban, lo mismo que a sus eventuales feligreses, cuando los encontraban impartiendo las misas prohibidas.
Más adelante en el camino divisamos el castillo de Doongore, en Doolin, condado de Clare, una casa torre circular del siglo XVI, «el fuerte de las colinas redondeadas», que sirve de orientación a los navíos que se aproximan al embarcadero de la localidad. Hoy lugar privado, en 1588, 170 supervivientes de la Armada Invencible fueron capturados, y ahorcados en el castillo y enterrados en un túmulo cercano. También pasamos por el encantador poblado de Lisdoonvara, de poco más de 800 personas, famoso por su música y festivales, y de multicolores fachadas como es norma en los pueblos de Irlanda.
Todo embruja la mirada en una pintura de fantasía pastoral. La imaginación irresistiblemente juega a percibirse en tiempos pasados. El tiempo telúrico del paisaje es más fuerte y lento que la hipervelocidad urbana. Así, atender a la línea del horizonte es ver algo idílico y radiante que resplandece entre casas, animales y el reposo de las formas vegetales.
Cuando llegamos, rápido comprendemos por qué el acantilado de Moher es el escenario de Harry Potter y el misterio del príncipe (2009). Y en El hombre de Mackintosh, Paul Newman se enfrasca en una persecución que concluye trágicamente en estos precipicios.
El viento ruge constante en la altura inhóspita. Las gaviotas y otros pájaros no se arriesgan a ensayar su vuelo entre el vigoroso aire. Dentro de la tierra maciza se empotra un centro de visitantes, que protege de la inclemencia en superficie, y exhibe infografías que informan sobre la formación geológica de los acantilados a través del movimiento de placas tectónicas. En un día tranquilo, desde la abrupta pendientes vertical es posible observar tiburones peregrinos o delfines. El pueblo más cercano es el colorido Doolin, reconocido como la «Capital de la música tradicional de Irlanda» por sus tres famosos pubs Gus O’Connor’s, McDermott’s y McGann’s.
Irlanda es recipiente de una rica mitología. Su mítico pueblo fundador, los Tuatha Dé Danann, según el mito, se arrojaban por los acantilados sin temor a daño. La rareza de la geografía, la abrupta imponencia en este caso, contribuye a su coloratura mágica, legendaria. Así, la imaginación une los acantilados con sirenas y brujas y con la ciudad perdida de Kilstiffen, que se hundió cuando un rey perdió la llaves de su castillo. En lo alto de los acantilados, donde llegan los turistas, se alza la centenaria Torre O’Brien, desde la que parten corredores pavimentados en los que es posible contemplar a lo lejos las Islas de Aran, en las que Robert Flaherty filmó un célebre documental de sus pescadores batiéndose con tormentas y olas salvajes.
En el otro Galway
Al día siguiente, nos dirigimos al Arco Español por una calle paralela a Shop street. En el camino encontramos una biblioteca. Enternece ver en el centro de la sala una quizá maestra leyendo con unos niños. Pasamos a un lado de una pequeña estatua dorada de un gaitero irlandés sentado.

Llegamos hasta al Arco español. A su lado, de cara al río que luce torrentoso, sobre una baranda de contención vemos una serie de carteles que explican las medidas que se tomarán para lidiar con el aumento del nivel de las aguas que se prevén para el 2150!
Atravesamos el Arco español, y luego el contiguo puente sobre el río Corrib. Del otro lado, ingresamos en el Galway menos turístico y agitado. El lugar de los residentes inmersos en su vida sencilla y doméstica: una peluquería, una panadería y, en la calle, a la que llegamos desde la caminata puramente azarosa, advertimos un lugar extraordinario: un cine mudo, en 60 Dominick Street Lower Westend.
Dentro, un cartel del Viaje a la Luna de Georges Méliés, y una programación de películas con la magia perdida del blanco y negro. Luego, damos con el Crane bar de fachada verde, con la imagen pintada de un flautista absorto en su deleite musical.
Y cerca, una alargada iglesia jesuítica católica, el Coláiste Iognáid (Ignatius College, Colegio de San Ignacio), en honor a San Ignacio de Loyola, fundador de la orden, anexa a un colegio de secundaria bilingüe, y una bella escultura de la virgen María. Templo fundado en 1645, con distintas ubicaciones hasta su lugar actual.
Y frente al edificio, un auto negro con vidrios polarizados. Dentro, un misterioso personaje, con aspecto de espía, baja una ventana para interrogarme mientras obtengo fotografías de casas de madera de sólidos techos a dos aguas; y remontamos el camino recorrido para sentir de nuevo el viento de desenfrenado ulular de cara a la bahía de Galway, y percibimos el devenir cotidiano de una ciudad de agua, viento y una historia susurrante de siglos.
Irlanda
Y regresamos a Dublín. Antes de partir pensamos en la Irlanda de las muchas caras.
Lo céltico irlandés es entrevisto por Borges en algunos momentos de su obra. En el relato La forma de la espada, su personaje central es John Vincent Moon. En medio de la narración se dice sobre los irlandeses:
«Éramos republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no sólo era para nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las torres circulares y las ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las
enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnación fueron héroes y en otras peces y montañas…»
«Republicanos y católicos «. La república de Irlanda emerge tras la densa sombra de la dominación inglesa . «Católicos» desde la evangelización de San Patricio en el siglo IV dc.; católicos a la manera irlandesa, es decir en una singular mixtura entre lo cristiano y lo celta. Algo que inicia el propio San Patricio cuando relaciona el Dios trinitario cristiano, el Dios como tres personas, con el trébol, planta nacional irlandesa, de tres puntas. Lo cristiano no venera los bosques, pero, desde lejanas mañanas, para la Irlanda céltica el Dios invisible es a la vez el juego de la vida de los elementos, los animales y los humanos que se unen con la niebla y la lluvia en la mirada. Un cristianismo celta. El teólogo irlandés que representa eso, y que Borges tanto recuerda, es Juan Scoto Erígena, del siglo IX. También San Kevin en Glendalough.
Los irlandeses como » románticos» por su pelea vehemente por la emancipación, desde «el repudio de Parnell «; y desde una pasión acalorada por «un porvenir utópico» de alas abiertas hacia libertad aún desde un «intolerable presente» de obstáculos y dolor.
Irlanda es la continuidad de «la amarga y cariñosa mitología » que dosifica al cristianismo con sus «epopeyas que cantan el robo de los toros»; las epopeyas del mencionado Cúchulainn que participa del Táin Bó Cúailnge; el Tain, un género de leyenda de robo o saqueo de ganado, habitual entre los antiguos irlandeses. El que es héroe en una encarnación, en otras puede ser «peces y montañas»; es decir, la creencia celta de que los humanos se purifican en una constelación de encarnaciones en las que una misma alma se hace cuerpo en muchas formas de vida y existencia.
Irlanda es su mitología. Sus símbolos, como el trébol, emparentado con el trisquel, las tres espirales unidas que, en la cultura celta, simbolizan la evolución espiritual, el aprendizaje continuo perpetuo, y entre los druidas, la trinidad Pasado, Presente y Futuro. El trébol de tres hojas y el trisquel se armonizan con el Dios trinitario cristiano. Y otro símbolo: la música, el arpa, el arpa medieval. Irlanda es el único país del mundo que tiene un instrumento como escudo nacional.
Y también Irlanda y su dolor inexpresable, por ejemplo el millón de muertos en la gran hambruna de 1845, y otro millón que dejó el país para emigrar a varios países, entre ellos Estados Unidos; y el sufrimiento de la lucha por la independencia, la guerra civil, el odio entre católicos de la República de Irlanda y la Irlanda protestante del norte, en el Ulster, con capital en Belfast. El 30 de enero de 1972, en el llamado Bloody sunday (Domingo Sangriento), 13 hombres y niños, no armados, fueron asesinados en Derry por los disparos de paracaidistas británicos luego de una manifestación por los Derechos Civiles de los católicos de Irlanda del Norte. Esto atizó el llamado The troubles, el conflicto armado en Irlanda del Norte entre los unionistas de religión protestante a favor de mantener el lazo con Inglaterra y los republicanos irlandeses católicos (el IRA). La letal violencia terminó por el Acuerdo de Viernes del 10 de abril de 1998.
Hasta los ochenta Irlanda era uno de los países más pobres de Europa, pero en la década del noventa se convierte en el segundo país con mayor PBI per cápita en la Unión Europea y el onceavo del mundo. Una de las llaves hacia el mejoramiento económico fueron, además del control del déficit, la reducción a la mitad de los impuestos a las ganancias para las empresas y una disminución al 10% para ciertas actividades financieras estratégicas. Aumentó la cantidad de empleos calificados; la mayoría de las empresas multinacionales establecieron sus sedes en Irlanda y el PBI aumentó entre 7.5 a 11.5 durante quince años consecutivos. El empleo en el sector financiero sigue aumentando. Esto seguramente no beneficie a todos por igual, pero se mantiene una tendencia hacia el crecimiento. Y la educación, fuertemente pública, impulsa el aumento de preparación para empleos calificados.
La Irlanda de las muchas caras; la de la imaginación de lo celta, la de Joyce, la de su música vital y poética; la de su historia troquelada en pendientes de vértigo y soledad. Todo su pasado de reyes, campesinos, los druidas y sus bosques encantados y salvajes, los teólogos y sus biblias, los acantilados, las bahías y los ríos, los escritores y poetas, las tabernas y las cervezas, toda esa fuerza humana de esfuerzos y temores, siempre en el humilde camino, de tréboles y arpas, hacia una vida que no se conforma solo con los sueños.
GALERÍA (de Dublín a Galway; fotos Laura Navarro, todas se pueden ampliar)










































