Ray Bradbury, nuestro marciano favorito

Por Gustavo Di Pace

Ray Bradbury (en Bibliotecadell64)

Según señala su memoria, en 1997, el escritor argentino Gustavo di Pace se encontró en la Feria del Libro de la Ciudad de Buenos Aires con un astronauta de Marte, de menuda complexión y sonrisa cálida y expansiva como la luz de las estrellas. Estrechó la mano del viajero entre la Tierra y Marte. Quedó fascinado por aquella aventura interplanetaria. ¿Cómo podría ser de otra manera?

Entre la literatura fantástica y la ciencia ficción, Ray Bradbury (1920-2012) realmente no necesita explicación. Sí el arte de la relectura de muchas de sus grandes obras, como Crónicas marcianas, El hombre ilustrado, Fahrenheit 451, Las doradas manzanas del sol entre tantas otras. O su libro de ensayos: El zen y el arte de escribir, en el que, entre otras reflexiones, deshace el error de interpretar una literatura de la fantasía como evasión para resituarla como una crítica lateral de las grandes contradicciones de una cultura ya altamente mediada por la técnica. Por eso su literatura no es libre imaginación sino el tallado de historias que hunden su filo crítico en los costados de la modernidad.

Y en su sensibilidad siempre está el espacio grande para levantar escaleras hacia el universo y para, en la superficie marciana y entre sus esquivos habitantes, concentrar los pensamientos sobre lo que el humano no es y lo que podría ser (es decir, lo que los marcianos de su planeta rojo imaginario sí son).

Aquí un entrañable artículo del amigo Di Pace que incluye el emotivo encuentro con el hombre que imagina desde la mente de los cohetes, los planetas y estrellas y el espacio sideral. Es decir, desde un mundo de ventanas abiertas a los vientos del sol.

Esteban Ierardo

Ray Bradbury, nuestro marciano favorito, por Gustavo Di Pace (*)

“En el arte como en el amor, la ternura es lo que da la fuerza”, dice Oscar Wilde. Y cuánta razón tiene cuando se piensa en la obra y figura de aquel norteamericano que temía a los aviones, no sabía manejar y que, autodidacta y sureño, alquilaba al principio de su carrera una máquina de escribir de la biblioteca de la Universidad de California por diez centavos de dólar. De una sensibilidad que parece percibir el anima mundi (alma del mundo), Raymond Douglas Bradbury, tal su nombre completo, despierta aquel sentimiento tan difícil de asir. ¿Qué es la ternura? Para la Real Academia Española es un sentimiento entrañable; para Milan Kundera, es el miedo que nos inspira la edad adulta; para Ray Bradbury es un estado de ánimo que late en buena parte de su obra. Pero también se respiran otros conceptos: en sus tramas, varias de ellas casi tenebrosas, también resuenan la melancolía, el entusiasmo, la incomprensión y cierta angustia metafísica.

Se sabe: abundan los escritores que cuentan historias, no tanto los que construyen universos. Ray Bradbury es de estos últimos, claro. Su yo se multiplicó en cuentos, novelas, ensayos, poesía, teatro y hasta en guiones de cine y televisión. Asociado habitualmente al género de la ciencia ficción, es cierto que también abordó el fantástico y el policial, y siempre desbordó una candorosa alegría. Es inevitable recordar aquel ensayo titulado “El creador literario y el fantaseo”, donde Sigmund Freud conjetura que el escritor es de algún modo un niño que juega (que sabe que juega). A lo largo de la obra bradburiana, leemos a ese niño que sigue siendo, a un apasionado, a un escritor que disfruta su condición de demiurgo. Las fotos de su estudio hablan por sí mismas: un escritorio lleno de cohetes, robots, una estatuilla de King Kong y hasta un Mickey Mouse rodeaban la incansable máquina de escribir. Por otra parte, su amistad con

Ray Harryhausen, el técnico en efectos especiales conocido por el stop motion aplicado a cíclopes, esqueletos, seres de otros planetas y demás (quien además fue su padrino de boda), no es casual.

Isaac Asimov decía que Ray Bradbury era una “anomalía de la ciencia ficción”, ya que en sus inicios no publicaba en Astounding Science Fiction ni le interesaba la ciencia. Es verdad: el director John Wood Campbell buscaba escritores que se inscribiesen en lo que se conoce como “ciencia ficción dura”, algunos de ellos científicos que despuntaban el vicio de escribir. Pero Ray Bradbury era no sólo un autodidacta sino, básicamente, un humanista. Un tipo que utilizaba el género como excusa para intentar comprender las pasiones humanas; un hombre que se hizo un lugar a fuerza de su fantasía y de un poder para conmover que no era frecuente en su ámbito. Contra la escritura acaso un poco fría de algunos, que plagaban sus textos con sesudas ideas pseudocientíficas, Ray, al decir de su colega Asimov, “no se avergonzaba de tironear las cuerdas del corazón y había una nostalgia semipoética en la mayoría de estos tironeos”. Luego, el autor ruso agregaba: “creó su propia versión de Marte directamente a partir de las imágenes del siglo XIX, ignorando totalmente los descubrimientos del siglo XX”

Se dice que la evocación, cierta nostalgia (incluso de lo que no se vivió) es un gran recurso. En Zen en el arte de escribir, un libro imprescindible para quienes practican el hecho literario, Bradbury lo confirma cuando escribe sobre su relación con el padre… No era muy fluida, cuenta, pero ni bien le preguntaba cómo era Tombstone cuando tenía diecinueve años o cómo eran los trigales de Minnesota cuando tenía veinte, él comenzaba a hablar, a comunicarse de un modo que tenía que ver con la inspiración, porque “la Musa se había presentado a papá, la Verdad se le acomodaba en la mente, el Inconsciente se ponía a decir lo suyo, intacto, y le fluía por la lengua”.

El gran libro de ensayo de Ray sobre el misterioso acto de escribir

En consecuencia, de la infancia se nutre la vida (la obra) del escritor norteamericano. Esa es su fuente primordial, y Rainer Maria Rilke tenía razón cuando decía que ésta es la patria del hombre. Por eso es mítica, porque trasciende cualquier almanaque, como lo hace la obra de Bradbury que ha quedado impresa en la dermis de la cultura popular. Textos como Crónicas marcianas, Fahrenheit 451, El hombre ilustrado, El vino del estío y tantos otros son clara demostración. Escritos por este visionario que deseaba estar “borracho de escritura” para que la realidad no lo aniquilase… soñados por aquel que sin dudas leyó a los trascendentalistas y a los orientales (basta leer sus descripciones de la naturaleza para comprobarlo), el querido Ray homenajeó a Charles Dickens, Edgar Allan Poe, H. G. Wells, H. P. Lovecraft y John Steinbeck, entre otros, porque de todos ellos estaba hecho. Y porque siempre fue un agradecido, claro.

Pero… ¿cuál era su secreto? Sin dudas hubo varios y en realidad no fueron tan secretos: la todopoderosa imaginación, su poder de símbolo, el trabajo con la escritura. Pero sobre todo, cuando se lee a Bradbury, es forzoso pensar en aquella aseveración de Robert Schumann: “la estética de un arte es la de las otras; solamente difieren los materiales”, o aquella de Leopoldo Marechal en el prólogo que escribe para El otro Judas de Abelardo Castillo, cuando acuerda con Aristóteles que en su Poética afirma que todos los géneros literarios son “géneros de la poesía”, el lírico, el épico y el dramático… Y que “si no hay un poeta en el fondo de un narrador o un dramaturgo, el arte carece de sabor duradero”.

Y sí, llamar poeta a Bradbury es casi una obviedad, no por nada fue conocido como “el poeta de la ciencia ficción”. Digno seguidor de Walt Whitman, Ray Bradbury ratifica que la poesía es una mirada, y practicó la más difícil, la de tono celebratorio. Su canto fue y sigue siendo un canto a la vida, acaso a lo que el omnipresente Poe llamó “materia imparticulada”, o sea, Dios.

A través de sus historias, el norteamericano alcanza el cielo poético (el tiempo presente es deliberado), desoculta los quistes psíquicos y los extirpa, no sólo de su ser (esto no tiene mayor relevancia, el escritor siempre queda desnudo) sino los de la complejidad humana en su totalidad. Sin dudas, la obra de Bradbury es faro, guía el torrente extraviado del espíritu y brinda un camino que tiene corazón. En su ser hay desiertos, montañas, soledad, arte, el pasado que ya no es, la juventud y la vejez, la alienación y Marte, el lugar que utiliza para hablar de nosotros mismos.

La paradoja en “La última noche del mundo” nos desautomatiza; la soledad y desesperación que nos despierta “El marciano” o “La sirena” dicen “presente”; la idea del efecto mariposa que se deslinda en “El ruido de un trueno” reverbera en los días de hoy y, tal vez, en el futuro que viene; poemas como “Siempre llevo lo invisible en mí”, cuando dice: “Hago poemas, les doy un hogar” nos hace ver el horizonte a diez kilómetros.

Así, en los patios interiores del escritor de Illinois hay refucilos íntimos. Y él, como todo poeta, como todo el que quiere su oficio, los cuida, los alimenta, porque son fuente de su poiesis. Con sus libros logra el tiempo abolido, ese instante en el cual no hay pasado ni futuro, aquel en que el lector es tomado por la obra de arte. Sin dudas Bradbury fue un gran intuitivo que no caía en las trampas de la inteligencia; de hecho, desconfiaba de ella porque “en la rapidez está la Verdad” (ya habrá tiempo

para racionalizar y aplicar las herramientas en la reescritura de ese caos que se plasmó inicialmente).

En efecto, su pluma es tan febril como sincera: Bradbury es un buscador de tesoros, de peces dorados, como quiere David Lynch, un autor sin máscaras para quien escribir es un antídoto para anular los efectos de la existencia.

Jorge Luis Borges, en su prólogo a la primera edición de Crónicas marcianas en español, en 1955, de la editorial Minotauro, dijo: “Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria. Anuncia con tristeza y con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta rojo —que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul, con ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos barcos para andar por la arena”. Y luego: “Acaso ‘La tercera expedición’ es la historia más alarmante de este volumen. Su horror (sospecho) es metafísico; la incertidumbre sobre la identidad de los huéspedes del capitán John Black insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos ni cómo es, para Dios, nuestra cara”.

Solía decir que los marcianos existen y somos nosotros. También afirmaba que no le gustaba predecir el futuro sino prevenirlo, y que “la ciencia ficción es una forma excelente de simular que escribes sobre el futuro cuando en realidad estás atacando el pasado reciente y el presente”, según consta en una entrevista para The New York Times.

El 5 de junio de 2012, el lúdico Ray Bradbury, aquel entusiasta rastreador de la flor azul, se nos adelantó. El hecho disparó las ventas y los homenajes a lo largo y a lo ancho del planeta. Todos volvimos a Marte y aún hoy, todos seguimos temiendo aquel futuro que la historia tiñe a veces de verdad escalofriante: la quema de libros. A propósito, en su lápida en el

cementerio Westwood Village Memorial Park, está escrito el siguiente epitafio: “Ray Bradbury, Autor de Fahrenheit 451”.

Ray Bradbury (Imagen en Patreon)

Una apostilla: Si mal no recuerdo, fue en 1997 cuando vino Ray Bradbury a la Argentina. En la Feria del Libro, y luego de una conmovedora charla, estuvo varias horas firmando libros, en un acto de generosidad infrecuente. Recuerdo que, luego de hacer una cola interminable, subí por fin al escenario y me acerqué a la mesa donde estaba el admirado Ray, su pelo blanco, los anteojos negros enmarcando sus ojos chiquitos. Una botella de vino tinto que ya estaba por la mitad lo custodiaba. El color de su cara y el del vino era el mismo. Lo miré y le di el libro que había comprado unas horas antes para la ocasión Era un ejemplar de una antología titulada Cuentos espaciales, de Editorial Lumen. Bradbury hojeó el volumen con curiosidad, comentó algo a la traductora y ella me dijo que él coleccionaba las ediciones de sus libros y que ese no lo tenía. Mi primera reacción fue regalárselo: ¿no era mi gesto una humilde forma de agradecimiento? Insistí en mi rudimentario inglés pero la traductora se negó y me dijo que luego se lo conseguirían, que cómo iba a hacer semejante cosa. Cuando Ray, el mismísimo Ray Bradbury, me devolvió el libro, nos miramos un segundo (que para mí fue una eternidad) y extendí nervioso y feliz la mano. Entonces su mano regordeta y roja se extendió también y fue otro segundo, otra eternidad. Sí, estreché la diestra de aquel que había alimentado mi fantasía en tantas noches y días del verano y del invierno, de mi infancia, de mi adolescencia y del escritor en el que hoy me convertí. Décadas después, aún siento el calor de su mano, veo para siempre la cara roja, el vino del mismo color, ese breve cruce de miradas. Y por supuesto, recuerdo aquel momento con mucha ternura, esa que él y su obra, en los días felices y no tanto, aún despierta.

(*) Publicado aquí de manera original.

El homnre ilustrado ( imagen en Patreon)

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