Por Esteban Ierardo
(última actualizacion 11-11-2024)

La fría y estricta realidad histórica indica el enfrentamiento continuo entre pueblos y culturas. El conflicto de las civilizaciones, según la obra clásica de Samuel Hugtinton. La pugna entre Occidente y Rusia, como ejemplo actual, emerge hoy con la evidencia de la sangre, los misiles, la borrasca de balas, cadáveres, de combatientes e inocentes, y edificios devastados, en la guerra en suelo ucraniano, y también hoy en Kurtz, en territorio ruso. Aquí un ensayo, en trece partes, en el que exploramos solo algunos aspectos esenciales del trasfondo cultural de Occidente y Rusia, sus diferencias y semejanzas, que terminan por confluir en el actual conflicto.
I. Comienzo.
El Occidente generó marcos teóricos y campos de aplicación de libertades, democracia, derechos políticos y sociales sobre el trasfondo, en la modernidad, de una primera y larga noche de explotación laboral feroz, pero también de desarrollo por la vía tecno-científica y capitalista. El oso ruso, por su parte, lanzó sus zarpazos desde la emancipación de la crueldad mongola en el siglo XV, el imperialismo zarista con Pedro el Grande y su prodigiosa construcción de San Petersburgo, y una mentalidad conservadora ortodoxa y mesiánica, segura de su destino providencial. Pero la narrativa de las diferencias contiene también las semejanzas: tanto en el puño occidental como en la ambición rusa rebosan coincidencias, en la escala de lo histórico, desde el impulso expansionista a la apelación a lo mesiánico.
Por eso atenderemos, primero, a los aspectos más salientes de cada uno de los procesos culturales enfrentados, a sus diferencias y semejanzas; y, por último, a una meditación sobre la superación del arcaico residuo de lo mesiánico teológico político en la historia, a favor de la negociación racional, como única forma de lidiar con las diferencias entre las naciones y civilizaciones.
II
Occidente, entre la huella griega y la cruz cristiana.
El sol brilla sobre el puerto del Pireo, y la Acrópolis, en el siglo V ac. Es hora de ir a la asamblea. Participan en ella, varones con dos años de servicio militar, de padre y madre ateniense. Intervienen los ciudadanos, quienes no trabajan para su subsistencia; y los tetes, que no tienen tierra, y que alquilan sus servicios. Hoy se elige por sorteo a los magistrados, y a los miembros del Areópago, el tribunal que interpreta las leyes, juzga a los homicidas, y se yergue sobre la Colina de Ares.
Solón, poeta y estadista, es el arquitecto inicial del largo proceso democrático, característico de Occidente, que nace con la meta de aliviar el conflicto social ocasionado por la concentración de la riqueza y el poder político de los eupátridas, la antigua nobleza terrateniente del Ática. Las reformas de Solón, en el 594 ac, y luego confirmadas por Clístenes, determinan un poder legislativo en manos de la Ekklesía, la Asamblea popular.
Desde su función legislativa, y bajo la observancia del Aréopago y la Bulé, un Consejo de cuatrocientos ciudadanos, la Ekklesía pronuncia las declaraciones de guerra, firma los tratados de paz; y delega la estrategia militar en el magistrado llamado strategos, el general, comandante en jefe de una fuerza militar terrestre.
El sistema legal en Atenas depende de la dikasteria de la Heliea (el Tribunal supremo). Sus miembros, de al menos 30 años y elegidos por sorteo, son los dikastas (los que juraban, los jurados), o también llamados heliastas.
En el siglo V a.c, con más de 40.000 mil miembros, la Asamblea se beneficia de la reforma de Pericles, arquetipo del estadista de Atenas, como polis o ciudad‐estado dominante en la Hélade. Entonces, Pericles introduce un pago que permite participar en la asamblea a sus miembros con independencia de las limitaciones económicas; lo cual armoniza con la principal reforma del mencionado Clístenes, en el 508 a. c. , que introduce el fundamental principio de la isonomia o la igualdad de todos los ciudadanos atenienses ante la ley, lo que implica su parejo derecho de participación política.
De hecho, el ciudadano griego no es representado, sino que participa de forma directa. Democracia directa (no representativa, como en la modernidad), que es posible por una población reducida. Y de la que son excluidos mujeres, extranjeros, y los esclavos, el verdadero sustento de las sociedades antiguas, y que fue justificada por el propio Aristóteles.
Por su victoria sobre los persas en las guerras médicas, Atenas, con su democracia, es el poder mayor en Grecia. Preocupada por la influencia de la ciudad de la Acrópolis, Esparta la confronta, y la derrota, en la Guerra del Peloponeso. La democracia de Atenas entonces colapsa. Luego resurgirá, pero para decaer hasta la dominación macedónica de Filipo II, y luego de su hijo Alejandro, y la posterior transformación en una provincia del imperio romano, en 143 ac.
La experiencia democrática griega convive con la creación de la filosofía (en Occidente) por los presocráticos, y luego por el pensar clásico con Sócrates, Platón y Aristóteles. La conjunción de democracia participativa (y no universal) y la filosofía como cosmovisión analítico‐racional del mundo asientan los primeros cimientos, en un sentido amplio, de la identidad civilizatoria de Occidente.
Pero el experimento democrático, como la propia filosofía, no son creaciones originarias de la Antigua Hélade. Ya la India había ensayado algunas efímeras repúblicas democráticas, y elaborado una filosofía metafísica de alto vuelo.
Y luego del auge de la democracia ateniense, San Pablo llega hasta Atenas. San Pablo el apóstol, el difusor del cristianismo que será el catolicismo romano, otra de las columnas de Occidente.
Lentamente, San Pablo avanza por un camino de piedra y polvo. Llega hasta la Colina de Ares. Nada queda del Areópago, que estaba allí. Apenas una huella. De un lado, observa cientos de casas; del otro lado, distingue el resplandor del mar Egeo. Pronuncia entonces el discurso a un Dios ausente. Y muestra la cruz, emblema de la religión en la que un campesino es venerado como Hijo de Dios.
El terminó Ekklesia, la asamblea de los ciudadanos que se reunía en la ciudad que San Pablo contempla, es adoptado por éste para denominar a la congregación de los creyentes cristianos. Nace la iglesia.
El cristianismo concibe la libertad como atributo esencial del ser creado por Dios. La religión cristiana del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo es adoptada por Roma con su credo oficial a partir de Teodosio en el 380 dc; y luego de que Constantino, que preside el Concilio de Nicea, en el 325 d.C., recurre al cristianismo para consolidar la corona imperial.
Al principio, tras su introducción en Roma por San Pablo, la religión de la cruz es perseguida por una anomalía política, no religiosa: el cristiano solo se debe a su Dios, y no se postra ante el emperador romano. Es el tiempo de los mártires y los cultos clandestinos en las catacumbas. Por el amor a su Dios, el cristiano experimenta la liberación espiritual; se libera respecto a la esclavitud externa, al Estado pagano, y los muchos dioses del politeísmo, y también del ceremonialismo judío.
Por su Dios, el cristiano es alma libre, individualidad destinada a la inmortalidad. Jesús dice: “Si el Hijo os liberare, seréis verdaderamente libres.”(Juan 8:36); y San Pablo, en el capítulo 5 de Gálatas, en el versículo 1: “Estad pues firmes en la libertad con la que Cristo nos ha liberado y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud.”
Libertad espiritual cristiana respecto a las cadenas de este mundo. Y para el cristiano, el humano es creado con libre albedrio, con la facultad para elegir libremente el pecado, o el camino de la salvación. Si hay libertad de elección, el que elige es responsable moral de sus decisiones.
Toda la teología católica en la vasta edad media, desde San Agustín a Santo Tomás, subraya el libre arbitrio. Pero dentro de este mundo caído, el cristiano está subordinado a la Iglesia, y a los poderes del Imperio y el feudalismo. Lo católico, del griego katholikos, es lo “universal”; pero colisiona con la misma pretensión de verdad universal del Islam. Y lo católico es también la contradicción entre el cuerpo de ideas cristianas (libertad, individualidad, amor) y el poder de este mundo y sus intereses, y su ortodoxia que niega la libertad a los herejes, que también se dicen cristianos (arrianos, valdenses, cátaros, etc.).
El énfasis en el libre albedrío y el valor de las obras en la teología católica confronta también con Lutero y la reforma en el siglo XVI: el pecador únicamente se salva por la fe, por el sometimiento o dependencia absoluta a Dios y su gracia, no por las obras. Un paradójico regreso protestante a San Agustín.
Solo en la modernidad, la teoría rebosará en el reconocimiento universal de lo que hoy llamamos derechos humanos, junto a la libertad y la igualdad; otras de las cimas de lo occidental, que disputa con el oso ruso que ruge entre los Urales y Siberia.
III
Entre el Renacimiento, los derechos humanos, el Nuevo mundo, y un día en París.

Los barcos hinchan sus velas en el mar Adriático. Atracan en Venecia. No muy lejos, artistas y comerciantes trajinan por las bellas calles de Florencia. Los intelectuales humanistas, como Pico della Mirandola, celebran la dignidad humana. Renace la cultura greco romana en el Renacimiento, en el siglo XVI, inicio de la modernidad, a esto contribuye también los maestros griegos que llegan desde Bizancio, luego de su caída en manos de los turcos otomanos.
El humano se muestra decidido, quiere dominar su entorno, como el joven que se yergue en el centro de la escena en el Retrato de un joven caballero (1505), de Vittore Carpaccio, pintor veneciano. El valor del individuo sopla en el arte, las humanidades, la iniciativa privada en el comercio.
Y los barcos también surcan el Atlántico como olas hacia lo desconocido. Españoles, portugueses, luego ingleses, franceses, holandeses, desembarcan en América, el Nuevo Mundo. La dominación de los pueblos nativos levanta un interrogante: ¿son humanos? ¿Tienen los mismos derechos que el conquistador?
En 1551, Bartolomé de las Casas entra rápido al Colegio de San Gregorio de Valladolid con su fachada barroca; atraviesa las arquerías del primer piso, llega hasta el salón de la reunión. Aquí se debatirá cómo proceder en el tratamiento de los indígenas, y los justos títulos en el dominio de América por la Corona de Castilla.
El antecedente inmediato del que se parte son Las leyes de Burgos de 1512, integradas al corpus de las Leyes de Indias. La Junta de Burgos promueve la abolición de la esclavitud del indio, a quien se le reconoce la dignidad jurídica de hombre libre, con derecho de propiedad. No puede padecer explotación, pero como súbdito no está exento del trabajo para la corona, bajo el sistema de la encomienda por el que, en teoría, sería retribuido.
La España conquistadora entiende que debe legitimar jurídicamente sus actos, y reconocer, desde la teoría al menos, la libertad del indio por corresponderle ésta por ser hombre.
Preludio para algunos de la libertad como derecho natural en Occidente, lo que es confirmado por la bula Sublimis Deus, del papa Pablo III, en 1537. Aquí se reconoce el derecho a la libertad de los indígenas de las Indias, la prohibición de su esclavitud, siempre bajo la aceptación de la nueva religión por el indio. Este documento avala las luchas por los derechos humanos de los nativos.
Es el caso de Bartolomé de las Casas, en la sala de reunión, que se enfrenta a Juan Ginés de Sepúlveda, jurista e historiador. Además de confirmar el derecho del dominio español sobre los indígenas, Sepúlveda los acusa de barbarie. Todo esto le da derecho al español, según su posición, a someter al indio para su “civilización”.
En su confrontación con Sepúlveda, Bartolomé de las Casas, antiguo encomendero arrepentido, dominico entusiasta en la defensa de los derechos de los indígenas, autor de la Breve relación de la destrucción de las Indias, defiende la racionalidad de los indios, el valor de su civilización. Si bien son crueles, su crueldad no es mayor que la de los europeos.
Aun bajo el uso de la espada y la violencia en la conquista del Nuevo Mundo, la corona española reconoce el derecho natural del hombre, inherente al indio y, por igual, al europeo. Pero el reconocimiento de derechos, del que se jacta la tradición liberal occidental, adquiere mayor envergadura y universalidad en un día en París…
En el siglo XVIII, la Ilustración, como corriente filosófica de la razón aviva la doctrina de los derechos naturales, al tiempo que defiende el progreso moral, otro nervio esencial de lo occidental, como parte de una filosofía de la historia optimista. Para Locke, Kant o Hegel, la libertad es atributo inalienable del humano frente a toda tiranía.
Y un día en París, el torbellino de la Revolución Francesa acalora el aire. La Bastilla ya ha caído, el bastión de la monarquía absoluta, del Antiguo régimen. La aristocracia, la que puede, huye. Y el 2 de agosto de 1789, la Asamblea constituyente proclama La declaración de los derechos del hombre y el ciudadano.
Libertad, igualdad. El primado del poder monárquico, y su alianza con la cruz, se fractura como mullida madera. La libertad se identifica con la república, que debe reemplazar la condición de súbdito por la de ciudadano; y demoler o darles una constitución a las monarquías, a fin de reconocer las libertades del individuo que Occidente reclama como su iniciativa y legado, en un posible trayecto histórico que se extiende desde la Carta Magna (1215), en Inglaterra, que impone límites al absolutismo monárquico, hasta la Revolución inglesa de 1688, y la Revolución norteamericana en 1776.
En 1791, Olympe de Gourges enriquece la doctrina de los derechos y anuncia La Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana. La declaración original es confirmada en 1793. En su artículo 1 se afirma: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”. En el artículo 16 confirma la igualdad ante la ley, y el acceso a los cargos públicos con el solo requisito de la idoneidad. La propiedad, en el artículo 17, es consagrada como derecho inviolable.
La declaración de derechos por la Revolución Francesa es antecedente de La Declaración universal de los Derechos humanos por la Asamblea de las Naciones Unidas, en 1948, o la Declaración universal de los derechos humanos emergentes, en el foro universal de las culturas de Barcelona, en 2004, que, entre otros, incluye el derecho a la paz y a habitar el planeta y el medio ambiente.
La igualdad ante la ley, que derriba el privilegio aristocrático, es eco de la promovida por Clístenes en Grecia; o de la Ley de las XII tablas de la República de la Roma antigua, que luego deriva en imperio.
En la turbulencia revolucionaria moderna occidental, la igualdad, la libertad, el progreso, el plexo de los derechos, es lo que Occidente pretende amparar, aunque siempre bajo la ambigüedad de lo afirmado y negado a la vez.
IV. Occidente, soberanía popular, la nueva democracia y la ambigüedad.
El oso renueva sus fuerzas entre árboles y praderas, zares y símbolos de la iglesia ortodoxa. Mientras, en la Francia revolucionaria, otro de los artículos de aquella Declaración de los derechos del Hombre y el Ciudadano de 1793, es la que dispone que la ley expresa la voluntad general, la soberanía popular, fuente de todos los poderes públicos. Lo que confirma que el Estado es lo fundado en una constitución, y si el Estado no garantiza los derechos humanos y la separación de los poderes, carece entonces de constitución.
El fundamento indiscutido del Estado moderno es el principio de la soberanía popular. El poder procede del pueblo, no de Dios representado por el monarca, o el Papa. De una teología del poder político a la secularización.
La soberanía popular compone un largo periplo en Occidente: desde Marsilio de Padua en la edad media, hasta Thomas Hobbes, John Locke o Jean Jacques Rousseau en la teoría política moderna contractualista. En 1748, en El espíritu de las leyes, un pensador ilustrado, Montesquieu, pule el principio de la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, y su control recíproco. Elixir para conjurar la sombra de la concentración absoluta del poder en los líderes mesiánicos.
La cosmovisión moderna occidental funde la fe en el progreso por la ciencia y la técnica, la filosofía racional, los derechos naturales (libertad de expresión, de pensamiento, movimiento, igualdad, propiedad), y el nuevo orden capitalista, con su mercado, la incipiente dominación de la naturaleza, y la desigualdad, de hecho, por el lazo económico. El ciudadano libre en la teoría, en la dinámica inicial del capital es el proletario explotado.
El liberalismo económico se asienta en la creencia en una mano invisible garante del éxito del mercado; y por el secularismo productivo, la revolución industrial, la máquina, el éxodo rural, y la urbanización. Un proceso que no es ajeno a un trasfondo religioso. La tesis famosa del sociólogo alemán Max Weber: por el trabajo y éxito económico en los términos del incipiente capitalismo, el cristiano, en particular el protestante calvinista, confirma, o no, la salvación predestinada de su alma.
La contradicción entre dominación económica y el derecho a la vida libre es parte de la ambigüedad occidental. Los derechos conviven con las perturbaciones de la democracia, la concentración del poder económico, la manipulación de las voluntades por consignas consumistas. Y la promoción de uno de los motivos de mayor repudio, por ejemplo, por parte significativa de la intelligentsia rusa en el siglo XIX y aún hoy: el endiosado y egoísta individualismo, y la competencia, que pulveriza el afán de comunidad.
Pero a pesar de todas sus imperfecciones, el Occidente no interrumpe su tendencia hacia las libertades y la dignidad implícita del individuo, aun cuando ésta sea, en la práctica, mancillada y asfixiada por sus contradicciones estructurales.
Por fuerza, Occidente colisionará con las autocracias, y sus esquemas mesiánicos teológicos para legitimar sus prácticas políticas; aunque, como veremos, estas distorsiones son también parte de su andadura histórica.
Occidente ya mueve sus piezas. Y el oso ruso sale del bosque, de la estepa, del río Volga y los Urales. Es poderoso. En apariencia, sus convicciones cambian, pero siempre respiran una misma filosofía, un mismo destino.
IV. Los orígenes de la fuerza eslava

por Victor Vasnetsov.
Los escandinavos bajan de sus barcos. Los eslavos los esperan. A Rurik, de los varegos, los vikingos suecos, le proponen asumir la autoridad; a él se someterán, voluntariamente, para impedir la disputa continua entre las tribus eslavas. El rudo jefe, acostumbrado a la espada y los combates, acepta. Nace así la dinastía Rúrika, en 862. Al menos este es el relato de la Crónica de Néstor, una de las fuentes principales de la historia eslava en sus orígenes.
En 912 el príncipe varego Oleg traslada la capital de Nóvgorod a Kiev. En 988, el príncipe de Kiev, Vladimir I, elige una nueva religión, distinta a los dioses y espíritus del paganismo vernáculo y ancestral; una religión procedente de Bizancio, el centro del mundo de entonces, el trono más radiante del poder, el Imperio bizantino: el cristianismo. Las primera ola evangelizadora ya arriba a tierras eslavas en el siglo I d.c, con el apostol Andrés. Lo mismo que Constantino, por razones de uso de la religión para fortalecer un poder político concentrado, Vladimir abraza la fe cristiana. Se bautiza. Se inicia la cristianización de la Rus de Kiev, que derivará en el cristianismo ortodoxo oriental posterior. El cristianismo de las iglesias de las cúpulas doradas y de la autoridad de los patriarcas, y de su cisma con el occidente cristiano, del catolicismo apostólico romano.
Primero es la Rus de Kiev. Kiev, ciudad fundada por vikingos, como centro primero de la diversidad eslava. Pero luego, una ciudad surgida en el siglo XIII, se impondrá gradualmente sobre toda la familia eslava: Moscú, corazón del principado de Moscovia que, en los siglos posteriores, es el centro de la ortodoxia cristiana, la autocracia y el nacionalismo, y una pretendida misión mesiánica redentora.
Rusia siempre elevará la cruz, el trono, la corona del zar, el orgullo nacionalista, un sentido de misión histórica, que los intelectuales eslavistas y el paneslavismo, y después el eurasianismo y el neo eurasianismo propalarán como esencia de lo ruso. Supuesta misión en la lucha con lo turco musulmán, y, luego, lo occidental burgués, liberal y democrático.
Trasfondo maestro de un enfrentamiento incesante de civilizaciones, antes y hoy.
V. Entre los mongoles e Iván el terrible.
Al principio, Kiev, la Rus de Kiev, fue la madre de lo eslavo, la cuna de la civilización que, al principio, se extiende entre el este de Europa hasta los Montes Urales. Pero Kiev cae en desgracia. Desde el centro de Asia llegan los feroces mongoles montados en sus caballos veloces, y con sus arcos dobles, sus tácticas de guerrillas; su voluntad de conquista, y su pasión por la sangre, la crueldad. El saqueo.
El yugo tártaro se impone en 1240. El imperio de Gengis Kan comenzó en 1206. Desde las estepas, la expansión mongola se detiene en las actuales Rusia, Ucrania, Bielorrusia. Su poder es la Horda de oro. Los mongoles son tolerantes; permiten la religión del conquistado. Lo que les interesa es el cobro de los impuestos. En esa labor, los príncipes de Moscú son eficaces. Bajo cierta convivencia con los conquistadores, concentran poder y recursos. Además, la presencia del mongol detiene a los Caballeros teutónicos, la orden cruzada de la actual Polonia y Alemania, estandarte de un cristianismo adicto a Roma. Y la urbe moscovita es la principal espada contra los ocupantes. Iván III, gran príncipe de Moscovia, en 1480, arremete contra los mongoles. Los expulsa. Moscú aglutina a las diversas tribus eslavas.
Esa hegemonía la consolida Iván IV, “el terrible”, el primero que se hace llamar zar. El zar es César, concentra la herencia política de lo romano; y también del kan, la autoridad mongola. La autocracia zarista posterior es inseparable del pasado mongol, y de la marca de su despotismo oriental. Iván crea la Opríchnina, experimento de concentración total del poder, de sujeción completa de un territorio diferenciado del resto de la administración zarista, la Zémschina. Iván vive como especial espina la tensión con los boyardos, la nobleza terrateniente reacia al monopolio de su autoridad.
Iván inicia la expansión de Moscovia, del futuro imperio: conquista el Kanato de Siberia; el Kanato de Astracán, sobre el Mar Caspio; somete a los tártaros de Kazán: y crea el primer ejército permanente, el de los streltsí. Por su conquista de Kazán erige la Catedral de San Basilio, belleza oriental de abrillantadas cúpulas con figuras de cebollas; edificación de los muchos colores. Combate con los otomanos; y con los lituanos, por su deseo de llegar al Mar báltico.
Dina Khapaeva, directora del programa de estudios del Instituto tecnológico de Georgia (E.E.U.U), afirma que el gran héroe de Putin es Iván el terrible: “El gobernante ruso quiere hacer volver la sociedad a un tiempo en el que la democracia no existía”. En 2006, bajo el poder de Putin ya, se inaugura el primer monumento al monarca terrible que lanzó a sus opríchnik al saqueo de Nóvgorod, la ciudad beneficiada por el comercio, con celosas libertades políticas, que luego reivindicarán los occidentalistas rusos en el siglo XIX.
VI. La Tercera Roma.

Ya antes de Iván el terrible, Iván III le había hecho la guerra a Nóvgorod. Y su gobierno que se extendió entre 1462 y 1505, coincide con un hecho trascendental: la caída de Constantinopla, en 1453 en manos de Mehmed II, el líder del imperio turco otomano, de fervor musulmán. Sofía Paleóloga, la sobrina de Constantino XI, el último emperador bizantino, se casa con Iván III. Su influencia es esencial: alimenta en su esposo la ambición de heredar la grandeza perdida de Bizancio; introduce los sofisticados rituales bizantinos en la corte moscovita; enciende en su consorte una mentalidad imperial que, antes, en 1478, se había hecho proclamar autócrata. Y tan importante como esto: se manifiesta protector del cristianismo ortodoxo ante amenazas externas (los turcos otomanos, en este caso). Así asoma un primer fundamento clave de la mentalidad mesiánica de la Rusia imperial zarista posterior: la concepción de Moscú como la Tercera Roma.
Luego de la primera y originaria Roma, fundada, según la leyenda, por los hermanos Rómulo y Remo en las orillas del Tíber, y de la segunda Roma que brilla hasta la caída de Bizancio, ahora es tiempo de la última y verdadera ciudad eterna. Moscú como heredera de la Roma imperial, último refugio del cristianismo verdadero, el cristianismo ortodoxo ruso. El monje Filotei en 1510, confirma y consolida esta creencia.
Rusia se enviste con un designio superior; una Rusia religiosa que blinda al cristianismo y sus valores. En esa función protectora anida la teología del Kathechon, de procedencia paulina. En la segunda carta de los Tesalonicenses, San Pablo propone que antes de llegar al día del Reino de Dios, el cristianismo debe enfrentar al “hombre de la perdición”, el “hombre de la iniquidad”. El kathechon es lo que protege ante el mal, lo expulsa. Un mal que, en términos de actualidad histórica, se corporiza en el Oeste, en el catolicismo con su íntimo ateísmo, el de la jerarquía papal y el racionalismo teológico. Rusia entonces como la tercera Roma, supuesto refugio del cristianismo auténtico.
La tensión divide el mundo cristiano: el Gran cisma, de 1054. En Bizancio, un cardenal representante del papa exige obediencia. El cristianismo occidental reclama la sujeción al descendiente de Pedro, el obispo de Roma, el Papa y su infalibilidad. El cristiano oriental se rehúsa. Niega la superioridad vaticana; suscribe la independencia de los patriarcas, solo nominalmente subordinados al Patriarca de Constantinopla. Un segundo desacuerdo lo impone la teología bizantina: la cláusula Filioque (del hijo). Los concilios católicos proclaman “el Espíritu Santo, señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo”. Los ortodoxos protestan: el Espíritu Santo solo procede del Padre.
Y el cristianismo ortodoxo ruso tendrá alianzas y rupturas con la autocracia del Zar.
VII. De Pedro el Grande a Catalina.
En 1613 Miguel I inicia la dinastía de los Romanov. Pero la autocracia se engrandece con Pedro el Grande, uno de sus máximos exponentes. Pedro llega hasta una región húmeda, salvaje, de frío hiriente. Aquí se edificará una nueva y gran ciudad, anuncia. Y así es. A partir de 1703 comienza la construcción de San Petersburgo, ciudad de la proporción monumental, la solemnidad, de una bella y calculada regularidad. La perspectiva Nevski, como su vía principal, cerca del río Neva. Un primer símbolo de la voluntad modernizadora rusa. El joven rey es imprevisible. En lugar de permanecer en los límites, elige viajar, ir más allá. Entre 1697 a 1698 acomete La gran embajada. Recorre varios países europeos. Busca, por un lado, una alianza contra la Turquía otomana, que fracasa; y por el otro, y esto es lo más importante: ambiciona la cultura y el progreso occidental. De incógnito, aprende el arte de la navegación, en Ámsterdam. Regresa para introducir reformas. Prohíbe la barba a los boyardos; debilita a la iglesia, sustituye el cargo del patriarca por un Santísimo Sínodo gobernante; edifica el Peter Hof, el gran palacio llamado el Versalles ruso, donde se aloja su corte; disputa con los Viejos Creyentes, los más radicalizados entre los cristianos ortodoxos rusos. Estos detestan a Pedro, lo llaman el Anticristo.
Y en su empuje modernizador, Pedro envía a miles de rusos a estudiar a Europa; funda escuelas de ciencias, matemáticas, artillería, ingeniería, minería; aspira a una educación masiva transversal a las clases, a los siervos y los nobles. Introduce una famosa tabla de rangos como instrumento contra los privilegios hereditarios de la nobleza. Ahora se puede aspirar a un ascenso en la escala de los funcionarios de Estado con independencia del origen social o de cuna. El fundamento de la obsesión por ocupar un cargo en la compleja burocracia monárquica como una forma de estabilidad y progreso individual.
Y como rey guerrero combate a los suecos en la famosa Guerra del Norte. Vence en la batalla de Poltava, en la actual Ucrania, al notable monarca Carlos XII.
Pedro introduce un legado ambiguo: por un lado, desea lo occidental; y, por el otro, afianza la autocracia zarista. En 1721 se hace llamar “El grande, Padre de la patria, Emperador de toda Rusia”. En San Petersburgo, una monumental estatua ecuestre, El jinete de bronce, aún hoy lo celebra. Obra de Étienne Maurice Falconet. Su nombre viene del poema homónimo de Aleksandr Pushkin. La estatua es un equivalente simbólico a la Estatua de la Libertad de New York.
La heredera de su majestad, Catalina II la grande, también oscila entre lo occidental modernizador y el autoritarismo tradicional. Por un lado, se hace llamar “la filósofa en el trono”, por su simpatía con la Ilustración, movimiento filosófico racional europeo en alianza con la ciencia newtoniana, y la idea de progreso y el optimismo ilustrado. Recibe a Voltaire, lo agasaja, es su amiga y discípula; organiza una famosa Instrucción o Comisión, órgano institucional para introducir reformas modernizadoras, con referencias a Montesquieu, Diderot y Jean d’Alembert, con cientos de participantes de distintos estamentos. Luego de más de seiscientas reuniones la comisión concluye en la nada.
Pero tras sus coqueteos con la Ilustración, Catalina mantiene intacta la tiranía. Reprime la rebelión del cosaco del Don, Yemelián Pugachov; afianza el control de la nobleza. También somete a Polonia; suprime la autonomía de Ucrania; aviva la rusificación. Anima el expansionismo: el imperio zarista incorpora Ucrania, Bielorrusia, Lituania, a expensas del Imperio otomano y de la Mancomunidad polaco lituana. El imperio se anexiona más de medio millón de kilómetros cuadrados.
Y la Rusia de Catalina le hace la guerra a Turquía. Llega casi hasta la costa del Mar negro. Funda Odessa, Melitópol, Mariupol, Jersón, y lo que llama la Nueva Rusia, el este y sur ucraniano (origen territorial de las repúblicas autoproclamadas de Donetsk y Lugansk desde 2014 y 2015, y hoy en disputa). En ocasiones, su general Grigori Potemkin, monta fachadas que fingen ser prósperos pueblos para impresionar a la emperatriz en su visita a las nuevas regiones conquistadas. Fachadas, apariencias, lo que se llama “pueblo Potemkin”. En su política exterior, Catalina ambiciona recomponer el imperio bizantino en el este de Europa.
En la práctica, Catalina robustece la autocracia. Su barniz ilustrado no atenúa el poder reconcentrado.
Y con el nuevo zar Nicolás I, el político imperial Sergio Uvárov, en 1833, confirma la ideología conservadora: “Ortodoxia, autocracia y nacionalismo”. Tras los primeros términos, anida el mesianismo y la religión en su influencia continua; tras el otro, el romanticismo derrama su marca, y también Hegel.
El romanticismo es un gran movimiento filosófico, artístico, social, que actúa como una virtual modernidad que se critica a sí misma. Una de las aristas románticas, el nacionalismo, llega a Rusia a través de Schelling, filósofo emblemático de la causa romántica. Para el sentir romántico, un pueblo se engrandece por su espíritu nacional. La nación es la esencia que define al ser popular. El sentido de nación rápidamente puede virar hacia un nacionalismo autocomplaciente, y que se auto atribuye una misión superior. Hegel ingresa aquí en la ecuación como el gran pensador alemán que piensa la historia universal, como despliegue de la Idea o Espíritu Absoluto, como modo de autodeterminación y autorrealización del ser mismo. El Espíritu Absoluto se despliega en la historia como devenir hacia sí mismo; se comprende desde la mediación de una racionalidad dialéctica, en tanto superadora de conflictos; y avanza hacia una meta superior que es su libertad como autodeterminación. La influencia hegeliana en la latitud rusa es a condición de reemplazar la centralidad de la razón por la nación rusa como cabeza del desarrollo histórico, hacia la civilización del cristianismo único y verdadero; y cuyo fin es la salvación del mundo desgarrado por el ateísmo y la corrupción.
Y en el siglo XIX, en Rusia dos posturas antagónicas debaten sobre el sentido y futuro de la nación rusa. Por un lado, los occidentalistas; por el otro, los eslavófilos y paneslavistas.
VIII. Occidentalistas y paneslavistas
Los occidentalistas continúan la voluntad occidentalizadora de Pedro el Grande y Catalina II.
En 1812, Napoleón invade Rusia. Su campaña es un fracaso abismal. Su Gran Armée llega a las tierras eslavas bajo el gobierno de Alejandro I, con medio millón de hombres. Regresa con menos de 30 mil. Los rusos, dirigidos por el general Kutuzov, cabalgan hacia Francia en la sexta y exitosa coalición contra el gran corso. Ocupan París. Muchos oficiales del ejército ruso conocen de primera mano los ideales de la Ilustración y la Revolución francesa; asisten a las universidades; ansían el progreso. Regresan a su país. Quieren el cambio, otro destino. Crean sociedades secretas cuasi masónicas, en el norte, el sur. La sociedad más importante es La unión de la salvación, en San Petersburgo. Buscan limitar el vasallaje, la servidumbre de los campesinos, difundir los derechos humanos, el gobierno representativo y democrático; o lograr una monarquía constitucional. Urden una revolución, el 25 de diciembre de 1825. Revolución decembrista, por el mes de su ejecución. Entonces, Nicolás I asciende al poder, con una actitud conservadora autócrata. Esto difiere de las aspiraciones reformistas de su antecesor Alejandro I, principalmente notorias cuando tuvo como consejero a Mijaíl Speranski, consejero liberal, padre del liberalismo ruso, que quería redactar un nuevo código inspirado en el código napoleónico.
La revolución fracasa. Algunos líderes decembristas son fusilados; otros, la mayoría, conocen el exilio siberiano. En los surcos del fracaso decembrista, sin embargo, crecen los brotes de la intelectualidad occidentalista del círculo de Stankiévich. Todos ávidos de integrar a Rusia a Europa y a la historia universal. Entre ellos, sobresalen Alexander Herzen o Visarión Belinski, Este último le envía una famosa carta al escritor Nikolai Gogol. Gogol primero despunta con relatos fundacionales de la literatura rusa, junto al poeta romántico Pushkin, como su novela Eugenio Oneguin, o su poema El jinete de bronce. De la pluma de Gogol nace El capote, La nariz, y su fundamental Almas muertas. En un principio, Gogol aparenta un espíritu innovador, crítico y satírico de la burocracia rusa. Luego, en su última obra, Pasajes escogidos de la correspondencia con amigos, adopta una inesperada actitud tradicionalista, una reivindicación del zarismo y de la religión en tiempos que frecuenta el monasterio de Optina, un reservorio de la espiritualidad monacal rusa. Belinski, que en un principio celebra su literatura, luego, indignado, reacciona con su célebre carta:
“La salvación rusa no se encuentra en el misticismo, el ascetismo, el sufrir, sino en la razón, la civilización y la cultura. No necesita sermones (ya ha oído demasiados), ni plegarias (ya ha mascullado demasiados veces)…”
La actitud contraria a los occidentalistas es la de los eslavófilos y los paneslavistas. La narrativa eslavófila tiene dos referentes fundadores: Alexéi Jomiakov e Iván Kireyevsky. Ambos fundan el Movimiento eslavófilo. Defienden lo eslavo ante lo occidental (están en contra del catolicismo y el protestantismo). La fe, y no el razonamiento, es la experiencia de la verdad en Cristo. La autoridad religiosa se funda en el amor cristiano, y la libre adhesión a la Iglesia; y lo eclesial sin jerarquías ni leyes, lo opuesto al Papado. Üä
Jomiakov promueve el sobornost, palabra rusa que puede ser traducida como “catedral” y “asamblea”, que remite al sentido de comunidad, que aflora desde el espíritu cristiano opuesto al individualismo occidental. Para Jomiakov y los eslavófilos, sentencia Figes: “El pueblo ruso era el único de todo el mundo que profesa un cristianismo verdadero”.
El estilo comunitario, vía unión cristiana y social del sobornost, apela también al modelo de la hermandad cristiana, y a la comunidad campesina, idealizada, que luego muchos asumirán como un mero espejismo.
Con todas estas cualidades, lo ruso es algo más que una nacionalidad. “Tenía una misión divina en el mundo” (Figes). Y según Serguei Aksakov, ensayista y crítico literario: “El pueblo ruso no es solo un pueblo, es una humanidad”. Se perfila así el mesianismo del alma rusa, cuyo espíritu universal salvará al mundo cristiano. Solo Rusia, con su espíritu juvenil, puede salvar a Europa. En el alma nacional rusa Gogol encuentra una esencia mesiánica.
Lo eslavófilo desagua en el paneslavismo. En 1848, en Praga, se celebra el primer Congreso eslavo. Su propósito inicial es el reclamo de más derechos civiles, y de reforma constitucional liberal, frente a la monarquía Habsburgo. Las naciones eslavas aspiran a la soberanía. Un paneslavismo primero laico, o austroeslavismo. Pero luego, Ludovit Stur manifiesta la idea que soplará hacia un paneslavismo ruso. Stur, político, poeta, creador del eslovaco moderno, afirma que el destino de los países eslavos depende de la colaboración y el liderazgo de Rusia, el único país eslavo soberano.
El paneslavismo ruso se erige entonces como un paternalismo imperial, como la protección de los pueblos eslavos ante los turcos otomanos o austriacos. Y después, en el tiempo de la URSS, lo paneslavo continúa como la Madre Rusia redentora de los pueblos eslavos, inseparable de una paralela rusificación. La influencia de ese paneslavismo hoy explica el apoyo serbio a Rusia, la negativa búlgara a enviar armas a Ucrania, el desinterés húngaro por la OTAN. Occidente es percibido como amenaza continua para Rusia y sus zonas de influencia; Rusia y su brazo protector de los eslavos, lo cual coincide con su autopercepción como potencia mesiánica salvífica.
IX. Dostoievski

El controvertido Henry Kissinger manifestó que una forma de comprender a Rusia es a través de Fedor Dostoievski.
Para la Rusia de los siglos XIX y XXI, la Europa atea es una gran intimidación, así como su cientificismo y racionalismo. El nihilismo es habitualmente entendido como “no creer en nada”. Pero el sentido que este descreer tendrá en Dostoievski se acerca a lo entendido por Ivan Turgueniev en su novela Padre e hijos, en la que el personaje Bazarov manifiesta:
“Un nihilista es un hombre que no se arrodilla ante ninguna autoridad y que no acepta ningún principio sin examen previo”.
Esta comprensión de lo nihilista se repite en Dostoievski (1821−1881). El nihilismo lo enlaza con la violencia atea y subversiva de jóvenes universitarios exaltados, como en Los demonios. Aquí el nihilismo rezuma odio a Rusia y sus tradiciones. Actitud despreciativa procedente del cientificismo, el socialismo, la democracia atea europea.
En El idiota, el príncipe Myskin combate al catolicismo, y su socialismo y democracia. Dostoievski habla del odio de Europa hacia Rusia:
“Es remarcable el hecho de que Europa no nos quisieron ni nos han querido nunca, nunca nos ha considerado uno de los suyos, como europeos, sino siempre únicamente como extranjeros molestos”.
Y:
“Ellos no creerán jamás que nosotros de verdad podemos participar con ellos y en igualdad de condiciones en el destino futuro de su civilización”.
Y también “…nosotros no somos Europa en absoluto”. La misión de Rusia es mirar hacia Asia, y conquistar el continente. En el paneslavismo de Dostoievski, Rusia es el pueblo portador de Dios, y debe unir a todos los pueblos eslavos bajo su égida. Por eso, hay que proteger a los eslavos de los turcos, y conquistar Constantinopla; dado que el pueblo ruso vive “la idea ortodoxa”, debe englobar en la unión ortodoxa a todos los pueblos eslavos. Dos fuerzas son las principales: Dios, y la iglesia de Cristo, y el zar. El Estado, por la fuerza del zar, se eleva a protector o garante de una iglesia cristiana auténtica.
En su juventud, Dostoievski es enviado a Siberia como castigo a su participación en círculos socialistas y liberales. El fruto de su experiencia carcelaria en Omsk es recogido en Recuerdos de la casa de los muertos (1862). Allí, conoce a asesinos y ladrones que luego le inspiran algunos de sus personajes, en novelas como Crimen y castigo. En su exilio, recuerda que, siendo niño, un humilde campesino lo ayudó ante un peligroso lobo. Esto le provoca una revelación, cambia su actitud en la cárcel. Pasa del desprecio o la indiferencia ante los prisioneros agobiados por el mal y los pecados a la compasión y el perdón, al anhelo de redención. Aun los más malvados irradian un minúsculo rayo de bondad. Así se modela el Dostoievski definitivo. Se arrepiente del nihilismo y el ateísmo. Quiere encontrar la fe rusa. Iba a escribir la Vida de un gran pecador (proyecto no realizado). En Occidente, un ruso pierde la fe; vuelve después a Cristo y la tierra rusa. Dostoievski siempre parte de la incredulidad y el escepticismo, y busca la fe. Por ejemplo, su personaje Chatov en Los demonios, manifiesta: “Creeré en Dios…”.
Siempre existe una tensión entre la razón y la fe. Iván Karamazov, en Los hermanos Karamazov, se queja del Dios que no puede existir, porque si existiese no podría permitir el sufrimiento de los niños. En El Gran Inquisidor, Cristo regresa en Sevilla. Pero el inquisidor le advierte que el sufrimiento no se evita con la vida ejemplar de Cristo sino con la razón y la aceptación del orden constituido. Crítica indirecta a la iglesia romana occidental. Dostoievski manifiesta que al Dios ruso se accede solo desde una creencia mística, fuera de todo razonamiento. Condena como occidentales la comprensión razonada de la divinidad. En la ortodoxia de Dostoievski, su fe está en la facultad redentora del alma campesina. La salvación, la redención es lo que ejemplifica Raskolnikov en Crimen y castigo. En Los hermanos Karamazov, el padre Zosima afirma que “todos somos responsables de cada uno de nosotros”. Incluso por “los asesinos y ladrones del mundo”. El reino de los cielos es la hermandad de los hombres. El también busca la iglesia como el sobornost de los eslavófilos. La iglesia como hermandad cristiana. El alma rusa se talla entonces en el mensaje evangélico, la justicia social en la tierra. Su deseo es una iglesia ecuménica, una hermandad universal en Cristo. La salvación surge de la unión mundial en nombre del Hijo de Dios.
X. Ilyín y el neoconservadurismo

El neoconservadurismo ruso post soviético se nutre de lo eslavófilo y el paneslavismo ya referido, de las corrientes eurasianista y neo eurasianista como observaremos, y de la estelar influencia del teórico político Iván Ilyín (1883−1954).
En 2009, Putin encabeza los esfuerzos, finalmente consumados, por repatriar los restos de Ilyín, y darle entierro cristiano en el Monasterio de Donskoy. 23 volúmenes de sus obras son reeditados. Putin cita a este pensador en el Mensaje anual de Estado en 2014, luego de la anexión de Crimea ese año.
Iván Ilyín había nacido en Moscú, de cuna aristocrática. Luego de la revolución bolchevique, finalmente parte al exilio en la llamada nave de los filósofos, que transporta a muchos otros intelectuales.
Adhiere a los valores tradicionales, los de la familia y la piedad religiosa. Rechaza tanto el totalitarismo bolchevique como la democracia formal. Acusa recurrentemente a Occidente de pretender depredar a Rusia. Primero simpatiza con el fascismo. Idilio que se pulveriza cuando advierte la creencia nazi del Utermensch, el subhumano, que agrupa a judíos, gitanos y eslavos, serbios y rusos.
Su proyecto es recuperar la gran Rusia. La Rusia histórica. La Madre Rusia. No la reparación de la herencia de los zares. Rusia solo renacerá por la recuperación del cristianismo ortodoxo ruso. En esta búsqueda, es esencial el protagonismo del gobernante autoritario, imbuido de una plena autoritas y potestas; solo él es la encarnación de la Rusia histórica. El líder es la autoridad soberana, el más fuerte y noble, que está al servicio de la Patria y Cristo, y que lidera al Estado redentor del pueblo ruso. Este líder debe columbrar el horizonte más allá de la contrarrevolución monárquica. Debe obrar por la recuperación de la misión espiritual e histórica de Rusia; debe construir el círculo protector ante la amenaza occidental, y sus ideologías radicalizadas. El socialismo y el marxismo, infiltrados en la Rusia zarista en descomposición, genera lo bolchevique revolucionario, una de cuyas banderas es el ateísmo.
Sin embargo, Ilyín no descuida la crítica respecto al propio zarismo. La elite zarista socavó su liderazgo paternalista, su función protectora del pueblo por su corrupción y ociosidad. Ilyín modela su pensamiento a través de La conciencia de la ley, en la que exhorta a la obediencia a la moral y la religión. Sin esa conciencia, no hay orden justo con su ley implícita. La conciencia de la ley a su vez demanda la celebración de la autoridad soberana orientada a la misión histórica de Rusia. Para esto, Rusia debe proteger y expandir el cristianismo como medicina ante la corrupción espiritual; rol complementario con el de la Madre Rusia, maternal en su acoger y resguardar a los pueblos eslavos y las distintas etnias y culturas en su seno.
Pero Ilyín después, en su pensar con influencia en el neoconservadurismo post soviético de Putin, llega a El futuro de Rusia. Aquí propone la tercera vía. Ni marxismo ni democracia. Observa: “Nosotros insistimos en el tercer camino para Rusia, y consideramos que es el único correcto”. La democracia es pulsión política desde abajo hacia arriba (lo que identifica con la corporación). El interés del individuo y su libertad es más importante que el Estado. Por lo tanto, se es libre pero no responsable.
En el totalitarismo lo que prevalece es la institución, el impulso constructor de arriba hacia abajo, aun con la mediación del voto popular. El individuo acepta pasivamente ser beneficiado o protegido por la Institución, pero no participa de su objetivo general. El Estado ruso es la síntesis entre la corporación y la institución. La Institución oficia como autoridad pública de la tutela; la corporación, por su parte, es el principio de autogestión que debe también tener su lugar propio. La futura Rusia tiene la tarea creativa de unir, entonces, corporación e institución. Y frente a esto:
“Los llamamientos de los partidos extranjeros a la democracia formal se muestra ingenuos, frívolos e irresponsables”.
Al difundir el pensamiento de Ilyín en el círculo de los emigrados blancos, los liberales pro occidentales lo critican. Entonces, en 1950, escribe: “Lo que promete el mundo moderno, con la desmembración de Rusia”. Según Ilyín, el mundo moderno occidental pretende cercenar la independencia soberana y la identidad rusa (que es monárquica y ortodoxa). Occidente aspira a desmembrar el país, e invadirlo con su comercialización y colonización cultural. Frente a esta visión de hundimiento ruso, Ilyín reacciona:
“Vendrá la hora de la historia donde el pueblo ruso se levantará desde el sepulcro y reclamará sus derechos”.
Luego de su muerte, las meditaciones nacionalistas conservadoras de Ilyín sufren la censura soviética y el rechazo liberal. Su legado se hunde en el olvido, hasta que Nikita Mijalkov y Putin lo rescatan como vector de influencia edificante para el conservadurismo neo nacionalista y la concepción de la Rusia histórica infundida de una misión superlativa.
Ese sentido de misión, con otros matices u orientaciones, palpita pujante también en la época soviética. Tras la revolución bolchevique de octubre de 1917, la ortodoxia religiosa es apuñalada por la fuerza soviética. El ateísmo es una de sus políticas oficiales. Los sacerdotes ortodoxos son perseguidos, las iglesias de las cúpulas doradas cerradas. En el tiempo de las siniestras purgas estalinistas, entre 1936 y 1937 miles de sacerdotes son fusilados; pero con la invasión alemana en 1941, la fuerza de respuesta de millones de soldados rusos depende no solo de consignas de partido sino también de la fortaleza espiritual que se encuentra en el rezo, la oración, la recuperación del Dios de los padres y los abuelos. Desde un gesto de cálculo, utilidad, pragmatismo y urgencia, Stalin lo entiende. En su discurso de la Plaza roja, luego de la marea invasora teutónica, reivindica a Pedro el Grande, héroe del zarismo, al general Kutuzov, paladín de la victoria sobre la invasión napoleónica; apela al cristianismo; postula a Rusia como el hermano mayor que orienta y protege a los demás pueblos eslavos y los otros inmersos en la esfera soviética. Restauración del paneslavismo, y cierta circunstancial reconciliación o tregua con la ortodoxia religiosa, y todo sin resignar la constante voluntad de rusificación.
La misión de la Gran Rusia no es ahora proteger el cristianismo verdadero y redimir a propios y ajenos, sino a toda Europa y Asia, y triunfar en la gran Guerra Patriótica en la lucha con el invasor alemán. Pero en esta misión liberadora Rusia es la cabeza, el corazón, la espada y la bandera en la primera línea en el momento de decapitar la amenaza nazi.
XI. El corazón de la tierra.

Lo que incentiva una conciencia mesiánica en la mentalidad rusa deriva también de la influencia del pensamiento geopolítico. En particular, de la teoría del corazón continental, la teoría del Heartland, pregonada por Halford John Mackinder, geógrafo inglés. En su doctrina manifiesta que quien domine el territorio clave del Heartland, Eurasia, dominará el mundo. Vaticinio esgrimido durante el fin del dominio de los mares por Gran Bretaña, el fundamento del imperialismo británico. El Heartland como “isla del mundo” debe ser apreciado en su importancia estratégica más allá del tratado de Versalles. Este tratado, con el que concluye la primera guerra mundial, pretende reorganizar las fronteras para asegurar la democracia. Pero es preciso tener en cuenta la gran significación política de la geografía (la geopolítica). Eurasia y Asia deben mantenerse separadas, porque quien las integre bajo su dominación se impondrá en el escenario mundial. Y Rusia por su ubicación geográfica, por su latido en el Heartland, sería la nación preeminente desde una suerte de “mesianismo geográfico”.
Las ideas de Mackinder influyen en Karl Hausofer, arquitecto de la geopolítica nazi, cuyo discípulo es Rudolf Hess. Hausofer busca la alianza entre Alemania, Rusia y Japón, para contener a Inglaterra. Esta estrategia es el trasfondo del sorpresivo Tratado de no agresión germano soviético firmado en agosto de 1939. Hollywood presenta las ideas de Makinder como matriz de las ideas expansionistas nazis. Consultado, Mackinder asegura que si la URSS sojuzga a Alemania sería la gran potencia terrestre del mundo.
Entonces, las concepciones de Mackinder llegan al diplomático norteamericano George Kennan, miembro de la embajada de su país en Moscú, autor del famoso telegrama largo, documentado destinado a la Secretaría de Estado de Estados Unidos, en el que recomienda la famosa política de contención ante la amenaza expansionista soviética. En 1947, en el Congreso de E.E.U.U, el nuevo presidente Truman se hace eco de esta doctrina arquitectónica de la política exterior de la Casa Blanca. Es prioritario contener a la potencia de la hoz y el martillo.
XII. Ráfagas mesiánicas en Occidente

El mesianismo como creencia en una misión divina por parte de una nación es algo común y universal en la latitud de todas las tierras. Además del neconservadurismo ruso contemporáneo, la estrategia mesiánica de autopercepción y autojustoficación del deseo de conquista y anexión territorial es fuerte y claro latido histórico también en Occidente.
En Roma, el primer emperador Augusto, en el 27 a.c convocó a su corte a poetas e intelectuales. Uno de ellos, Virgilio, en la Eneida, entre el 29 y el 19 a.C., versifica una justificación divina del poder romano: «Tu regere imperio populos, Romane, memento» («Recuerda, oh romano, que tu destino es gobernar a los pueblos», Eneida, 6.851), a lo que se agrega la misión civilización que debe ejercer la Ciudad eterna: «Pacique imponere morem, parcere subiectis et debellare superbos» (Imponer la paz, establecer la ley, perdonar a los sometidos y vencer a los orgullosos», Eneida, 6.852).
En la España del Imperio en Las Indias, la conquista de América supuso la discusión sobre el alma de los indígenas. Las leyes de Burgos le reconocían igualdad respecto a los europeos por ser todos creaturas de Dios. Pero este reconocimiento era a horcajadas de la previa cesión de la zona de influencia española por el Tratado de Tordesillas (1494). Los nativos debían entonces ser sometidos bajo la justificación de su posterior evangelización. Fue así como surgió el extraño documentó de El requerimiento, que los conquistadores leían a los nativos para exhortarlos a su sometimiento pacífico a la única verdad de la religión de la cruz. La conquista así era la cristalización de una misión querida por Dios.
En el siglo XIX, Europa, encabezada por Inglaterra, se lanzó a la conquista y reparto de África, como extensión de su previa presencia en Asia. En 1899, el poeta inglés Kipling, nacido en la India, publicó su célebre poema «La carga del hombre blanco«. El imperio británico debía auto percibirse como «El imperio de Dios en la tierra» que debía asumir su responsabilidad moral de civilizar a los ‘países atrasados». Manifestaciones de un eurocentrismo que iba a la zaga del pensamiento hegeliano que pensó la historia como el lento camino de progreso desde el despotismo asiático hasta el reconocimiento de la libertad como valor universal en la modernidad europea que emplaza a su civilización como modelo de referencia de la evolución en la vastedad del mundo.
La concepción de una misión divina autojustificadora ruge también en la historia de Estados Unidos. En el siglo XVI, el líder puritano John Winthrop, gobernador de la colonia de Massachusetts, en Nueva Inglaterra, en un discurso predicó que la presencia europea debía expandirse en América del Norte como parte de la llegada a «una ciudad en la colina«, símbolo de un traer a la nueva tierra las lámparas de la libertad que brillaban para generar admiración y ejemplo para otros pueblos. Luego de la compra de Luisiana en 1803, bajo el gobierno de Thomas Jefferson, se inició la expansión hacia el Oeste lejano, misterioso, salvaje, sin ley.
La expansión en esa dirección era un destino manifiesto querido por Dios. El periodista John Sullivan acuñó esta expresión en 1845, y escribió: «Muestro destino manifiesto es extendernos por todo el Continente que nos ha sido asignado por la Providencia para el desarrollo del gran experimento de la libertad y el autogobierno». Esto fue un justificación providencial muy adecuada para calmar la conciencia y arrancar escrúpulos en la guerra entre Estados Unidos y México, en 1848-49, por la que el país del Norte se anexionó los actuales Estados de Texas, California, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah y Colorado. Y la Providencia también guió al Tío Sam en la guerra con España, en la que Puerto Rico se convirtió en su virtual protectorado, Cuba y Filipinas pasaron por un tiempo a su esfera, y luego llegaría también la anexión de Hawái. Y los ecos renovados de una misión redentora también se escucharon durante la Guerra Fría, y en particular en la cruzada organizada por Bush hijo para vencer al mal y justificar la invasión de Irak, a lo que se agregó la fake news de su supuesta posesión de armas nucleares.
Nadie renuncia a Dios cuando esto les confiere una justificación de subterráneos y apremiantes intereses.
XIII. Hacia el conflicto presente, de diferencias y afinidades.

Pero la Unión soviética, finalmente, luego del largo y laberíntica confrontación de la Guerra Fría y la posguerra, y a consecuencia de sus crisis estructurales y tras la glasnost y la perestroika de Gorbachov, se desmorona en diciembre de 1991. Llega entonces el interregno de Boris Yeltsin, y de su rápida y compulsiva adopción del capitalismo con su costo altamente traumático: desocupación, aumento de precios y de pobreza; descontento popular que atiza y renueva el sentimiento antioccidental. La irrupción invasiva del capitalismo destruye, en una puñalada final, un modo de vida soviético periclitado.
Las grandes empresas estatales son subastadas por ínfimos precios; nace la oligarquía rusa; sangra la autoestima nacional.
En ese caldo de cultivo de trauma colectivo, y de escalada en la insatisfacción masiva, el neoconservadurismo modela a Putin como músculo de la restauración de la dignidad herida. El líder fuerte proyectado por Ilyín ocupa, ahora, el centro de la escena. La política neoconservadora funda la nueva alianza con el cristianismo ortodoxo. La fuerza política religiosa recupera su misión mesiánica de la Rusia histórica, monárquica, autocrática y cristiana: recuperar el orgulloso rol protector de la identidad rusa amenazada por el peligro occidental. Amenaza revivida por lo que se percibe como sed expansionista de la OTAN que atrae con su canto de sirena a una Ucrania ávida de europeización.
En noviembre de 2013 se inician las protestas del Euromaidán (la Europlaza) en la Plaza de la Independencia en Kiev. El líder prorruso Viktor Yakunovich suspende un acuerdo de libre comercio con la Unidad Europea. Esto genera un efecto incendiario en una parte significativa de la población. En febrero de 2014 se apaga la estrella política de Yakunovich, y se refugia en Rusia. Poco después, Putin mueven su brazo neoimperial hacia Crimea y la ciudad autónoma de Sebastopol. En el Este, en la región del Donbas cobran voz las autoproclamadas República populares de Donest y Lugansk. Unos años después, el Kremlin hilvana la narrativa de un genocidio perpetrado por la supuesta Ucrania pronazi en el Donbas que Rusia estima como territorio legítimo anexado por el imperio zarista como la «Nueva Rusia» por Catalina II y su general Potemkin. El Kremlin también denuncia la amenaza a sus fronteras por la avidez expansiva de la Alianza Atlántica a través de una Ucrania convertida en estado proxy para su conjetural voluntad expansionista. La única forma de impedirlo, según Moscú, es la defensa de su integridad geopolitica mediante una invasión de Ucrania camuflada como «operación militar especial «. Luego erupcionan los volcanes de la guerra que braman hasta ahora, en una guerra de desgaste en una Ucrania ocupada militarme por Moscú en el Este y el Sur. Las artillería, misiles y drones también remachan la ocupación ucraniana en el territorio ruso en Kurtz.
La guerra más letal en Europa desde la Segunda Guerra Mundial ruge todavía con sus tempestades asesinas, y también las justificaciones discursivas de las propias posiciones en conflicto. El eurasianismo es una corriente afín a lo eslavófilo y el paneslavismo que afina las navajas de ese discurso justificador.
El eurasianismo clásico surge en el contexto del exilio de la Rusia convulsionada por la guerra civil entre rojos y blancos. El legado de Danilevski, de Leóntiev, se restaura. Rusia, afirman, pertenece a Asia, también a Europa, pero a la Europa verdadera y perdida, la de la unión cristiana antes de su corrupción por el espíritu jerárquico y la teología racionalista del catolicismo romano. Los eurasianistas, como todas las corrientes del tradicionalismo, pulen la excepcionalidad rusa. Danilevski suscribe lo ruso excepcional por su sincretismo entre el monoteísmo hebreo, la filosofía griega y bizantina, la autocracia del César, la idea del estado romano autoritario e imperial, y la posibilidad de apropiación también del desarrollo económico occidental.
Pero Occidente es siempre lo otro perturbador, lo que ruge con gritos de ateísmo y materialismo. Ante esto, y como siempre, lo ruso debe velar por la salud de la fe ortodoxa, y repudiar toda subordinación a la autoridad religiosa del papado en Roma. Ese eurasianismo es base ideológica de la actual Unión Euroasiática, y de la Unión económica euroasiática que nace en 2014, en Astaná, capital de Kazajistán, mediante un acuerdo al que suscriben Kazajistán, Bielorrusia y Rusia. Y también es matriz del neo eurasianismo, en cuyas estribaciones Alexander Dugin actúa como intelectual modélico de esta corriente, y como el mejor propagandista de sí mismo. Su obra Los fundamentos de la geopolítica (1997), reincide en la percepción de amenaza existencial que representa Occidente para Rusia. La compensación defensiva ante esa perturbación es la reconquista de las antiguas repúblicas soviéticas, la incorporación de Eurasia baja la garra moscovita. Sus Fundamentos de geopolítica tienen vasta repercusión. Como su “cuarta teoría política”, en la que se anuncia lo obsoleto del bolchevismo, del fascismo europeo, como de la democracia occidental, en favor de una cuarta teoría política que nunca se precisa en una definición programática.
A fines del siglo XX, Estados Unidos corona un orden unipolar; Obama habla de Rusia como una potencia regional. Frente a la homogeneidad de la globalización liberal se reacciona con el quiebre del modelo unipolar en beneficio de la multipolaridad, con su anillo de identidades nacionales y regionales, dentro de un modelo pluralista. La sociedad de consumo y el individualismo americano son denunciados como alienación de elementos culturales tradicionales. Así, en El proyecto Eurasia, de 2016, Dugin manifiesta:
“Rusia debe proclamar a escala mundial su propia misión de garante de la floreciente complejidad, como centinela de las relaciones entre las naturales y variados conjuntos humanos y civilizados. La afirmación y conservación de esta variedad histórica de la vida cultural de los pueblos y de los estados como fin supremo del proyecto eurasianista de Rusia, y a nivel de la civilización”.
Rusia y “su misión de garante de la complejidad… de los variados conjuntos humanos”. Es decir, Rusia como salvadora de la altura espiritual y del reconocimiento de las diversidades culturales, en contra de la globalización capitalista. La tradicional auto atribución de superioridad cultural; la misión de contención ante los tentáculos occidentales, y de redención ante su impronta corrupta.
El mesianismo es una distorsión, una perturbación en la comprensión de la realidad, una imaginaria misión de blindar un cristianismo redentor, superior, que nunca puede justifica lo injustificable: la apelación a la guerra que incluye, sin reparos, la destrucción de la vida inocente, de los hogares y su propia riqueza de recuerdos y arraigos.
No puede justificarse el dolor en la población civil no combatiente, las matanzas y atrocidades fuera de la palabra; la vejación de la vida para reparar un orgullo nacional herido que, muchas veces, sobredimensiona lo que se estima como amenazas existenciales; no puede justificarse la sustitución de la defensa racional de los intereses por el paradigma de la agresión bélica, con letal tecnología, cuando no existen razones defensivas atendibles, un proceso de real invasión territorial que justifique el derecho a una respuesta bélica.
La autocracia fundada en la religión, y en una solapada teología política, es disonante del impulso hacia la modernización democrática, a pesar de todas sus amargas injusticias.
Pero Occidente en modo alguno es la contraparte “pura”. La sombra mesiánica, y su fundamentalismo teológico distorsivo como base, también oscurecen el derrotero histórico de la civilización occidental.
Lo mesiánico “justifica” a través de la doctrina del “destino manifiesto” la anexión de buena parte de México por parte de Estados Unidos en 1848; el Imperio español de Felipe II auto justifica la invasión de América y la destrucción o la aculturación de las culturas aborígenes bajo la misión superior de “salvar” con la cruz y la Santísima Trinidad a los “idolatras”; el Imperio británico se excusa de la ocupación violenta de la India o África a través de la “dura responsabilidad del hombre blanco” de difundir la civilización de la ciencia en los reinos del mito. Incluso la furia arrolladora de los ejércitos napoleónicos en su invasión a Rusia, y a buena parte de Europa, disfraza la ambición de expansión territorial bajo el alero del sagrado deber de propagar los ideales de la Revolución francesa y sus códigos para doblegar la tiranía monárquica,
Además, las afinidades encubiertas entre los bloques civilizatorios ruso y occidental, incluyen la meticulosa adhesión al armamentismo, la lucrativa industria de las armas impuesta por innegables razones defensivas, y por la no declarada aspiración a enaltecer un sentimiento de importancia o superioridad de naciones o bloques. La lógica del realismo político internacional que talla un consenso bélico armamentista, casi mundial. Practica que, en los hechos, disuelve o retrasa la negociación racional como construcción de la paz. Rémora de primitivismo en el que anidan los intereses de los grandes beneficiados de todas las guerras: las empresas productoras de armas, en Estados Unidos, Rusia, China, el Reino unido, Francia, Alemania… Los beneficiado directos son los grandes conglomerados de defensa modernos como Lockheed Martin, Mitsubishi, Boeing, BAE Systems, General Dynamics y RTX Corporation… Desde el comienzo de la guerra en Ucrania el valor en Bolsa de las compañías de armamento ha aumentado un 68,4%. Desde 2022, en Asia y Oceanía las empresas fabricantes de experimentar mayores ganancias. Estas empresas, en China, India, Japón y Taiwán, por ejemplo, se benefician del incremento de los presupuestos de defensa para acelerar la modernización militar.
Legitimación, en la práctica, por imposición o necesidad, de la violencia destructiva. La impresión de que la paz, como siempre, solo llega luego de largas tormentas de misiles, balas y estallidos, de los extensos ritos de la guerra donde se pierden vidas humanas, y animales, y la razón que solo llega, si es que llega, después de los dioses de la furia, al final de la tragedia.

Bibliografía
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Rubén Ruiz Ramas (Compilador), Ucrania de la Revolución del Maidan a la Guerra del Donnass, Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.
Articulo en Bloombergline: «Las empresas de armamento acumulan altas ganancias a dos años de la guerra en Ucrania», publicado el 26-2-2024.
Gideon Burrows, El negocio de las armas, Ed. Intermón Oxfam.
Querido profesor Ierardo, acabo de terminar de realizar el Seminario que usted dictó en la FCPA hace un par de años El enfrenamiento entre Occidente y Rusia y sus raíces históricas, filosóficas y culturales», pudiendo acceder a la plataforma de dicha institución en modo on demand.
Realmente no tengo palabras para agradecerle la luz que contribuye para comprender las tramas profundas que se entrelazan en estos conflictos. Además, aprendí verdaderamente muchísimas cosas importantes sobre eventos y personajes históricos de gran envergadura que nunca antes había tenido la oportunidad de comprender en su contexto de esta manera y las influencias que ejercieron en sus países y en el mundo.
Finalmente, me identifico y empatizo totalmente, con las preguntas que hace al final de la última clase, y los valores personales que transmite no obstante abrir el diálogo a interpretaciones diversas, respecto de si todavía es posible la construcción del diálogo para la convivencia de poderes respetando las identidades. No sé si se logrará, pero a mis 62 años y habiendo abogado por la paz toda la vida, yo creo que más que nunca, aunque sea de a pequeños granos de arena, vale el esfuerzo, vale la esperanza en medio de un escenario tan complicado, aún más complejo creo que cuando dictó el curso, porque es comprendiendo, desde la interacción y desde el estudio que permite identificarse con lo humano, que de alguna manera, se puede construir la paz. Al menos, desde lo cotidiano, desde el lugar que uno pueda.
Infinitamente agradecida. Andrea R. Sosa.
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Hola Andrea! Muy amable y te agradezco tu mensaje. Me alegro mucho que aquel curso te haya significado una cuota de mayor conocimiento sobre el tema que abordamos en esa oportunidad. Sí,Andrea,entiendo que a la esperanza nunca se debe renunciar, ese esperar es parte de los sueños que nos hacen más humanos. Y al menos,como decís,lo que hagamos,desde nuestro camino en beneficio de un mayor entendimiento que disminuya la violencia, es lo que podemos aportar al árbol, muchas veces invisible, de la paz. Que siga tu entusiasmo e inquietudes,abrazo!
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Que así sea!!! Gracias por el aliento a permanecer en el camino de la vida, atravesando sombras pero buscando y encontrando la luminosidad.
Nos vemos, Dios mediante, en su próxmo seminario. 😊
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Abrazo Andrea, y que siga el entusiasmo
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