Por Jorge Luis Borges
«El etnógrafo» es una breve ficción poco conocida de Borges incluida en su volumen de cuentos El libro de Arena (1975). El secreto despunta como su tema axial. Su carácter abierto, enigmático, no claro en su desenlace amerita interpretaciones diversas. Sobresale la contraposición entre la racionalidad occidental y lo oculto en el acervo cultural indígena.
Murdock oficia como un etnógrafo que acepta la misión de convivir con los indígenas para sonsacarle un secreto que sus brujos le revelan a sus iniciados. Luego, como observador occidental debería transferir esa perla revelada al conocimiento antropológico en tanto ciencia del universo de ideas y creencias de otras culturas. Pero esta presuposición quiebra su fino cuello cuando Murdock vuelve. Él, durante «más de dos años habitó en la pradera, bajo toldos de cuero o a la intemperie. Se levantaba antes del alba, se acostaba al anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba.» Luego de tan íntima consustanciación con el vivir indígena, finalmente es aceptado para la iniciación, de una veta oculta se le permite extraer un trozo de oro secreto. Lo revelado lo incorpora de alguna manera.
El personaje de Fred Murdock podría estar inspirado en George Peter Murdock, un antropólogo estadounidense de la Cátedra Andrew Mellon de Antropología en la Universidad de Pittsburgh, de 1960 a 1973. En 1962, fundó la revista Ethnology. El Murdock real seguramente hubiera revelado el secreto.
Pero no el Murdock de Borges. Desde la otredad cultural regresa, pero decidido a no convertirlo en conocimiento. Esta negativa no es, seguramente, por una idealización del ser otro indígena, sino para que el secreto mantenga su ser y no se disuelva al revelarse y dejar de ser lo secreto. Y distintos secretos coexisten en mundos paralelos inaccesibles, tal como lo advierte el sociólogo alemán Georg Simmel (1858-1919), cuando afirma que el secreto “ofrece la posibilidad de un segundo mundo aparte del mundo manifiesto».
Murdock entiende que no es su derecho disolver ese «segundo mundo» en el propio al revelar el secreto. La prosa borgiana parecería destacar el valor de lo secreto como calor atizador de la vida, pero en tanto mantenga esa experiencia alejada de la luz analítica del conocimiento que todo lo aclara, pero que, a veces, vulgariza y debilita aquello que explica.
Y eso, quizá, sea un gesto de sabiduría.
E.I
El etnógrafo por Jorge Luis Borges (*)
El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos. Se llamaba, creo, Fred Murdock. Era alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, de perfil de hacha, de muy pocas palabras. Nada singular había en él, ni siquiera esa fingida singularidad que es propia de los jóvenes.
Naturalmente respetuoso, no descreía de los libros ni de quienes escriben los libros. Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo para entregarse a lo que le propone el azar: la mística del persa o el desconocido origen del húngaro, la aventuras de la guerra o del álgebra, el puritanismo o la orgía. En la universidad le aconsejaron el estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos esotéricos que perduran en ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre entrado en años, le propuso que hiciera su habitación en una toldería, que observara los ritos y que descubriera el secreto que los brujos revelan al iniciado. A su vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto darían a la imprenta. Murdock aceptó con alacridad. Uno de sus mayores había muerto en las guerras de la frontera; esa antigua discordia de sus estirpes era un vínculo ahora. Previó, sin duda, las dificultades que lo aguardaban; tenía que lograr que los hombres rojos lo aceptaran como a uno de los suyos. Emprendió la larga aventura. Más de dos años habitó en la pradera, bajo toldos de cuero o a la intemperie. Se levantaba antes del alba, se acostaba al anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba. Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus sueños y que se los confiara al clarear el día. Comprobó que en las noches de luna llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro; éste acabó por revelarle su doctrina secreta. Una mañana, sin haberse despedido de nadie, Murdock se fue.
En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no publicarlo.
— ¿Lo ata su juramento? — preguntó el otro.
— No es ésa mi razón — dijo Murdock –. En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir.
— ¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? — observaría el otro.
— Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad.
Agregó al cabo de una pausa:
— El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.
El profesor le dijo con frialdad:
— Comunicaré su decisión al Concejo. ¿Usted piensa vivir entre los indios?
Murdock le contestó:
— No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale para cualquier lugar y para cualquier circunstancia.
Tal fue, en esencia, el diálogo.
Fred se casó, se divorció y es ahora uno de los bibliotecarios de Yale.
(*) Jorge Luis Borges, «El etnógrafo», en El libro de arena, en volumen III, Obras completas, ed. Emecé, Ciudad de Buenos Aires.

